viernes, enero 27, 2012

El marxista naïf (2)


Según la Constitución chilena, tras la votación se abría un periodo de 50 días hasta que el Congreso designase presidente. La verdad, los padres de la patria que redactaron ese precepto se habían, probablemente, fumado algo, o se habían puesto de pisco hasta las trancas, porque hace falta ser torpe y zoupas para condenar a un país a una situación de enfrentamiento frontal en el caso de votaciones apretadas como aquélla. La campaña electoral, de hecho, recomenzó. Mientras los medios de comunicación de izquierdas recordaban que no sería la primera ni la última vez que en la Historia de Chile un presidente lo fuese sin tener mayoría absoluta en el Congreso, la prensa afín al Partido Nacional comenzó a coquetear con una, digámoslo con educación, poco elegante coalición ex post entre nacionales y democratacristianos para dejar al médico, por cuarta vez, jodido y con el bisturí en la mano. El 14 de septiembre Allende, tirando de los manuales de Lenin, llamó a la calle a manifestarse y amenazó con paralizar el país si no era elegido. El MIR lo coreaba amenazado con arrasar el Barrio Alto, La Moraleja santiaguina. Fueron 50 días durante los cuales los capitales chilenos salieron del país en fila de a siete, y durante los cuales se habló de golpe de Estado casi con tanta convicción como en el 73.

Con decenas, si no centenares, de miles de chilenos en las calles montando bulla, Allende comenzó a actuar como presidente (electo, se llamaba a sí mismo) y a proponer medidas de gobierno; en un intento, sobre todo, de demostrar a tenderos, hosteleros y pequeños empresarios que no pensaba tocarles un pelo.

El 22 de octubre, dos días antes de la elección definitiva, estalló la bomba.

Aquel día, el comandante en jefe del ejército chileno, general René Schneider, viajaba en su coche, solo y sin escolta, tan solo con un chófer desarmado, camino del curro.  Según declararía con posterioridad René, su hijo, no llevar escolta fue una temeridad por su parte, porque había sido amenazado.  Lo dispararon e hirieron muy gravemente. Murió tres días después, durante los cuales pasó la mayor parte del tiempo sedado.

Días antes, el general Schneider había dejado clara su actitud respetuosa con cualesquiera resultados aportase la senda constitucional chilena; un presidente socialista, sin ir más lejos. Esto fue más que suficiente para la extrema derecha, y especialmente para el grupo Patria y Libertad, dirigido por un abogado, Pablo Rodríguez, que, entre otras cosas, no escondía su admiración personal por José Antonio Primo de Rivera. Quienes mataron al general rompieron el cristal del coche a martillazos y luego le dispararon ocho balas mientras Schneider trataba, inútilmente, de coger la pistola que había en el auto, en el salpicadero. 

Se ha dicho que la acción contra Schneider era, en realidad, un secuestro que salió mal. Fuese lo que fuese, estaba diseñada para presionar a la cámara chilena cara a la votación del nuevo presidente; pero consiguió el efecto exactamente contrario al que buscaba, puesto que el Congreso, aún agonizando el general, eligió a Allende, con 153 votos a favor, 35 en contra y 7 papeletas en blanco. Eso eran los votos de la izquierda más los 71 votos de la izquierda democratacristiana, que siguió el llamamiento de Tomic para votar al médico de Valparaíso. Es importante el dato: de haberlo querido los centroizquierdistas, Allende habría perdido. Tomic fue escrupulosamente respetuoso con el orden constitucional; aceptó con su voto la derrota sufrida, mucho más allá de lo que lo habrían reconocido otros.

La inmediata operación de investigación del atentado produjo 30 arrestos, entre ellos el del general Roberto Viaux Marambio, organizador, apenas un año antes, del denominado como tacnazo; un golpe de Estado fallido cuyo centro fue la escuela de suboficiales y unidades motorizadas del regimiento Tacna. El MIR denunció a Patria y Libertad. Fueron detenidos tanto el suegro de Viaux, general en la reserva Raúl Iguart; como su cuñado, Julio Eduardo Fontecillas. Entre otros muchos. Tal y como lo acabó estableciendo en su acusación el ministerio fiscal, los autores del atentado habrían sido Luis Gallardo, José Jaime Melgosa, Carlos Silva, Carlos Labarca, Luis Hurtado, Diego Dávila, Rafael Fernández y Jaime Requena, siendo coautores Viaux y alguno de sus parientes.
Por cierto, que entre los coautores figuraba un tal Julio Izquierdo que fue detenido en Madrid (el Madrid de Franco) y extraditado a Chile (el Chile de Allende). 

