miércoles, abril 29, 2020

Fernando (35: dos cartas que dan bastante asco)

Aquí están todos los capítulos presentes y futuros de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.

Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido

Talleyrand decidió utilizar una táctica suave para tratar a sus ilustres huéspedes: rodearlos de mujeres. El marqués de Ayerbe no duda en sus memorias de que fue un intento de ablandarlos por la seducción. Escoiquiz nos informa de que eran cinco: la hija de Talleyrand, todavía una niña; su aya inglesa, de unos treinta años; una dama de compañía polaca, más mayor, y que a Escoiquiz le impresionó por sus virtudes morales, "aunque no por su belleza"; y dos mujeres jóvenes, hijas de un adinerado francés arruinado por la Revolución. Además, también estaba en el palacio Ernestina Gadeau d'Entraingues, que sería marquesa de Guadalcázar, que entonces contaba unos quince años.
Se les puso a los Borbones un profesor de baile, si bien Ayerbe dice que los alumnos siguieron sus lecciones arrastrando el escroto. Es posible que todo fuese una pequeña conspiración para hacer que se incrementase el contacto de los españoles con el elenco femenino pues, efectivamente, para las lecciones haría falta que dos señoritas bailasen con los alumnos. Ayerbe solucionó ese problema apuntándose a las lecciones con otro español del séquito.

Ayerbe sigue contando que en los primeros tiempos de Valençay hubo personas que pidieron ir al castillo a conocer a los españoles. Algunas de ellas, dice, llegaron a proponerles la huida; pero éstos nunca aceptaron esos planes por temor a que fuesen conspiraciones. Por temor a que fuesen conspiraciones, cierto; pero también, esto lo digo yo, porque eran unos putos cobardes, como ya habían demostrado sobradamente.

A pesar de la férrea censura de correspondencia que establecieron los franceses, las memorias de los allí encerrados dejan claro que Fernando y sus parientes estuvieron informados del estallido de la guerra en España. Les llegaron noticias especialmente precisas de la lucha en Zaragoza, por ejemplo.

A Fernando y sus gentes les quedaba, en todo caso, un peldaño que bajar: por orden de Napoleón, tenían que prestar pleitesía al rey de España, José Bonaparte. Lo hizo el séquito de Fernando mediante una carta que escribió Escoiquiz, quien se vanagloria en sus memorias de haber ponderado excelentemente las palabras usadas. Es ésta:

Señor: todos los españoles que componen la comitiva de Sus Altezas Reales los príncipes Don Fernando, Don Carlos y Don Antonio, noticiosos por los papeles públicos de la instalación de la augusta persona de VMC en el trono de la patria de los exponentes con el consentimiento de toda la Nación, procediendo consecuentes al voto unánime, manifestado al Emperador y Rey en nota adjunta, de permanecer españoles sin sustraerse de sus leyes en modo alguno, antes bien queriendo subsistir siempre sumisos a ellas, consideran como obligación suya muy urgente la de conformarse con el sistema adoptado por su nación; y rendir, como ella, sus más humildes homenajes a VMC, asegurándole tambien la misma inclinación, el mismo respeto y la misma lealtad que han manifestado al gobierno anterior, de la cual hay las pruebas más distinguidas; que creyendo que esta misma fidelidad pasada será la garantía más segura de la sinceridad de la adhesión que ahora manifiestan, y jurando obediencia a la nueva Constitución de su país y fidelidad al Rey de España José I.

La generosidad de VMC, su bondad y su humanidad, les hacen esperar que (considerando la necesidad que estos Príncipes tienen de que los exponentes continúen sirviéndoles en la situación en que se hallan) se dignará VMC confirmar el permiso que hasta ahora han tenido de SMI y R para permanecer aquí; y asimismo continuarles (por atención a los mismos Príncipes) con igual magnanimidad el goce de los bienes y empleos que tenían en España, con las otras gracias que a petición suya les tiene concedidas SMI y R, hermano de VMC, y constan en la adjunta nota que tiene el honor de presentar a los pies de VMC con la más humilde súplica.

