Según la Constitución chilena, tras la votación se abría un
periodo de 50 días hasta que el Congreso designase presidente. La verdad, los
padres de la patria que redactaron ese precepto se habían, probablemente,
fumado algo, o se habían puesto de pisco hasta las trancas, porque hace falta
ser torpe y zoupas para condenar a un país a una situación de enfrentamiento
frontal en el caso de votaciones apretadas como aquélla. La campaña electoral,
de hecho, recomenzó. Mientras los medios de comunicación de izquierdas
recordaban que no sería la primera ni la última vez que en la Historia de Chile
un presidente lo fuese sin tener mayoría absoluta en el Congreso, la prensa
afín al Partido Nacional comenzó a coquetear con una, digámoslo con educación,
poco elegante coalición ex post entre
nacionales y democratacristianos para dejar al médico, por cuarta vez, jodido y
con el bisturí en la mano. El 14 de septiembre Allende, tirando de los manuales
de Lenin, llamó a la calle a manifestarse y amenazó con paralizar el país si no
era elegido. El MIR lo coreaba amenazado con arrasar el Barrio Alto, La
Moraleja santiaguina. Fueron 50 días durante los cuales los capitales chilenos
salieron del país en fila de a siete, y durante los cuales se habló de golpe de
Estado casi con tanta convicción como en el 73.
Con decenas, si no centenares, de miles de chilenos en las
calles montando bulla, Allende comenzó a actuar como presidente (electo, se
llamaba a sí mismo) y a proponer medidas de gobierno; en un intento, sobre
todo, de demostrar a tenderos, hosteleros y pequeños empresarios que no pensaba
tocarles un pelo.
El 22 de octubre, dos días antes de la elección definitiva,
estalló la bomba.
Aquel día, el comandante en jefe del ejército chileno,
general René Schneider, viajaba en su coche, solo y sin escolta, tan solo con
un chófer desarmado, camino del curro.
Según declararía con posterioridad René, su hijo, no llevar escolta fue
una temeridad por su parte, porque había sido amenazado. Lo dispararon e hirieron muy gravemente.
Murió tres días después, durante los cuales pasó la mayor parte del tiempo
sedado.
Días antes, el general Schneider había dejado clara su
actitud respetuosa con cualesquiera resultados aportase la senda constitucional
chilena; un presidente socialista, sin ir más lejos. Esto fue más que
suficiente para la extrema derecha, y especialmente para el grupo Patria y
Libertad, dirigido por un abogado, Pablo Rodríguez, que, entre otras cosas, no
escondía su admiración personal por José Antonio Primo de Rivera. Quienes mataron
al general rompieron el cristal del coche a martillazos y luego le dispararon
ocho balas mientras Schneider trataba, inútilmente, de coger la pistola que
había en el auto, en el salpicadero.
Se ha dicho que la acción contra Schneider era, en realidad,
un secuestro que salió mal. Fuese lo que fuese, estaba diseñada para presionar
a la cámara chilena cara a la votación del nuevo presidente; pero consiguió el
efecto exactamente contrario al que buscaba, puesto que el Congreso, aún
agonizando el general, eligió a Allende, con 153 votos a favor, 35 en contra y
7 papeletas en blanco. Eso eran los votos de la izquierda más los 71 votos de
la izquierda democratacristiana, que siguió el llamamiento de Tomic para votar
al médico de Valparaíso. Es importante el dato: de haberlo querido los
centroizquierdistas, Allende habría perdido. Tomic fue escrupulosamente
respetuoso con el orden constitucional; aceptó con su voto la derrota sufrida,
mucho más allá de lo que lo habrían reconocido otros.
La inmediata operación de investigación del atentado produjo
30 arrestos, entre ellos el del general Roberto Viaux Marambio, organizador,
apenas un año antes, del denominado como tacnazo;
un golpe de Estado fallido cuyo centro fue la escuela de suboficiales y
unidades motorizadas del regimiento Tacna. El MIR denunció a Patria y Libertad.
