Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido
El
lado oscuro de la guerra de la independencia, y más concretamente de
la guerrilla, por supuesto que existió. Hubo diversos episodios en
los que la tropa acopiada en aquellas partidas se declaró autónoma
y se negó a obedecer a nadie. Ocurrió en Cataluña, por ejemplo,
donde el capitán José Manso tuvo que enfrentarse a casi 1.000
combatientes que no aceptaban mando alguno.
Otro
ejemplo claro es el de las tropas del general Benito San Juan. Este
general fue vencido por el propio Napoleón en los pasos de
Navacerrada, el 30 de noviembre de 1808. Los soldados españoles
huyeron de forma caótica, convirtiéndose en patotas de
impresentables que robaron a manos llenas en los pueblos de la
sierra. El general y su segundo, José Heredia, asumieron la difícil
labor de reagrupar esas “tropas” y llevarlas hacia Madrid, puesto
que la capital, les decía el emisario, el vizconde de Gaute, estaba
en gran necesidad de tropas (en realidad ya no las necesitaba puesto
que había capitulado; pero esto el mensajero no podía saberlo,
porque había abandonado la ciudad antes). Conforme avanzaba la tropa
hacia la ciudad, comenzaron a distribuirse noticias de que Madrid
estaba arrasado por la artillería francesa y que nada podía hacerse
por ella, lo cual en gran parte era falso. Fue, sin embargo, todo lo
que necesitaron los soldados para dejar sus pertrechos abandonados en
las carreteras y regresar a su oficio de ladrones a tiempo completo,
llegando hasta Talavera de la Reina a base de arrasar los pueblos por
donde pasaban.
En
Talavera, conscientes de que lo que habían hecho era muy fuerte y
que, en consecuencia, les esperaba el castigo, decidieron darle la
vuelta a las cosas inventándose que todo lo que había pasado era
que su general los había engañado en Navacerrada. San Juan estaba
preso en un convento de agustinos, adonde los soldados fueron guiados
por el inevitable fraile trabucaire que pasaba por allí y que se
convirtió en su nuevo portavoz y líder. Nada más entrar en la
celda, el general fue tiroteado; luego, colgaron su cadáver de un
árbol y lo cosieron a tiros.
Se ha
destacado mucho, por parte de una historiografía tal vez
excesivamente superficial, todo eso de que las guerrillas españolas
de la Guerra de la Independencia fueron ejemplares. Detrás de estas
afirmaciones está el intento, en ocasiones apenas disimulado, de
destacar esa idea republicana (republicana, sobre todo, de la II
República y la guerra civil del siglo XX) de que no hay ejército
como el que surge del pueblo, que las armadas profesionales no son de
fiar, y bla. Este tipo de interpretaciones suele esconder los
gravísimos problemas de disciplina y coordinación que son
inherentes a la formación de milicias populares; hechos que no
faltan tampoco en nuestra GCE, y es por esto que no pocos analistas
han destacado los paralelismos entre la Guerra de la Independencia y
la que conocemos (erróneamente, como si sólo hubiese habido una) como Guerra Civil Española.
La
realidad es, como poco, ligeramente distinta. Las guerrillas
españolas del siglo XIX fueron, de hecho, tan problemáticas, se
mezclaron de tal manera con la simple y pura delincuencia con
galones, que los propios guerrilleros tuvieron que ser encargados de
luchar contra el crimen en lugar de contra el francés. El municipio
de Cuéllar, por ejemplo, hubo de encomendarle a El Empecinado la
destrucción de una partida guerrillera llegada a Castilla desde
Andalucía y comandada por uno que decían El Gitano.
En
Cataluña la situación fue ligeramente diferente por la existencia
de la institución del Somatén, un cuerpo de seguridad íntimamente
ligado a los payeses. Fueron los somatenes de Manresa, Igualada y
otras poblaciones cercanas las que vencieron al general Schwartz en
el Bruch, el 6 de junio de 1808; y de nuevo el 14, ya reforzados con
cuatro compañías de voluntarios de Lérida al mando de Joan Baget.
Toreno recuerda con justicia en su libro que los catalanes fueron los
primeros que vencieron sobre los franceses. En los somatenes había
jefes militares de notable valía, como José Manso i Solá, que al
correr de los años sería conde del Llobregat precisamente por su
valiente y acertada acción en la desembocadura de este río.