Tras las primeras jornadas presididas por la investigación del caso Schneider, Allende y la Unidad Popular pasaron al anuncio de su programa de gobierno. Éste es el punto, en mi opinión, en el que el allendismo comienza a descarrilar. Se ha dicho y escrito muchas veces que el Chile de Allende es un experimento para llegar al socialismo por vías democráticas. Pero esto presenta dos problemas: uno general, es decir que podría presentarse en cualquier país; y otro particular, propio de Chile.

El problema general es que el socialismo, cuando es socialismo de verdad, no tiene marcha atrás. El socialismo auténtico es el que practicaba, por ejemplo, Pablo Iglesias, y que le hacía decir que no se planteaba la participación en gobiernos burgueses porque lo que él quería hacer era acabar con esos gobiernos burgueses. Vladimir Lenin también entendió este hecho, y es por ello que creó la minoría bolchevique que propugnó, y obtuvo, el poder total en la Unión Soviética. Este principio ya fue formulado por Marx cuando, en su análisis dialéctico, encontró que no había más remedio que pasar por la dictadura del proletariado. 

El socialismo de Allende, y quiero recordar aquí lo ya escrito de que, en Chile y en 1970, socialista quiere decir más revolucionario aún que los comunistas de obediencia moscovita, era un socialismo sin retorno. En su programa, la Unidad Popular defendía «la transformación de las actuales instituciones para instaurar un nuevo Estado donde los trabajadores y el pueblo tengan el real ejercicio del poder». Cierto es que Allende siempre respetó el orden constitucional chileno; como lo es que su retórica hablaba, lo acabamos de ver, de crear un Estado que no era el Estado que existía hasta el momento. 

La segunda característica, propia de Chile, es que quienes cuentan que Allende ganó en 1970, olvidan, a menudo, muchas cosas. Olvidan que Allende ganó unas elecciones presidenciales; no legislativas. Que, en consecuencia, en el Congreso seguía en minoría. Que, de hecho, lo acabamos de leer, incluso su propio puesto de presidente lo debía a la pureza constitucional con la que se había desplegado el ala izquierda de la DC. Éstas son razones más que suficientes como para que un político con suficiente sentido estratégico (del cual Allende carecía) se hubiese dado cuenta de que no era el momento procesal de sacar a pasear su programa de gobierno radical. Y, sin embargo, lo hizo. El programa de la Unidad Popular hablaba de modificar el régimen constitucional existente, bicameral, por otro unicameral llamado Asamblea del Pueblo; sistema que, continúa el documento programático de Allende, «permitirá suprimir de raíz los vicios de que han adolecido en Chile tanto el presidencialismo dictatorial como el parlamentarismo corrompido». Entre otras cosas, aboga por un Tribunal Supremo cuyos magistrados serán nombrados por la Asamblea del Pueblo (cosa que nos sonará a los españoles), para crear una administración de Justicia que actúe «en auxilio de las clases mayoritarias».

Era, desde luego, en la economía donde se desplegaba lo principal del programa de la UP y los elementos, por así decir, más irrevocables de su política. Aboga el programa por «un área estatal dominante», es decir por un sistema empresarial en el que el Estado fuese el principal actor, lo que demandaría la nacionalización de empresas e incluso sectores enteros, entre los que se citan, en el programa: la minería del cobre, el sistema financiero, el comercio exterior, las grandes empresas, los monopolios industriales estratégicos y, en un abracadabrante (por lo extenso y difuso) punto 6, «en general, aquellas actividades que condicionan el desarrollo económico y social del país, tales como la producción y distribución de energía eléctrica; el transporte ferroviario, aéreo y marítimo; las comunicaciones; la producción, refinación y distribución del petróleo y sus derivados, incluido el gas licuado; la siderurgia, el cemento, la petroquímica, la química pesada, la celulosa, el papel». Todas estas expropiaciones, añade el programa, se harán «con resguardo del interés del pequeño accionista». Como ya  veremos, detrás de estas palabras se encuentra la formulación de lo que se conocerá como Doctrina Allende, y que será uno de los principales problemas de su mandato. En todo caso, el programa, como hemos visto, estaba redactado en unos términos tan radicales, y al tiempo confusos, que de hecho permitirá una labor expropiadora que irá más allá, seguramente, de lo que el propio Allende esperaba.

