lunes, abril 27, 2020

Fernando (33: Bailén)

Aquí están todos los capítulos presentes y futuros de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.

Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido

La reunión comenzó, como es preceptivo, con un discurso de su presidente, formal y tampoco muy comprometido, pues allí los españoles estaban bastante de adorno y su participación en la preparación de la asamblea había sido más bien superficial. A continuación del discurso, ni siquiera se leyeron los decretos de cesión de la corona de España a Napoleón; Bayona conoció directamente de la cesión por parte de Napoleón de dicha corona a su hermano José; así pues, las Cortes de Bayona habían nacido ya bajo el fait accompli de que los Borbones no eran reyes de España.

En la sesión del día 20 se presentó ya el proyecto de Constitución. Tuvo la Constitución de Bayona tan pocos oponentes, enmendadores siquiera, que apenas tomó diez sesiones su aprobación, sesiones durante las cuales las modificaciones aprobadas al articulado original fueron meramente estéticas. Aun así, es de reconocer que se produjeron interesantes debates en los que salieron a relucir los intereses de los diferentes brazos. El diputado, o diputadoide, Pablo Arribas, propuso la dislución constitucional de la Inquisición, algo a lo que los representantes presentes de órdenes religiosas se opusieron con celo. ¿Fue ésa una posición propia o teledirigida por un José Bonaparte que, evidentemente, perseguía la medida pero, probablemente, encontraba más lógico que fuese decidida por españoles? Pues nunca lo sabremos, pero yo, cuando menos, pienso que a Arribas, como poco, le tuvieron que llegar noticias del bando imperial en el sentido de que su postura sería bien recibida. Y digo esto porque en Bayona fueron varias las posiciones que claramente no se corresponden con el sentir personal de quien las hizo, lo cual sugiere que estaban inspiradas por alguna otra fuerza telúrica. Un ejemplo, que nos llega a través de Lafuente y de Toreno, es el de Ignacio Martínez de Vilella, consejero de Castilla. Que Vilella era un regalista a la antigua usanza tuvo muchas ocasiones de demostrarlo cuando Fernando regresó a España, se cargó la Constitución de Cádiz y comenzó su particular longa noite de pedra. Sin embargo, en el momento en el que estamos, presentó una propuesta para introducir en la Constitución un artículo que consagraba la tolerancia política y religiosa.

El 7 de julio, Pepe Bona (no confundir con Pepe Bono, que aún tardaría en llegar) jura la Constitución ante la Asamblea. Lo hizo sobre unos Evangelios que sostenía el obispo de Burgos, consciente de que el gesto era necesario para ser un rey español comme il faut. Luego firmaron los diputados, muchos de ellos llamados a tener un papel nada irrelevante en la política española por venir. Acto seguido, José Bonaparte formó su primer gobierno, para el cual eligió a los siguientes próceres: Mariano Luis de Urquijo, el más profrancés de los políticos españoles, como ministro secretario de Estado; Pedro de Cevallos, ministro de Negocios Extranjeros; Gaspar Melchor de Jovellanos, ministro del Interior; Miguel José de Azanza, ministro de Indias; José de Mazarredo, ministro de marina; el conde de Cabarrús, Francisco o François pues era de origen francés, ministro de Hacienda; Sebastián Piñuela, ministro de Gracia y Justicia; Gonzalo O'Farril, ministro de la Guerra. De todos estos hombres, como se ve cuidadosamente seleccionados para transmitir una idea de continuidad con el régimen fernandino, hubo uno sólo, Jovellanos, que tuvo la vergüenza torera de negarse en redondo a ocupar el puesto que se le ofrecía.

También creó el rey José su Corte, y la creó, básicamente, con las mismas personas que habían formado la del rey Borbón que le había cedido la corona: el duque de Híjar fue Gran Maestro de Ceremonias; el marqués de Ariza, Sumiller de Corps; el conde de Fernán-Núñez, Montero Mayor; el duque del Infantado, coronel de Reales Guardias de Infantería; el príncipe de Castelfranco, coronel de la Guardia Valona; el duque del Parque, capitán de la Guardia de Corps.

