Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido
Talleyrand
decidió utilizar una táctica suave para tratar a sus ilustres
huéspedes: rodearlos de mujeres. El marqués de Ayerbe no duda en
sus memorias de que fue un intento de ablandarlos por la seducción.
Escoiquiz nos informa de que eran cinco: la hija de Talleyrand,
todavía una niña; su aya inglesa, de unos treinta años; una dama
de compañía polaca, más mayor, y que a Escoiquiz le impresionó
por sus virtudes morales, "aunque no por su belleza"; y dos mujeres jóvenes, hijas de un
adinerado francés arruinado por la Revolución. Además, también
estaba en el palacio Ernestina Gadeau d'Entraingues, que sería marquesa de
Guadalcázar, que entonces contaba unos quince años.
Ayerbe
sigue contando que en los primeros tiempos de Valençay hubo personas
que pidieron ir al castillo a conocer a los españoles. Algunas de
ellas, dice, llegaron a proponerles la huida; pero éstos nunca
aceptaron esos planes por temor a que fuesen conspiraciones. Por
temor a que fuesen conspiraciones, cierto; pero también, esto lo
digo yo, porque eran unos putos cobardes, como ya habían demostrado
sobradamente.
A
pesar de la férrea censura de correspondencia que establecieron los
franceses, las memorias de los allí encerrados dejan claro que
Fernando y sus parientes estuvieron informados del estallido de la
guerra en España. Les llegaron noticias especialmente precisas de la
lucha en Zaragoza, por ejemplo.
A
Fernando y sus gentes les quedaba, en todo caso, un peldaño que
bajar: por orden de Napoleón, tenían que prestar pleitesía al rey
de España, José Bonaparte. Lo hizo el séquito de Fernando mediante
una carta que escribió Escoiquiz, quien se vanagloria en sus
memorias de haber ponderado excelentemente las palabras usadas. Es
ésta:
Señor: todos los
españoles que componen la comitiva de Sus Altezas Reales los
príncipes Don Fernando, Don Carlos y Don Antonio, noticiosos por los
papeles públicos de la instalación de la augusta persona de VMC en
el trono de la patria de los exponentes con el consentimiento de toda
la Nación, procediendo consecuentes al voto unánime, manifestado al
Emperador y Rey en nota adjunta, de permanecer españoles sin
sustraerse de sus leyes en modo alguno, antes bien queriendo
subsistir siempre sumisos a ellas, consideran como obligación suya
muy urgente la de conformarse con el sistema adoptado por su nación;
y rendir, como ella, sus más humildes homenajes a VMC, asegurándole
tambien la misma inclinación, el mismo respeto y la misma lealtad
que han manifestado al gobierno anterior, de la cual hay las pruebas
más distinguidas; que creyendo que esta misma fidelidad pasada será
la garantía más segura de la sinceridad de la adhesión que ahora
manifiestan, y jurando obediencia a la nueva Constitución de su país
y fidelidad al Rey de España José I.
La generosidad de VMC,
su bondad y su humanidad, les hacen esperar que (considerando la
necesidad que estos Príncipes tienen de que los exponentes continúen
sirviéndoles en la situación en que se hallan) se dignará VMC
confirmar el permiso que hasta ahora han tenido de SMI y R para
permanecer aquí; y asimismo continuarles (por atención a los mismos
Príncipes) con igual magnanimidad el goce de los bienes y empleos
que tenían en España, con las otras gracias que a petición suya
les tiene concedidas SMI y R, hermano de VMC, y constan en la adjunta
nota que tiene el honor de presentar a los pies de VMC con la más
humilde súplica.
Una vez asegurados por
este medio de que (sirviendo a Sus Altezas) serán considerados como
vasallos fieles de VMC y como españoles verdaderos, y prontos a
obedecer ciegamente la voluntad de VM hasta lo más mínimo; si se
les quisiese dar otro destino, participarán completamente de la
satisfacción de todos sus compatriotas a quienes debe hacer dichosos
para siempre un Monarca justo, tan humano y tan grande en todo
sentido como VMC.