El programa de la Unidad Popular prometía (y lo cumplió) una profundización de la reforma agraria y mejoras sociales en la educación y el nivel de vida de los más desfavorecidos, amén de la «expropiación del capital imperialista». En materia de información, se proponía liberar a los medios de su carácter comercial, «adoptando las medidas para que las organizaciones sociales dispongan de estos medios».

Como ya decía, era un programa irreversible, cuyo impulsor pensaba poner en marcha aun estando en minoría. 

El gran error de Allende y de su administración residió en que actuaron sobre la base de que por el hecho de haber sido elegido el médico de Valparaíso presidente (en minoría) ya se debía entender que el proyecto socialista recibía el aval. Gonzalo Martner, jefe de la ODEULAN, Oficina de Planificación Nacional, auténtica sala de máquinas de la política allendista, sobre todo en lo que se refiere a las expropiaciones, le dijo al corresponsal español José Antonio Gorriarán: «el Gobierno puede disolver el Congreso si se oponen a todo». Y tiene importancia esta frase porque, más o menos, por la misma época, el propio Allende le declaraba al mismo periodista español que quería «hacer cambios estructurales, herir intereses preservando absolutamente los derechos, no sólo de información y de crítica, sino de oposición». El contraste entre estas dos frases nos revela otra característica que yo veo en el allendismo: su polimorfía. En el mismo movimiento convivían personas de un estricto legalismo con otras que no estaban dispuestas a que los legalismos frenasen sus planes; todas ellas amenazadas por una extrema derecha que quería borrarles del mapa, y una extrema izquierda que quería sobrepasarlos. 

Allende, bien por ser políticamente correcto ante un periodista español, bien porque, como yo no descarto en lo absoluto, lo piense sinceramente, utiliza expresiones neutras: «cambio estructural» es un sintagma que está lejísimos de la dialéctica revolucionaria. Es el tipo de visión de las cosas que podría hacer que Lenin te mandase al paredón por tibio. Y su compromiso con la libertad es total; hasta el punto de acatar la decisión de sus tribunales de denegar la extradición de un criminal nazi, por mucho que le repugne. Sin embargo, si el franquismo es Franco, el allendismo, como le ocurre a muchos movimientos latinoamericanos (el peronismo, el castrismo; en el futuro, el chavismo), es mucho más que Allende. Mucha más gente, y no necesariamente connivente con sus puntos de vista. Se suele decir: Allende estaba dispuesto a respetar la democracia; y quien lo dice, a mi modo de ver, no miente. Pero si cambiamos Allende por allendismo, ya la cosa no está tan clara. El presidente tenía en su propio partido elementos que le exigían ir más allá.

En otras palabras, el allendismo se sintió tocado de una legitimidad discutible, como siempre le ocurre a quien llega a gobernar con un programa, pero necesita del apoyo de otros para sacarlo adelante.

Eppur si mouve... con todos estos antecedentes, Salvador Allende se dispuso a gobernar.

jueves, enero 26, 2012

Una foto histórica


Esta foto fue tomada ayer por la noche en la Casa Blanca. En ella se ve a los integrantes de los Chicago Bulls, recibidos por el presidente Obama tras obtener el anillo de la NBA, en play-off final en el que le metieron nada menos que un 4-0 al Los Angeles Lakers de Kobe Bryant y Pau Gasol, y con partidos memorables como el segundo de la serie, en Chicago, donde le metieron a sus rivales una asombrosa ventaja de 46 puntos.

Obama tapa al base Derrik Rose, siempre tan modesto. En la fila de atrás, primero por la derecha, se ve al alero británico Luol Deng, de bastante mala hostia por haber sido desplazado del cinco inicial y convertido en sexto hombre. En el centro de esa fila de atrás se puede ver a Carlos Boozer, para mí uno de los mejores aleros-pivot de la NBA. Y a su derecha a Ronnie Brewer, un escolta de grandísima proyección.

En el centro de la foto, junto a Obama, puede verse a un jugador de 2,04 de altura y 113 kilos de peso, nacido en Sierra Leona, llamado Sisebuto Chugainov. Él, alero titular de los Bulls (es por esto que Deng lo mira con cara asesina), fue el artífice de los play offs, con una media de 47 puntos por partido, 13 rebotes y cuatro asistencias. Además, en el penúltimo partido de las finales batió uno de los récords históricos de la NBA (o eso dijeron los periodistas en la rueda de prensa posterior), anotando 15 triples.

Sisebuto es creación de JdJ y, actualmente, ocupa en los roosters mundiales de jugadores online de NBA 2k11 el puesto 8.200, más o menos.