Salió José de Bayona ya el 9 de julio, acompañado por su hermano hasta Bidart. Atravesó el Bidasoa por Irún y allí fue recibido por las autoridades españolas. Entró en Madrid el día 20. El día 25, fue proclamado rey en la capital por el conde de Campo Alange; que fue, por cierto, un proclamador suplente, puesto que aquél a quien jurídicamente le tocaba, el marqués de Astorga, se excusó pretextando una enfermedad que nunca ha estado muy clara.

José no estuvo contento ni en los mejores momentos de su corto reinado. En la noche del 25 de julio, en carta que le escribe a su hermano para darle noticia de su proclamación, ya le escribe sin ambages que la ceremonia ha sido “mediocre”. Como sabemos, en todo caso, la tranquilidad le durará poco. Pocos días después, y como consecuencia de la batalla de Bailén, tendrá que abandonar la Corte. Dos días antes de esa marcha, sin embargo, reunió en el Palacio Real a cuantos representantes pudo del clero, para tratar de ganarse a una parte del país que él sabía era fundamental. Les largó un discurso a tercios en español, francés e italiano, en el que les vino a decir que su monarquía era deseo de Dios y que, consecuentemente, combatirle era combatir a Dios. Según La Forest, el discurso generó sentimientos muy positivos en los arzobispos españoles; pero eso parece, más bien, wishful thinking.

Como digo, sin embargo, las cosas se le iban a poner feas. El general Pierre Dupont de l'Etang, conde del Imperio, estaba al mando de tropas al sur de España que iban alcanzando sus objetivos sin demasiados problemas. Ganaron una batalla breve en el puente de Alcolea al teniente coronel Pedro Agustín de Echávarri y su abigarrada tropa hecha de retales de aquí y de allá. Echávarri, quien probablemente pretendía defender la ciudad de Córdoba, ni siquiera entró en ella y dispersó a sus efectivos por los campos que conocían muy bien.

En ese momento, la Junta de Sevilla, en la que, por no haber miembros de Podemos, primaba el afán del consenso y por eso se había unido a la de Cádiz, hacía esfuerzos hercúleos para crear un ejército de Andalucía que se pudiera decir digno de tal nombre. Se alistaba por los pueblos a cuanto hombre útil se encontraba, y se les enviaba a una rápida instrucción bajo la responsabilidad del teniente coronel (esto era coña) Francisco Javier Castaños, a quien la Junta había otorgado el ampuloso rango de Capitán General de Andalucía.

La formación del ejército de Castaños, combinada con los actos de rebelión que se producían en el ejército regular por parte de los soldados españoles contra sus mandos franceses, aconsejó al prudente Dupont renunciar al objetivo de bajarse hasta Cádiz y tomarla. Sin embargo, Dupont, quien como digo era un militar con buena cabeza que no hacía el gilipollas, había cometido un error de principiante, que había sido dejar que sus tropas hiciesen de su capa un sayo cuando entraron en Córdoba. So capa de que la ciudad se les había resistido, cerrando sus puertas y presentando batalla en Alcolea, quiso tal vez darles un escarmiento a los cordobeses, pero se pasó de frenada. La entrada de los franceses en Córdoba fue una de esas cosas que recordaríamos habitualmente si no fuésemos los españoles por lo general tan selectivos recordando. Y fue un error, como digo, un error de principiante, porque Dupont tenía que haber previsto que, en un país que presentaba como principal problema militar la guerra de guerrillas, lo último que había que hacer era provocar rebeliones generales; pero eso, exactamente, fue lo que pasó en el resto de la provincia de Córdoba, cuyos pueblos se aprestaron a formar bandas de cabrones (estaban de nuestro lado; pero eran unos perfectos hijos de puta, las cosas como son) que se dedicaron a masacrar a todo francés que pillaban por los caminos.

