martes, abril 07, 2020

Fernando (19: Napoleón ya no se esconde)

Aquí están todos los capítulos presentes y futuros de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.

Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido


En paralelo a la entrevista entre Napoleón y Escoiquiz en el castillo de Marrac, se presentó en la residencia de Fernando, a eso de las cinco y media de la tarde, Géraud Christophe Michel Ducoc, duque de Frioul, a quien normalmente conocemos como el mariscal Duroc. Quería invitar al Borbón a tomar un refrigerio juntos. Sin embargo, la visita realmente importante fue la de Savary, quien se presentó en la residencia e informó a Fernando, fríamente, sin explicaciones ni subterfugios, de que Napoleón había decidido destronar a su dinastía de la corona de España. Puesto que sabemos que Escoiquiz, en Marrac, no fue invitado a compartir con Napoleón la mesa en la colación de la tarde; y que sabemos también que, cuando Fernando recibió la noticia de Savary no estaba en compañía de su principal asesor, debemos concluir que debió de ser cuando Napoleón se separó de Escoiquiz para ir a merendar que le comunicó a Savary su decisión final.
Ni qué decir que el canónigo, que ya venía de Marrac bastante mosqueado, se quedó de piedra cuando se encontró al rey reunido con su Consejo Real para analizar las últimas noticias. Los miembros del gobierno español estaban chupetizados, sobre todo, por razón del portador del mensaje, Savary. Sí, el mismo que les había dicho, horas antes, que se cortaría la cabeza si Napoleón tardaba más de un cuarto de hora en reconocer a Fernando como rey de España.

Y es que los españoles nos obstinamos en no querer entender lo que es un francés con poder, y lo que vale su palabra.

Allí estaba, casi al completo, la banda de tontos de la mata de habas que llevaba ya años creyéndose sus propios delirios de poder y amistad: Fernando; Escoiquiz; su hermano Carlos; los duques del Infantado, San Carlos, Medinaceli, Frías e Híjar; los marqueses de Ayerbe, Villariezo, Feria, Guadalcázar y Múquiz; los condes de Altamira, Fernán Núñez y Orgaz; Pedro Cevallos; los consejeros Gómez Labrador, Macanaz y Vallejo; los oficiales mayores de la Secretaría de Estado Luis de Onís y Eusebio de Bardaxí y Azara; y los mayordomos marqués de Cilleruelo y Francisco Palafox. A todos estos, con la obvia unión de los reyes anteriores y del siempre sneaky Manuel Godoy, con la adición, desde luego, de Caballero (pues la historiografía hispana actual, siempre tan proclive al trazo gordo y al titular, habla mucho de Godoy, pero muy poco de Caballero), son la nómina casi completa de los españoles que tienen el dudoso mérito de no haber estado, ni de lejos, a la altura de las circunstancias históricas que les tocó vivir y gestionar. Hombres que, por lo general, pusieron absolutamente por delante sus ambiciones personales (o las de la familia a la que servían; porque, servir, servir, lo que se dice servir, a España no la servían). Aunque también es cierto que su actitud pacata, entreguista, egoísta, no nos vino del todo mal, pues nos ayudó a despertar como pueblo soberano. A hostias, pero despertar.

En la reunión, sólo tres miembros del grupo: Escoiquiz, Vallejo y Macanaz, votaron a favor de la aceptación del trueque de la corona de España por la de Etruria. Carlos de Borbón, cuando escuchó el voto de Escoiquiz, le dijo algo que, por lo menos, eleva un poco el nivel histórico de aquella reunión de cobardes: “más vale no existir que existir sin honor”. Aunque debo aclarar que Carlangas no se refería a “existir” en el sentido de dar la vida, pues es bastante raro que un rey dé la vida por su pueblo, como también es raro que un Papa sobrepase el nivel de admiración pública hacia los mártires aceptando él mismo algún tipo de sacrificio; se refería a existir en el sentido de “tener una corona ceñida en las sienes”.

Quien sí que estuvo un tanto a la altura de las cosas fue Cevallos durante su entrevista, en la mañana siguiente (21 de abril) con el ministro de Asuntos Exteriores francés, Jean-Baptiste de Nompère de Champagny. Lo digo porque hay que reconocer que en dicha entrevista Cevallos estuvo, como poco, hábil. El francés le dijo primero que la abdicación de Carlos IV no la consideraban los franceses legal, ante lo que el español retrucó preguntando cómo, entonces, se le exigía a Fernando la renuncia de una corona que, tal y como el ministro acababa de decir, no era suya. La segunda razón esgrimida por el francés fue que París temía que España no se uniese a Francia en la guerra si los Borbones estaban en el trono; a lo que Cevallos le respondió que no eran los españoles los que habían incumplido el tratado de Fontainebleau sino, precisamente, los franceses.

