miércoles, abril 22, 2020

Fernando (30: violentos y guerrilleros)

Aquí están todos los capítulos presentes y futuros de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.

Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido

El proceso que se desarrolló tras la rebelión contra los franceses y la formación de juntas que llenaron el vacío de poder producido en España trabajó mucho, aunque ésa no fuese la pretensión primera del proceso, por construir las modernas diferencias territoriales que hoy en día conforman el ser del país. Si hay una cosa que hace compleja la Guerra de la Independencia es el hecho de que los españoles, a pesar de que los análisis superficiales (y los de los ignorantes en general) tiendan a pensar que los españoles se alzaron en favor de su rey absoluto dieciochesco, en realidad, hay más de un síntoma de que el pueblo español tenía buena memoria y, por lo tanto, en alguna medida estaba por la defensa de los reyes anteriores al Antiguo Régimen; incluso muy anteriores.
Desde los Reyes Católicos hasta Felipe V, hay que en España toda una tendencia a reducir el peso de los concejos, o municipios, en el esquema de poder patrio. La Edad Media fue la edad de oro de los concejos que, en una sociedad menos feudalizada que otras europeas a causa, sobre todo, de las necesidades de poblar las áreas limítrofes con el moro, adquirieron un poder y una prevalencia política significativa. Desde la unificación del país bajo la fe cristiana, sin embargo, estas necesidades pierden fuerza; los reyes, por lo tanto, comienzan a reducir el número de municipios que envían procuradores a las Cortes, y reducen las atribuciones de éstas. El cambio hace crisis en la denominada como rebelión de los comuneros, en cuya resolución son los concejos quienes más pierden, pues eran los que más esperaban ganar.

La idea de que el consejo, de que el pueblo, la villa o la ciudad, son la célula básica de organización de la nación española (o castellana, o aragonesa), prevaleció en el tiempo; todavía a finales del siglo XIX, Pi i Margall construirá la España federal a partir de la libre adhesión de los municipios; eso de las comunidades autónomas es idea muy moderna (además de extremadamente cómoda).

Como consecuencia de todo esto, para bien, y también para mal, en la formación de la mayoría de las juntas de gobierno de la España sin rey se reprodujo ese viejo protagonismo de los concejos. Esto, como digo, también tuvo sus contras; la principal de ellas el hecho, sobradamente repetido, por ejemplo, por sir John Moore en su correspondencia, de que nunca existió un ejército español propiamente dicho, coordinado por un mando único, como todo ejército que de tal nombre se sienta acreedor.

Otro elemento oscuro y no muy enorgullecedor del estallido revolucionario fue la violencia gratuita. Estamos muy acostumbrados a hablar de que en la guerra civil española del siglo XX se desplegaron muchos ejemplos de violencia pura y simplemente dictada por la envidia, el odio personal o la simple competencia. La guerra de la Independencia, sin embargo, tampoco carece de ejemplos de éstos.

Tomemos el ejemplo de Antonio Filangieri, un noble napolitano enrolado en el ejército español. Previamente al estallido se había convertido en un comandante bastante impopular pues su regimiento, el Navarra, había sido trasladado a Ferrol, y muchos soldados lo consideraban a él responsable directo de aquel movimiento que los alejaba de sus casas. Fue finalmente asesinado en Villafranca del Bierzo. La violencia gratuita segó la vida, asimismo, de muchos amigos o parientes de Godoy: Luis Martínez de Ariza, gobernador de Ciudad Rodrigo; Juan Duró, canónigo en Toledo; Miguel Cayetano Soler, ministro de Hacienda; o Pedro Trujillo, a quien mató la gente tan sólo por estar casado con la hermana de una presunta amante del Príncipe de la Paz. Miguel de Cevallos, director del Colegio de Artillería de Segovia, defendió el lugar del inmediato ataque francés, pues Murat era consciente de lo importante que era controlar esa instalación. Cuando la resistencia se hizo imposible, huyó hacia Valladolid, donde había tropas españolas, delante de una diligencia en la que iba toda su familia. En Carbonero de Ahusin el pueblo lo reconoció y, acusándolo de haber traicionado a la causa española, lo asesinó delante de su mujer. Una acción muy valiente para cuya exacta valoración bien vale el dato de que en la defensa del Colegio de Artillería habían participado civiles, miembros pues de la misma clase que lo asesinaron; y que fueron los primeros en cagarse y largarse a la naja cuando los franceses comenzaron a bombardear. A Cevallos, por lo tanto, lo mató la gente para lavar su puta conciencia de cobardes de mierda.