El propio Dupont tuvo que acabar por reconocerse que se había equivocado. Que su actitud respecto de los íncolas cordobeses había sido errada, que había generado una rebelión con la que no podía, y por eso resolvió retirarse a Andújar, adonde llegó el 19 de junio. [Por si todavía no lo has encontrado o no te ha dado tiempo de buscarlo, íncola define a todo habitante de un pueblo o ciudad. Es palabra hermosa que de tiempo atrás se viene perdiendo]

En Andújar habría de averiguar el general que los aurgitanos, tras el paso de su ejército, se habían rebelado contra el francés y, de hecho, habían masacrado al comandante de la plaza. Así pues, ni corto ni perezoso, si bien hay que reconocer que esta vez con alguna razón de mayor peso, permitió el saqueo de Jaén, saqueo en el que muchos civiles fueron asesinados o penetradas.

La situación era compleja, lo sabía Dupont, y lo sabían sus mandos. Murat, poco antes de abandonar la lugarteniencia de España, le ordenó a la división francesa que estaba en Madrid a las órdenes del general Dominique Honoré Antoine Marie Vedel que se le incorporase a las tropas de Dupont. También recibió la misma orden una división de coraceros al mando de Jacques Nicholas Gobert, quien marchaba, sin saberlo obviamente, hacia su muerte.

A Javivi Castaños el gesto de Dupont de atocinarse en las tablas aurgitanas le excitó las ganas de plantarle batalla. La verdad, la mayoría de los oficiales del bravo general no eran de su opinión; pero a aquel tipo no había quien le tosiera o tosiese. El alto mando del ejército español celebra reunión de Estado Mayor en Porcuna, el 11 de julio. Allí se acuerda que la I División, la del general Teodoro Reding y formada fundamentalmente por granadinos (que no granaderos), se moviese para cruzar el Guadalquivir por Menjíbar para desplazarse hacia Bailén, cubierta y protegida por la II División, al mando del general marqués de Coupigny, Antonio Malet, a quien se le instruyó para pasar el río por Villanueva. Castaños, por su parte, tomó la III División para avanzar de frente hacia los franceses, situando a las tropas ligeras y los cuerpos francos de Juan de la Cruz en Sementera, para desde allí poder hostilizar el flanco derecho de los franceses. [Toda esta descripción es provisional. Luego miráis el hilo de comentarios que allí, seguramente y a Dios gracias, Eborense pondrá los puntos sobre las íes correctas].

El día 15 de julio hubo ya algunos enfrentamientos menores entre franceses y españoles. Vedel movió parte de sus tropas hacia Andújar, lo cual dejó al general barón Louis Liger-Belair con sólo 1.300 hombres para defender el paso por Menjíbar. Esta circunstancia fue aprovechada por Reding. Liger tuvo que retirarse hacia Bailén, donde lo hubo de auxiliar el general Gobert, que encontraría la muerte al recibir el disparo de algo parecido a un francotirador apostado tras unos matorrales. El general Dufour, sustituto de Gobert, unido a Liger-Baloir decide marchar hacia Guarroman, intentando con ello impedir la convergencia entre las tropas de Reding, que se han parado en el Guadalquivir, y las de Pedro Valdecañas. Dupont, por otra parte, había ordenado a Vedel su regreso a Bailén, para echar a los españoles de la otra orilla del río. Sin embargo Vedel, al llegar al punto acordado y enterarse de que los otros dos generales han abandonado ese teatro, decide que él solo no va a ser suficiente para la misión que se le ha encomendado y decide juntarse a sus compañeros en su marcha hacia La Carolina.