Ahora que Sisebuto ha ganado el anillo, a lo mejor me deja leer más Historia :-D

miércoles, enero 25, 2012

El marxista naïf (1)


Salvador Allende no cayó del cielo. Ni subió de los infiernos. Salvador Allende es el resultado de una evolución que en Chile se venía produciendo ya de tiempo atrás, y que no pocas veces se había terminado por plantear como un enfrentamiento frontal, y mutualmente exclusivo, entre una oligarquía terrateniente e industrial y lo que en aquel país se conoce como los rotos; que no deben confundirse con los rojos españoles, pero se les parecen mucho. El siglo XX y, sobre todo, su segunda mitad, hicieron prácticamente inevitable la eclosión de la conciencia política de la clase obrera y campesina chilena, con elementos muy significativamente locales, sorprendentes para un observador externo. Sorprende, por ejemplo, que durante el periodo de mandato de Salvador Allende el Partido Socialista, al que él pertenecía, mostrase un radicalismo revolucionario casi absoluto, de forma que debía ser el Partido Comunista el que refrenase sus tendencias. Como también sorprende encontrarse con movimientos como el MAPU, de un leninismo casi de libro pero de inspiración cristiana.

No por casualidad, por lo tanto, la campaña electoral de 1964 en Chile estuvo presidida por un eslogan que se parecía casi a la letra con otro que se había manejado en unos comicios ya lejanos en España. Si en las elecciones de febrero de 1936 la CEDA y José María Gil-Robles reclamaron el voto para poder parar el marxismo, en las de 1964  la Democracia Cristiana de Eduardo Frei, el partido político más establecido de Chile, salió a la calle con la intención de plantear a la sociedad chilena una alternativa clara: o democracia cristiana, o marxismo. El lema concreto de la DC, que entonces llevaba seis años en oposición frente al gobierno de derecha pura y dura de Alessandri (Partido Nacional) fue «revolución en libertad»; buscando, claramente, al electorado a su izquierda natural.

En 1964, con ese eslogan, aprovechando además la relativa miopía del propio Allende, quien no se apeó de su radicalismo, la Democracia Cristiana, más que ganar, barrió, en un resultado parecido al del PSOE en 1982, que hacía presagiar un largo periodo de gobierno del centro.

El gobierno Frei de 1964, incubadora sin quererlo del allendismo, no supo administrar correctamente las muchas, demasiadas, ilusiones que concitó. Pues aquella victoria se produjo en un ambiente social en el que los chilenos esperaban de la Democracia Cristiana solución para todo: para la economía rota, para la miseria de obreros y campesinos, para el colonialismo industrial extranjero, para el analfabetismo.

La oferta democratacristiana, sin embargo, resultó ser un fiasco. Lejos de domar la inflación (a la que algunos economistas llaman, con razón, «el impuesto de los pobres»), ésta se desbocó, y el endeudamiento externo de Chile trepó por las nubes; subía el paro, y la reforma agraria, abordada inicialmente con valentía, acabó embarrancando. En esa situación, la DC, que en realidad era un pastiche de tendencias muy diversas, comenzó a sufrir fugas por ambos lados, a derecha e izquierda, donde tanto el PN como las formaciones marxistas jugaban sus cartas, dificultando en lo posible el éxito del Gobierno. Sin ir más lejos, muchas iniciativas gubernamentales se estrellaban en el muro del Senado que, oh casualidad, tenía un presidente llamado Salvador Allende Gossens.

La agitación social, además, obligó a aquel gobierno de centro  a usar la fuerza, de forma exagerada. En 1966, una huelga de los mineros de El Salvador provocó seis muertos. En una manifestación en Santiago contra la limitación del derecho de huelga hubo siete muertos. Y, sobre todo, por su repercusión, cabe citar los siete muertos producidos en Puerto Montt, cuando la policía disparó sobre una masa de okupas.

En un ambiente de crecientes deserciones desde la democracia cristiana hacia la Unidad Popular de izquierdas, en 1968, Jacques Chonchol, el hombre designado para realizar la reforma agraria a través del INDAP, dimitió de su cargo. Esta desafección, provocada por serias discrepancias con Frei, provocó la salida de la DC del llamado Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), de raíz cristiana pero que con los meses radicalizaría cada vez más sus posiciones. Chonchol sería ministro de Allende.

La Unidad Popular, por lo tanto, llegó al poder contra Frei; pero de alguna manera, también, se alimentó de él. En primer lugar, porque la integración en la misma, más o menos formal, de los disidentes de la izquierda cristiana, dotó a las izquierdas de una vitola que necesitaban para captar determinados viveros de votos. Y, segundo, porque el gobierno Frei, con su reforma agraria truncada (que, en todo caso, reasentó a 30.000 familias de colonos), con su política de chilenización de empresas estratégicas (comprando acciones, que no nacionalizando), abrió las vías que, posteriormente, explotaría la UP desde una óptica marxista.