Según el relato de Cevallos, Napoleón estaba en una estancia cercana, escuchando el coloquio. La cosa, como hemos visto, no iba bien para los franceses, por lo que el emperador debió de decidir que al fuego había que meterle algunos grados más. Así pues, hizo llamar a los dos ministros a su despacho, donde, siempre según Cevallos, apeló directamente al ministro español de traidor, por haber sido ministro de Carlos IV y seguir siéndolo de su hijo. Y concluyó: “yo tengo mi política. Vuecencia debe adoptar ideas más liberales, ser menos delicado en puntos de honor y no sacrificar la prosperidad de España al interés de la familia Borbón”.

La consecuencia más directa de aquella entrevista es que los franceses ya no quisieron volver a coloquiar con Cevallos, un señor que podía ser un cobarde y un egoísta como todos los de su camarilla; pero su oficio lo conocía muy bien. Retornaron los franceses, pues, a tratarlo todo con Escoiquiz, al que seguro encontraron más tontopollas y sobre todo, cómo decirlo, más impresionable. Yo no puedo dar por incierto que incluso estuviesen informados de que había sido uno de los tres lilas que había propugnado en el Consejo Real la aceptación por parte de Fernando del caramelito de Napoleón.

Los contactos con el canónigo, sin embargo, tampoco fueron bien, probablemente porque el curita era un tipo que podía perorar durante horas sobre cuestiones morales y teológicas; pero a la hora de descender a lo concreto, no era el mejor contertulio de la tierra. Así pues, se nombró plenipotenciario a Pedro Gómez de Labrador, que había sido ministro en la Toscana y era consejero honorario de Estado. De las instrucciones que recibió de Cevallos saco este párrafo: “el Rey está resuelto a no condescender a las solicitudes del Emperador; ni su reputación, ni lo que debe a sus vasallos se lo permiten; no puede obligar a éstos a que reconozcan la dinastía de Napoleón; ni menos privarles del derecho que tienen a elegir otra familia soberana cuando se extinga la que actualmente reina”.

El error cometido por Napoleón en los últimos días de abril, allí en Bayona, fue sobrepujar su popularidad en España. Hay que decir que es un error fácil de cometer, pues en ese momento, en los primeros años del siglo XIX, Napoleón era un fenómeno mundial, por así decirlo, que tenía partidarios, más o menos visibles, en todas partes. Era, con mucho, el hombre más poderoso del mundo; pero también era el epítome de unas ideas que mesmerizaban a muchas personas en muchas partes. Tengo por mí, además, que habría sido una gran temeridad por parte de Murat haber exagerado todas las cosas que dice en sus cartas sobre el recibimiento que tuvieron las tropas francesas cuando llegaron a España; hemos de dar dichas afirmaciones por ciertas y concluir, aunque eso no cuadre con lo que pronto pasó (aunque en realidad cuadra muchísimo, pues es muy humano eso de pasar del fuego al hielo), que en España Napoleón creía tener un partido propio que lo apoyaría en su acoso y derribo a la familia Borbón.

Como ya he dicho en otro punto de las notas, Napoleón, tan inteligente para otras cosas, no fue capaz de valorar el intenso amor que los españoles tenían por su dinastía reinante y, sobre todo, lo que verdaderamente significaba dicho amor. Un error en el que le acompaña, todo hay que decirlo, buena parte de nuestra propia historiografía que, al fin y al cabo, no deja de ser hija del mismo proceso ilustrado que parió al emperador de Francia. A mucha gente, en efecto, le cuesta mucho entender que el amor de los españoles por sus reyes es, en realidad, amor por sus leyes y sus instituciones; pues los reyes, es algo que queda bastante bien insinuado en el párrafo de las instrucciones de Cevallos que he reproducido, no dejan de ser el resultado de un proceso; y lo que se ama no es el resultado, sino el proceso.

