lunes, julio 10, 2023

El otro Napoleón (54: El emperador ya no manda)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 



Son horas muy difíciles; el típico nido de decisiones poco meditadas. Émile Ollivier, en connivencia con su ministro del Interior, Jean-Pierre Napoleon Eugène Chevandier de Valdrôme, diseñan lo que llaman “un golpe de justicia” que, básicamente, consiste en el arresto inmediato de las principales cabezas de la oposición al régimen: Gambetta, Arago, Favre, Ferry, Pelletan y el conde Emil de Kératry estaban en la lista. Un verdadero golpe de Estado, seguido del regreso inmediato del emperador a París para conseguir un segundo objetivo que para ellos es, en ese momento, fundamental: el final de la regencia. Eugenia es, en ese momento, extremadamente popular. No podrán gobernar contra ella.

Dudosos de sus propios planes, Ollivier y Chevandier se van a las Tullerías para intentar convencer a Eugenia, cuando menos, de que reclame el regreso urgente de su marido a la capital. Eugenia se niega: “El único sitio para el emperador es ahora mismo el Ejército”, dice; “no regresará antes de obtener una victoria”. Ollivier, quien ya no puede más con la zorra española de los cojones, le replica: “si el emperador sigue con el Ejército, no habrá victoria. Il est l'obstacle à la victoire”. Me parece que no tengo que traducir mucho.

Según las crónicas, la regente comenzó a llorar en ese momento, pero siguió protestando: abandonar a los soldados en aquellas condiciones sería traición y deshonor. Los políticos intentan convencerla de que no, de que todo es por la salud del régimen y de la dinastía. Y Eugenia, la española, contesta: je ne me préoccupe pas de la dynastie, je ne me preoccupe que du pays. La verdad, la afirmación, si es que la hizo, suena un poco truculenta en los labios de una señora que se había pasado meses, años, torciéndole el brazo al régimen precisamente para garantizar la continuidad de su descendencia al frente de la gobernación de Francia. Pero no son pocas, ya lo he dicho, las pistas que tenemos de que Eugenia de Montijo, en las gravísimas horas de aquella guerra, mantuvo la cabeza fría y supo estar a la altura de su situación y misión históricas. En este sentido, desde luego, no fue una política moderna.

La conversación subió de tono. La regente, cada vez más nerviosa, pidió que le dejasen a su hijo ir al frente para, por lo menos, poder morir allí con honor. Poco a poco, entre Chevandier y Ollivier consiguieron, sin embargo, ablandarla y arrancarle el gesto de escribir la carta a su marido reclamando su vuelta. Sin embargo, cuando la carta llegó al consejo de ministros, hubo una rebelión, dirigida, sobre todo, por Persigny, empeñado en que los reveses que habían sufrido los franceses habían sido algo no definitivo, y que Francia, pronto, se iba a vengar. Rouher y Baroche le hicieron la ola. Ollivier estaba, básicamente, solo.

Para entonces, las calles estaban llenas de gente, y la plaza de la Concordia parecía el 15M. El gobernador de París, Achille Baraguey d'Hilliers, donde de Baraguey d'Hilliers, ordena proteger severamente el Palais Bourbon, donde Ollivier va a hacer una declaración. En su discurso, el primer ministro admite que el ejército francés ha sufrido derrotas, pero que en su mayoría no está vencido. Es más, afirma: “nuestros inmensos recursos están intactos”. A continuación, las medidas tomadas para garantizar la estabilidad: llamada inmediata a filas al, por así decirlo, reemplazo de 1870, incremento de los efectos de la Guardia Móvil e integración de la misma en el Ejército.

Fuertemente criticado por la izquierda y ante la indiferencia de la derecha, el discurso de Ollivier fue recibido por un silencio sepulcral.

