Enrique, infante de Aragón, ambicionaba quedarse con Castilla. Pretendía conseguir eso consumando una operación cruzada, complementaria con el matrimonio que ya había realizado el rey de Castilla con su hermana María. Pretendía Enrique casarse, asimismo, con Catalina, la hermana de Juan II. Es lo que se llama un concuñadismo radical.
Probablemente, a juzgar de los testimonios, Enrique intentó conseguir sus propósitos de formas más o menos taimadas, que quizá incluyeron tratar de ganar a Álvaro de Luna para su partido y que le ayudase a convencer al rey. Sin embargo, los cortesanos que no le eran afines pusieron pies en pared y, además, tenía el problema de que, al menos en ese momento, estaba a malas con su hermano, Juan de Aragón, por lo que tampoco podía aspirar a su apoyo. Es por esta razón que Enrique llega a la conclusión que la única forma de salir adelante es dar un golpe de Estado y secuestrar al rey.
Todo ocurrió en Tordesillas. Allí se encontraba el rey y allí, como quien no quiere la cosa, Enrique juntó 300 soldados. El 14 de julio de 1420, domingo, hizo entrada en la ciudad con esa tropa y oyó misa, tras lo cual, pretextando que se marchaba a Aragón y quería despedirse del rey, se dirigió al palacio con gran fanfarria. Dentro de ese grupo entraron los conjurados castellanos, es decir López Dávalos, Pero Manrique y Garci Manrique, junto con el obispo de Segovia, Juan de Tordesillas, todos ellos embozados en capas pardas para no ser reconocidos. De haberlo sido, alguien podría haberse preguntado qué hacían cortesanos castellanos acompañando a un infante en su viaje a Aragón.
Una vez dentro de palacio, cerraron las puertas, dejando a media Corte fuera. Tras prender a la gente que consideraron peligrosa, y el primero de todos Hurtado de Mendoza, los conjurados se dirigieron a la cámara real, la cual, gracias a la complicidad de Sancho Hervás, un ayo real, encontraron abierta. Dicen las crónicas que a los pies del rey dormía Álvaro de Luna, el cual presentó oposición a los conjurados en cuando dijeron estar ahí para liberar al rey de malas influencias, pues sabido es que todo golpista que se precie siempre se alza aseverando que lo hace por el bien del personal. No obstante, el de Luna poco podía hacer, pues los golpistas habían hecho una toma del palacio en toda regla.
Enrique de Aragón tenía un problema. Conocía a su hermano Juan y sabía que no iba a permitirle tan fácilmente dominar al rey. Así pues, sabía que en cuanto le llegaran noticias de la movida, y a esas horas podía dar por seguro que ya habían salido de Tordesillas mensajeros a todo galope, Juan tomaría el mando de sus tropas y se dirigiría a Tordesillas con la nada escondida intención de encenderle el pelo a su hermano. Así que resolvió sacar al rey de Tordesillas.
Juan II, que era una persona bastante cobarde por lo general salvo cuando tuviese el biorritmo disparado, no ofreció resistencia ni, que se sepa, pensó en ofrecerla. La que si dio mucho trabajo fue su hermana Catalina. Sabía bien que si Enrique pasaba a mandar en los designios de la Corte era sólo cuestión de tiempo que ella acabase en su tálamo haciéndole hijos; poco sabemos del aspecto de Kike Movidillas From Aragon, pero lo que sí sabemos es que a Catalina, la persectiva de casarse con él (al menos en ese momento) se le asemejaba en atractivo a la de colgarse una piedra de cien kilos de cada pezón. Así que se fue al monasterio de Tordesillas pretextando que iba a despedirse de la abadesa y, una vez dentro, dijo que de allí no la sacaban ni los geos. Hubo que negociar con ella y, muy especialmente, Enrique tuvo que prometerle que no le tocaría un pelo.
Tras intentar irse a Segovia, la Corte se dirigió a Ávila, con un ojito puesto en Olmedo, donde se decía que estaba Juan de Aragón con sus marines. Juan se acababa de casar con Blanca de Navarra pero, tal y como su hermano había columbrado, nada más saber de lo que había pasado se metió en Castilla y convocó a todos sus leales en Peñafiel. Leonor de Aragón, la madre de los dos contendientes, se pasó a Castilla para intentar una paz entre sus hijos; la logró, muy débil, pero al menos sirvió para que la guerra, que se daba ya por cantada en los campos que rodean Cuéllar, no se produjese.
