viernes, marzo 27, 2020

Fernando (12: Aranjuez)

Ya hemos pasado por esto:

Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta

El 14 de marzo, ya en una ambiente de creciente desconfianza entre padres e hijo, Carlos y Fernando celebran una conferencia en la que el primero pretende hacerse una idea cabal de cuáles son las ideas del príncipe de Asturias sobre la situación y, sobre todo, su nivel de sintonía con los franceses.
A pesar de que la lectura de los partes militares dejaba claro el avance imparable del ejército imperial por el país, Fernando permaneció impasible en su idea de no abandonar los Reales Sitios. Carlos, ante una obcecación que no tenía manera de contestar y dejaba bien claro el error mayúsculo que había cometido perdonando a su hijo tan deprisa tras la conspiración de El Escorial, aceptó la posibilidad de que Fernando se quedase donde estaba, asumiendo plenos poderes. Eso sí, le puso varias líneas rojas: no comprometer la integridad del Reino; no admitir acuerdos onerosos para el pueblo español; y defender la fe católica. Podría formar su Corte, con las dos únicas excepciones de Escoiquiz e Infantado; lo cual no deja de tener huevos, pues ambos estaban tan liberados por la sentencia de El Escorial como cualquier otro.

Dicen no pocos historiadores que Fernando le profesó a su padre fidelidad absoluta y que fueron sus parciales, sobre todo su tío el infante Antonio, quienes, en las horas siguientes, lo convencieron de que Godoy y Carlos seguían intentando controlarlo. Yo nunca he creído esta especie. Que Antonio odiaba a su bro y a su bro-in-law, es cierto. Que Fernando les dijo a sus padres en la entrevista, literalmente, que les seguiría hasta el fin del mundo, también es cierto. Pero eso no quiere decir, necesariamente, que Fernando no estuviese pensando ya en darle la patada a su padre desde el minuto uno. Anda que no tiene ejemplos este cabrón a lo largo de toda su vida de haber dicho una cosa mientras pensaba la contraria. En lo que respecta a Antonio, no hemos de olvidar un pequeño factor sobre el que ya insistiremos más veces en estas notas: era tonto del culo.

Para los reyes y Godoy, los apremios para partir a Andalucía se incrementaron, sobre todo cuando el taimado embajador francés les transmitió una petición de Napoleón para que dejasen entrar a 50.000 soldados franceses en Madrid “de camino hacia Cádiz”.

El día 16, Carlos Velasco, militar integrado en el Estado Mayor, se presentó en la posada donde residía el decano del Consejo Real. Llevaba ya consigo una orden firmada por Godoy que ordenaba el traslado a Aranjuez del real cuerpo de guardias de corps, la real guardia y la valona; asimismo, ordenaba la publicación de un bando para la tranquilización de la gente.

El Consejo Real, reunido por esta causa, tuvo muchos más escrúpulos que los que se había planteado Godoy; el príncipe de la paz, verdaderamente, se estaba planteando todo aquello, como casi todo lo que se planteaba, con muy poca altura histórica y una notable querencia absolutista a considerar que todo lo que importaba en este mundo eran las reales personas. Los gobernantes españoles conocían muy bien el precedente muy cercano de Portugal, donde los franceses habían entrado adueñándose de todo, no sólo de las posesiones de esos reyes a los que echaron; y, consecuentemente, asumían que el nivel de respeto gabacho por la propiedad privada iba a ser bastante relativo. Además, estaban los ministros muy condicionados (algo que seguro que el protagonista andaba buscando) por el hecho de que Fernando no se marchase con sus padres, por lo que consideraban que las tropas no debían moverse de donde estaban, pues, ¿y si finalmente había de huir? Así las cosas, quienes tenían que tomar las decisiones diseñadas por Godoy resolvieron hacerse los orejas: el bando no lo publicaron, y retrasaron en todo lo posible el movimiento de las tropas.

Eso sí, el gobierno de España no tuvo otra que atender la petición de los franceses, que todavía eran formalmente tratados como nuestros mejores amigos (nosotros, la verdad, nunca hemos tenido más amigos que nosotros mismos; de la misma forma que nunca hemos tenido enemigo más poderoso que nosotros mismos). Así pues, permitió la entrada de los 50.000 franceses en Madrid, pero tan claro tenía las enormes posibilidades existentes de que dicha entrada se convirtiese en un problema de orden público, que hasta estableció la orden de que las tabernas se clasificasen entre normales y tabernas de franceses. El gobierno no quería a gabachos y españoles bebiendo en el mismo colmao, por lo que pudiera pasar.