En Valencia, el personal se convenció, sin una puta prueba, de que el barón de Albalat estaba en connivencia con Murat, y se lo llevó por delante. Asimismo, bajo la dirección de un canónigo de Madrid, Baltasar Calvo, los valencianos habrían de protagonizar unas jornadas repugnantes que, la verdad, ya siento escribir esto, pero son un baldón en su Historia. Calvo, quien como ya he dicho era cura, tiró de lo que siempre tira la Iglesia cuando quiere algo, esto es de la teología creativa, y comenzó a predicarle a los horchateros que matar franceses, cualquier francés, con pruebas, sin pruebas, militar, civil, mediopensionista o discapacitado, les procuraría el cielo. Los valencianos, claro, estuvieron encantados de escucharle, como siempre lo está el español medio de que alguien le cuente precisamente lo que quiere escuchar (hoy ya no hacemos caso de los canónigos; pero si de Twitter, que viene siendo lo mismo). Los franceses, que habían sido concentrados en la ciudadela de Valencia por orden de la Junta para su seguridad, fueron visitados por Calvo y sus amiguets, La matanza fue tan cruel que, nos cuenta Toreno, los propios valencianos, “menos bárbaros que su sanguinario jefe”, dejaron de matar. De mala gana accedió el curita a meter a los supervivientes en las Torres de Quart; pero sólo era una engañifa para quitarse de en medio a los civilizados valencianos que se habían horrorizado con el espectáculo. De paso el convoy de los presos por la plaza de toros, ayudado por nuevos secuaces (y es que siempre hay un roto para un descosido), allí los trincaron, los metieron dentro y en la misma arena se montaron un genocidio ruandés de chufa.

La cosa no terminó ahí. Calvo, sabiéndose como se sabía dueño de las calles de Valencia, expidió un comunicado al conde de la Conquista, capitán general de la plaza, para que se presentase ante él de buen grado o a la fuerza. El militar así lo hizo, lo cual nos da la medida de hasta qué punto aquel canónigo se había hecho con la voluntad de los valencianos. Calvo conminó al capitán general para que formase una nueva Junta distinta de la presidida por el padre Rico.

La mañana del día 6 de junio, Calvo se presentó ante la Junta. El padre Rico le afeó la actuación que había tenido. Calvo, por toda respuesta, hizo entrar en la sala a los ocho últimos franceses que habían encontrado escondidos y, delante del gobierno valenciano, los mató a sangre fría.

Ese gesto perdió al canónigo. En la noche de aquella jornada, diversos personajes principales de la ciudad conspiraron ante lo que veían una peligrosa deriva tiránica por parte de un personaje que, como ya había demostrado, no se paraba ante nada; alguien que había comenzado por matar franceses, pero que bien podría seguir con los españoles que no le hiciesen tilín. Así pues, en la mañana siguiente se decidió el arresto del cura carbonario. Lo mandaron a Mallorca. Poco tiempo después de la marcha de los franceses tras su acoso a la ciudad, a finales de julio, el padre Calvo fue traído de nuevo a Valencia, juzgado, condenado y ejecutado por el garrote vil. Y no fue el único que habría de sufrir la misma suerte a causa de los sucesos de Valencia.

La guerra de la Independencia, la resistencia frente al francés, fue, como bien sabemos el teatro de una forma de lucha bastante nueva. Una forma de lucha que, en realidad, ya había existido de tiempo atrás, pero que en España, por así decirlo, se estructuró definitivamente y, además, mostró su capacidad al ser capaz de actuar eficazmente contra el ejército en ese momento más poderoso del mundo. Hablamos, pues, de la guerrilla.

Hablar de guerrilla es hablar, desde luego, de Juan Martín Díez, bautizado para la Historia como El Empecinado, si bien cabe matizar que este remoquete no era propio de él, sino de todos o casi todos los naturales de su pueblo, Castrillo del Duero. Su fama llegó a ser tal que, de hecho, en aquel entonces se denominaba empecinado a todo aquél que se echaba al monte (el empecinado de principios del siglo XIX es, pues, el maquis del franquismo).

A los dieciséis años, y contra la opinión de su padre, Martín se apuntó al Ejército. Sin embargo, su padre consiguió hacerlo volver. Cuando se quedó huérfano, se alistó de nuevo, esta vez en el Regimiento de Caballería de España, con el que peleó en el Rosellón. Concluida esta campaña, regresó a casa y se casó. Se había reciclado a labriego cuando los franceses invadieron el país. Se movilizó, por así decirlo, nada más saber que Fernando estaba en Bayona; tenía claro que Napoleón ya no lo dejaría volver. Formó una partida con dos amigos de la zona, Juan García y Blas Peroles, comenzando a actuar en la zona de Honrubia contra los correos franceses que acertaban a pasar por ahí. Tres años después, comandaba a 3.000 hombres y era mariscal de campo.