Fueron detenidos tanto el suegro de Viaux, general en la reserva Raúl Iguart;
como su cuñado, Julio Eduardo Fontecillas. Entre otros muchos. Tal y como lo
acabó estableciendo en su acusación el ministerio fiscal, los autores del
atentado habrían sido Luis Gallardo, José Jaime Melgosa, Carlos Silva, Carlos
Labarca, Luis Hurtado, Diego Dávila, Rafael Fernández y Jaime Requena, siendo
coautores Viaux y alguno de sus parientes.
Por cierto, que entre los coautores figuraba un tal Julio
Izquierdo que fue detenido en Madrid (el Madrid de Franco) y extraditado a
Chile (el Chile de Allende).
Tras las primeras jornadas presididas por la investigación
del caso Schneider, Allende y la Unidad Popular pasaron al anuncio de su
programa de gobierno. Éste es el punto, en mi opinión, en el que el allendismo
comienza a descarrilar. Se ha dicho y escrito muchas veces que el Chile de
Allende es un experimento para llegar al socialismo por vías democráticas. Pero
esto presenta dos problemas: uno general, es decir que podría presentarse en
cualquier país; y otro particular, propio de Chile.
El problema general es que el socialismo, cuando es
socialismo de verdad, no tiene marcha atrás. El socialismo auténtico es el que
practicaba, por ejemplo, Pablo Iglesias, y que le hacía decir que no se
planteaba la participación en gobiernos burgueses porque lo que él quería hacer
era acabar con esos gobiernos burgueses. Vladimir Lenin también entendió este
hecho, y es por ello que creó la minoría bolchevique que propugnó, y obtuvo, el
poder total en la Unión Soviética. Este principio ya fue formulado por Marx
cuando, en su análisis dialéctico, encontró que no había más remedio que pasar
por la dictadura del proletariado.
El socialismo de Allende, y quiero recordar aquí lo ya
escrito de que, en Chile y en 1970, socialista quiere decir más revolucionario
aún que los comunistas de obediencia moscovita, era un socialismo sin retorno.
En su programa, la Unidad Popular defendía «la transformación de las actuales
instituciones para instaurar un nuevo Estado donde los trabajadores y el pueblo
tengan el real ejercicio del poder». Cierto es que Allende siempre respetó el
orden constitucional chileno; como lo es que su retórica hablaba, lo acabamos
de ver, de crear un Estado que no era el Estado que existía hasta el momento.
La segunda característica, propia de Chile, es que quienes
cuentan que Allende ganó en 1970, olvidan, a menudo, muchas cosas. Olvidan que
Allende ganó unas elecciones presidenciales; no legislativas. Que, en
consecuencia, en el Congreso seguía en minoría. Que, de hecho, lo acabamos de
leer, incluso su propio puesto de presidente lo debía a la pureza
constitucional con la que se había desplegado el ala izquierda de la DC. Éstas
son razones más que suficientes como para que un político con suficiente
sentido estratégico (del cual Allende carecía) se hubiese dado cuenta de que no
era el momento procesal de sacar a pasear su programa de gobierno radical. Y,
sin embargo, lo hizo. El programa de la Unidad Popular hablaba de modificar el
régimen constitucional existente, bicameral, por otro unicameral llamado
Asamblea del Pueblo; sistema que, continúa el documento programático de
Allende, «permitirá suprimir de raíz los vicios de que han adolecido en Chile
tanto el presidencialismo dictatorial como el parlamentarismo corrompido».
Entre otras cosas, aboga por un Tribunal Supremo cuyos magistrados serán
nombrados por la Asamblea del Pueblo (cosa que nos sonará a los españoles),
para crear una administración de Justicia que actúe «en auxilio de las clases
mayoritarias».