La situación se enrarecía por momentos. Los habitantes de los Reales Sitios, que en esos momentos tenían el privilegio de ser testigos casi directos de procesos que el Antiguo Régimen, normalmente, le hurtaba a la opinión pública, hacían corrillos y cada vez murmuraban más. Godoy quería publicar un manifiesto en el que el rey dejase claro que todo lo hacía por mantener su soberanía y la integridad del Reino. Fernando jugaba a todas las barajas, a ratos decía que se marcharía con sus padres, a ratos trataba de convencerles de que no se marchase nadie. El pueblo estaba lleno de extranjeros, de extraña catadura, la mayoría de los cuales se dedicaban a las fake news y a soliviantar al personal. El marqués de Caballero, terminó por concluir, y así se lo dijo a las reales personas, que si no se publicaba un manifiesto desistiendo del viaje, habría un motín.

Y así se hizo. En el papelucho que se publicó, el rey Carlos conminaba: Respirad tranquilos; sabed que el ejército de mi caro aliado, el emperador de los franceses, atraviesa mi reino con ideas de paz y amistad (…) ni tiene el objeto de defender mi persona, ni acompañarme en un viaje que la malicia os ha hecho suponer como preciso. (…) Españoles, tranquilizad vuestro espíritu; conducíos como hasta aquí con las tropas del aliado de vuestro Rey, y veréis en breves días restablecida la paz de vuestros corazones, y yo gozando la que el Cielo me dispensa en el seno de mi familia y de nuestro amor.

Bastante probable es, desde luego, que este manifiesto se diseñase para parar una conspiración ya en marcha para excitar un motín en Aranjuez. Así lo creía Caballero, y yo creo que Caballero era, en ese momento, el español mejor informado, mucho mejor que Godoy, a quien no le niego buenas intenciones, pero que tenía el obvio problema de que cuando alguien es cortito, es cortito; y si la ambición le excita las cortedades, ya, para qué las prisas.

El caso es que el manifiesto, si se hizo para lo que yo pienso, sirvió, pues provocó inmediatas manifestaciones de alegría bajo el balcón de los reyes; pero eso no tuvo más consecuencia que el paso de la conspiración a un nivel superior.

La noche de aquel 16 y la mañana del 17 diversas tropas, que no habían recibido contraorden a la suya de traslado a Aranjuez, siguieron llegando a la villa. Esto fue oro molido para los manipuladores, que se paseaban de taberna en taberna afirmando que sabían de buena tinta que todo el bando publicado era una puta mentira, que los reyes se iban a abrir, y aducían como prueba irrefutable el hecho de que las calles se siguiesen petando de militares que, si no, a qué coño venían. Asimismo, en lo que se ha tomado muchas veces como una demostración de que Fernando no era en modo alguno ajeno a todos aquellos movimientos de opinión pública, también se decía, y se repetía, que el príncipe era un prisionero de Godoy y que, por lo tanto, si se producía algún movimiento, lo primero que había que hacer era liberar su real persona. La news, fake o no fake, de que Fernando le había confesado a un oficial: “el viaje es esta noche, y yo no quiero ir”, terminó por excitar las conciencias. Como digo, lo más probable es que fuese Jáuregui, el oficial de marras, el que distribuyese esta especie falsa, pues muy mal informado tenía que estar Fernando si pensaba que en la noche del 17 se iba a producir el traslado; pero cuando menos yo no puedo jurar que no lo dijese en realidad. Lo verdaderamente importante, en todo caso, es que la gente lo creyó. Elemento fundamental de todos estos correveidiles fue el que todo el pueblo conocía ya como el Tío Pedro; un hombre vestido humildemente pero con maneras de señor, recién llegado de Cádiz, que se dedicaba a invitar a beber en las tabernas y a distribuir noticias. Era otro personaje peripatético de los tristes momentos que estaba viviendo y habría de vivir España: Eusebio Palafox y Portocarrero, entonces conde de Teba, a partir de abril de aquel 1808, a la muerte de su madre, conde de Montijo. Era un furibundo enemigo de los reyes padres y de Godoy, después de que éstos hubieran desterrado precisamente a la hacedora de sus días.

Llegada la noche del 17 de marzo de aquel 1808, embozados clavan en las esquinas de Aranjuez unos pasquines que dan vivas al rey y al príncipe y mueras al perro de Godoy. La noche fue tranquila, aunque a las siete de la mañana unos carabineros reales, probablemente por orden del príncipe de la paz, tomaron posiciones estratégicas. Estas tropas, sin embargo, fueron retiradas dos horas después, cuando Fernando comenzaba su paseo a caballo, tal vez para que no reparase en ellas.

Los reyes y Godoy almorzaron juntos el día 11 y se ocuparon de ver herrar unos caballos que les habían llegado, regalo de Napoleón. Así se escribe la Historia de España: el futuro del país en el hilo, y el rey herrando caballitos. Luego llegó un correo de Francia y Godoy volvió a desplazarse para hablar con los reyes. Según testigos presenciales, tenía aspecto de estar derrumbado y con lágrimas en los ojos. En la entrevista habría aconsejado a los reyes la huida; lo cual provocó el primer acto de resistencia: los criados de Palacio, convencidos de que se llevarían al príncipe a la fuerza, acordaron quedarse vigilantes para impedir cualquier cosa.

