Te recuerdo que este pequeño capítulo es continuación de:
El pistolerismo (I): La huelga de La Canadiense.
El pistolerismo (II): Brabo Portillo y Pau Sabater.
Habíamos dejado Barcelona a finales de agosto de 1919, temblando, a pesar del calor, por el tristísimo asesinato de Pau Sabater y con, al menos, una buena noticia, como es la llegada de un nuevo gobernador, en la persona de Julio Amado, que quería resolver de una vez y para siempre las desavenencias entre obreros y patronos mediante la creación de una especie de parlamento laboral, antecesor de nuestra actual negociación colectiva. No obstante, el panorama no movía al optimismo. Toda el área estaba perlada de huelgas, especialmente en Manresa que era muy a menudo una ciudad a menos de medio gas; y, por la parte patronal, el matonismo había vuelto a las calles, de la mano del inefable Brabo Portillo, todos cuyos secuaces, con la sola excepción de Luis Fernández, habían sido liberados a pesar de haber sido detenidos por su participación en el asesinato de Sabater. La situación se hizo tan insostenible que los anarquistas decidieron dar un paso más, darle una vuelta de tuerca más a la situación, matando al mismísimo Brabo Portillo.
Estamos en el 5 de septiembre de aquel año. Se parecía, y mucho, a cualquier 5 de septiembre de nuestra vida actual porque aún la ciudad estaba a medio gas, con un montón de gente de vacaciones. En la esquina de las calles Paseo de Gracia y Roselló vive Brabo Portillo, y allí está trabajando esa mañana; todo en esas horas lo hará solo, lo cual nos da la medida de hasta qué punto se sentía este hombre omnipotente e intocable. Tras de cuidar de sus asuntos, se fue al barrio de Gracia a echar un cañete en el chalecito en el que, al parecer, tenía instalada a una amiga. Ya en el tranvía, el ex policía se percató de dos tipos que no le quitaban ojo de encima. Así pues, se bajó del tranvía sin dejar de vigilarlos, y con la mano presta para sacar la pistola. Iba al número 369 de la calle Córcega, donde vivía otra de sus conocidas (era, por lo que se ve, prolijo en las artes amatorias); pero, según todos los indicios, infravaloró el espionaje ácrata, pues era en ese mismo portal donde le estaba esperando su agresor.
Los asesinatos realizados por anarquistas siempre seguían el mismo patrón. Se utilizaba a tres asesinos, uno de los cuales disparaba mientras que los otros dos tenían como función cortar la retirada de la víctima. En realidad, los hombres que seguían a Brabo no eran quienes tenían que dispararle, sino los que iban a contenerlo. Aún y a pesar de esta estrategia, el ex policía logró huir unos metros por la calle Santa Tecla, hasta que fue herido en una ingle, momento en que debió parar y parapetarse tras un coche. Pero los atacantes se echaron al suelo y le dispararon por debajo del coche.
Brabo Portillo llegó vivo al dispensario de Ríus y Taulet, pero murió prácticamente de inmediato.
La muerte de Brabo agotó las existencias de cigarros puros en no pocas zonas de Barcelona. Para lo obreros, era la mejor noticia posible. Sin embargo, esa muerte tuvo un elemento nada positivo, y fue la radicalización de los patronos. Obviamente, los empresarios y burgueses de Barcelona se sintieron desamparados; alguien que era capaz de matar a Brabo era capaz de matar a cualquiera. Y, por último, estaban los miembros de la banda. Porque los empresarios todavía tenían su moral; pero los hombres que trabajaban para Brabo eran, pura y simplemente, delincuentes. Y obraron como tales.
A través de alguno de sus infiltrados en la CNT, consiguieron citar a los autores del atentado en un bar de la Ronda de San Pablo. Una vez que estuvieron allí, entraron para matarlos. Los cenetistas, sin embargo, reconocieron a El Mallorquín y, por eso, en ese momento se produjo dentro del bar un tiroteo al mejor estilo de las películas de Clint Eastwood.
Al no lograr su objetivo, los miembros de la banda activaron el Plan B, consistente en reconstituirse con un nuevo jefe. Que apareció en la persona de Rudolf Stallman, barón de König. Ya hablaremos de él.
Mientras ocurría todo esto, Amado trataba de reunir a su comisión mixta y abrir paso al diálogo. El 16 de septiembre, patronos y obreros alcanzaron un acuerdo. No está claro, sin embargo, que la voluntad de los empresarios fuese, de verdad, firmarlo (la firma se dejó para el día siguiente). Sea esto o no cierto, lo que sí lo es que pronto tuvieron a qué agarrarse para dar su negativa.
Esa noche, en unas fiestas de barrio en el Poble Nou, un desconocido hirió a Agustí Sabater, hijo de un industrial de la zona. Ni siquiera está claro que fuese un asunto político; quizá se trató de algún tipo de problema personal. Pero, a la luz de los hechos, el 17 a las 11 de la mañana, los representantes patronales se dirigieron al gobierno civil y, en plena ceremonia de la firma, comunicaron a través de su abogado, Tomás Benet, que no iban a firmar.
Amado montó en cólera. Con el apoyo de los obreros, pues Seguí se apresuró a asegurar la voluntad de la CNT de firmar el acuerdo, conminó a los empresarios a pensárselo mejor, y les dio 24 horas para dar una respuesta. Los representantes patronales consumieron aquel día en consultas y tertulias. Al día siguiente, ni siquiera se presentaron en el gobierno civil.
La respuesta de los patronos fue muy otra. Convocaron una gran conferencia empresarial española, que se abrió el 21 de octubre en el Palau de la Música Catalana. Arropados por empresarios de todo el país, envalentonados, los patronos catalanes decidieron ejecutar un lock out total (o sea, una huelga general de patronos) el 3 de noviembre y nombraron presidente de su federación a Feliu Graupere, un personaje hasta entonces de escasa importancia.
El problema de las huelgas generales es siempre el mismo: o el personal esta muy, pero que muy por la labor, o son un fracaso. El lock out del 3 de noviembre consiguió bastante poco, pues muchos empresarios continuaron con el trabajo y, por esta razón, apenas tres días después ya estaban patronos y obreros tratando de reunir la comisión mixta y llegar a algún tipo de acuerdo. Tras una serie de dimes y diretes, y merced a la intervención personal del general Miláns del Bosch, finalmente los patronos aceptaron llegar a un acuerdo, el día 11 de noviembre. El convenio se firmó el día 12, no sin suspense porque, esta vez, fueron los delegados obreros los que se demoraron varias horas. En la plaza de Sant Jaume esperaba una abigarrada multitud de burgueses y obreros, que recibió la noticia con júbilo.
El jueves día 14, Barcelona volvió a ser Barcelona. Uno de los pactos de aquel acuerdo era la suspensión de todos los conflictos, cierres y huelgas, que se discutirían uno por uno. Así pues, aquel día todas las empresas catalanas trabajaron con normalidad. Sin embargo, en algunas de ellas, normalmente grandes, ocurrió algo inesperado. Al llegar los obreros a las fábricas se encontraban con empleados de confianza manejando listas; en las listas figuraba quien estaba despedido y quien podía entrar. Esta actuación era frontalmente contraria a lo pactado, pues el convenio establecía que no habría represalias contra los huelguistas.