El 4 de septiembre de 1970 se celebraron elecciones presidenciales, a las que Frei no podía presentarse, pues hacía menos de seis años que había ocupado esa primera magistratura. Por lo tanto, descontado Frei, los candidatos en aquellas elecciones fueron, fundamentalmente, tres:

Jorge Alessandri era el candidato del derechista Partido Nacional. Ya había sido presidente, pero más de seis años atrás; además, tenía el inconmensurable aval de ser hijo de Arturo Alessandri Palma, conocido como El león de Tapaca, uno de los políticos más arrechos de la Historia de Chile. El Partido Nacional lo era del orden, de las clases altas y de los grandes industriales y banqueros, además de muchos chilenos de centro-derecha que, sobre estar fuertemente decepcionados con la democracia cristiana, temían a la izquierda, así pues no eran nada proclives a la abstención; por supuesto, no le hacía ascos a los ciudadanos de simpatías simple y llanamente fascistas.

Sin embargo, Alessandri tenía un punto débil: sus 74 años de edad que, dicen, le jugaron una mala pasada, pues es convicción de muchos chilenos que acabó por perder las elecciones cuando se dejó grabar por los camarógrafos leyendo un comunicado que comenzaba: «No me temblará la mano…»;  y que leyó mientras sus manos, agarrando el papel, interpretaban el parkinsoniano baile de San Vito. De todas formas, Alessandri cometió otro gravísimo error en aquella campaña, y fue actuar como si la Unidad Popular fuese una formación ultraminoritaria sin ninguna posibilidad de ganar.

El segundo en discordia era Radomiro Tomic, de la Democracia Cristiana. El Rubalcaba de nuestra historia, pues, recogiendo la presunta herencia de un presidente a la vez saliente y bastante odiado. Centró su campaña electoral en atacar a Alessandri, consciente de que era quien, sobre el papel, tenía más posibilidades de ganar. A Allende lo dejó en paz, entre otras cosas porque su planteamiento estratégico, basado en vender la idea de una profundización en las medidas reformistas que Frei no había completado, en realidad lo acercaba a la oferta socialista. Sin embargo, Tomic no acudía con un programa exactamente propio, pues el partido le había impuesto la estrategia de no alianzas de la DC, contra su deseo de tentar algún tipo de embroque con la izquierda.

Y, last but not least como los hechos acabarían por demostrar, se encontraba la Unidad Popular. Formación que se lo pensó mucho antes de designar a Allende como candidato. Era la cuarta vez que el médico de Valparaíso quería intentar el asalto de la Casa de la Moneda, y no eran pocos en las propias formaciones de izquierda que lo consideraban un juguete roto de la política chilena. En la asamblea para formar la Unidad Popular, el Partido Socialista presentó a Allende como candidato; los comunistas, al poeta Pablo Neruda; el Partido Radical, a Alberto Baltra; el MAPU, a Jacques Chonchol; y el Movimiento de Acción Independiente, a Rafael Tarud.

Neruda se descartó rápidamente a base de exhibir una retórica revolucionaria con la que nadie, jamás, ha ganado unas elecciones democráticas (hasta el Frente Popular español del 36 se presentó en las urnas con un programa tan tibiamente de izquierdas, que Largo Caballero tenía que decirle a los suyos en sus mitines que no se preocuparan, que la revolución llegaría en todo caso). Tras él fueron cayendo los que tenían escasos apoyos, hasta quedar la movida entre Allende y Chonchol. Las negociaciones entre ambas facciones de la UP no fueron fáciles pero, cuando la ruptura se acercó, Chonchol consideró de mayor valor la unidad en las urnas, y se retiró.

Allende, por supuesto, prometió durante la campaña la profundización de la revolución freiana, aunque con mensajes tendentes a mitigar el miedo al marxismo como, por ejemplo, su promesa de respetar a la pequeña y mediana empresa. Sin embargo, ya durante aquella campaña electoral, cuando todo aún no había comenzado, se apreció uno de los errores que con el tiempo se harían más patentes en la actuación de Allende: su incapacidad de sacudirse a los muy radicales o, más bien, su deseo de no hacerlo.

