Todo empezó el 19 de octubre de 1944. La segunda guerra mundial iba de angustia para el Eje en Europa, y en el Pacífico empezaba a ir también bastante mal. Japón todavía estaba en mejor situación que Alemania, pero por poco. En ese momento, el centro del enfrentamiento de la guerra del Pacífico eran las islas Filipinas.
En la batalla del mar de Filipinas, la flota japonesa fue humillada por la estadounidense. Como bien dijo el almirante Tojo, con el bombardeo de Pearl Harbour, todo lo que había conseguido el Mikado había sido despertar al tigre. En 1944, el tigre estaba ya harto de Frosties y unos biceps como muslos. Así que en el mar de Filipinas, la otrora orgullosa armada nipona recibió una mano de hostias que la dejó grogui.
Tras dicha victoria, los americanos decidieron que había llegado el momento de invadir las Filipinas. Medio siglo después de habérnoslas ganado a los españoles, ahora tenían que ganárselas a los samurais. Y lo hicieron a lo grande. El 17 de octubre, entraron en el golfo de Leite. Y era sólo el principio. Apenas unas horas después, una impresionante flota con unos 100 portaaviones y barcos auxiliares atacaba los puertos filipinos, desde Luzón hasta Mindanao. Japón apenas pudo montar una débil operación defensiva que, sin embargo, en una muestra de optimismo recalcitrante, bautizó Operación Sho: Operación Victoria.
Dos días después, los aviadores japoneses del Grupo Aéreo 201, con base en el aeródromo de Mabalacat, vieron llegar a un coche oficial negro. En él viajaba al almirante Takijiro Ohnishi. Nada más llegar, Ohnishi convocó a los jefes del Grupo y les informó del despliegue de la Operación Sho. El almirante Kurita, al mando de una fuerza naval, entraría en el golfo de Leite buscando hundir cuantos más barcos americanos, mejor. El Grupo Aéreo había sido encomendado de apoyar dicha operación, centrándose, sobre todo, en conseguir que los portaaviones quedasen inoperativos.
Y fue entonces cuando pronunció unas palabras históricas:
- No podremos ganar utilizando los métodos tradicionales de lucha. Nuestra única posibilidad es estrellar nuestros cazas Zero en las cubiertas de los portaaviones.
Tras esa intervención, el capitán de fragata Tamai anunció una reunión con los jefes de escuadrilla. Todos los pilotos, menos dos, aceptaron la misión suicida. Desde entonces, aquellos pilotos fueron conocidos como kamikazes, en japonés viento divino.
El primer militar designado como kamikaze fue el teniente de navío Yukio Seki, designado para dirigir dicha operación. Seki se había casado en Tokio pocos días antes. Al recibir la noticia, escondió la cabeza entre las manos por unos segundos, cerró los ojos, reflexionó durante unos segundos y, después, se limitó a incorporarse y asegurar que realizaría la misión. Con él fueron otros 23 pilotos.
El día 25, por la tarde, Seki se lanzó en picado contra la cubierta de un portaaviones, y fue seguido por sus compañeros en diversos objetivos. Los 24 pilotos habían hecho un daño exponencialmente superior al que hizo una escuadrilla de 93 cazas y 57 bombarderos que atacó a la flota americana con métodos tradicionales.
De todas formas, no le cabe a Seki el relativo honor de ser el primer kamikaze de la Historia. En la base de Cebú, el día 20, se les dio a los pilotos tres horas para pensar, tras las cuales deberían entregar un sobre; si dentro estaba su nombre, serían reclutados como suicidas; si el papel estaba en blanco, les dejarían en paz. Una vez más, sólo dos aviadores pusieron un papel en blanco. Este grupo también atacó el 25, pero por la mañana, en Davao. Lógicamente murieron todos, pero dejaron inservibles tres portaaviones.
El éxito de estos ataques hizo que el almirante Ohnishi intentase expandir la táctica kamikaze al Segundo Grupo Aéreo, dirigido por el vicealmirante Fukudome. Cuando consiguió convencerle, se inició un proceso masivo de voluntariado de jóvenes que querían morir estrellándose con sus aviones. Muchos, muchos japoneses que hoy en día son ancianos provectos pueden contar que una vez estuvieron en una lista para morir. A todos les salvó la guerra, y el hecho de que Japón la estuviese perdiendo. Porque el viento divino salía extremadamente caro: por cada suicida, hacía falta sacrificar un avión. Pronto, el suministro de aeronaves comenzó a faltar y, finalmente, el 5 de enero fue ya imposible realizar más ataques.
La caída de Filipinas abrió a los EEUU las puertas del Japón. En febrero de 1945, los americanos desembarcaban en Iwo Jima y, en abril, Okinawa.
Entonces fue cuando se inventaron las llamadas bombas tontas o bombas baka. Se trataba de cohetes cargados con proyectiles de 1,8 toneladas enganchados a bombarderos. A la vista del blanco, el cohete sería soltado con un kamikaze montado sobre él, con la misión de guiar el proyectil hacia el suicidio. En Okinawa, el 12 de abril, se lanzaron bombas tontas. Increíblemente, al primer piloto tuvieron que despertarlo; llegado el momento de lanzarse, estaba en el avión durmiendo a pierna suelta.
En total, 2.519 japoneses se suicidaron estrellando aviones o bombas tontas.
El 15 de agosto de 1945, el emperador del Japón, Hiro Hito, declaró el fin de las hostilidades y la rendición del Japón. Pero unas horas después, el almirante Ugaki, jefe de la Quinta Flota Aérea, reunió a sus soldados y anunció que había decidido despegar y estrellarse contra los americanos en Okinawa. Los que se presentaron voluntarios para seguirle superaban la cifra de 11 aviones disponibles.
Por lo que se refiere a Ohnishi, el almirante que lo inició todo, cometió sepuku. Tras escribir una nota alabando a los mártires, se clavó una katana en el vientre, herida de la que estuvo agonizando durante más de doce horas, sin admitir ningún tipo de asistencia.
La Historia no les mira con admiración. Y, verdaderamente, no sería bueno que lo hiciera. La figura de los kamikazes es una de esas cosas que aguanta mal el paso del tiempo.