Grupos de obreros se fueron al gobierno civil y exigieron ver a Seguí, que estaba negociando conflictos con los patronos. Cuando el Noi del Sucre se enteró de lo que pasaba, montó en cólera, entró en la sala y, ante las explicaciones torpes y parciales de los patronos, anunció que la CNT se retiraba de la comisión mixta.
Fue la última oportunidad de impedir el pistolerismo en Barcelona.
El día 24 por la noche, estalló una bomba cerca de la Capitanía General de Barcelona que hirió a dos soldados. No está claro quién hizo aquello; todo el mundo pensó que era un acto de los obreros, pero también se ha apuntado a la banda de König, porque lo cierto es que el resultado de ese atentado fue que Miláns, que estaba hasta entonces bastante alejado del orden público, volviese a tomar el control de las calles, radicalizando los enfrentamientos.
Envalentonados, los patronos movieron ficha. El 1 de diciembre, a las puertas de las Navidades, decretaron un cierre patronal que dejaba a 50.000 obreros en la calle. El objetivo era dejarlos sin ingresos, sin nada que comer, sin posibilidad de comprar algo para vestirse, hasta que se rindieran.
El péndulo se movió, bruscamente.
viernes, mayo 18, 2007
miércoles, mayo 16, 2007
Mi voto en las próximas elecciones
Andamos los hispanos, en el tiempo presente, muy revueltos políticamente. La razón es que se nos acercan unas elecciones municipales y autonómicas (aunque no en todas las autonomías). Quizá los que podáis leer esto y no seáis españoles penséis que unas elecciones municipales son elecciones menores. Pero no hay tal, en nuestro caso. Unas elecciones municipales trajeron la II República, por ejemplo. Y, además, ahora mismo se da la circunstancia de que, a pesar de que hay mucha gente que no vota lo mismo cuando el parlamento que está votando es el local, regional o estatal, el hecho de que las municipales se celebren más o menos un año antes que las generales hace que sea bastante cierta la regla por la cual el partido que gana aquéllas, gana después éstas.
A mí nadie me ha preguntado el voto. Pero, aún así, yo contesto. No tengo ningún problema en escribir en público la decisión que tomaré el 27 de mayo, como la he tomado ya muchas veces en los últimos años.
Mi voto será nulo. Más que nada, porque es la única forma que conozco de expresar mi radical desacuerdo con el sistema electoral.
Son varias las cosas que me rayan.
En primer lugar, las listas cerradas. A las pocas horas de comenzar oficialmente la campaña electoral, ya recibí en mi casa las dos primeras cartas invitándome al voto a la Asamblea de Madrid. No sé si es fruto de la casualidad, si van coordinados (lo dudo) o qué, pero el caso es que las dos listas propuestas eran la de Falange Española de las JONS y La Falange, que al parecer hoy en día son cosas distintas (sin ir más lejos, el logo de una es el yugo y las flechas en blanco sobre fondo negro, y el del otro es el yugo y las flechas en negro sobre fondo blanco).
En ambos casos, la papeleta contiene 123 nombres; 120 candidatos, y tres candidatos suplentes.
Una pregunta personal, lector: ¿cuántos amigos tienes? Siempre se dice que los amigos de verdad se cuentan con los dedos de una mano. Pero, sumando a los colegas, no sé, todos tenemos una cuadrilla de, digamos, entre cinco y quince personas, con la que nos iríamos un sábado a cenar y al cine perfectamente. La siguiente pregunta es: ¿y a cuánta gente conoces un poco? O sea, si haces una lista de las personas de las que tienes datos del tipo si están casados o no, si tienen hijos, en qué trabajan, si son más bien ricos o pobres, si del Madrid, del Atleti o del Barça, ¿cuántos te saldrían? Entre compis del curro o del aula, amigos de papá y de mamá, el vecino ése tan cachondo mental… ¿sesenta, setenta personas?
Corolario: si tú, que lees eso, en los quince, veinte, treinta, cuarenta o sesenta y tantos años de vida que tienes, has conseguido acopiar información básica sobre algo más de 50 personas, ¿cómo serás capaz de juzgar la capacidad de 123 desconocidos a la hora de representarte en la Asamblea de Madrid?
Las listas cerradas no sólo son antidemocráticas sino que son absolutamente contrarias a nuestro devenir histórico. Hasta la transición posfranquista, los españoles de toda la vida de Dios, cuando habían podido votar, habían votado listas abiertas. Esto daba para ciertas comparaciones inteligentes; por ejemplo, en el PSOE de la República el candidato más votado era, casi siempre, Julián Besteiro. Y en las elecciones del 36 en Barcelona ciudad, a pesar de que el líder político catalán indiscutido era Lluis Companys, no fue el candidato más votado de la lista.
Las listas cerradas fomentan el deporte del «escaño seguro», ergo del lobby político. O sea: yo soy un líder político que quiero obtener el apoyo de un gran financiero y lo mismo lo consigo si su hijo tiene veleidades políticas: lo pongo de quinto candidato por Murcia, que para mi partido es escaño seguro, y a tirar millas.
Esta práctica del escaño seguro es el trasunto moderno del deleznable artículo 29 de la ley electoral de la Restauración, mediante el cual un candidato que no tenía oponentes era automáticamente proclamado; así, los caciques ni siquiera tenían que conseguir que la gente les votase; con amedrentar a todo aquél que osase competir con ellos les bastaba. Estoy hoy ya no pasa; no hay caciques, que se sepa. Pero sí hay diputados que el votante traga sí o sí. Suponiendo que yo conociese de la leche a María del Carmen Fátima González Gutiérrez (número 15 en la lista de FE de las JONS para la Asamblea de Madrid); suponiendo que la conociese y la ponderase como persona de enorme inteligencia y habilidad política, ¿por qué dicha ponderación tendría que llevar aparejado mi apoyo a otros 122 señores y señoras? Más aún: ¿cuál es mi capacidad de reacción si opino que María del Carmen Fátima merecería ser diputada en la Asamblea de Madrid pero, en cambio, albergo la opinión exactamente opuesta sobre Norberto Pedro Rico Sanabria, número 1 de su lista?
Pues esa libertad de decidir, los españoles la teníamos. La teníamos incluso en tiempos que motejamos de caciquiles y poco democráticos.
Un estudio sociológico interesante sería conocer, para cada partido, el nivel de conocimiento por los votantes de los candidatos de la lista. Fijo que por debajo del número seis no los conoce ni Dios.
Lo siguiente que me jode son las circunscripciones electorales. En la República se reinventó la circunscripción provincial como una medida contra el caciquismo. Y estuvo bien porque es cierto que, cuanto menor era la circunscripción electoral, más probabilidad había de que hubiese un mandamás llevándose al huerto los votos o la proclamación directa.