Una vez asegurados por este medio de que (sirviendo a Sus Altezas) serán considerados como vasallos fieles de VMC y como españoles verdaderos, y prontos a obedecer ciegamente la voluntad de VM hasta lo más mínimo; si se les quisiese dar otro destino, participarán completamente de la satisfacción de todos sus compatriotas a quienes debe hacer dichosos para siempre un Monarca justo, tan humano y tan grande en todo sentido como VMC.

Ellos dirigen a Dios los votos más fervorosos y unánimes para que se verifiquen estas esperanzas y para que Dios se digne conservar por muchos años la preciosa vida de VMC. En fin con la más profunda humildad y el más sincero respeto, tienen el honor de ponerse, Señor, a los pies de VMC sus más humildes servidores y fieles vasallos, en nombre de todas las personas de la comitiva de los Príncipes.

Por su parte, Fernando realizó su propia carta, más breve.

Señor: he recibido con sumo gusto la carta de VMI y R de 15 del corriente y le doy las gracias por las expresiones afectuosas con que me honra, y con las cuales yo he contado siempre. Las repito a VMI y R por su bondad en favor de la solicitud del Duque de San Carlos y de Don Pedro Macanaz que tuve el honor de recomendar. Doy muy sinceramente en mi nombre y de mi hermano y tío a VMI y R la enhorabuena por la satisfacción de ver instalado a su querido hermano Rey José en el Trono de España.

Habiendo sido siempre objeto de nuestros deseos la felicidad de la generosa nación que habita su vasto territorio, no podemos ver a la cabeza de ella un Monarca más digno, ni más propio, por sus virtudes, para asegurársela, ni dejar de participar al mismo tiempo en el grande consuelo que nos da de esta circunstancia. Deseamos el honor de profesar amistad con SM y ese afecto nos ha dictado la carta adjunta que me atrevo a incluir, rogando a VMI y R que (después de leída) se digne presentarla a SMC. Una mediación tan respetable nos asegura que será recibida con la cordialidad que deseamos. Sire: perdonad una libertad que nos tomamos, por la confianza sin límites que VMI y R nos ha inspirado y asegurado de nuestro afecto y respeto, permitid que yo renueve los más sinceros e invariables sentimientos, con los cuales tengo el honor de ser, Sire, de VMI y R su más humilde y muy obediente servidor.

La carta del Borbón es un tanto vomitiva, pero en su línea zalamera a la par que mentirosa. Más interés tiene, y es por eso que la reproduje, la del equipo de gobierno. Obsérvese con que elegancia Escoiquiz y el resto de los de Palacagüina le colocan a la nación española la responsabilidad de su situación y de la de su jefes los Borbones. Cuando más cierto es que Napoleón apenas pudo juntar en Bayona a cuatro gatos, y que, sobre todo, esa nación que, según el canónigo maniobrero, había votado el cambio de corona, estaba batiéndose por los campos de España en contra de ese cambio; y ellos, además, lo sabían.

Por lo demás, observad, también, que, volumétricamente, las cartas, en realidad, ocuparse, ocuparse, lo que se dice ocuparse, se ocupan de tratar de conseguir por parte de José la aquiescencia a los privilegios del séquito fernandino. El célebre ¿qué hay de lo mío?, notablemente quintaesenciado.

Algunas semanas después de este tráfico de cartas, el príncipe de Benevento, probablemente conocedor de que los españoles recibían noticias que superaban su censura, decidió informar a Fernando personalmente del resultado de la batalla de Bailén. Lo hizo, según los españoles, sin mostrar la menor emoción de su rostro. La respuesta de Fernando fue escribirle una carta a Napoleón en el que, conocedor de las noticias de que vuelve a París, le intima a que, si pasa cerca de Valençay, le deje a él, a su hermano y a su tío “salir al encuentro y renovarle personalmente nuestros homenajes”. En otras palabras, conocedor el rey de España de que su pueblo había conseguido asestarle al francés el primer golpe de entidad, se apresuró a escribirle una carta al emperador para comerle el ciruelo.