Reding, mientras tanto, recibió los refuerzos de Coupigny, con los que pudo plantearse una estrategia diferente de la de simplemente esperar y ver en las orillas del río. Ambos avanzan hacia Bailén, entran en la ciudad y se aprestan a hostigar a Dupont para, por así decirlo, emparedarlo entre ellos mismos y Castaños. En la noche del 18 al 19 de julio, apremiado por las circunstancias, Dupont abandona Andújar camino de Bailén. Al contrario de lo que suele ser costumbre en las batallas de la época, y dado que los franceses pasaron en realidad a tiro de lapo de los españoles, la batalla comenzó en medio de la oscuridad de la noche; la cual, según las crónicas, era muy espesa (la noche, no la batalla). Fue tan sorpresivo el comienzo de las hostilidades que los mandos españoles se reunieron en una almazara para discutir las noticias que cada uno tenía acerca de los acontecimientos, pues, desconocedores de lo cerca que estaban pasando los franceses, no podían creer que la batalla hubiese comenzado. El estallido de una granada muy cerca del puesto les convenció de lo contrario.

Al llegar el día sobrevino la batalla propiamente dicha, para la cual los españoles ya habían formado.

La batalla de Bailén pasó con bastante pena y poca gloria, cuando menos en mi opinión, en su reciente aniversario. Algo que lo dice todo lo de nosotros, los españoles, y de lo selectivo de nuestra memoria, siempre dispuesta a montar actos en polideportivos para recordar una muerte pero indolente ante otras muchas si no son, digamos, muertes políticamente correctas. Lo cierto es que, por decirlo mal y pronto, quienes se empeñan en buscar, un decir, en la guerra civil española del siglo XX pruebas de heroísmo, valentía y generosidad más allá de lo racional (que haberlos, hainos; pero son menos frecuentes de lo que se pretende), encontrarían lo que buscan en la batalla de Bailén. Una batalla en la que una de las muchas claves fue la constante renovación de las tropas españolas, pues en no pocos casos los muertos eran sustituidos por lugareños que asumían su labor sin que nadie se lo hubiese ordenado. Por no mencionar la labor de las mujeres, quienes realizaron una labor impagable haciendo de correos, transportistas de pertrechos y, en general, ejemplo galvanizador a través de su actitud.

Fue, además, una batalla en la que quien debería haber perdido, ganó; y quien debería haber ganado, perdió. El ejército español no era ejército para enfrentarse a la maquinaria francesa. Si venció, fue porque supo jugar con inteligencia sus cartas, aprovechando la ventaja que le otorgaba saberse la orografía del lugar de memoria. Conocimiento, inteligencia estratégica, compromiso y sacrificio son los elementos que provocaron la inesperada noticia de que, para Francia, España podía convertirse en Vietnam.

Pero, claro, como no se habían reunido todavía las Cortes de Cádiz, España no existía. Así pues, cómo podría ser que se le adjudicase un mérito como éste.

2 comentarios:

  1. "...teniente coronel Francisco Javier Castaños..."

    No me puedo creer que hayas escrito esto sin querer. Seguro que lo has escrito a propósito para ver si yo estaba leyendo. Confiesa :) Por favor, no me degrades al futuro duque de Bailén. En 1808 era ya capitán general.

    En cuento al recuerdo de Bailén... pues mira, sé de buena tinta que el Ayuntamiento lleva al menos desde 2006 moviendo el tema, con actos oficiales, exposiciones, colaboración de las Fuerzas Aramadas, recreaciones anuales, y otro tipo de fiestas y jolgorios. Yo mismo estuve allí en octubre pasado (imposible recrear en julio si no quieres morir de la insolación), recordando a mis antepasados irlandeses que pelearon allí al servicio de España (que ya era su patria porque la mayoría ya había nacido en nuestro país), y hablando largo y tendido con la concejal del Ayuntamiento de Bailén que lleva el tema. Hacen lo que pueden, y eso ya les sitúa por encima del promedio.

    Eborense
    Soldado de la 3ª compañía del primer batallón del regimiento de infantería de línea de Irlanda

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