Desde el punto de vista de Goliat, es decir de Londres, esto era así porque, si había carrera de armamentos, los británicos no deseaban correr. El 4 de marzo de 1935, el gobierno de Ramsay MacDonald publicó el Libro Blanco de la Defensa Británica, que contenía unas propuestas de aumento del ejército que sólo cabe calificar de modestas. Aún así, la oposición pacifista recibió estas propuestas considerándolas «un insulto a Alemania» (repetimos: las izquierdas y centro-izquierda parlamentaria británicas consideraban que el hecho de que su país intentase armarse frente a Hitler era insultarlo. Y lo repito porque, a toro pasado, es muy fácil intentar dar la impresión de que siempre se estuvo en contra de los asesinos). De hecho, Clement Attle, el líder laborista, presentó una censura al gobierno por el Libro Blanco, cuyas propuestas motejó de reaccionarias y provocativas.
El día 5 Hitler, que tenía agendado un encuentro con representantes británicos, pretextó un resfriado para levantar la cita. Y luego lanzó su serie de ganchos de derecha: 9 de marzo, anuncio de creación de la Luftwaffe; 16 de marzo, introducción del servicio militar obligatorio y creación subsiguiente de un ejército con medio millón de efectivos. Gran Bretaña protestó, pero en ese momento Hitler (ya he dicho que manejaba los tiempos como pocos) se curó del resfriado y propuso la fecha del 25 de marzo para la entrevista con los ingleses, y éstos aceptaron. Ahora, el austriaco ya sabía que el mosqueo británico era más de fachada que otra cosa.
En Berlín, John Simon y Anthony Eden, el otro gran factótum de la diplomacia británica del momento, se encontraron un Hitler muy dolido con las provocaciones de los aliados, pero bienintencionado. Les dijo que anexionarse territorios era un coñazo que sólo daba problemas y que Alemania nunca haría cosa tal. Que el Reich no tenía interés en anexionarse Austria. Que tenía un tratado con Checoslovaquia para la resolución de conflictos bilaterales, así pues nunca tendría problemas con ese país que tres años después se apioló. Les dijo que Alemania jamás le haría la guerra a Rusia. Y no les dijo que tenía un rabo de medio metro, supongo, porque no se lo preguntaron.
En la entrevista con la pareja de diplomáticos británicos, Hitler hizo algo más. Una jugada hasta cierto punto maestra. Acostumbrado como estaba a mentir y a ser creído, Hitler les soltó a los ingleses la bomba de que el poderío aéreo alemán estaba ya, de hecho, a punto de igualarse con el británico. A Simon y Eden ni se les pasó por la cabeza, por lo que se ve, la idea de que alguien en la situación de Hitler, si verdaderamente estuviera a punto de conseguir lo que decía, lo que haría sería callarse. Le creyeron. Y, como le creyeron, a la vuelta a Londres forzaron el rearme más rápido de las fuerzas aéreas. Algo que podría llevar a pensar que Hitler se hizo un pan con unas tortas por hacer aquella confesión que, además, para más inri era básicamente falsa.
Pero es que Hitler consiguió otra cosa.
Presionados por la pretendida igualdad conseguida por los alemanes, los británicos aceptaron en mayo una oferta teóricamente sustanciosa de Hitler para llegar a un acuerdo naval entre ambos países, por el cual la fuerza naval alemana sería equivalente al 35% de la inglesa. Suena bien, ¿eh? Pues no tanto, porque en el mismo tratado, Inglaterra le levantaba la prohibición que el Tratado de Versalles había decretado de que Alemania fabricase submarinos. Podría hacerlo hasta el 60% de la fuerza británica e, incluso, en circunstancias excepcionales que no quedaban claras (y cuya valoración quedaba al albedrío alemán) , el 100%. En las negociaciones de este Tratado, que fue nefasto para la seguridad europea, tuvo un papel importante el Primer Lord del Almirantazgo, un político inglés que se haría viejo conocido de los españoles y de Franco: Samuel Hoare.
Tras visitar a Hitler, Eden estuvo en Moscú, donde se encontró a un Stalin que, tal vez, era en ese momento el único jefe de gobierno europeo que era realmente consciente de la amenaza que suponía Alemania (el otro es Churchill; pero no gobernaba). Unos días más tarde, Inglaterra, Francia e Italia se reunieron en Stresa, en una negociación que fue completamente inútil porque el francés Laval se negó a sacar el tema de las intenciones italianas respecto de Etiopía, silencio que los británicos aceptaron con su propio silencio. Mussolini salió de Stresa sospechando la verdad: que si se atrevía con el Negus, era probable que las dos potencias de referencia de Europa no hiciesen nada. El 17 de abril, la Liga de Naciones censuró el rearme alemán. En mayo, franceses y soviéticos firmaron un pacto. El 21 de mayo, Hitler pronunció un nuevo discurso público, en el que contrapuso la maldad del Tratado de Versalles con la bondad del de Locarno, que dijo estar dispuesto a respetar. Prometió no militarizar el Rhin, firmar tratados de seguridad con todos sus vecinos salvo la URSS, y mantener la fuerza naval en el famoso 35%. Consiguió lo que quería, pues tranquilizó a la opinión pública, sobre todo a los pacifistas británicos, los cuales siguieron poniendo pies en pared en el Parlamento cada vez que se hablaba de rearme a lo bestia.