Ellos dirigen a Dios
los votos más fervorosos y unánimes para que se verifiquen estas
esperanzas y para que Dios se digne conservar por muchos años la
preciosa vida de VMC. En fin con la más profunda humildad y el más
sincero respeto, tienen el honor de ponerse, Señor, a los pies de
VMC sus más humildes servidores y fieles vasallos, en nombre de
todas las personas de la comitiva de los Príncipes.
Por
su parte, Fernando realizó su propia carta, más breve.
Señor: he recibido
con sumo gusto la carta de VMI y R de 15 del corriente y le doy las
gracias por las expresiones afectuosas con que me honra, y con las
cuales yo he contado siempre. Las repito a VMI y R por su bondad en
favor de la solicitud del Duque de San Carlos y de Don Pedro Macanaz
que tuve el honor de recomendar. Doy muy sinceramente en mi nombre y
de mi hermano y tío a VMI y R la enhorabuena por la satisfacción de
ver instalado a su querido hermano Rey José en el Trono de España.
Habiendo sido siempre
objeto de nuestros deseos la felicidad de la generosa nación que
habita su vasto territorio, no podemos ver a la cabeza de ella un
Monarca más digno, ni más propio, por sus virtudes, para
asegurársela, ni dejar de participar al mismo tiempo en el grande
consuelo que nos da de esta circunstancia. Deseamos el honor de
profesar amistad con SM y ese afecto nos ha dictado la carta adjunta
que me atrevo a incluir, rogando a VMI y R que (después de leída)
se digne presentarla a SMC. Una mediación tan respetable nos asegura
que será recibida con la cordialidad que deseamos. Sire: perdonad
una libertad que nos tomamos, por la confianza sin límites que VMI y
R nos ha inspirado y asegurado de nuestro afecto y respeto, permitid
que yo renueve los más sinceros e invariables sentimientos, con los
cuales tengo el honor de ser, Sire, de VMI y R su más humilde y muy
obediente servidor.
La
carta del Borbón es un tanto vomitiva, pero en su línea zalamera a
la par que mentirosa. Más interés tiene, y es por eso que la
reproduje, la del equipo de gobierno. Obsérvese con que elegancia
Escoiquiz y el resto de los de Palacagüina le colocan a la nación
española la responsabilidad de su situación y de la de su jefes
los Borbones. Cuando más cierto es que Napoleón apenas pudo juntar
en Bayona a cuatro gatos, y que, sobre todo, esa nación que, según
el canónigo maniobrero, había votado el cambio de corona, estaba
batiéndose por los campos de España en contra de ese cambio; y
ellos, además, lo sabían.
Por
lo demás, observad, también, que, volumétricamente, las cartas, en
realidad, ocuparse, ocuparse, lo que se dice ocuparse, se ocupan de
tratar de conseguir por parte de José la aquiescencia a los
privilegios del séquito fernandino. El célebre ¿qué hay de lo
mío?, notablemente quintaesenciado.
Algunas
semanas después de este tráfico de cartas, el príncipe de
Benevento, probablemente conocedor de que los españoles recibían
noticias que superaban su censura, decidió informar a Fernando
personalmente del resultado de la batalla de Bailén. Lo hizo, según
los españoles, sin mostrar la menor emoción de su rostro. La
respuesta de Fernando fue escribirle una carta a Napoleón en el que,
conocedor de las noticias de que vuelve a París, le intima a que, si
pasa cerca de Valençay, le deje a él, a su hermano y a su tío
“salir al encuentro y renovarle personalmente nuestros homenajes”.
En otras palabras, conocedor el rey de España de que su pueblo había
conseguido asestarle al francés el primer golpe de entidad, se
apresuró a escribirle una carta al emperador para comerle el
ciruelo.
Al
mes o así de estar los huéspedes de Valençay en el castillo,
Napoleón suspendió el pago de la pensión de Fernando; por ese
tiempo, además, se confirmó que la cláusula del acuerdo
napoleónico por el cual se le cedía Navarra al Borbón era
inaplicable, pues el emperador no podía hacer uso de esa tierra
(que, formalmente, era propiedad de una familia francesa). Pedro
Macanaz fue a París a apañar aquellas mierdas, pero no consiguió
nada.