Las alianzas políticas son casas con dos puertas: la entrada, y la salida. Cuando la alianza es con un partido suficientemente moderado, uno puede controlar las dos puertas. Entra cuando quiere y sale también cuando quiere. Pero lo que caracteriza aliarse con un radical es que uno sólo controla la puerta de entrada. El momento en que pueda tomar la puerta de salida es algo que decide el aliado.

Allende tuvo, para aquella campaña electoral, el decidido apoyo del Partido Comunista Chileno; formación, ya lo hemos dicho, en realidad más moderada que el propio Partido Socialista en aquel momento. También recibió el apoyo de la CUT, Central Única de Trabajadores, primer sindicato del país. Pero también fue apoyado, sistemática y públicamente, por el MIR, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, la CNT de esta historia (si es que hemos de ir a un paralelismo con nuestra II República). El MIR estaba dispuesto a ayudar a Allende siempre y cuando no se desviase de «la construcción del socialismo»; y realizó ese apoyo sin abandonar ni un milímetro sus postulados de extremo radicalismo marxista-leninista y violento, cuando menos, pues, terroristoide

El MIR acabaría por convertirse en el gran auditor del gobierno Allende en la calle; el pollo cabrón que, cada vez que te relajas, se inclina sobre tu oído y susurra: delendum est capitalismus. No por casualidad, el MIR sería también lo último que le quedaría Allende, cuando los militares comenzasen a bombardear la Casa de la Moneda.

Allende ganó el 4 de septiembre. Obtuvo 1.070.334 votos, por 1.031.159 de Alessandri y 821.801 de Tomic. Pero aquí tenemos otro paralelismo con la II República española (especialmente con sus actos finales) y, consecuentemente, una reflexión. La victoria de Allende en 1970 se asemeja mucho a la del Frente Popular en el 36, que fue, dicho sea sin poner en duda las cifras de los historiadores, por un puñado de votos. En el caso de Chile, incluso, el puñado era más pequeño aún. Si alguien que propugna un cambio radical consigue menos de la mitad de los votos emitidos, ¿adquiere con eso fuerza moral y política para llevar a cabo su programa? Supongo que cada uno tiene una respuesta para esta pregunta; pero es obvio que ni en Chile ni en ninguna parte se puede decir que todo el mundo piense lo mismo. 

A mi entender, ante victoria tan magra, se hubiera impuesto, inteligentemente, cierta matización programática por parte del ganador, sobre todo si esperaba que fuerzas políticas que estaban a 40.000 votos de él o que incluso, unidas, lo superaban, se olvidasen de que sus propios postulados eran contrarios, en ocasiones radicalmente contrarios, a los suyos. Lo contrario equivaldría a ponerles muy fácil echarse al monte. Sin embargo, Allende no podía hacer eso, por la razón de sus propias convicciones, pues era un marxista de libro, y, sobre todo, las alianzas que le habían llevado a conseguir aquellos votos.

El resultado de las elecciones de 1970, y la reacción de Allende ante su propia victoria, dibujaron la primera gran contradicción del proceso chileno: la construcción del socialismo en minoría. «Avanzar por el camino de la democracia», diría Allende en su segundo discurso parlamentario al pleno del Congreso (21 de mayo de 1972), «exige superar el sistema capitalista, consubstancial a la desigualdad económica». Esta frase, en mi opinión, revela la simpleza con que Allende veía el mundo. Pues sólo una persona que se mueva lentamente por la existencia, manejando apenas dos o tres ideas muy básicas o creyendo que, como decía Summers, tó er mundo é güeno, puede pensar que se puede impulsar un cambio sistémico en minoría, y pretender que la mayoría lo acepte.

Ganar las elecciones, en todo caso, sólo era el primer paso. La Constitución chilena, en mi opinión excesivamente preocupada por el garantismo democrático hasta generar en potencia situaciones sin salida, exigía un segundo paso, que era ser designado presidente. Y ese paso, pronto se reveló, no iba a ser nada fácil.

lunes, enero 23, 2012

Matilde Padrós



En el número 143 (marzo de 1988) de la entonces excelente publicación Historia 16, la escritora Carmen de Zulueta escribía un artículo quejándose amargamente de que el año anterior, 1987, hubiese pasado sin pena ni gloria para la figura de Matilde Padrós, a quien la autora del escrito consideraba, y es probable que lo fuese, la primera universitaria de la Historia de España. 1987 fue, en efecto, el centenario del año en que Padrós pisó por primera vez una universidad; y es posible que fuese la primera vez en la Historia de España que esto ocurriera.