El centro derecha presentó una moción exigiendo el nombramiento de Trochu en Guerra. Jules Favre, pálido como la muerte nos dicen las crónicas, exige que el emperador abandone el mando del Ejército, seguido de la elección por la cámara de una comisión de quince miembros, dotados de plenos poderes bélicos. La derecha explotó. Jerôme David resumió la situación con una frase desesperada: “¡Prusia está dispuesta y nosotros no!” Clement Aimé Jean Duvernois, un viejo republicano convertido al bonapartismo, es el encargado de exponer la moción para el nombramiento de un gobierno “capaz de defender el país”. Ollivier se niega, pero la mayor parte del parlamento apoya la propuesta. Es el 9 de agosto, y se nombra un gobierno Palikao. La verdad es que cuando Ollivier todavía era primer ministro, Eugenia de Montijo estaba llamando ya al general para decirle “calienta que sales”. Palikao exigió, y obtuvo, la promesa de que sería nombrado mariscal, y anunció la formación de un gobierno de corte autoritario. Pero, sin embargo, no le resultó nada fácil. Louis Henri Armand Béhic y Auguste de Tallouët-Roy contestaron a la oferta de entrar en el gobierno que no mamase. Julién-Téophile-Henri Chevreau sólo aceptó porque la emperatriz poco menos que se lo pidió de rodillas. Los únicos que aceptaron sin más fueron Jerôme David y Duvernois, ambos deseando ser ministros, aunque fuese de una mierda de gobierno en crisis. Magne fue nombrado ministro de Finanzas prácticamente sin haberse enterado. Este gobierno, hay que decirlo, fue inconstitucional. Firmar los nombramientos de los nuevos ministros no era una prerrogativa de la regente.

El gobierno se aplicó, inmediatamente, a crear nuevas unidades militares y a levantar nuevas instalaciones de defensa. Consigue, además, mantener el orden en un país lógicamente muy agitado en el que, entre otras cosas, el Cuerpo Legislativo permanece constituido en sesión permanente. Todo el mundo espera que llegue la noticia de que Bazaine ha conseguido una victoria.

Ollivier fue cesado el 9 de agosto. Entre dicho día y el siguiente, las tropas francesas fueron llegando a Metz bajo una lluvia de justicia. Muchos hombres llegan con pertrechos parciales o incluso sin ellos; no pocos ni siquiera portan su arma. Tres cuerpos de la Guardia Móvil estaban ya el 11 de agosto situados en los fuertes de Queuleu y Saint-Julien. Esperan a un cuarto cuerpo a nombre de Canrobert que tiene que llegar.

Bazaine tenía su cuartel general en Borny. Aunque formalmente era el comandante del ejército, tenía por encima de él a Le Boeuf y, finalmente, al emperador. Le Boeuf, ya lo hemos visto, había dimitido y, en realidad, ya no mandaba nada. En París todo el mundo exige su destitución y, de hecho, Palikao amagó con firmarla, ante la oposición del emperador. El tema se resuelve con la muerte, el 17 de agosto, del general Claude Théodore Decaen; después de eso, Le Boeuf simplemente heredó el mando del III Cuerpo de Ejército.

A decir verdad, en ese momento en Francia el único general que provoca cierta confianza es Bazaine. La propia emperatriz le dice a todo el mundo que se entienda con él. Para su marido, ese tipo de mensajes le dejan claro que incluso su propia mujer lo ha destituido de facto como comandante en jefe. Desde el 12 de agosto, de hecho, Luis Napoleón le cede a Bazaine, incluso formalmente, el mando. En París, el Cuerpo Legislativo recibe la noticia como un gol de Messi. El único al que, en realidad, el tema no le moló nada fue al propio Bazaine; era bien consciente del tamaño del marrón que se le brindaba.

Resulta muy difícil de entender. Pero lo cierto es que, siendo como era en el siglo XIX el francés el ejército europeo más estructurado y, por así decirlo, con más tradición; siendo como era una armada petada de generales con mucha tradición y conocimientos, en su peor hora ese poderoso ejército acabó en manos de un general que, en realidad, apenas dominaba dos o tres conceptos muy sencillos de estrategia. Bazaine, un hombre curtido en la guerra colonial, en los enfrentamiento contra guerrillas, era un hombre capaz de mandar sobre una compañía o un batallón; pero un ejército completo es otra historia. Y, además, estaba solo: para el emperador, que para entonces era sondado dos veces al día, las noticias sobre el nombramiento de un gobierno sin su concurso acabaron de deprimirlo del todo.

Los prusianos, algo informados, pero no con precisión, de la verdadera situación de los franceses, avanzan, pero despacio. Steinmetz y el príncipe Federico Carlos están al frente del avance, mientras que el káiser ha sentado sus reales, nunca mejor dicho, en Sarrebruck. El tercer ejército, al mando del príncipe heredero, recorre Lorena a la búsqueda de Mac-Mahon.