Otra figura importante fue Francisco Espoz e Ilundáiz. Francisco tenía un sobrino labrador llamado Javier Mina, al que todos llamaban Mina el Mozo. Este Mina formó una partida en Navarra que hostigó con mucho éxito a los franceses hasta que éstos acertaron a trincarlo. El 3 de abril de 1810 lo sacaron, prisionero, de España, camino de Vicennes. Fue entonces cuando su tío, en recuerdo de la valentía de su sobrino, formó él mismo una partida y, para que el homenaje fuese evidente, adoptó el apellido de su sobrino. De todos los guerrilleros, probablemente Francisco Espoz y Mina fue el que tuvo una mayor sabiduría militar, y el que, al fin y a la postre, acabaría mandando sobre más efectivos.

Se entiende normalmente que el fenómeno guerrillero es un fenómeno de gente humilde surgida del pueblo; pero eso no es del todo cierto. La aristocracia también tuvo sus guerrilleros. El marqués de las Atayuelas montó una partida en Cuenca y el heredero del marquesado de Barrio-Lucio hizo lo propio en La Rioja. Por supuesto, la lista de los sacerdotes que tomaron las armas es interminable: fray Julián de la Delicia, Lucas Rafael y, sobre todos, el cura de Villoviado, Jerónimo Merino.

Siendo cura de su pueblo, pasaron por el mismo unas tropas del general Dupont que andaban escasas de transportes. Por esta razón, utilizaron a varios de los habitantes para ello, entre ellos a Merino, a quien hicieron cargar con un pesado bombo de la banda hasta Lerma. Merino nunca olvidó ese oprobio y, apenas unos días después de haber entregado el puto tambor, comenzó a matar correos franceses sin ayuda de nadie. Poco a poco se le fue uniendo gente hasta que se hizo comandante de una partida; partida que habría de colaborar con la del Empecinado, por ejemplo en el ataque a Roa.

Existen otras figuras que no merecen que los olvidemos: Juan Díaz Porlier, de quien ya hemos hablado en este blog. Juan Palarea, conocido como El Médico, que era el facultativo de Villaluenga de la Zafra, y que llegó a atacar Madrid por la zona de Atocha estando José Bonaparte en la capital. Juan de Mendieta, El Capuchino, quien financió con su peculio la formación de una partida de caballería y que fue capaz de apresar al general Jean Baptiste Franceschi Delonne. O también Camilo Gómez, Manuel Sarasa, Isidro Mir, Julián Sánchez, apodado El Charro, Francisco Abad Moreno, conocido como Chaleco, José Romero, Francisco Tomás Longa o Juan Fernández de Echevarría.

Las partidas guerrilleras crecieron de forma exponencial en la segunda mitad de 1808; hasta tal punto que, a finales de dicho, eran ya una oportunidad y, al mismo tiempo, un problema para la Junta. Eran una oportunidad porque lo nutrido de los cuerpos permitía ambicionar acciones muy efectivas frente al francés; pero eran un problema porque estaban descoordinadas y, sobre todo, cometían demasiados desmanes (como la muerte de Francesci, debida al maltrato que recibió). Así las cosas, el 28 de diciembre publicó un reglamento para convertirlas en cuerpos francos.

Este reglamento tiene mucho sentido, puesto que, la verdad, la guerra contra el francés, puesto que se estaba produciendo en ausencia de mando coordinado y jerarquizado, estaba produciendo una densidad excesiva de episodios muy poco edificantes. En efecto, si se quiere hablar, creo yo, de la guerrilla española con cierta justicia, también hay que acercarse a alguna que otra cosa que provocó o dirigió. El Lado Oscuro, pues.

3 comentarios:

  1. Siempre se ha dicho que la Guerra de las Comunidades fue motivada por la pérdida de la influencia de los concejos ante el auge del poder real absoluto, pero en alguna parte he leído que en realidad no era tanto la pérdida de poder de las ciudades sino de quien manejaba estos concejos, esto es, de los terratenientes y «señoritos» locales. ¿Tiene algo publicado sobre ello? Si está, no lo sé encontrar.
    Gracias por sus entradas. Aprendo mucho.

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    1. No, no tengo publicado nada precisamente sobre ese tema, aunque la afirmación me parece bastante obvia. Lógicamente, una institución es quien la representa; en los tiempos en los que no existe un mercanismo perfeccionado de representación, obviamente la institución pertenece a quien la domina. No es una idea nueva. Por ejemplo, hay cierta historiografía vasca de izquierdas muy crítica con los movimientos foralistas del siglo XIX, en los que ve una estrategia de consolidación de las élites locales, dominantes en las instituciones de los territorios históricos, de las cuales habría salido el PNV.

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