martes, julio 22, 2008

El follón de Bailén

Si acudís a visitar la página web del ayuntamiento jienense de Bailén, podréis buscar las noticias producidas a finales del mes de junio, hace pues ahora cosa de unas semanas, en las que dicho consistorio se dice hondamente dolido por la comunicación por parte de la Casa Real en el sentido de que no asistirá a los actos del bicentenario de la batalla de Bailén. Yo me he enterado ahora y porque un amable corresponsal me ha enviado la referencia; porque, la verdad, en el estado del conocimiento que tengo de las cosas que pasan (los informativos de la tele y algún periódico), ni me había enterado.


Lo que puedo o quiero decir es que esta negativa no es sino el síntoma de algo más genérico. Ciertamente, este año se cumplen 200 de la batalla de Bailén y, como se puede deducir de lo que acabo de escribir en el párrafo anterior, el aniversario está atravesándonos sin rompernos ni mancharnos. Y tiene poquísima lógica este pasotismo después de que el 2 de mayo hayamos montado la intemerata con el asunto de la rebelión del pueblo de Madrid. Lo del personal apiolándose franceses por las calles del Foro puede quedar muy bien para películas y cuadros goyescos; pero en lo que a la Historia concierne, es decir a la hora de echar o no a los franceses de España, la batalla de Bailén tiene unas setecientas veces más importancia que la rebelión de Madrid. Prueba de ello es que sacó a José Bonaparte de la ciudad, pues tras la derrota la abandonó haciéndose caquita.


Lo cual me lleva a pensar que, quizá, hoy por hoy no nos damos cuenta de lo que significa la batalla de Bailén. Cuando dicho enfrentamiento se produce, Francia es una potencia mundial; España hace ya, como poco, un siglo que no lo es. Francia está regida por un poder centralizado capaz de armar levas, ejércitos, y de llevar al personal tieso como una vela; España no tiene rey y trata de organizarse a través de juntas diversas; y no hace falta que nos extendamos mucho sobre lo que le pasa al poder centralizado cada vez que en este país se otorgan soberanías locales. Francia está considerada como el puño más fuerte del mundo, la Grande Armée, la gallinácea en verso; España, a todo lo más que aspira, es a tocar las narices en acciones pequeñas de desgaste, eso que con los años acabará llamándose guerra de guerrillas. En 1808, Europa iba ya por la cuarta coalición, que se dice pronto, montada para batir a Francia.


Francia era, en ese momento, el Rafael Nadal de Europa; y en Bailén se enfrentó por primera vez con un desconocido contrincante, bajito, moreno y patilludo, de cuya capacidad estratégica se dudaba en todos los cafés de Europa y que tenía más fama de bandolero cabreado que de militar de pura cepa: el soldado español. Ese tenista oscuro, sin historial, sin un mal cuarto de final de Gran Slam que llevarse a la boca, llegó a la final de Wimbledon y al tío mazas al que no le ganaba ni Dios le metió tres sets por la patilla y lo dejó seco.


Bailén es, a mi modo de ver, la victoria de la guerra moderna; ésa en la que la movilidad es algo fundamental. Más de un siglo después, Francia sería invadida por un ejército alemán que, en el fondo, le hizo la misma envolvente, pues avanzó a toda hostia con sus carros de combate cuando lo que se esperaba de tales vehículos es que avanzasen lentamente. En Bailén paso algo parecido, porque la principal virtud del general Castaños fue conseguir que su contincante, el general Dupont, nunca tuviese una idea cabal de dónde estaban las tropas españolas, de lo mucho y rápidamente que se movían.


Si alguien pudiese proyectar una filmación de un ejército antiguo avanzando hacia la batalla, podría ver una interminable sucesión de gentes, carros, mulas y otras bestias de carga, hasta el punto de que en la Edad Media, por ejemplo, no pocas veces los, por así llamarlos, servicios auxiliares del ejército propiamente dicho ocupaban tanto como el ejército (hay que decir que con las tropas se desplazaban burdeles enteros, por ejemplo). Esto no era gran problema en guerras de posiciones, batallas que, más que producirse, se celebraban. La guerra moderna inventa al ejército que se aguanta con dos de pipas y, gracias a ello, es capaz de estar hoy en Málaga y mañana en Malagón. Dupont nunca supo dónde estaba Castaños y Castaños siempre supo dónde estaba la Gran Armada, tan Grande que era imposible no verla.


La extrema movilidad del ejército español hizo que los franceses no tuviesen bien clara la cosa. Iban por Andalucía dándole capones a los resistentes españoles (entrando a saco en Córdoba, por ejemplo); pero, claro, con un ejército tan móvil y una comunidad autónoma tan grande, acabaron dándose cuenta de que al español le era posible meterse entre Madrid y las espaldas de los soldados, cortando la conexión con la capital y poniendo en serios problemas el momio napoleónico. Es por ello que una parte de la armada francesa fue enviada a La Carolina, para garantizar dicha conexión. De esta manera, el invencible ejército francés se cortó un brazo, y fue con ese brazo cortado como Castaños le salió al paso el 18 de julio de 1808 en Bailén, celebrando batalla al día siguiente, tórrido según las crónicas. Fue el verdadero principio de nuestro particular Au revoire, Monsieur.


Bailén es, además, quizá la última gran batalla que España ganó, deslizándose como iba hacia el famoso Perdimos, perdimos, perdimos otra vez. Y es, como la rebelión de Madrid, la victoria de un pueblo. Normalmente, las batallas siempre tienen un cerebro gris que garantiza su victoria. Julio César, Alejandro, Gengis Kahn, Napoleón, Klausewitz, están ahí para reclamar el mérito de victorias que sin su aportación probablemente no lo habrían sido. En Bailén, sin embargo, por mucho que sea cierto que las tropas españolas tuvieron un general, un buen general como Castaños, fue un pueblo el que ganó. Entre otras cosas porque si en ese momento existía el Estado español (y resulta curioso que precisamente en el momento en el que era jurídicamente más dudosa la existencia de dicho Estado fuese cuando sus ciudadanos menos dudaban de ello), lo que no tenía es Jefe. España, en ese momento, no tenía cabeza. Su cabeza fue su pueblo. Lo cual nos lleva al feo detalle de nuestro actual Jefe del Estado.

Creo que la Casa Real haría bien revisando su decisión. Por coherencia histórica y, sobre todo, porque, como ya hemos tenido ocasión de comentar en más de una ocasión, el papel de los Borbones en toda la movida de los franceses en España no es precisamente como para sentirse orgulloso. Ciertamente, en los primeros años del siglo XIX, a España le pasó lo que le ha pasado en la Historia a muchas otras naciones y pueblos, tales como la Galia, o los vecinos de los mongoles, o México, o Cuba: le tocó estar en el patio de atrás de una potencia invasora e imperialista. Desde luego, no fue una coyuntura fácil. Pero nuestros reyes ni pudieron, ni supieron, ni quisieron estar a la altura de las circunstancias.