Pero,
bueno, aquí hemos venido a hablar de Fernando. Y esto quiere decir
que, aunque en España están pasando cosas muy gordas, en realidad a
nosotros los que nos importa no es España, sino Bayona. Allí,
efectivamente, es donde se encuentra Fernando, prisionero de los
franceses y arrebatada la corona de España de sus sienes. Es el
lugar, por lo demás, donde se está maquinando el siguiente paso en
la estrategia de Napoleón: cambiar España.
Napoleón,
en efecto, quiere cambiar España; cambiarla como ha cambiado
Francia. No lo hace por ninguna convicción democrática ni
revolucionaria, sino porque está convencido de que, si España opera
un cambio constitucional, dicho cambio le va a favorecer, tanto a él
como a esa monarquía imperial de siglos que quiere implantar en
Francia y en Europa. Hasta el momento que venimos relatando en este
punto de las notas, Napoleón, por pura conveniencia, ha dejado que
Murat, en Madrid, albergue la idea de ser rey de España; de ser,
pues, el Bernardotte de los hispanos. El proyecto de Murat, sin
embargo, viene a ser, más o menos, un quítate tú que me pongo
yo. Napoleón, sin embargo, está pensando en algo más profundo.
Aquel
5 de mayo de 1808, cuando Napoleón se arrebata la máscara delante
de los Borbones españoles, también lo hará ante Murat,
comunicándole fríamente que debe instar a la Junta de Gobierno, el
Consejo de Castilla y a las demás instituciones españolas para que pidan la corona de España para su hermano José. Las instituciones
españolas cumplieron esa orden con escasas renuencias; la cosa no
estaba como para ponerse bonito.
Dado
que este paso, cuando menos institucionalmente, se consumó sin
apenas problemas, el emperador no vio obstáculos a la hora de sustantivar el
siguiente paso que, como ya he sugerido, venía barruntando de fechas
atrás: la celebración de una asamblea de notables españoles en
Bayona, el 15 de junio de 1808, con representantes de los tres brazos
estamentales, “para tratar de la felicidad de España”.
Los
franceses le exigieron, una vez más, a la Junta de Gobierno que
oficiase de actor e influencer ante las personas designadas
para formar parte de la asamblea, intimando su marcha hacia Bayona.
No fueron pocos, sin embargo, los que se negaron a verificar dicho
viaje. Personajes como Pedro de Quevedo, obispo de Orense; o el
ministro de Gracia y Justicia, Sebastián Piñuela, quienes se
negaron a formar parte del proyecto napoleónico. Otros, como
Francisco de Borja Téllez-Girón y Pimentel, duque de Osuna, fueron
a Bayona; sin embargo, llegado a Francia pretextó problemas de
salud, por lo que hubo de parar en un pueblo balneario a tomar las
aguas; de allí, disfrazado de pastor, pasó a España de nuevo.
Napoleón,
de hecho, no consiguió reunir en Bayona ni la tercera parte de los
150 constituyentes que pensaba reunir. En los días en los que este
pequeño grupo de españoles se juntó en Bayona se estaban
produciendo las jornadas de resistencia de los aragoneses y las
aragonesas en Zaragoza, que tenían hondamente preocupado al
emperador. Por lo tanto, el primer acto que Napoleón sugirió a
los constituyentes de Bayona fue que hicieran público un manifiesto
en el que conminaban a los zaragozanos a deponer su actitud; gesto
con el que Napoleón, la verdad, venía a demostrar que en su puta
vida había estado a menos de trescientos metros de un zaragozano.
Los bayoneses, inasequibles al desaliento, llegaron a enviar a tres
comisionados para aplacar a los zaragozanos. Fueron el príncipe de
Castelfranco, Ignacio Martínez de Vilella, consejero de Castilla, y
Luis Marcelino Pereira. Ni siquiera les dejaron entrar en la ciudad; y si entran, los hubieran forrado a hostias.
El 7
de junio llegó a Bayona el pobre sufridor en casa al que le había
tocado toda aquella movida: José Bonaparte. Su hermano salió de la
ciudad para entrar con él y darle instrucciones. El emperador estaba
jodido y nervioso con la cuestión española que, en esas fechas, se
estaba fastidiando por momentos. Por ello, a pesar de que José llegó
a las ocho de la noche, Napoleón le ordenó a los constituyentes que
ese mismo día ya lo reconociesen como rey de España, sin más
dilación. Aquello debió de terminar a la hora en que los amigos de
la movida madrileña se lavaban los dientes para salir. Miguel José
de Azanza presentó al nuevo rey y luego, uno por uno, pronunciaron
largos discursos los representantes de los consejos de Castilla,
Inquisición, Indias y Hacienda, más la Diputación del Ejército.