Moltke quería pillar al ejército francés en Metz. Bazaine, sin embargo, se coscó de la movida, por lo que decidió retroceder hacia Verdún, buscando un reagrupamiento con las tropas de Châlons. Sin embargo, Bazaine se tiró dos días sin dar instrucciones concretas, a pesar de que tenía que mover 22 divisiones.

A la una y media de la mañana del 14 de agosto, Luis Napoleón, acompañado de su hijo, se sube muy trabajosamente a su diligencia, y abandona Metz. Detrás, el ejército. A las cuatro, cuando casi tres cuerpos han abandonado la villa, se escucha un cañonazo en Borny.

Uno de los oficiales del ejército de Steinmetz (no lo puedo jurar, pero estoy casi convencido de que se trataba de Wilhelm Leopold Colmar von der Goltz) se había coscado del movimiento de los franceses, y aceptó para sí la responsabilidad de estropearlo. Así las cosas, cae sobre el III Cuerpo, en Colombey. El general Ladmirault decide enviar unas tropas de ayuda al III Cuerpo; los franceses tenían, en ese momento, un fuerte espíritu de revancha.

Von der Gotz tomó Colombey, pero los franceses comenzaron a empujarlo hacia Borny. Steinmetz, siempre un punto prudencial, le manda un mensaje ordenándole que se retire; pero el bravo oficial pasa de la orden. En ese momento, la lucha es total en Colombey, en Borny y en Metz.

Bazaine se encabronó mucho cuando recibió noticias de lo que estaba pasando. En su visión, la tropa francesa había decidido atacar, o aceptar el enfrentamiento, sin tener órdenes suyas en ese sentido. En ese momento, tiene 50.000 hombres contra 30.000 alemanes, y una evidente superioridad artillera. La lógica manda que los franceses tienen que ganar esa batalla. Pero, aun así, su orden fue mantener una línea defensiva.

Sin embargo, los prusianos acabaron por recibir refuerzos, y comenzaron a presionar. Bazaine, que estaba entre las propias tropas, fue herido de poca consideración; sin embargo, como ya hemos anunciado, el general Decaen, comandante del III Cuerpo, resultó muerto. Los franceses, sin embargo, consiguen mantener sus posiciones, y evitan el avance alemán hacia Borny. Cuando cayó la noche, los franceses habían perdido unos 3.500 efectivos, y los alemanes 5.000. Por fin, una buena noticia para los franceses.

El 15 de agosto, el ejército del príncipe Federico Carlos, que está remontando el Mosela por su ribera derecha, continúa la maniobra de envolvimiento que comenzó días antes. Al final del día, casi han llegado sus soldados al camino de Verdún.

Da la impresión, o por lo menos es mi impresión, de que los franceses se emborracharon con la “victoria” conseguida; que, además, desde muchos puntos de vista estaba muy lejos de ser una victoria. Frossard y Canrobert, observando los movimientos sobre todo de Federico Carlos, esperaban un ataque alemán. Pero Bazaine prefirió no hacer preparativos. El día 16, se fue a Gravelotte, donde estaba el emperador descansando, para despedirle antes de su partida hacia Verdún. Un día antes, el comandante en jefe había ordenado detener el movimiento hacia Verdún para esperar a algunas tropas que iban un poco rezagadas. La obsesión del comandante en jefe era tener a su disposición toda las tropas disponibles. En la mañana del día 15, los prusianos sorprendieron a una división francesa que estaba descansando en Vionville; pero, a pesar de ello, los franceses consiguieron reconstruir la línea. En ese momento, apareció Reimar Constantin von Alvensleben con su caballería, aunque fue rechazado al sur de Rezonville. De nuevo, tras estas dos demostraciones de fuerza y de disciplina de la tropa francesa, el tema estaba para un contraataque. Con las tropas de Frossard, de Canrobert y las unidades de la Móvil, tenía todas las posibilidades de pasarle por encima a Alvensleben. Sin embargo, el general francés estaba obsesionado con mantener las comunicaciones con todas sus unidades. De nuevo, las dudas del comandante en jefe permitieron la llegada al frente de artillería prusiana fresca. Los franceses, aún así, los contienen en Rezonville e incluso se las arreglan para tomar Vionville y Flavigny. De nuevo, Canrobert rechaza y causa grandes pérdidas a los ulanos y coraceros de Alvensleben. Pero tampoco estaba vez Bazaine se atrevió a aprovechar la ventaja.

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