El 19
de agosto, Talleyrand partió hacia Nantes, donde estaba Napoleón,
por orden del emperador, que quería verle. En sus memorias, el
astuto príncipe nos refiere que fue en esas entrevistas cuando
Napoleón, por primera vez, le confesó que había errado en sus
cálculos sobre España, aunque aparecía tranquilo sobre su
capacidad de retenerla en su poder. Le arrancó Talleyrand el permiso
para que Escoiquiz y San Carlos pudiesen viajar a París, a ver si
tenían más suerte que el torpe Macanaz; asímismo, también
llevaba la noticia de que él se iba a ausentar, pues debía seguir
al emperador a Erfurt. Entre el 30 y el 31 de agosto, tanto el príncipe
como la princesa abandonaron la que era su finca.
Entre
los miembros del séquito español, en todo caso, circuló
rápidamente el rumor de que el viaje de San Carlos y el canónigo
tenía más altos vuelos que renegociar una pensión. A nadie se le
escapaba el detalle de que Fernando estaba viudo y que, por lo tanto,
siempre quedaba la posibilidad de apañarle un matrimonio con alguna
perica bonapartiana; Escoiquiz lo niega pero, claro, que Escoiquiz
niegue algo tiene el valor de una negativa de su jefe. Según el
canónigo, el verdadero motivo del viaje a París fue intentar negociar la renuncia a la corona, a cambio de
ofrecerle el traslado a México o a otra colonia, acompañado por los
reyes padres y todos los Borbones. Yo, sinceramente, no le creo.
Llegados
San Carlos y Escoiquiz a la capital del mundo, fueron macroneados a tope y tratados como
la mierda. Por supuesto, ni se pudieron acercar a Napoleón; pero es
que, además, sus interlocutores de segunda no les permitieron hablar
ni de la pensión, ni de Navarra, ni de boda, ni de viajes de
Fernando. De nada. Cuando Napoleón regresó de Erfurt siguió
actuando como si no estuvieran allí y, de hecho, terminó
encarcelándolos de facto, en Lons-le-Saurnier a San Carlos y
en Bourges a Escoiquiz; allí los dejó en salmuera más de cuatro
años.
Mutilados
de los principales hombres de su séquito, los Borbones siguieron su
existencia muelle en Valençay, que tuvo como gran novedad el momento
en que el infante Antonio aprendió a bordar y, acto seguido, se
impuso como labor conseguir que su sobrino también comenzase a hacer
lo mismo. De Antonio ya he dicho o sugerido en estas notas que era
tonto del culo. Pues bien, una prueba de esta lerdez rampante es el
detalle de que una de sus ocupaciones más querida era meterse en la
biblioteca de Talleyrand, consultar los libros de
Talleyrand, y arrancar de dichos libros los grabados que
consideraba indecorosos.
En
fin, al llegar San Carlos y Escoiquiz a París, Macanaz había
quedado, lógicamente, libre de su misión, así pues debía regresar
a Valençay. Pero empezaba septiembre y el miembro del séquito no
llegaba, ni daba noticias. Así las cosas, Fernando le ordenó a otro
de sus sirvientes, Juan Gualberto de Amézaga, que se acercase por
Orléans, con el pretexto de informarse sobre el pago de la pensión,
para ver si averiguaba algo de Macanaz. Fue allí donde Amézaga se
enteró de que estaba detenido en Etampes por no tener el pasaporte
en regla. La verdad era otra. Los franceses lo habían seguido en
París hasta un café donde lo habían visto reunirse con un grupo de
españoles. Habían concluido, pues, que Macanaz estaba tratando de
montar algún tipo de conspiración, razón por la cual lo detuvieron
en su camino hacia la casa de su jefe. De hecho, lejos de liberarlo
tras la protesta de Fernando, lo metieron en el maco en Vicennes.
Fernando
de Borbón no paraba de decirle a Napoleón en sus cartas edulcoradas
que todo estaba cojonudamente; pero no era cierto.
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