Pero el tiempo ha pasado y, hoy por hoy, me pregunto qué narices hacemos los residentes en Madrid votando candidatos al Congreso por una circunscripción como la muestra, con más de cinco millones de habitantes. Vale, por eso votamos más candidatos. Pero, como las listas son cerradas, eso no hace sino acrecentar el problema. Hay que votar listas abiertas y, además, listas de no más allá de cuatro o cinco candidatos.
Dicho de otra forma: en un sistema realmente democrático, yo quiero tener un congresista. Mi congresista. Un tipo, o tipa, con nombres y apellidos, con una historia, con una trayectoria y unas habilidades. Que haya hecho esfuerzos por hacerse conocer por mí, ya que su escaño depende de mi voto. A quien yo pueda acudir, me haga mucho o poco caso, cuando tengo algo que decir. Que pueda saber que votando a favor de la Ley X se la está jugando, porque yo estoy en contra. Las democracias parlamentarias en las que los parlamentarios votan según la indicación de un jefe de partido son democracias a medias.
Lo de las listas de cuatro o cinco candidatos me lleva a otro asunto, como es el juego de mayorías y minorías y las coaliciones. En el sistema electoral de la II República, los votantes votaban en las papeletas por un número de escaños inferior al total de la circunscripción que se tratase. Este sistema propugnaba la existencia de candidaturas llamadas de mayorías (el partido muy votado que va a al copo) y candidaturas de minorías (el partido de escasa implantación, pero que tal vez cuenta con un personaje de especial relevancia, que lo presenta buscando «rebañar» ese escaño al que no pueden llegar los votantes de los grandes partidos).
Este sistema, sobre todo, tenía una ventaja fundamental: las alianzas y coaliciones debían ser previas, no posteriores. Un sistema de mayorías y minorías favorece enormemente a la formación política que es capaz, a través de coaliciones, de presentarse ante su electorado unida. La izquierda perdió las elecciones del 33 por estar fraccionada, pero en 1936 aprendió la lección y le dio la vuelta a la situación con el Frente Popular. No creo que nadie desmienta la idea de que una coalición ante es muchísimo más democrática que una coalición post. En una coalición post, los líderes políticos de los partidos coligados están haciendo un juicio de intenciones (que sus electores quieren que se coliguen) al que, claramente, no han querido someterse por la vía de los votos; si tan convencidos están de que ése es el deseo de sus votantes, ¿por qué no se aliaron antes?
Se ha escrito sobradamente que este sistema electoral de mayorías fue uno de los grandes problemas de la República, porque favoreció la victoria de posiciones radicales. Yo no estoy de acuerdo. Hubiera sido el sistema electoral en la República el que hubiera sido, la situación se habría radicalizado igual, porque el problema de la República, además del sistema electoral, fue la inexistencia de un centro político. La deplorable situación de las clases humildes españolas, especialmente en el campo que era el principal motor de empleo, unida a la polarización política de aquellos tiempos (binomio marxismo-fascismo), hizo que las opciones de centro no existiesen. La Confederación Estatal de Derechas Autónomas de Gil-Robles, que viene a ser, en situación en el espectro sociológico, como nuestro PP de hoy, le hacía decir a su jefe en los mitines cosas como que había que construir un nuevo Estado y si el Parlamento no entendía eso, habría que someterlo; si a Rajoy se le ocurre decir la mitad de un cacho de un 10% de esto, lo echamos de España. Y qué decir de la izquierda. Ya no del PSOE, que entonces era un partido marxista de libro; la propia izquierda burguesa, es decir los radical-socialistas y los azañistas, mantenían políticas bastante alejadas del centro político.
En 1933 y en 1936, ganar era alejarse del centro; hoy en día, gana quien más se acerca a él. Pero el problema de las coaliciones estriba en que deberían ser casi ilegales a voto pasado. ¿Fomenta eso el frentepopulismo? Pero, ¿quién ha dicho que el frentepopulismo es malo? El Frente Popular se presentó a las elecciones de febrero de 1936 con un programa electoral (manifiesto electoral se llamaba entonces) muy interesante, a la par que moderado e integral. No faltaron las declaraciones de los políticos de dicho Frente en sentido integrador y Azaña, tras la victoria, así lo aseveró en el Parlamento: quería dirigir un gobierno para todos los españoles. De la deriva que después tomaron las cosas tuvieron la culpa algunas personas, pero no el Frente Popular como estrategia.
Pero, ¿cuál sería el juicio de la Historia si hubiese transcurrido de otra manera? Pongamos que en la España de 1936 el sistema electoral hubiera sido otro, digamos el que tenemos hoy nosotros: enormes circunscripciones electorales, ley D’Hont y listas cerradas. Pongamos que en febrero que 1936 se presentan cinco grandes fuerzas políticas a las elecciones: la derecha monárquica antidemocrática (el Bloque Nacional de Calvo-Sotelo, y los tradicionalistas); la derecha republicana (CEDA); la izquierda burguesa (Unión Republicana e Izquierda Republicana, digamos que en coalición o en un solo partido político, más las candidaturas portelistas); el PSOE y los comunistas, también en coalición o bajo las siglas del PSOE; y los nacionalistas.
¿Cuál habría sido el resultado de esas elecciones? Es imposible saberlo, pero mi apuesta es que, sobre un Parlamento de unos 350 escaños, el nacionalismo vasco y el catalán obtendrían representaciones similares a las que tienen, algo más elevadas en el caso del nacionalismo catalán; los monárquicos tendrían una minoría del tamaño de la que tiene hoy en día Izquierda Unida; los partidos de centro tendrían unos 50 o 60 diputados; y la CEDA y el PSOE-PC serían las grandes minorías, con más escaños para la segunda, digamos unos 160-170 para el PSOE, 120-130 para la CEDA. Lógicamente, habría en el grupo mixto pequeñas minorías, como los partidos más de izquierdas como el POUM.
En estas circunstancias, el PSOE, la izquierda burguesa, los partidos extremos y el nacionalismo catalán podrían recomponer el Frente Popular. Pero el juicio de la Historia ya no sería el mismo; estaría trufado de reproches, sobre todo hacia los partidos burgueses, por coligarse con formaciones más extremas después de las elecciones. Hoy en día, se habrían escrito páginas y páginas discutiendo hasta el fondo la cuestión de si quienes votaron en el 36 a los partidos burgueses eran o no partidarios de que éstos se aliasen con partidos marxistas; cuestión que hoy no existe en nuestro debate histórico, por el simple hecho de que la coalición existió y existió antes de las elecciones.
La democracia moderna, sin embargo, está repleta de multipartitos, tripartitos, bipartitos, tetrapartitos, pentapartitos y lo que caiga, a los que nadie ha votado como tales. Son los políticos los que prejuzgan la actitud de su electorado y, además, no le dan a ese mismo electorado la ocasión de que mostrar su desacuerdo mediante listas abiertas.