Enrique dispuso un nuevo traslado, tratando de poner al secuestrado rey de Castilla au dessous de la melée, llevándolo a Talavera. Por el camino, consciente de que su situación era comprometida, debió de cambiar de táctica galante o tal vez se bañó o, quizá, es que Catalina era tan voluble y medio gil como su hermano. El caso es que, camino de Talavera, casi de forma súbita la resistencia de Catalina se convierte en enamoramiento pasional, y ambos son casados en presencia del rey.
Aquel casorio fue la oportunidad que buscaba Álvaro de Luna.
Todo parece indicar que, verdaderamente, lo de Catalina de Castilla fue un encoñe en toda regla. Casarse con Enrique y dejarle la barriga roma a base de roce fue todo uno. Dicen las crónicas de aquel tiempo que el infante aragonés, tras su boda, hubo de cambiar sus costumbres y, muy especialmente, levantarse más tarde. Lo cual tiene extremada importancia, no porque este blog se haya vuelto rijoso, sino por la simple razón de que, en relajando sus horarios, Enrique dejó al rey solo más tiempo del que acostumbraba.
El 28 de noviembre, el monarca y Álvaro de Luna se aliaron para escaparse de Talavera. Al amanecer siguiente, partieron, según le dijo De Luna al infante, para cazar una garza a la que le tenían ganas: el rey, Álvaro de Luna, su cuñado Pedro Portocarrero (ese año se había casado), Garci Álvarez, señor de Oropesa, Pero Suárez de Toledo y Diego López de Ayala. Ese exiguo equipo se escapó rodeando al tipo más valioso de Castilla y uno de los más valiosos del mundo.
El conde don Fabrique, otro conjurado, salió un poco más tarde solo. Sin haber avistado aún a la partida se encontró con otro cortesano, Fernando Manuel, partidario del infante, con quien cabalgó un rato hasta llegar al puente del Alberche. A Fernando Manuel le contó la versión oficial de que iba de cacería con el rey, y el otro la creyó. Pero volviendo a Talavera se cruzó con Garci Manrique el cual, nada más escucharle eso de que si el rey está cazando una garza y tal, debió de juntar piezas, se dio cuenta de lo que pasaba, se fue a toda hostia a Talavera, y sacó al infante de la misa donde estaba.
Los escapados, mientras tanto, llegaban al castillo de Villalba, a unas cuatro leguas de Talavera, pero lo desecharon por ser fácil de atacar y demasiado cercano a la ciudad. Decidieron hacerse fuertes en el castillo de Montalbán, algo más lejos. El sábado, 30 de noviembre, las tropas del infante Enrique lo cercaban, apresando de nuevo al monarca, cuando menos de facto.
El 5 de diciembre Juan de Aragón, que está en Olmedo con los suyos, parte hacia Montalbán. Para entonces, en el interior del castillo se daba una situación inusitada para un rey de Castilla, como es la escasez. Sitiados y viviendo de las pocas provisiones que encontraron dentro del castillo, el monarca y los suyos tuvieron que matar tres caballos para comer.
Conforme fueron pasando los días, para Enrique y los suyos empezaba a ser bastante claro que no eran los que caían más simpáticos en la fiesta. La gente común no escondía su simpatía por el rey y su oposición al sitio, aunque, lógicamente, se guardaban mucho de pasar de la lengua a la espada, más que nada porque casi ninguno tenía espada. Pasado el día 5, además, estaba el problemilla de que el Capitán América, aunque en realidad era el Capitán Navarra, venía de camino con intenciones no muy pacíficas. Así que Enrique trató de ganarse al rey de buen rollito, y el día 10 de diciembre permitió que todo cristo que quisiera entrase en el castillo a proveerlo de viandas. Aquello marcó el final. Más o menos entonces llegaron noticias de Fuensalida, donde estaba Juan de Aragón, quien pedía permiso para ir a ver al rey. Juan II, probablemente aconsejado por Álvaro de Luna, le dijo que no hacía falta que se acercase, que ya estaba todo arreglado. Al parecer, el valido y Enrique de Aragón habían parlamentado días atrás, y el infante había exigido, a cambio de levantar el campamento, que el rey no le diese cuartelillo a sus hermanos Juan y Pedro. Comerían juntos, sin embargo, el día de Navidad, en Villalba.
