miércoles, abril 05, 2023

El otro Napoleón (17: La insoportable levedad austríaca)

 Introducción/1848

Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica


El primero que se mostró cada vez más jodido con el tema de la hibernación fue el príncipe Napoleón. Este chavalote pijopera, tercera generación ya de la rama de generales y políticos franceses, se había portado bastante bien en la riveras del Alma. Pero al comenzar el largo asedio de Sebastopol, atacado por la disentería y por las naturales privaciones de la vida militar de verdad, comenzó a protestar por todo como el tonto'los'huevos que era. Por supuesto, puesto que su Tito estaba al mando de todo, inmediatamente reclamó su repatriación. En París, sin embargo, el emperador, consciente del golpe reputacional que supondría eso, se negó, aunque sí le permitió trasladarse a Constantinopla.

Además, en Francia la opinión pública cada día estaba más impacientada. La verdad, los franceses siempre son dados a pensar que son la polla de Montoya. Pero aquellos franceses de mediados del siglo XIX, que se consideraban herederos de Napoleón Bonaparte, ya rayaban la chulería galáctica. Creyendo que todo el monte histórico sería orgasmo, la opinión pública francesa, formada por tenderos y tratantes de vino con el mismo nivel de contacto con la realidad que el votante de hoy en día, había pensado que con tres o cuatro clarinazos que soltasen las tropas de la granarmé de los cojones a las puertas de Sebastopol, se les iba a someter toda Rusia hasta Vladivostok (convicción ésta que olvidaba con elegancia lo que le había pasado al propio Napo cuando había ido por allí). Ante la inquieta sorpresa de padres y abuelos, el Estado tuvo que incrementar las levas hasta 140.000 hombres, cuando todo el mundo había estado básicamente convencido de que a aquella guerra sólo irían los que quisieran ir; y adquirió nuevos préstamos por valor de 500 millones de francos. El país entró en la típica existencia esquizoide de las guerras que no van bien; mientras los medios oficiales trataban la hibernada en Crimea de fruslería, indicando que allí el clima era parecido al de Italia, al país llegaban las cartas de los soldados supervivientes contando que se les helaban hasta lo perineos, que la organización del ejército no era digna de tal nombre, que los mandos eran gilipollas, esas cosas.

Por supuesto, y no lo escribo como un reproche porque es su obligación, la oposición comenzó a hacer leña de aquel árbol caído. Víctor Hugo fue especialmente ácido al escribir líneas muy torcidas, en las que acusaba al emperador de haber llevado al ejército francés al mismo punto que lo llevara su tito en 1812. En Inglaterra, un país de opinión más libre y, por qué no decirlo, menos francesa, las críticas a la administración militar llovían día sí, día también. En los Comunes se pidió una comisión de investigación, y la petición acabó con el gobierno Aberdeen. Sin embargo, el convocado por la reina para componer nuevo gobierno, Palmerston, no estaba precisamente en la idea de reducir la presión bélica. De hecho, hizo todo lo contrario.

El stalemate de una guerra que todo el mundo esperaba que se hubiera resuelto para la hora del té comenzó a dar alas a los prudentes. Es el caso de Federico Guillermo IV, el rey prusiano, y de su principal ministro, Otto von Bismarck, quienes trataron de convencer, en la Dieta de Francfort, a los prínciples alemanes para que no hicieran lo que ellos consideraban un paso peligroso en ese momento, uniéndose a Austria contra Rusia. Así las cosas, Prusia y la Confederación se declararon neutrales. Aquello navegaba a favor de corriente, y Bismarck lo sabía, porque los Estados del sur alemán eran violentamente antifranceses de tiempo atrás. Como escribió en esos días en varias cartas, los gobiernos de Munich, de Stuttgart, de Dresde, de Kassel o de Carlsruhe estaban todos más inclinados a declararse pro rusos que pro franceses.

En Viena, las cosas estaban algo más fáciles. Paco Pepe, un emperador que en ese momento era muy joven y bastante inexperto, centraba todos sus esfuerzos geopolíticos, como por otra parte era de pura lógica en un emperador austríaco, en el equilibrio oriental. En ese entorno de cosas, sabía que no podía ponerse muy de canto, no tanto por Francia, como por la Sublime Puerta. Así las cosas, Austria reunió tropas frescas en Transilvania, adquirió préstamos de guerra y se apresuró a firmar acuerdos con el sultán. El 8 de agosto de 1854, el emperador adhirió a Austria los cuatro puntos de una nota presentada por Francia y por Inglaterra.

  • Reemplazo del protectorado ruso sobre los principados danubianos por una garantía colectiva de las potencias.