Iré, pues, a mi colegio electoral, pues para mí votar es, más que un derecho, una obligación. Pero para votar a 123 señores a los que no conozco de nada, que no me conocen a mí de nada tampoco y, aún así, se han arrogado la capacidad de hacer un juicio de intenciones sobre lo que yo quiero o dejo de querer votándoles, para eso, ya digo, haré lo que todos los años, en todas las elecciones: meteré en el sobre varias papeletas de varios partidos e iré señalando con círculos y flechas a aquellos candidatos de cada papeleta que deseo votar.
Siempre me ponen cara rara (salvo en las votaciones al Senado) por lo voluminoso de mi sobre. Una vez, una sola vez, un interventor electoral, no diré de qué partido, trató de averiguar, muy educadamente, la razón de tal volumen.
Se la expliqué, pero siempre he dado por hecho que no lo entendió.
A mí nadie me ha preguntado el voto. Pero, aún así, yo contesto. No tengo ningún problema en escribir en público la decisión que tomaré el 27 de mayo, como la he tomado ya muchas veces en los últimos años.
Mi voto será nulo. Más que nada, porque es la única forma que conozco de expresar mi radical desacuerdo con el sistema electoral.
Son varias las cosas que me rayan.
En primer lugar, las listas cerradas. A las pocas horas de comenzar oficialmente la campaña electoral, ya recibí en mi casa las dos primeras cartas invitándome al voto a la Asamblea de Madrid. No sé si es fruto de la casualidad, si van coordinados (lo dudo) o qué, pero el caso es que las dos listas propuestas eran la de Falange Española de las JONS y La Falange, que al parecer hoy en día son cosas distintas (sin ir más lejos, el logo de una es el yugo y las flechas en blanco sobre fondo negro, y el del otro es el yugo y las flechas en negro sobre fondo blanco).
En ambos casos, la papeleta contiene 123 nombres; 120 candidatos, y tres candidatos suplentes.
Una pregunta personal, lector: ¿cuántos amigos tienes? Siempre se dice que los amigos de verdad se cuentan con los dedos de una mano. Pero, sumando a los colegas, no sé, todos tenemos una cuadrilla de, digamos, entre cinco y quince personas, con la que nos iríamos un sábado a cenar y al cine perfectamente. La siguiente pregunta es: ¿y a cuánta gente conoces un poco? O sea, si haces una lista de las personas de las que tienes datos del tipo si están casados o no, si tienen hijos, en qué trabajan, si son más bien ricos o pobres, si del Madrid, del Atleti o del Barça, ¿cuántos te saldrían? Entre compis del curro o del aula, amigos de papá y de mamá, el vecino ése tan cachondo mental… ¿sesenta, setenta personas?
Corolario: si tú, que lees eso, en los quince, veinte, treinta, cuarenta o sesenta y tantos años de vida que tienes, has conseguido acopiar información básica sobre algo más de 50 personas, ¿cómo serás capaz de juzgar la capacidad de 123 desconocidos a la hora de representarte en la Asamblea de Madrid?
Las listas cerradas no sólo son antidemocráticas sino que son absolutamente contrarias a nuestro devenir histórico. Hasta la transición posfranquista, los españoles de toda la vida de Dios, cuando habían podido votar, habían votado listas abiertas. Esto daba para ciertas comparaciones inteligentes; por ejemplo, en el PSOE de la República el candidato más votado era, casi siempre, Julián Besteiro. Y en las elecciones del 36 en Barcelona ciudad, a pesar de que el líder político catalán indiscutido era Lluis Companys, no fue el candidato más votado de la lista.
Las listas cerradas fomentan el deporte del «escaño seguro», ergo del lobby político. O sea: yo soy un líder político que quiero obtener el apoyo de un gran financiero y lo mismo lo consigo si su hijo tiene veleidades políticas: lo pongo de quinto candidato por Murcia, que para mi partido es escaño seguro, y a tirar millas.
Esta práctica del escaño seguro es el trasunto moderno del deleznable artículo 29 de la ley electoral de la Restauración, mediante el cual un candidato que no tenía oponentes era automáticamente proclamado; así, los caciques ni siquiera tenían que conseguir que la gente les votase; con amedrentar a todo aquél que osase competir con ellos les bastaba. Estoy hoy ya no pasa; no hay caciques, que se sepa. Pero sí hay diputados que el votante traga sí o sí. Suponiendo que yo conociese de la leche a María del Carmen Fátima González Gutiérrez (número 15 en la lista de FE de las JONS para la Asamblea de Madrid); suponiendo que la conociese y la ponderase como persona de enorme inteligencia y habilidad política, ¿por qué dicha ponderación tendría que llevar aparejado mi apoyo a otros 122 señores y señoras? Más aún: ¿cuál es mi capacidad de reacción si opino que María del Carmen Fátima merecería ser diputada en la Asamblea de Madrid pero, en cambio, albergo la opinión exactamente opuesta sobre Norberto Pedro Rico Sanabria, número 1 de su lista?
Pues esa libertad de decidir, los españoles la teníamos. La teníamos incluso en tiempos que motejamos de caciquiles y poco democráticos.
Un estudio sociológico interesante sería conocer, para cada partido, el nivel de conocimiento por los votantes de los candidatos de la lista. Fijo que por debajo del número seis no los conoce ni Dios.
Lo siguiente que me jode son las circunscripciones electorales. En la República se reinventó la circunscripción provincial como una medida contra el caciquismo. Y estuvo bien porque es cierto que, cuanto menor era la circunscripción electoral, más probabilidad había de que hubiese un mandamás llevándose al huerto los votos o la proclamación directa.
Pero el tiempo ha pasado y, hoy por hoy, me pregunto qué narices hacemos los residentes en Madrid votando candidatos al Congreso por una circunscripción como la muestra, con más de cinco millones de habitantes. Vale, por eso votamos más candidatos. Pero, como las listas son cerradas, eso no hace sino acrecentar el problema. Hay que votar listas abiertas y, además, listas de no más allá de cuatro o cinco candidatos.
Dicho de otra forma: en un sistema realmente democrático, yo quiero tener un congresista. Mi congresista. Un tipo, o tipa, con nombres y apellidos, con una historia, con una trayectoria y unas habilidades. Que haya hecho esfuerzos por hacerse conocer por mí, ya que su escaño depende de mi voto. A quien yo pueda acudir, me haga mucho o poco caso, cuando tengo algo que decir. Que pueda saber que votando a favor de la Ley X se la está jugando, porque yo estoy en contra. Las democracias parlamentarias en las que los parlamentarios votan según la indicación de un jefe de partido son democracias a medias.
Lo de las listas de cuatro o cinco candidatos me lleva a otro asunto, como es el juego de mayorías y minorías y las coaliciones. En el sistema electoral de la II República, los votantes votaban en las papeletas por un número de escaños inferior al total de la circunscripción que se tratase. Este sistema propugnaba la existencia de candidaturas llamadas de mayorías (el partido muy votado que va a al copo) y candidaturas de minorías (el partido de escasa implantación, pero que tal vez cuenta con un personaje de especial relevancia, que lo presenta buscando «rebañar» ese escaño al que no pueden llegar los votantes de los grandes partidos).