Todos los españoles se caracterizan por ser enormemente celosos de las leyes y el Derecho que se han dado. Todos, incluso los que no se sienten españoles, pues, ¿acaso los soberanismos vasco y catalán no se basan en la hípervaloración de fueros y sistemas jurídicos propios? Lo primero que hay que entender cuando uno se asoma por la ventana del presente a los primeros años del siglo XIX es que eso que llamamos Antiguo Régimen es un sistema muchísimo más complejo y rico de lo que normalmente se transmite. Un sistema que se basaba en la entrega de la soberanía en manos de una familia, pero entrega al fin y al cabo, surgida de un pacto, el viejo pacto entre un pueblo, unos nobles y un clero que decidieron subir un escalón más a quien, hasta entonces, había sido básicamente, un primus inter pares.

Es, yo lo entiendo, un elemento muy jodido; porque, de aceptarlo, ello llevaría a tener que admitir, de consuno, que la nación española, entendida no, o no sólo, como elemento identitario, sino como sistema jurídico propio y defendido como tal, data de mucho antes que el momento en que los diputados de Cádiz escribieron en un papel que España es del pueblo español y bla. Es teoría muy de moda la que sitúa el nacimiento de España en el 1812, sobre todo porque es teoría muy cómoda que evita despejar muchas incógnitas de la ecuación porque, simplemente, las borra de la misma. Eppur si muove. Quienes tal idea defienden cometen, en el 2020, el mismo error que cometía Napoleón en abril de 1808: pensar que el pueblo español era un agente pasivo que estaba acostumbrado a ver cómo fuerzas telúricas más allá de su comprensión ponían y quitaban dinastías a su mando y, consiguientemente, no tendrían problema en colocarse bajo el ala de la familia más poderosa del mundo.

Precisamente porque pensaba así, Napoleón no tuvo problema en tomar la decisión que, a la larga, lo perdería: enjaretar a Fernando en Bayona, incomunicarlo respecto de la Junta de había quedado en Madrid al cargo de los negocios diarios. No tuvo, pues, empacho en dejar que los españoles supiesen que su rey estaba preso en Bayona. Pensando que lo tenía todo atado y bien atado, se sentó tranquilamente a esperar a que llegase a Bayona Carlos IV, para que resignase la corona en favor de su familia.

El 29 de abril, de hecho, Napoleón hace llamar a Escoiquiz por última vez, como éste sabría pronto. Le dijo que los franceses cesaban toda relación con Fernando, pues el emperador, a partir de aquel punto, ya sólo trataría con su padre, el legítimo rey Carlos según su visión. La noticia cayó como un jarro de agua helada sobre la camarilla del Borbón que, de hecho, suspendió las reuniones del Consejo, por reputarlas ya inútiles. En ese tiempo e incluso en los días anteriores, en todo caso, Fernando de Borbón habría de cometer otro error, o más bien habría que decir que tuvo un comportamiento consciente que fue notablemente lesivo para los intereses de España. En efecto: todavía quedaba un bala en la recámara. Si Fernando lograse comunicar a su padre, que todavía no estaba en Bayona, cuáles eran las intenciones reales de Napoleón, tal vez Carlos habría decidido no llegarse a la ciudad francesa. Porque una cosa es que Carlos IV estuviese encabronado con su hijo por lo mal que lo había tratado, y otra muy distinta que estuviese dispuesto a convertirse en el rey de España que resignó la corona en las manos de un emperador de Francia. Así pues, de conocer el padre de Fernando las intenciones ya imparables de Napoleón, tal vez tuviese el gesto de no colaborar con ellas, generando con ello una legitimidad en España que pudiera oponerse a la del francés.

No existe, sin embargo, ningún indicio de que Fernando intentase cosa tal. De hecho, le escribió varias cartas a su padre durante esos días; pero son cartas meramente informativas de esto y de aquello, pero sin chicha. Puede ser que la correspondencia de Fernando estuviese censurada por los franceses; es difícil de creer, pues siempre hay criados y soldados que pueden escabullirse en medio de la noche con mensajes, siquiera verbales. Yo, sinceramente, encuentro mucho más lógico creer que Fernando no advirtió a su padre porque no le salió de los cojones Borbones. Porque, para él, una solución al tema que pasase por reconstruir la legitimidad de su padre no era solución, puesto que él, mejor que nadie, tenía que saber que, si algún día Carlos IV volvía a tener el control sobre España, se las arreglaría para arrebatarle a él el principado de Asturias.

Si Fernando, pues, no jugó el último comodín de su mano, fue porque no era consistente con sus intereses. El mismo tipo que no estaba dispuesto a ceder ante Napoleón por respeto a los derechos de su pueblo.

O eso decía.

1 comentario:

  1. 22 artículos más. Madre mía, va a faltar cuarentena y todo para acabar la serie.
    Por otra parte, muchas gracias.

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