Todos los discursos, ni qué decir tiene, habían sido visados por
los franceses.
Tras
la parte superferolítica de la reunión, José Bonaparte departió
con sus nuevos súbditos. Como buena expresión de lo que es, en lo
particular, un miembro de la familia Bonaparte; y en lo general, un
francés, el nuevo rey de España tuvo palabras especialmente cálidas
hacia Raimundo Ethernard y Salinas, uno de los pelotillas que acababa
de ponderarlo en su discurso, puesto que era el alto represente
presente del Consejo de la Inquisición. Estrechándole la mano,
Bonaparte vino a decirle que en sus viajes por todo lo alto y ancho
de este mundo había podido comprobar que eran muchos los cultos que
se seguían en cada país, pero que a España le cabía la honra de
defender al verdadero entre todos ellos. Con esas palabras, los
inquisidores quedaron encantados con un señor que ya tenía más que
decidido dejarlos sin curro. Los franceses, como digo, siempre
macroneando.
A
ver: José Bonaparte, personaje que ya hemos glosado en este blog, no
era mal tipo. Tenía mejor encarnadura que su hermano, que, la
verdad, era un cabrón con borlas, y se había fogueado en la
política en un territorio muy difícil como es el sur de Italia.
Tenía buenas ideas (de haber sido por él, hoy Madrid tendría una
avenida de los Campos Elíseos que le vendría muy, pero que muy
bien) y había educado enormemente el uso de su mano izquierda, lo
cual en un francés siempre es de agradecer porque el francés, por
lo general, va por la vida como si solo tuviese una mano. Sin
embargo, el cierto revisionismo que se ha producido de su figura,
movido por intelectuales y otros que creen serlo a los que les viene
bien valorarlo para así compararlo con la España pacata, atrasada y
facha que acabó por echarlo; ese cierto revisionismo, digo,
en general creo que valora en exceso los poderes neuronales de este
hombre, que tenía buenas intenciones, pero una inteligencia del
montón.
Porque
tenía una inteligencia del montón, cometió José Bonaparte, en esa
noche del 7 de junio, el error morrocotudo de pensar que el par de
docenas de adocenados españolitos que se abigarraban en el salón
junto a él, sonriéndole y haciéndole cucamonas retóricas, eran
España. Que aquellos tipos, por decirlo de alguna manera, soltaban
por sus bocas lo que residía en el cerebro de los españoles.
Ciertamente, cuando llegó a España y comenzó a reinarla, se daría
cuenta, mucho antes que su hermano, de la gilipollez de base que era
ese pensamiento.
En
las horas siguientes, Napoleón y sus asesores se enfrascaron en
montar el espectáculo de las Cortes de Bayona. Fue el emperador,
desde luego, quien decidió que Azanza fuese quien la presidiera, y
quien nombró secretarios a Mariano Luis de Urquijo, miembro que era
del Consejo de Estado; y a Antonio Ranz Romanillos, procedente del
Consejo de Hacienda. En el colmo del cinismo francés, aquella
asamblea incluso habría de estudiar un proyecto de Constitución que
ya estaba redactado; por quién yo, cuando menos, no lo tengo
claro. Ciertamente, creo que alguna mano española tuvo que haber en
la redacción de aquel borrador, pues el 28 de mayo, Murat le remite
el borrador a Napoleón en una carta en la que dice que dicho borrador
incluye ya “el resultado del proceso verbal de observaciones que se
me acaba de remitir”. Dado que Murat estaba en Madrid, lo lógico
en considerar que hubo un borrador redactado en Bayona o, más en
general, en Francia, que fue remitido a Madrid para que Murat lo
compartiese con algunos españoles de importancia (más que
probablemente, muchos de los cuales acabaron físicamente en Bayona),
los cuales habrían hecho llegar sus impresiones.
El
día 15 de junio, la fecha señalada, y con las personas que pudo
reunir para la ocasión, sin importar demasiado el quorum ni otras
apreciaciones que, con seguridad, para el emperador debían de ser
menores, comenzó el espectáculo.
Sobre el general Benito San Juan. No fue Navacerrada el paso que defendió, sino el de Somosierra. No fue asesinado en el convento de agustinos de Talavera, sino en el antiguo de jesuitas, sito en la calle Palenque.
ResponderBorrarEborense