Este sistema, sobre todo, tenía una ventaja fundamental: las alianzas y coaliciones debían ser previas, no posteriores. Un sistema de mayorías y minorías favorece enormemente a la formación política que es capaz, a través de coaliciones, de presentarse ante su electorado unida. La izquierda perdió las elecciones del 33 por estar fraccionada, pero en 1936 aprendió la lección y le dio la vuelta a la situación con el Frente Popular. No creo que nadie desmienta la idea de que una coalición ante es muchísimo más democrática que una coalición post. En una coalición post, los líderes políticos de los partidos coligados están haciendo un juicio de intenciones (que sus electores quieren que se coliguen) al que, claramente, no han querido someterse por la vía de los votos; si tan convencidos están de que ése es el deseo de sus votantes, ¿por qué no se aliaron antes?
Se ha escrito sobradamente que este sistema electoral de mayorías fue uno de los grandes problemas de la República, porque favoreció la victoria de posiciones radicales. Yo no estoy de acuerdo. Hubiera sido el sistema electoral en la República el que hubiera sido, la situación se habría radicalizado igual, porque el problema de la República, además del sistema electoral, fue la inexistencia de un centro político. La deplorable situación de las clases humildes españolas, especialmente en el campo que era el principal motor de empleo, unida a la polarización política de aquellos tiempos (binomio marxismo-fascismo), hizo que las opciones de centro no existiesen. La Confederación Estatal de Derechas Autónomas de Gil-Robles, que viene a ser, en situación en el espectro sociológico, como nuestro PP de hoy, le hacía decir a su jefe en los mitines cosas como que había que construir un nuevo Estado y si el Parlamento no entendía eso, habría que someterlo; si a Rajoy se le ocurre decir la mitad de un cacho de un 10% de esto, lo echamos de España. Y qué decir de la izquierda. Ya no del PSOE, que entonces era un partido marxista de libro; la propia izquierda burguesa, es decir los radical-socialistas y los azañistas, mantenían políticas bastante alejadas del centro político.
En 1933 y en 1936, ganar era alejarse del centro; hoy en día, gana quien más se acerca a él. Pero el problema de las coaliciones estriba en que deberían ser casi ilegales a voto pasado. ¿Fomenta eso el frentepopulismo? Pero, ¿quién ha dicho que el frentepopulismo es malo? El Frente Popular se presentó a las elecciones de febrero de 1936 con un programa electoral (manifiesto electoral se llamaba entonces) muy interesante, a la par que moderado e integral. No faltaron las declaraciones de los políticos de dicho Frente en sentido integrador y Azaña, tras la victoria, así lo aseveró en el Parlamento: quería dirigir un gobierno para todos los españoles. De la deriva que después tomaron las cosas tuvieron la culpa algunas personas, pero no el Frente Popular como estrategia.
Pero, ¿cuál sería el juicio de la Historia si hubiese transcurrido de otra manera? Pongamos que en la España de 1936 el sistema electoral hubiera sido otro, digamos el que tenemos hoy nosotros: enormes circunscripciones electorales, ley D’Hont y listas cerradas. Pongamos que en febrero que 1936 se presentan cinco grandes fuerzas políticas a las elecciones: la derecha monárquica antidemocrática (el Bloque Nacional de Calvo-Sotelo, y los tradicionalistas); la derecha republicana (CEDA); la izquierda burguesa (Unión Republicana e Izquierda Republicana, digamos que en coalición o en un solo partido político, más las candidaturas portelistas); el PSOE y los comunistas, también en coalición o bajo las siglas del PSOE; y los nacionalistas.
¿Cuál habría sido el resultado de esas elecciones? Es imposible saberlo, pero mi apuesta es que, sobre un Parlamento de unos 350 escaños, el nacionalismo vasco y el catalán obtendrían representaciones similares a las que tienen, algo más elevadas en el caso del nacionalismo catalán; los monárquicos tendrían una minoría del tamaño de la que tiene hoy en día Izquierda Unida; los partidos de centro tendrían unos 50 o 60 diputados; y la CEDA y el PSOE-PC serían las grandes minorías, con más escaños para la segunda, digamos unos 160-170 para el PSOE, 120-130 para la CEDA. Lógicamente, habría en el grupo mixto pequeñas minorías, como los partidos más de izquierdas como el POUM.
En estas circunstancias, el PSOE, la izquierda burguesa, los partidos extremos y el nacionalismo catalán podrían recomponer el Frente Popular. Pero el juicio de la Historia ya no sería el mismo; estaría trufado de reproches, sobre todo hacia los partidos burgueses, por coligarse con formaciones más extremas después de las elecciones. Hoy en día, se habrían escrito páginas y páginas discutiendo hasta el fondo la cuestión de si quienes votaron en el 36 a los partidos burgueses eran o no partidarios de que éstos se aliasen con partidos marxistas; cuestión que hoy no existe en nuestro debate histórico, por el simple hecho de que la coalición existió y existió antes de las elecciones.
La democracia moderna, sin embargo, está repleta de multipartitos, tripartitos, bipartitos, tetrapartitos, pentapartitos y lo que caiga, a los que nadie ha votado como tales. Son los políticos los que prejuzgan la actitud de su electorado y, además, no le dan a ese mismo electorado la ocasión de que mostrar su desacuerdo mediante listas abiertas.
Iré, pues, a mi colegio electoral, pues para mí votar es, más que un derecho, una obligación. Pero para votar a 123 señores a los que no conozco de nada, que no me conocen a mí de nada tampoco y, aún así, se han arrogado la capacidad de hacer un juicio de intenciones sobre lo que yo quiero o dejo de querer votándoles, para eso, ya digo, haré lo que todos los años, en todas las elecciones: meteré en el sobre varias papeletas de varios partidos e iré señalando con círculos y flechas a aquellos candidatos de cada papeleta que deseo votar.
Siempre me ponen cara rara (salvo en las votaciones al Senado) por lo voluminoso de mi sobre. Una vez, una sola vez, un interventor electoral, no diré de qué partido, trató de averiguar, muy educadamente, la razón de tal volumen.
Se la expliqué, pero siempre he dado por hecho que no lo entendió.
domingo, mayo 13, 2007
La muerte de Azaña
Manuel Azaña fue el segundo presidente de la II República española, y el último de ellos que lo fue sobre un país con integridad territorial; lo cual quiere decir que hubo otros presidentes después, pero lo fueron en el exilio y, por lo tanto, su mandato no se extendió propiamente sobre país alguno. Por lo demás, el orden constitucional nacido de la Ley de Reforma Política del franquismo, y la Constitución actualmente vigente después, proclama la alegalidad de aquella República surgida tras la derrota de 1939; al considerar el gobierno legal y soberano de España la monarquía constitucional prevista en las leyes franquistas, se viene a admitir que la República dejó de existir con el franquismo. Es por ello que, desde algunos puntos de vista, se podría decir que Azaña es el último presidente de la República española. Al menos, de momento.