  • Libre navegación del Danubio.

  • Revisión del régimen del Bósforo y los Dardanelos.

  • Protección de los súbditos del sultán de religión cristiana, pero sin menoscabo de los derechos de la Sublime Puerta.

Esta adhesión no fue sino el vestíbulo de la decisión, tomada el 2 de diciembre, de unirse a los aliados.

La opción del Imperio era fundamental para la guerra, y todos los sabían. Especialmente, Moscú, un imperio en sí mismo que veía cómo, apenas tres o cuatro décadas después, esa misma Santa Alianza que en una parte nada despreciable había sido invención suya, ahora se volvía contra él. Por lo demás, el gesto vienés de mostrar claramente de qué lado del tejado a dos aguas pensaba caer no generó otra cosa que una corriente de simpatía hacia la causa aliada. Repentinamente, eran muchos los querían estar ahí, y entre ellos, muy especialmente, los piamonteses. Camillo Paolo Giulio Benso, conde de Cavour y normalmente conocido como Cavour, el primer ministro del gobierno piamontés, se apresuró a enganchar a su pequeña nación al partido aliado, de manera que en enero de 1855 habrá 10.000 piamonteses en Crimea. Pero esto, claro, no hizo sino incrementar las suspicacias de Viena, que veía peligrar sus posesiones italianas. El 22 de febrero, de hecho, Napoleón hizo introducir en el Moniteur un suelto en el que el gobierno francés, tratando de vencer esas resistencias, le daba seguridades a Austria sobre sus posesiones. Pero, la verdad, no lo hizo muy bien, pues el texto se limitaba a decir que “si el ejército austríaco se uniere al francés y al inglés, la soberanía sobre sus provincias italianas sería garantizada durante la duración de la guerra”.

Enfermo, aislado y bastante amargado, el zar Nicolás comenzó en el año 1855 con la firme convicción de que ya no lo vería terminar. Y fue así, porque la roscó el 2 de marzo. Napoleón III envió una protocolaria condolencia a Alejandro, el heredero de la finca. Los rusos aprovecharon el detalle y le contestaron al emperador con una nota de Nesselrode en al que éste decía, extraño arabesco, que lo que había entre Rusia y Francia era “una guerra sin hostilidad”; y, lo más importante, se afirmaba que el emperador no tenía más que dejar claro que quería la paz para que ésta se acordase.

Así las cosas, se decidió darle una oportunidad a la diplomacia. Hubo una reunión de plenipotenciarios en Viena y, allí, Gortchakov anunció que Rusia estaba de acuerdo con los cuatro puntos de la nota francoinglesa. El punto en el que, sin embargo, Moscú ponía pies en pared (o, más bien, en acantilado) era la propuesta austríaca de que el tamaño máximo de la flota del Mar Negro fuese reducido.

A pesar de los avances, la guerra seguía viva. Una guerra, como os he contado, en la que las muestras de incompetencia por parte de los mandos habían sido muchas. Un poco como consecuencia de esto, otro poco por la ambición de fama personal, Napoleón III fue reviviendo, cada vez más, el proyecto que, en realidad, ya había tenido desde un inicio, en el sentido de irse a Crimea y ponerse al frente de las tropas que trababan de tomar Sebastopol. Este proyecto, cuando fue conocido en Londres, no concitó sino rechazo y repugnancia; pero al emperador esto casi le sirvió de acicate más que otra cosa. Sin embargo, las posiciones contrarias en Francia eran muchas, y algunas de ellas situadas en el propio gobierno. Las razones, varias. Drouyn de Lhuys lo consideraba un gesto un tanto viejuno que, además, podía poner nerviosos a muchos países europeos, por las reminiscencias que tendría al cesarismo del tío del emperador y, consecuentemente, el temor de que Francia empezase por Crimea pero acabase hostiándose con todo Cristo. Fleury consideraba que el emperador vivía en una burbuja conceptual, secuestrado por su camarilla, y no se daba cuenta de que nunca había sido concebido, pero ahora lo era menos que nunca, como un miembro de las fuerzas armadas. Para muchos oficiales y soldados, por lo tanto, que él se presentase en Crimea a dar órdenes equivaldría a que un político civil se pusiera al frente de los ejércitos. Por último Persigny, el más listo de todos ellos en mi opinión, consideraba que aquella apuesta era muy arriesgada y que, si cualquier cosa salía mal, se revitalizaría la revolución que el Imperio había conseguido enterrar.