Hacia finales de junio, el gobierno de Stanley Baldwin comenzó a preocuparse seriamente por lo de Etiopía. Por ello, presentó una oferta que entregaba a Roma la región de Ogaden y, a cambio, garantizaba a Abisinia una salida al mar a costa de tierras de dominación británica. Fue un error mayúsculo. A Mussolini ni se le despeinó una ceja; probablemente, ni leyó en serio la propuesta. Pero, sin embargo, a los franceses eso de que Londres quisiera arreglar las cosas por su cuenta no les gustó nada, así que aumentaron los recelos entre los teóricos socios.
El 7 de aquel mes había cambiado el gobierno de Su Graciosa Majestad. Ramsay MacDonald había dejado su lugar a Stanley Baldwin y, lo que es más importante para lo que aquí tratamos, John Simon había dejado el Foreign Office. Todo el mundo esperaba que fuese sustituido por Anthony Eden pero, por razones que es difícil desentrañar, el elejido fue Samuel Hoare, con Lord Halifax de secretario. Con el tiempo, Hoare cometería la Gran Cagada de la preguerra.
A finales del verano, todo el mundo esperaba que Italia atacase en Abisinia, en cuanto terminase la temporada de lluvias. Pero, aún así, la opinión británica seguía aferrada a la Liga y a la aplicación de sanciones. Consecuentemente, el objetivo del binomio Hoare-Eden (el segundo era ministro para los asuntos de la Liga de Naciones) era evitar que Italia se dejase caer del lado alemán. En ese momento, había elementos para pensar que eso era posible. Los británicos consideraban que algún tipo de autoridad italiana en Abisinia tendría lógica; y luego estaban los sucesos de 1934 en Austria, tras el asesinato del canciller Engelhart Dollfuss, tras el cual Mussolini, temiendo la anexión del país por Hitler, envió varias divisiones al paso del Brennero, además de mostrarse conciliador con Francia e Inglaterra en Stresa. Creo que no es en modo alguno aventurado afirmar que Inglaterra y Francia estaban de acuerdo en abandonar a Abisinia (miembro de la Liga de Naciones) a cambio de mantener a Hitler lejos de Austria, lo cual quiere decir más lejos aún de Checoslovaquia, y a Italia jugando un doble juego que podría haber dado tiempo para el rearme francobritánico.
La otra posibilidad era la de defender el Convenio de la Liga hasta el final e ir a por Italia mediante sanciones económicas, confiando en el hecho, bastante evidente en aquel entonces, de que Hitler no estaba en condiciones de poner sobre la mesa grandes ejércitos (ni siquiera había ocupado aún el Rhin). El margen de actuación de los futuros aliados era amplio: podrían realizar un embargo de petróleo sobre Italia tras el cual Mussolini no habría podido mover a sus tropas; o podía haber bloqueado el paso italiano por el Canal de Suez.
El 1 de agosto, en Westminster Palace, Hoare dejó claro que la opción inglesa era hacer respetar los tratados de la Liga. Londres, por lo tanto, optaba por una política de sanciones.
Pero ya hemos dicho antes que la debilidad del rearme británico (en realidad, desarme) había hecho que, en todas estas materias, Londres tuviese que contar para todo con París. Y aquí es donde saltó el problema, porque en París, el dubitativo Laval no estaba tan convencido de que las sanciones fuesen la mejor política.
Los franceses, que no olvidemos tienen una frontera con Italia de la que Gran Bretaña carece, todavía querían que se explorase con más fuerza la posibilidad de ganar Italia para los aliados. El 11 de septiembre, sin embargo, Sam Hoare pronunció un discurso ante la Liga en Ginebra, un discurso vibrante que acompañaba una propuesta británica decidida que incluía una frase de un hondo significado histórico que pocos podían sospechar entonces: «si hay que correr riesgos para mantener la paz, estos riesgos debemos correrlos todos juntos». 24 horas después, dos cruceros británicos acompañados por una flotilla de barcos menores fondeaban en Gibraltar. Londres enseñaba los dientes. La ola se llevó por delante incluso a los pacifistas laboristas, que votaron mayoritariamente las sanciones, lo cual provocó la dimisión de su líder, Lansbury, que fue sustituido por Clement Attle, que llegaría a primer ministro tras la guerra.
Italia, sin embargo, invadió Abisinia. Y no hubo sanciones efectivas contra ella. Es difícil contar por qué, pero yo voy a intentarlo.