Al mes o así de estar los huéspedes de Valençay en el castillo, Napoleón suspendió el pago de la pensión de Fernando; por ese tiempo, además, se confirmó que la cláusula del acuerdo napoleónico por el cual se le cedía Navarra al Borbón era inaplicable, pues el emperador no podía hacer uso de esa tierra (que, formalmente, era propiedad de una familia francesa). Pedro Macanaz fue a París a apañar aquellas mierdas, pero no consiguió nada.

El 19 de agosto, Talleyrand partió hacia Nantes, donde estaba Napoleón, por orden del emperador, que quería verle. En sus memorias, el astuto príncipe nos refiere que fue en esas entrevistas cuando Napoleón, por primera vez, le confesó que había errado en sus cálculos sobre España, aunque aparecía tranquilo sobre su capacidad de retenerla en su poder. Le arrancó Talleyrand el permiso para que Escoiquiz y San Carlos pudiesen viajar a París, a ver si tenían más suerte que el torpe Macanaz; asímismo, también llevaba la noticia de que él se iba a ausentar, pues debía seguir al emperador a Erfurt. Entre el 30 y el 31 de agosto, tanto el príncipe como la princesa abandonaron la que era su finca.

Entre los miembros del séquito español, en todo caso, circuló rápidamente el rumor de que el viaje de San Carlos y el canónigo tenía más altos vuelos que renegociar una pensión. A nadie se le escapaba el detalle de que Fernando estaba viudo y que, por lo tanto, siempre quedaba la posibilidad de apañarle un matrimonio con alguna perica bonapartiana; Escoiquiz lo niega pero, claro, que Escoiquiz niegue algo tiene el valor de una negativa de su jefe. Según el canónigo, el verdadero motivo del viaje a París fue intentar negociar la renuncia a la corona, a cambio de ofrecerle el traslado a México o a otra colonia, acompañado por los reyes padres y todos los Borbones. Yo, sinceramente, no le creo.

Llegados San Carlos y Escoiquiz a la capital del mundo, fueron macroneados a tope y tratados como la mierda. Por supuesto, ni se pudieron acercar a Napoleón; pero es que, además, sus interlocutores de segunda no les permitieron hablar ni de la pensión, ni de Navarra, ni de boda, ni de viajes de Fernando. De nada. Cuando Napoleón regresó de Erfurt siguió actuando como si no estuvieran allí y, de hecho, terminó encarcelándolos de facto, en Lons-le-Saurnier a San Carlos y en Bourges a Escoiquiz; allí los dejó en salmuera más de cuatro años.

Mutilados de los principales hombres de su séquito, los Borbones siguieron su existencia muelle en Valençay, que tuvo como gran novedad el momento en que el infante Antonio aprendió a bordar y, acto seguido, se impuso como labor conseguir que su sobrino también comenzase a hacer lo mismo. De Antonio ya he dicho o sugerido en estas notas que era tonto del culo. Pues bien, una prueba de esta lerdez rampante es el detalle de que una de sus ocupaciones más querida era meterse en la biblioteca de Talleyrand, consultar los libros de Talleyrand, y arrancar de dichos libros los grabados que consideraba indecorosos.

En fin, al llegar San Carlos y Escoiquiz a París, Macanaz había quedado, lógicamente, libre de su misión, así pues debía regresar a Valençay. Pero empezaba septiembre y el miembro del séquito no llegaba, ni daba noticias. Así las cosas, Fernando le ordenó a otro de sus sirvientes, Juan Gualberto de Amézaga, que se acercase por Orléans, con el pretexto de informarse sobre el pago de la pensión, para ver si averiguaba algo de Macanaz. Fue allí donde Amézaga se enteró de que estaba detenido en Etampes por no tener el pasaporte en regla. La verdad era otra. Los franceses lo habían seguido en París hasta un café donde lo habían visto reunirse con un grupo de españoles. Habían concluido, pues, que Macanaz estaba tratando de montar algún tipo de conspiración, razón por la cual lo detuvieron en su camino hacia la casa de su jefe. De hecho, lejos de liberarlo tras la protesta de Fernando, lo metieron en el maco en Vicennes.

Fernando de Borbón no paraba de decirle a Napoleón en sus cartas edulcoradas que todo estaba cojonudamente; pero no era cierto.

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