Luis Napoleón y la Euge viajaron el 16 de abril de 1855 a Londres, donde fueron recibidas por la reina Victoria y Berto el Príncipe de Bel Air. El emperador no había conseguido colocarse al frente de sus tropas pero, al menos, tendría su carné de miembro del gotha real europeo. La reina Victoria, entre otras cosas, lo condecoró con la orden de la Jarretera. En aquel ambiente, bajo la idea de que acababa de ser admitido en los salones del Club Bildenberg decimonónico, Napoleón se sinceró con Alberto sobre sus planes para la futura Europa: Austria, mal que le pesare, debería deshacerse de la Lombardía, Polonia debería ser reconstruida como nación alrededor de Varsovia, más una unión de estados alemanes que sirviese para contrapesar a Prusia y Austria. A Alberto, al fin y al cabo hombre alemán, aquello le pareció una gilipollez.

Regresado a París de su reunión en la cumbre, paseaba un día el emperador por los Campos Elíseos en su caballo cuando un patriota italiano, Giovanni Pianori, le disparó por dos veces con un revólver. Detenido, declarará que había decidido hacer lo que había hecho porque su país había sido arruinado como nación por la campaña de Roma. Fue rápidamente ejecutado. El atentado, probablemente, nunca comprometió la vida del emperador; pero lo que sí hizo fue convencerlo de que su idea de irse a Crimea, algo de lo que se había mostrado muy convencido con sus amigos ingleses, era irrealizable. Como bien apuntaba Persigny, que el emperador abandonase Francia no era sino la invitación a las fuerzas revolucionarias para agitarse.

Mientras pasaban estas cosas, en la conferencia de Viena el acuerdo final estaba bastante complicado. De hecho, la facilidad con que las negociaciones se quedaban enjaretadas afectó mucho al optimismo inicial de Francisco José, que empezó a recular sobre sus posiciones iniciales y empezó a decir que no se veía atacando a los rusos, la verdad. En estas circunstancias, la alianza con Francia y con Inglaterra carecía de contenido.

El emperador, en todo caso, consideraba que, cuando menos en parte, ese fracaso era también consecuencia de la falta de inteligencia de su propia gente. Consideraba, muy en particular, que Drouyn de Lhuys había caído en las cucamonas de Buol, que prácticamente lo había arrastrado de fiesta en fiesta, donde todo el mundo le chupaba los pies mientras que la alianza militar capotaba; y por ello decidió llamarlo a París y sustituirlo por Walewski, que era embajador en Londres y que fue sustituido en ese puesto crucial por Persigny. Todo se diseñaba para lanzarle a Londres, cada día, el mensaje claro de que era el socio preferencial, el gran amiguito de Francia.

La guerra de Crimea, por otra parte, recomenzó en las últimas jornadas de febrero de 1855, cuando el crudo invierno comenzó a mostrar tendencia a desaparecer. Para entonces, el ejército aliado tenía 130.000 efectivos, de los que 80.000 eran gabachos. Tropas francesas, de hecho, habían relevado a las ingleses, muy cansadas, frente a la Torre Malakov.

Sebastopol estaba literalmente rodeada de trincheras; pero, al mismo tiempo, estaba excelentemente bien defendida. Todleben había hecho un trabajo muy interesante, sobre todo en la barriada de Karabelnaya, que consideraba sería el primer objetivo de los aliados. El 9 de abril, Canrobert ordenó un bombardeo de la plaza, bajo una lluvia pertinaz. Los rusos respondieron con sus propios obuses, en un enfrentamiento que duró más de diez horas. Ambos bandos contaron las bajas aquella jornada por miles. Entre las pérdidas francesas, el general Michel Brice Brizot, a decir de no pocos el más listo de aquella partida. Lo sustituirá Adolphe Niel, ese típico general bastante experto en cuestiones logísticas y organizativas, pero que el día que cogió el paquebote hacia Crimea no había mandado en una sola acción de campo.

La llegada de Niel, y la corriente constante de telegramas desde París, harán la dirección de la guerra algo imposible. Canrobert, un general que ya de por sí era poco ambicioso, se perdía cada vez más entre las órdenes de su comandante en jefe, las dudas y vacilaciones de Niel y la constante oposición de Bosquet, al fin y al cabo más bregado que él en cuestiones estratégicas. Así que termina estallando y mandándole una carta al emperador solicitándole que le ponga al mando de una sola división y que le entregue la dirección de la guerra a alguien con más gónadas.

Por fin, la elección para sustituirlo será acertada. Aimable-Jean-Jacques Pélissier, que será primer duque de Malakoff, es un jefe natural, alguien naturalmente admirado, respetado, obedecido y seguido por sus tropas.

Y, además, tiene un plan.

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