La distinción de ser la primera mujer licenciada en Filosofía y Letras se suele adjudicar en muchos lugares, entre ellos laWikipedia, a María Goyri, mujer que sería de Menéndez Pidal. No es de extrañar este hecho, porque María Goyri cuadra bastante más con la mitología feminista pues, de hecho, fue una importante defensora de los derechos de la mujer. Matilde Padrós cometió el error de no hacer nada de eso y, tal vez, es por eso que no se la recuerda. Pero la muy cabrona, qué le vamos a hacer, sacó la licenciatura en 1893. Algunos años antes que Goyri. Se siente.

Es posible, en todo caso, que Matilde Padrós no sea, como pretendía De Zulueta,  la primera universitaria española. Algunas publicaciones sobre la materia destacan que Rosario Ibiurrun se licenció en Físicas y Exactas en 1888, cinco años antes que ella. No obstante, no he conseguido encontrar información fiable sobre si lo hizo por libre o asistiendo a clase, con lo que no puedo asegurar si fue la primera mujer que pisó las aulas.

Matilde Padrós Rubió nació en Barcelona en 1873, hija del comerciante textil catalán Timoteo Padrós y de Paulina Rubió. Nació en el número 11 de la calle del Coll y tuvo cuatro hermanos más.

La familia se trasladó a Madrid siendo Matilde una niña y abrió una tienda de modas, llamada El Capricho, en la esquina de las calles Alcalá y Cedaceros.

Don Timoteo no era lo que se dice un krausista avanzado, pues ya le veremos diciendo hasta aquí hemos llegado; pero, sin embargo, cuando su hija mostró proclividad hacia el estudio, no le pareció mal que siguiera estudiando. Asistió, como buena burguesa, a un colegio privado, y al final del curso se presentó por libre a los exámenes en el Instituto San Isidro. Terminó el bachillerato el 1 de julio de 1887, con 14 años, con nota de sobresaliente. Solicitó el ingreso en la universidad Complutense, que ejercitó al comenzar el curso siguiente. En el tiempo en que Matilde ingresó en la universidad, nueve de cada diez mujeres que entraban a comprar en El Capricho no sabían ni leer ni escribir.

La universidad no estaba cerrada a las mujeres, que podían examinarse; sin embargo, lo que parece que estaba prohibido aun (pero tendríamos que conocer mejor la historia de la Ibiurrun para confirmarlo) era asistir a clase. De hecho Matilde, matriculada en la universidad, tuvo que estudiar el primer curso en casa y, en el verano de 1888 (el año, recordémoslo, que Rosario Ibiurrun se estaba licenciando) se presentó por libre a los exámenes.

Es posible que a Matilde esta situación de tener que examinarse por libre no le gustase nada; además, probablemente encontraba que era un hándicap no poder asistir a las clases como sus compañeros hombres. Por esta razón o por otra, lo cierto es que, cara al segundo curso, don Timoteo se dedica a mover Roma con Santiago para que su hija pueda asistir a las clases. Finalmente, lo consigue.

La asistencia de Matilde a las clases, no obstante, no era normal. Siendo como es el conocimiento de peña del otro sexo y el ligoteo un hecho colateral de ser universitario, ni Matilde ni sus compañeros pudieron catarlo; ella jamás tuvo contacto normal con sus compañeros de clase.

Matilde acudía al edificio de la calle San Bernardo y, en lugar de dirigirse al aula, lo hacía a la sala de profesores. Allí esperaba a que llegase el profesor que iba a impartir su clase, momento en el cual, acompañada por éste y por un bedel, iban los tres al aula. Así escoltada entraba Matilde Padrós (como más tarde entraría María Goyri) en el aula, para sentarse en una sillita junto a la mesa del profesor, lejos de los escaños de los alumnos con pene. Al terminar la lección, regresaba a la sala de profesores igualmente escoltada donde, al finalizar la última clase, la esperaba algún pariente suyo o criado, que la acompañaba a casa. Matilde Padrós, por lo tanto, nunca intercambió conversaciones ni contactos con sus compañeros de clase, como no fuesen los extremadamente formales que permitía este régimen. Además, vestía de una forma muy recatada y oscura, probablemente para no dar pábulo a quienes quisieran quejarse de lo perturbador de su presencia en los cenotafios del saber. Los estudiantes de su curso la apodaron La Niña.

En aquellos escaños que la veían sin poder hablarla había algunas personas de importancia para la Historia de España. Como Julián Besteiro o Luis Bello. Profesores suyos fueron Nicolás Salmerón y Menénez Pelayo. En casi todas las asignaturas, entre las que se cuentan el griego, la metafísica, la literatura, el hebreo, sacó sobresaliente. El 19 de junio de 1890 aprobó el último examen de su licenciatura.