Era, desde luego, en la economía donde se desplegaba lo
principal del programa de la UP y los elementos, por así decir, más
irrevocables de su política. Aboga el programa por «un área estatal dominante»,
es decir por un sistema empresarial en el que el Estado fuese el principal
actor, lo que demandaría la nacionalización de empresas e incluso sectores
enteros, entre los que se citan, en el programa: la minería del cobre, el
sistema financiero, el comercio exterior, las grandes empresas, los monopolios
industriales estratégicos y, en un abracadabrante (por lo extenso y difuso)
punto 6, «en general, aquellas actividades que condicionan el desarrollo
económico y social del país, tales como la producción y distribución de energía
eléctrica; el transporte ferroviario, aéreo y marítimo; las comunicaciones; la
producción, refinación y distribución del petróleo y sus derivados, incluido el
gas licuado; la siderurgia, el cemento, la petroquímica, la química pesada, la
celulosa, el papel». Todas estas expropiaciones, añade el programa, se harán
«con resguardo del interés del pequeño accionista».
Como ya veremos, detrás de estas
palabras se encuentra la formulación de lo que se conocerá como Doctrina
Allende, y que será uno de los principales problemas de su mandato. En todo
caso, el programa, como hemos visto, estaba redactado en unos términos tan
radicales, y al tiempo confusos, que de hecho permitirá una labor expropiadora
que irá más allá, seguramente, de lo que el propio Allende esperaba.
El programa de la Unidad Popular prometía (y lo cumplió) una
profundización de la reforma agraria y mejoras sociales en la educación y el
nivel de vida de los más desfavorecidos, amén de la «expropiación del capital
imperialista». En materia de información, se proponía liberar a los medios de
su carácter comercial, «adoptando las medidas para que las organizaciones
sociales dispongan de estos medios».
Como ya decía, era un programa irreversible, cuyo impulsor
pensaba poner en marcha aun estando en minoría.
El gran error de Allende y de su administración residió en
que actuaron sobre la base de que por el hecho de haber sido elegido el médico
de Valparaíso presidente (en minoría) ya se debía entender que el proyecto
socialista recibía el aval. Gonzalo Martner, jefe de la ODEULAN, Oficina de
Planificación Nacional, auténtica sala de máquinas de la política allendista,
sobre todo en lo que se refiere a las expropiaciones, le dijo al corresponsal
español José Antonio Gorriarán: «el Gobierno puede disolver el Congreso si se
oponen a todo». Y tiene importancia esta frase porque, más o menos, por la
misma época, el propio Allende le declaraba al mismo periodista español que
quería «hacer cambios estructurales, herir intereses preservando absolutamente
los derechos, no sólo de información y de crítica, sino de oposición». El contraste
entre estas dos frases nos revela otra característica que yo veo en el
allendismo: su polimorfía. En el mismo movimiento convivían personas de un
estricto legalismo con otras que no estaban dispuestas a que los legalismos
frenasen sus planes; todas ellas amenazadas por una extrema derecha que quería
borrarles del mapa, y una extrema izquierda que quería sobrepasarlos.
Allende, bien por ser políticamente correcto ante un
periodista español, bien porque, como yo no descarto en lo absoluto,
lo piense sinceramente, utiliza expresiones neutras: «cambio estructural» es un
sintagma que está lejísimos de la dialéctica revolucionaria. Es el tipo de
visión de las cosas que podría hacer que Lenin te mandase al paredón por tibio.
Y su compromiso con la libertad es total; hasta el punto de acatar la decisión
de sus tribunales de denegar la extradición de un criminal nazi, por mucho que
le repugne. Sin embargo, si el franquismo es Franco, el allendismo, como le
ocurre a muchos movimientos latinoamericanos (el peronismo, el castrismo; en el
futuro, el chavismo), es mucho más que Allende. Mucha más gente, y no
necesariamente connivente con sus puntos de vista. Se suele decir: Allende
estaba dispuesto a respetar la democracia; y quien lo dice, a mi modo de ver,
no miente. Pero si cambiamos Allende por allendismo, ya la cosa no está tan
clara. El presidente tenía en su propio partido elementos que le exigían ir más
allá.
En otras palabras, el allendismo se sintió tocado de una
legitimidad discutible, como siempre le ocurre a quien llega a gobernar con un
programa, pero necesita del apoyo de otros para sacarlo adelante.
Eppur si mouve... con todos estos antecedentes, Salvador Allende se dispuso a gobernar.