Azaña tuvo en su vida tres grandes obsesiones: la religión, el ejército y él mismo. Empezando por la última, no fueron pocos los políticos republicanos, correligionarios de él, que le señalaron, una y mil veces, su excesiva displicencia para con los adversarios políticos, que en no pocos debates rozó el desprecio y que le hizo llegar tan lejos en la seguridad en sí mismo que llegó a cometer gravísimos errores, como cuando, en medio del debate parlamentario sobre los sucesos de Casas Viejas, dijo aquello de que allí «había pasado lo que tenía que pasar», como diciendo que el destino de un puto jornalero anarquista es que le revienten las tripas a tiros o lo quemen vivo dentro de la casa donde se ha hecho fuerte.
Azaña tenía mala opinión hasta de quienes le eran más cercanos; de todos los políticos con que trató al final de la República y durante la guerra, ninguno tenía tanta sintonía con él como el socialista Indalecio Prieto; y, sin embargo, en plena guerra, y merced a una aleve filtración, se publicaron algunas entradas de los diarios de Azaña en las que, entre otras cosas, se burlaba de la incultura del político socialista y de su incapacidad para expresar con agilidad sus ideas. Y ése le caía bien. Porque en sus diarios hay un montón de perlas dedicadas a los que le caían mal, como ésta, dedicada a Lluis Companys: «Una persona de mi conocimiento asegura que es una ley de la Historia de España la necesidad de bombardear Barcelona cada cincuenta años». Ahí queda eso.
En materia militar, Azaña se creía un gran experto. En los primeros meses de 1936, cuando tanta gente se le acercaba para prevenirle del golpe de Estado que se preparaba, Azaña contestaba: «si conocieran ustedes como conozco a los militares, sabrían cómo hay que tratar sus demandas». Y parece bastante obvio que se equivocó.
Pero, con todo, su principal obsesión, como la de tantos políticos de izquierdas de aquella época, era la religión católica. Ya sabéis que Azaña había sido el principal propagandista del laicismo del Estado consagrado por la Constitución republicana, con la famosa frase que pronunció en el debate parlamentario: «España ha dejado de ser católica». Quizá por eso, la religión le perseguiría hasta más allá de su muerte, y es de esto que va este post.
En enero de 1939, Cataluña, en realidad el último frente serio de la guerra civil, se hundía bajo el empuje de las fuerzas franquistas. Desde el momento en que Franco consiguió aislar las dos áreas republicanas, el Centro y Cataluña, la guerra estaba irremisiblemente perdida para la República. Encontramos a Azaña el 21 de enero del 39, sábado, huyendo de buena mañana, en compañía de sus dos escoltas, del pueblo donde reside tras salir de Barcelona, llamado La Barata. Según mis noticias, está cerca de Tarrasa.
El domingo, Azaña reside en Llavaneras, lugar poco seguro porque es bombardeado. Finalmente, alcanza Figueras y el castillo de Perelada. Podéis intentar imaginar al presidente de la República viviendo allí, en un lugar fantasmagórico, rodeado de cuadros. En Perelada, en efecto, está ya una parte de las grandes obras del Museo del Prado, que han sido llevadas allí para salvar el tesoro artístico nacional de los bombardeos. En una sala de fumadores del castillo se pueden apreciar el Cristo de Velázquez y Las Meninas; éstas, eso sí, sin marco, pues ha sido necesario quitárselo para que pasaran por el dintel de una ventana. La mayor parte de las pinturas, no obstante, han sido ocultas en una mina de talco en el pueblo de La Bajol, pegado a Francia. Las Cortes de la República celebrarán su última reunión en suelo español el 1 de febrero de dicho año, en el castillo de San Fernando de Figueras.
En febrero, el propio Azaña se refugia en La Bajol. Toda la autoridad de la República cabe ya en un pañuelo: Negrín, presidente del gobierno, en el pueblo de Agullana; Azaña, presidente de la República, en La Bajol; y Lluis Companys, presidente de Cataluña, en un lugar llamado Mas Perxes, entre Agullana y La Bajol. El cuatro de febrero, sábado, los franquistas, que saben cosas, alcanzan el cuartel general de Agullana y tiran bombas hacia Mas Perxes, con tanta precisión que Companys tiene que salir de najas por el pinar que rodea la casa, a toda hostia. Ya está claro: partir al destierro, o morir.
Azaña abandona España el domingo 5 de febrero a las seis de la mañana, tras haber pasado toda la noche comprobando la salida de los cuadros de la mina de La Bajol. Pasa en Francia a Le Boulou y luego a Perpiñán. Luego Nimes y luego Collonges-sous-Salève, pueblecito saboyano en el que el cuñado de Azaña, Cipriano Rivas, había alquilado una casa el año anterior (signo evidente de que lo que pasó es lo que Azaña esperaba que pasase).
El 8 de febrero, Azaña hace un viaje a París vía Ginebra, donde permanece varios días en contactos diversos. El día 15 es instado por Negrín, a través del ministro Julio Álvarez del Vayo, a volar a Madrid. Se niega. Azaña afirma que volver a Madrid no es sino una forma de prolongar la guerra, y las muertes, algo con lo que no está de acuerdo. «Si cruzo la frontera», le dice a Álvarez del Vayo, «no se puede contar conmigo para nada, como no sea para hacer la paz». Cuando Azaña es informado de que Francia e Inglaterra están a punto de pactar el intercambio de embajadores con la España franquista, se va a la Gare de Lyon, toma un tren, vuelve a Collonges y, una vez allí, redacta una carta en la que comunica al presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, su dimisión como Presidente de la República española.
En noviembre de 1939, ante la amenaza creciente de invasión alemana de Francia, Azaña y los suyos se van de Collonges para establecerse en el número 32 del Boulevard de l’Ocean, en el pueblecito de Pyla-sur-Mer, cerca de Burdeos. En febrero de 1940, a raíz de una gripe que se complica, sufre gravísimas complicaciones de salud.
Con el derrumbe de Francia y el armisticio, la playa de Archaron, donde se encuentra Pyla-sur-Mer, se convierte en zona ocupada por los alemanes, motivo por el cual se hace recomendable para Azaña salir de allí, pues para entonces ya sabe que Franco acaricia el proyecto de hacérselo entregar para ser juzgado, y probablemente ejecutado, en España (como de hecho le pasó a Companys, entre otros). Es por ello que se desplaza a Montauban. El 16 de septiembre de 1940, Azaña sufre un ataque que le paraliza medio cuerpo. Es el final.
El círculo íntimo de Azaña en esos últimos días es muy reducido: su mujer, su criado Antonio Lot, Juan Hernández Saravia (que había sido general jefe del Ejército de Cataluña), y una religiosa, la hermana Ignace, que frecuenta el Hotel du Midi, donde se aloja el ex presidente. Al parecer, sor Ignace, en realidad, daba servicio espiritual a Dolores Rivas, la mujer de Azaña, ya que ésta era católica practicante.
El mito de la muerte de Azaña se basa en una declaración firmada el 7 de marzo de 1952 por Pierre Marie Theas, que era, en 1940, obispo de Tarbes y de Lourdes. Dicha declaración, tal y como la reproduce en un libro suyo el escritor Carlos Rojas, dice así:
1.- [Azaña] recibió, con plena lucidez, el sacramento de la Penitencia, que yo mismo le administré.