Con posterioridad, ya en la Universidad Central, Padrós siguió dos cursos de doctorado. Fue eximida del pago de matrícula, por haber sido calificada con matrícula de honor, e hizo estudios de sánscrito, historia de la filosofía, más literatura o estética. En la primera y última, por cierto, cargó en el examen, teniendo que examinarse por libre en la recuperación. El ejercicio de grado para sacarse el doctorado lo hizo el 27 de abril de 1893, sacando un sobresaliente.

José Ortega y Gasset dejó dicho de Matilde Padrós: «Es la mujer más inteligente que he conocido, pero lo más interesante de esta mujer es que ella no sabe que es inteligente. Difícilmente se encontrará un ser más inteligente y más inocente».

Terminados los estudios de Matilde, su padre, que estaba encantado de tener una hija tan lista, reaccionó, no obstante, como el comerciante que era; niña, ya tienes edad para colaborar en el negocio familiar que es, al fin y al cabo, el que nos da de comer. La chica, mientras empollaba el hebreo, el griego y el sánscrito, había llevado la contabilidad de la tienda y de la casa, pero su padre la necesitaba para más cosas; por ejemplo, para viajar, sobre todo a París, y tratar de copiar los diseños que allí se veían. Así pues, Matilde Padrós, tras tan brillante carrera intelectual, primero obedeció a su padre, y después sería ama de casa.

Girados los goznes del siglo XX, Padrós conoció al ilustrador malagueño Francisco Sancha. Tras un noviazgo a la antigua (en una proporción aproximada de doscientas cartas apasionadas por beso real), se casaron en 1906 y se fueron a vivir a Montalbán esquina Alfonso XII, en pleno Retiro. En 1911, atraídos por los hermanos de Sancha que ya habían emigrado al mismo lugar, se fueron a Londres; viaje que se costeó, en parte, con la venta de todo lo que Matilde poseía relacionado con el negocio de su padre, con el que, por lo tanto, cortó amarras. En Londres mantuvieron la vieja costumbre decimonónica de recibir en casa, motivo por el cual su vivienda se convirtió en lugar de paso, de nuevo, de personas importantes para la cultura y la Historia de España, tales como Luis Araquistain, Tomás Meabe, Julio Álvarez del Vayo, Julio Camba, Salvador de Madariaga o Ramiro de Maeztu.
Estallada la Gran Guerra, y a causa de los problemas que un artista como Sancha tenía para colocar su trabajo, Matilde Padrós trabajó de profesora de español, así como redactora de la Enciclopedia Británica.

En 1922, la familia regresó a España, a Madrid. Sancha se convirtió entonces en ilustrador habitual de la prensa española, hasta fallecer en septiembre de 1936, en Oviedo. Un año después, la que falleció fue su mujer.




Francisco Sancha debe de tener una calle en Madrid. En la ciudad hay una calle que lleva este nombre y, la verdad, no tengo referencia alguna que me haga pensar que se refiera a otra persona distinta del ilustrador malagueño, que se hizo muy madrileño por las escenas que solía dibujar.

Sin negarle el mérito a Sancha para estar inmortalizado en una esquina del barrio de Begoña de esta ciudad, sería bueno que el Ayuntamiento, sobre todo ahora que al frente del mismo se encuentra una mujer, se acordase de la consorte de aquél a quien ya ha tenido a bien distinguir. Cierto es que Matilde Padrós no ha dejado huella trazable. No dejó, al menos que yo sepa, ningún libro sobre materia alguna que, a buen seguro, habría sido de interesante lectura y aun mayor erudición. Tal vez dio don José Ortega en el meollo de la cuestión cuando destacó de ella, no sólo su inteligencia, sino también su inocencia; tal vez eso la hizo demasiado acomodaticia para que sus herederas de hoy, que creen poder con todo, la admiren.

Claro que sus herederas de hoy se sientan donde les sale del pingo, hablan cuando les peta y se conducen en la vida a su total y libre albedrío. Los más de nosotros, si hubiésemos crecido en un mundo donde apenas nos dejasen estudiar escoltados, sentaditos y callados en una mesa al lado del profesor, no creo que hubiésemos conseguido, jamás, traducir del sánscrito.

Matilde Padrós, inocentona y todo, debía de tener un buen par. De hemisferios cerebrales. Y se merece que la recordemos, mucho más que otros a los que la Historia,  y la mitología moderna, recuerda apenas por haberse tirado un cuesco a tiempo.