En la noche del 17 al 18, yo creo probable que ya informados por las filtraciones de los criados, el partido anti-Godoy movió ficha. Varias personas se presentaron frente al domicilio del príncipe, en la calle de la Reina, y tiraron piedras contra las ventanas. Cada vez viene más gente, y las tropas de Palacio tocan las trompetas para allegar las tropas y como advertencia. Delante de la casa de Godoy, un innominado (que yo sepa) agitador, que por todas señas es tuerto y lleva una venda sobre uno de sus ojos, agrede a uno de los carabineros, lo cual dispara las alarmas. El tuerto y los que le siguen, que no son pocos, se enfrentan a lo soldados que guardan la residencia del príncipe de la paz. 

Se dispara un cañonazo, sin que, de nuevo según mi información, se pueda saber con exactitud qué tipo de advertencia porta. Los criados de Palacio están seguros de que su significado es que los reyes se abren. Es ya la una y media de la madrugada. Muchas personas se dedican a ir de casa en casa, golpeando las puertas, himplando que los reyes se van y que hay que impedirlo.

A las dos de la mañana, en un claro intento de parar todo aquello, el rey y el príncipe se mostraron al pueblo desde un balcón, a la tenue luz de dos candelabros. Luego Fernando sabemos que pasó a las habitaciones de la reina para parlamentar con ella. Pasadas las tres hubo un follón de nuevo en Palacio porque se encontró al hermano de Godoy escondido, pues al parecer ya se había llevado varias manos de hostias en la calle. Tiempo más tarde llegó la mujer de Godoy con sus damas de honor, al parecer en un muy mal estado (“ensangrentadas y casi desnudas”, según un testigo presencial, el palafrenero Brissy), todas las cuales quedaron acogidas en Palacio. El resto de la noche no pasó gran cosa.

El gran objetivo de aquella noche había sido Godoy. Las turbas consiguieron finalmente entrar en su casa pero, sin embargo, habían descubierto un desconocido portillo de escape y habían asumido que había conseguido huir. Pero no era tal. En realidad, el príncipe de la paz estaba escondido en el desván de sus posesiones, donde no fue molestado salvo por el hambre y la sed que, llegada la mañana, lo acuciaron lo suficiente como para hacerlo un tanto temerario. Se acercó subeptriciamente a un soldado que supuso no lo delataría y le dijo: “me harías muy feliz si me dieses un vaso de agua y tu uniforme”. El soldado, sin embargo, lejos de hacer lo que le pidió, comenzó a propalar a gritos la noticia de que Godoy había aparecido. Era la hora de misa, pero la gente, al oír los gritos, salió de las iglesias, hemos de suponer que dejando a los curas con la hostia en la mano (eso si los curas no se les juntaron, claro) y se fue a por él, con la intención de compensar las hostias que no habían podido tomar con otras de diferente naturaleza metafísica.

En ese punto, al parecer, reapareció el famoso tuerto, comandando a la confusa tropa de ciudadanos que quería matar al valido. La guardia de corps se aprestó a defenderlo, pero al parecer ellos mismos tendrían claro que eso no duraría. Fue Fernando, según diversos testimonios, quien paró la ejecución; algo que ha dado para que algunos de los (escasos) historiadores profunda o levemente fernandinos hayan destacado su buen hacer en momento tan difícil. Yo, la verdad, creo que tuvo la inteligencia de entender que lo que él necesitaba era una pequeña revolución, no una grande. Barruntó el Borbón, tal vez, que cuando un tigre prueba carne humana, cuando un putomierda de súbdito prueba el cuello de un príncipe, ya no quiere comer otra cosa. Entendió, pues, que el pueblo tenía que meter sólo la puntita, y por eso propició aquel histórico sexo in femoribus.

Los guardias de corps salieron de la casa de Godoy al trote y con el príncipe de la paz escondido entre los cuellos de los caballos. Ya en palacio, Fernando salió al balcón y gritó: “Yo respondo del castigo a este hombre, estad tranquilos; él ha querido perderme por tres veces, pero yo lo perdono”.

Así pretendía Fernando de Borbón acceder al trono de España: como resultado de una revolución controlada, con una enorme base, para qué negarlo, pues el gobierno de Godoy cometió muchos errores y, digan lo que digan sus parciales, no estuvo presidido por el bien de España, sino por el suyo propio. Y con el apoyo, más o menos intenso, más o menos sincero, más o menos resignado, de la que, en ese momento, Fernando consideraba sería, por los siglos de los siglos, la principal potencia del mundo. No tardaría, eso sí, en averiguar que, para hacerte respetar por un tigre, has de ser tú mismo un león, y no de los más chiquitos precisamente.

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