2.- Cuando solicité permiso de la señora de Azaña para darle el viático a su esposo, tenía la certeza de que el enfermo deseaba comulgar. Tropecé sin embargo con la obstinada negativa de N. Cinco veces comparecí y cinco veces fui rechazado. «Esto le afectaría demasiado», me dijo.
3.- Fue la señora de Azaña quien me llamó a medianoche para administrarle al enfermo la Extremaunción. La recibió in extremis; pero en pleno uso de sus facultades.
4.- Enterado el cónsul mexicano por la señora Azaña, preparó un entierro civil para el presidente. Después, la viuda no osó protestar, porque México abonaba la cuenta del hotel de Azaña y de sus acompañantes.
5.- Lo ocurrido con toda certeza es que el presidente había retenido, o hallado de nuevo, una muy intensa fe cristiana.
Las cosas no están muy claras. El biógrafo de Azaña y cuñado suyo, Cipriano Rivas Cherif, acepta en su libro que, viendo morir al ex presidente, sus íntimos decidieron llamar a la monja, que acabó llegando acompañada del obispo; pero no dice que le fuese administrado sacramento alguno. Delante de otro investigador de la vida y muerte de Azaña, Frank Sedwick, la esposa de Azaña negó que hubiesen pedido, ni ella ni el moribundo, el viático; aunque reconocía tener recuerdos muy borrosos de aquellos momentos. Es un hecho que doña Dolores estaba, en ese momento, sometida a una tensión enorme, pues no sólo su marido estaba muriendo sino que, en esas horas, había sido informada de que su hermano Cipriano acababa de ser condenado a muerte en España (aunque se le conmutó la pena). Por lo demás, no hay que olvidar que Azaña había estado ya a las puertas de la muerte durante su crisis gripal-cardiaca, algunas semanas antes, y es un hecho que entonces no pidió sacramentos.
A todo ello hay que añadir la extraña actitud de secretismo de monsieur el obispo, que no nos aclara quién fue el tal N. que, por cinco veces, se negó a que Azaña recibiese el viático. A favor de la tesis de que dicho deseo fuese cierto están los muchos perfiles de Azaña que se conservan, según los cuales el presidente parecía ser una persona con ciertas dosis de temor, sobre todo ante el sufrimiento físico, que pudieran haber influido en su ánimo en el momento postrero. Sin embargo, lo delicadísimo de su salud da que pensar que es difícil que en esos momentos postreros siguiese muy lúcido. Ciertamente, el obispo así lo afirma; pero es sabido que no pocas veces los sacerdotes tienden a ver lucideces donde quieren verlas.
Cierto o no cierto, que yo no lo creo cierto, resulta un dato de escasa relevancia histórica hoy en día la posibilidad de que Manuel Azaña, el inventor del «España ha dejado de ser católica», hubiera pedido, con su último suspiro, morir en paz con el Dios de sus padres; pero, sin embargo, dio para mucho en tiempos del franquismo. Y hasta es posible que la cosa vuelva a circular hoy en día, dadas las importantes dosis de mojigatería, azul y roja, que rodean a ese proceso que debiera ser serio y riguroso y que llamamos, con torpe pleonasmo, memoria histórica.
Por el momento, pues, la cuestión de la muerte de Azaña es sólo una cuestión para muy apasionados en la Historia. Como lo eres, o lo vas siendo, tú, si es que has llegado hasta la lectura del presente punto y final.
Azaña tuvo en su vida tres grandes obsesiones: la religión, el ejército y él mismo. Empezando por la última, no fueron pocos los políticos republicanos, correligionarios de él, que le señalaron, una y mil veces, su excesiva displicencia para con los adversarios políticos, que en no pocos debates rozó el desprecio y que le hizo llegar tan lejos en la seguridad en sí mismo que llegó a cometer gravísimos errores, como cuando, en medio del debate parlamentario sobre los sucesos de Casas Viejas, dijo aquello de que allí «había pasado lo que tenía que pasar», como diciendo que el destino de un puto jornalero anarquista es que le revienten las tripas a tiros o lo quemen vivo dentro de la casa donde se ha hecho fuerte.
Azaña tenía mala opinión hasta de quienes le eran más cercanos; de todos los políticos con que trató al final de la República y durante la guerra, ninguno tenía tanta sintonía con él como el socialista Indalecio Prieto; y, sin embargo, en plena guerra, y merced a una aleve filtración, se publicaron algunas entradas de los diarios de Azaña en las que, entre otras cosas, se burlaba de la incultura del político socialista y de su incapacidad para expresar con agilidad sus ideas. Y ése le caía bien. Porque en sus diarios hay un montón de perlas dedicadas a los que le caían mal, como ésta, dedicada a Lluis Companys: «Una persona de mi conocimiento asegura que es una ley de la Historia de España la necesidad de bombardear Barcelona cada cincuenta años». Ahí queda eso.
En materia militar, Azaña se creía un gran experto. En los primeros meses de 1936, cuando tanta gente se le acercaba para prevenirle del golpe de Estado que se preparaba, Azaña contestaba: «si conocieran ustedes como conozco a los militares, sabrían cómo hay que tratar sus demandas». Y parece bastante obvio que se equivocó.
Pero, con todo, su principal obsesión, como la de tantos políticos de izquierdas de aquella época, era la religión católica. Ya sabéis que Azaña había sido el principal propagandista del laicismo del Estado consagrado por la Constitución republicana, con la famosa frase que pronunció en el debate parlamentario: «España ha dejado de ser católica». Quizá por eso, la religión le perseguiría hasta más allá de su muerte, y es de esto que va este post.
En enero de 1939, Cataluña, en realidad el último frente serio de la guerra civil, se hundía bajo el empuje de las fuerzas franquistas. Desde el momento en que Franco consiguió aislar las dos áreas republicanas, el Centro y Cataluña, la guerra estaba irremisiblemente perdida para la República. Encontramos a Azaña el 21 de enero del 39, sábado, huyendo de buena mañana, en compañía de sus dos escoltas, del pueblo donde reside tras salir de Barcelona, llamado La Barata. Según mis noticias, está cerca de Tarrasa.
El domingo, Azaña reside en Llavaneras, lugar poco seguro porque es bombardeado. Finalmente, alcanza Figueras y el castillo de Perelada. Podéis intentar imaginar al presidente de la República viviendo allí, en un lugar fantasmagórico, rodeado de cuadros. En Perelada, en efecto, está ya una parte de las grandes obras del Museo del Prado, que han sido llevadas allí para salvar el tesoro artístico nacional de los bombardeos. En una sala de fumadores del castillo se pueden apreciar el Cristo de Velázquez y Las Meninas; éstas, eso sí, sin marco, pues ha sido necesario quitárselo para que pasaran por el dintel de una ventana. La mayor parte de las pinturas, no obstante, han sido ocultas en una mina de talco en el pueblo de La Bajol, pegado a Francia. Las Cortes de la República celebrarán su última reunión en suelo español el 1 de febrero de dicho año, en el castillo de San Fernando de Figueras.