En todo caso, la conclusión principal del golpe de Estado de Tordesillas-Montalbán fue la definitiva consolidación de De Luna como valido del rey. Y De Luna, en el más puro estilo renacentista, habría de responder, muy pronto, a la traición de Enrique, con una traición. Pues la Historia del Renacimiento es, como bien se sabe, un constante donde las dan, las toman.
No tardó mucho Enrique de Aragón en volver a tomar las armas, pues el episodio de Montalbán no había servido para resolver nada. El motivo fue el marquesado de Villena, que formaba parte de la dote que el rey concediera a su hermana Catalina, pero sobre la que el propio monarca, a la vista de lo maniobrero que resultó ser su cuñado, había dado instrucciones precisas de que no se tomara posesión de las villas que contenía. Enrique pasó de esa orden como de comer mierda y levantó a su gente, que estaba en Ocaña por orden del rey sin poder teóricamente moverse de ahí, y se acercó a las dichas tierras con la intención de tomarlas con la espada. Raudo, el infante Juan, hermano suyo pero rival directo, se aprestó para enfrentársele. No fue sino tras que la reina Leonor, madre de los contendientes, alcanzó al díscolo Enrique a la altura de El Espinar, y le contó que con el ejército que habían reunido el rey y el infante Juan le iban a dar hasta en el yeyuno, que Enrique aceptó licenciar a su gente y olvidarse del asunto.
El rey, dándose cuenta de que no podía dejar las cosas colgando, convocó en Toledo una reunión con Enrique, los nobles de sus partido y otros cortesanos, con la intención de resolver el pleito del marquesado de Villena y otros más pendientes. Al principio Enrique se negó a ir, convencido de que el rey quería matarlo (hipótesis en modo alguno descartable al nivel de conocimiento que tenemos); pero finalmente, cuando el monarca salió de Toledo con un gran ejército para cazarlo, resolvió «fiarse», así pues quedaron en Madrid, un 14 de junio.
A la llegada a Madrid de Enrique de Aragón, el rey le mostró unas presuntas cartas escritas por Rui López Dávalos, en las que se venía a demostrar que Enrique y los suyos se habían concertado con el rey moro de Granada para que entrase en Castilla, inestabilizando la zona y favoreciendo con ello los planes del aragonés. Enrique, desde luego, negó toda implicación; pero aún así quedó en arresto domiciliario.
La verdad es que las cartas eran una invención. Entre otras cosas porque en el sumario contra López Dávalos, pues fue finalmente encausado, se le acusa de un huevo de cosas, pero no se dice una palabra de las cartas. Finalmente, se descubrió que el autor de la estafa había sido un tal Juan García, de Valladolid, que fue ajusticiado. Pero, por el camino, el rey había apresado a su enemigo y le había confiscado sus bienes. Operación especialmente lucrativa en el caso de López Dávalos, pues de él se decía, en aquel entonces, que podía ir de Toledo a Santiago de Compostela durmiendo cada noche en una villa de su propiedad.
Nada más culminar esta operación, Álvaro de Luna fue nombrado para un muy importante cargo, el de Condestable. Este detalle ha hecho pensar a muchos tratadistas, y a fe mía que piensan bien, que tamaña recompensa se hace por un gran favor. Cierto que el De Luna había hecho una gran labor quedándose con el rey en Montalbán, cuando parecía que iba a perder la partida, y forzándole, a buen seguro, a resistir, cuando es probable que su carácter veleidoso y débil quizá le llevaba a ceder ante sus sitiadores. Pero eso había ocurrido antes. La condestabilía más parece una prez relacionada con el asuntito de las cartas falsas y la detención de Enrique de Aragón.
Esta tesis tiene la ventaja de explicar la mala leche con que el infante se desplegaría, de aquí en adelante, respecto del flamante Condestable don Álvaro de Luna.