En febrero, el propio Azaña se refugia en La Bajol. Toda la autoridad de la República cabe ya en un pañuelo: Negrín, presidente del gobierno, en el pueblo de Agullana; Azaña, presidente de la República, en La Bajol; y Lluis Companys, presidente de Cataluña, en un lugar llamado Mas Perxes, entre Agullana y La Bajol. El cuatro de febrero, sábado, los franquistas, que saben cosas, alcanzan el cuartel general de Agullana y tiran bombas hacia Mas Perxes, con tanta precisión que Companys tiene que salir de najas por el pinar que rodea la casa, a toda hostia. Ya está claro: partir al destierro, o morir.
Azaña abandona España el domingo 5 de febrero a las seis de la mañana, tras haber pasado toda la noche comprobando la salida de los cuadros de la mina de La Bajol. Pasa en Francia a Le Boulou y luego a Perpiñán. Luego Nimes y luego Collonges-sous-Salève, pueblecito saboyano en el que el cuñado de Azaña, Cipriano Rivas, había alquilado una casa el año anterior (signo evidente de que lo que pasó es lo que Azaña esperaba que pasase).
El 8 de febrero, Azaña hace un viaje a París vía Ginebra, donde permanece varios días en contactos diversos. El día 15 es instado por Negrín, a través del ministro Julio Álvarez del Vayo, a volar a Madrid. Se niega. Azaña afirma que volver a Madrid no es sino una forma de prolongar la guerra, y las muertes, algo con lo que no está de acuerdo. «Si cruzo la frontera», le dice a Álvarez del Vayo, «no se puede contar conmigo para nada, como no sea para hacer la paz». Cuando Azaña es informado de que Francia e Inglaterra están a punto de pactar el intercambio de embajadores con la España franquista, se va a la Gare de Lyon, toma un tren, vuelve a Collonges y, una vez allí, redacta una carta en la que comunica al presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, su dimisión como Presidente de la República española.
En noviembre de 1939, ante la amenaza creciente de invasión alemana de Francia, Azaña y los suyos se van de Collonges para establecerse en el número 32 del Boulevard de l’Ocean, en el pueblecito de Pyla-sur-Mer, cerca de Burdeos. En febrero de 1940, a raíz de una gripe que se complica, sufre gravísimas complicaciones de salud.
Con el derrumbe de Francia y el armisticio, la playa de Archaron, donde se encuentra Pyla-sur-Mer, se convierte en zona ocupada por los alemanes, motivo por el cual se hace recomendable para Azaña salir de allí, pues para entonces ya sabe que Franco acaricia el proyecto de hacérselo entregar para ser juzgado, y probablemente ejecutado, en España (como de hecho le pasó a Companys, entre otros). Es por ello que se desplaza a Montauban. El 16 de septiembre de 1940, Azaña sufre un ataque que le paraliza medio cuerpo. Es el final.
El círculo íntimo de Azaña en esos últimos días es muy reducido: su mujer, su criado Antonio Lot, Juan Hernández Saravia (que había sido general jefe del Ejército de Cataluña), y una religiosa, la hermana Ignace, que frecuenta el Hotel du Midi, donde se aloja el ex presidente. Al parecer, sor Ignace, en realidad, daba servicio espiritual a Dolores Rivas, la mujer de Azaña, ya que ésta era católica practicante.
El mito de la muerte de Azaña se basa en una declaración firmada el 7 de marzo de 1952 por Pierre Marie Theas, que era, en 1940, obispo de Tarbes y de Lourdes. Dicha declaración, tal y como la reproduce en un libro suyo el escritor Carlos Rojas, dice así:
1.- [Azaña] recibió, con plena lucidez, el sacramento de la Penitencia, que yo mismo le administré.
2.- Cuando solicité permiso de la señora de Azaña para darle el viático a su esposo, tenía la certeza de que el enfermo deseaba comulgar. Tropecé sin embargo con la obstinada negativa de N. Cinco veces comparecí y cinco veces fui rechazado. «Esto le afectaría demasiado», me dijo.
3.- Fue la señora de Azaña quien me llamó a medianoche para administrarle al enfermo la Extremaunción. La recibió in extremis; pero en pleno uso de sus facultades.
4.- Enterado el cónsul mexicano por la señora Azaña, preparó un entierro civil para el presidente. Después, la viuda no osó protestar, porque México abonaba la cuenta del hotel de Azaña y de sus acompañantes.
5.- Lo ocurrido con toda certeza es que el presidente había retenido, o hallado de nuevo, una muy intensa fe cristiana.
Las cosas no están muy claras. El biógrafo de Azaña y cuñado suyo, Cipriano Rivas Cherif, acepta en su libro que, viendo morir al ex presidente, sus íntimos decidieron llamar a la monja, que acabó llegando acompañada del obispo; pero no dice que le fuese administrado sacramento alguno. Delante de otro investigador de la vida y muerte de Azaña, Frank Sedwick, la esposa de Azaña negó que hubiesen pedido, ni ella ni el moribundo, el viático; aunque reconocía tener recuerdos muy borrosos de aquellos momentos. Es un hecho que doña Dolores estaba, en ese momento, sometida a una tensión enorme, pues no sólo su marido estaba muriendo sino que, en esas horas, había sido informada de que su hermano Cipriano acababa de ser condenado a muerte en España (aunque se le conmutó la pena). Por lo demás, no hay que olvidar que Azaña había estado ya a las puertas de la muerte durante su crisis gripal-cardiaca, algunas semanas antes, y es un hecho que entonces no pidió sacramentos.
A todo ello hay que añadir la extraña actitud de secretismo de monsieur el obispo, que no nos aclara quién fue el tal N. que, por cinco veces, se negó a que Azaña recibiese el viático. A favor de la tesis de que dicho deseo fuese cierto están los muchos perfiles de Azaña que se conservan, según los cuales el presidente parecía ser una persona con ciertas dosis de temor, sobre todo ante el sufrimiento físico, que pudieran haber influido en su ánimo en el momento postrero. Sin embargo, lo delicadísimo de su salud da que pensar que es difícil que en esos momentos postreros siguiese muy lúcido. Ciertamente, el obispo así lo afirma; pero es sabido que no pocas veces los sacerdotes tienden a ver lucideces donde quieren verlas.
Cierto o no cierto, que yo no lo creo cierto, resulta un dato de escasa relevancia histórica hoy en día la posibilidad de que Manuel Azaña, el inventor del «España ha dejado de ser católica», hubiera pedido, con su último suspiro, morir en paz con el Dios de sus padres; pero, sin embargo, dio para mucho en tiempos del franquismo. Y hasta es posible que la cosa vuelva a circular hoy en día, dadas las importantes dosis de mojigatería, azul y roja, que rodean a ese proceso que debiera ser serio y riguroso y que llamamos, con torpe pleonasmo, memoria histórica.
Por el momento, pues, la cuestión de la muerte de Azaña es sólo una cuestión para muy apasionados en la Historia. Como lo eres, o lo vas siendo, tú, si es que has llegado hasta la lectura del presente punto y final.
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