jueves, abril 23, 2020

Fernando (31: La Corte de Bayona)

Aquí están todos los capítulos presentes y futuros de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.

Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido

El lado oscuro de la guerra de la independencia, y más concretamente de la guerrilla, por supuesto que existió. Hubo diversos episodios en los que la tropa acopiada en aquellas partidas se declaró autónoma y se negó a obedecer a nadie. Ocurrió en Cataluña, por ejemplo, donde el capitán José Manso tuvo que enfrentarse a casi 1.000 combatientes que no aceptaban mando alguno.

Otro ejemplo claro es el de las tropas del general Benito San Juan. Este general fue vencido por el propio Napoleón en los pasos de Navacerrada, el 30 de noviembre de 1808. Los soldados españoles huyeron de forma caótica, convirtiéndose en patotas de impresentables que robaron a manos llenas en los pueblos de la sierra. El general y su segundo, José Heredia, asumieron la difícil labor de reagrupar esas “tropas” y llevarlas hacia Madrid, puesto que la capital, les decía el emisario, el vizconde de Gaute, estaba en gran necesidad de tropas (en realidad ya no las necesitaba puesto que había capitulado; pero esto el mensajero no podía saberlo, porque había abandonado la ciudad antes). Conforme avanzaba la tropa hacia la ciudad, comenzaron a distribuirse noticias de que Madrid estaba arrasado por la artillería francesa y que nada podía hacerse por ella, lo cual en gran parte era falso. Fue, sin embargo, todo lo que necesitaron los soldados para dejar sus pertrechos abandonados en las carreteras y regresar a su oficio de ladrones a tiempo completo, llegando hasta Talavera de la Reina a base de arrasar los pueblos por donde pasaban.

En Talavera, conscientes de que lo que habían hecho era muy fuerte y que, en consecuencia, les esperaba el castigo, decidieron darle la vuelta a las cosas inventándose que todo lo que había pasado era que su general los había engañado en Navacerrada. San Juan estaba preso en un convento de agustinos, adonde los soldados fueron guiados por el inevitable fraile trabucaire que pasaba por allí y que se convirtió en su nuevo portavoz y líder. Nada más entrar en la celda, el general fue tiroteado; luego, colgaron su cadáver de un árbol y lo cosieron a tiros.

Se ha destacado mucho, por parte de una historiografía tal vez excesivamente superficial, todo eso de que las guerrillas españolas de la Guerra de la Independencia fueron ejemplares. Detrás de estas afirmaciones está el intento, en ocasiones apenas disimulado, de destacar esa idea republicana (republicana, sobre todo, de la II República y la guerra civil del siglo XX) de que no hay ejército como el que surge del pueblo, que las armadas profesionales no son de fiar, y bla. Este tipo de interpretaciones suele esconder los gravísimos problemas de disciplina y coordinación que son inherentes a la formación de milicias populares; hechos que no faltan tampoco en nuestra GCE, y es por esto que no pocos analistas han destacado los paralelismos entre la Guerra de la Independencia y la que conocemos (erróneamente, como si sólo hubiese habido una) como Guerra Civil Española.

La realidad es, como poco, ligeramente distinta. Las guerrillas españolas del siglo XIX fueron, de hecho, tan problemáticas, se mezclaron de tal manera con la simple y pura delincuencia con galones, que los propios guerrilleros tuvieron que ser encargados de luchar contra el crimen en lugar de contra el francés. El municipio de Cuéllar, por ejemplo, hubo de encomendarle a El Empecinado la destrucción de una partida guerrillera llegada a Castilla desde Andalucía y comandada por uno que decían El Gitano.

En Cataluña la situación fue ligeramente diferente por la existencia de la institución del Somatén, un cuerpo de seguridad íntimamente ligado a los payeses. Fueron los somatenes de Manresa, Igualada y otras poblaciones cercanas las que vencieron al general Schwartz en el Bruch, el 6 de junio de 1808; y de nuevo el 14, ya reforzados con cuatro compañías de voluntarios de Lérida al mando de Joan Baget. Toreno recuerda con justicia en su libro que los catalanes fueron los primeros que vencieron sobre los franceses. En los somatenes había jefes militares de notable valía, como José Manso i Solá, que al correr de los años sería conde del Llobregat precisamente por su valiente y acertada acción en la desembocadura de este río.

Pero, bueno, aquí hemos venido a hablar de Fernando. Y esto quiere decir que, aunque en España están pasando cosas muy gordas, en realidad a nosotros los que nos importa no es España, sino Bayona. Allí, efectivamente, es donde se encuentra Fernando, prisionero de los franceses y arrebatada la corona de España de sus sienes. Es el lugar, por lo demás, donde se está maquinando el siguiente paso en la estrategia de Napoleón: cambiar España.

Napoleón, en efecto, quiere cambiar España; cambiarla como ha cambiado Francia. No lo hace por ninguna convicción democrática ni revolucionaria, sino porque está convencido de que, si España opera un cambio constitucional, dicho cambio le va a favorecer, tanto a él como a esa monarquía imperial de siglos que quiere implantar en Francia y en Europa. Hasta el momento que venimos relatando en este punto de las notas, Napoleón, por pura conveniencia, ha dejado que Murat, en Madrid, albergue la idea de ser rey de España; de ser, pues, el Bernardotte de los hispanos. El proyecto de Murat, sin embargo, viene a ser, más o menos, un quítate tú que me pongo yo. Napoleón, sin embargo, está pensando en algo más profundo.

Aquel 5 de mayo de 1808, cuando Napoleón se arrebata la máscara delante de los Borbones españoles, también lo hará ante Murat, comunicándole fríamente que debe instar a la Junta de Gobierno, el Consejo de Castilla y a las demás instituciones españolas para que pidan la corona de España para su hermano José. Las instituciones españolas cumplieron esa orden con escasas renuencias; la cosa no estaba como para ponerse bonito.

Dado que este paso, cuando menos institucionalmente, se consumó sin apenas problemas, el emperador no vio obstáculos a la hora de sustantivar el siguiente paso que, como ya he sugerido, venía barruntando de fechas atrás: la celebración de una asamblea de notables españoles en Bayona, el 15 de junio de 1808, con representantes de los tres brazos estamentales, “para tratar de la felicidad de España”.

Los franceses le exigieron, una vez más, a la Junta de Gobierno que oficiase de actor e influencer ante las personas designadas para formar parte de la asamblea, intimando su marcha hacia Bayona. No fueron pocos, sin embargo, los que se negaron a verificar dicho viaje. Personajes como Pedro de Quevedo, obispo de Orense; o el ministro de Gracia y Justicia, Sebastián Piñuela, quienes se negaron a formar parte del proyecto napoleónico. Otros, como Francisco de Borja Téllez-Girón y Pimentel, duque de Osuna, fueron a Bayona; sin embargo, llegado a Francia pretextó problemas de salud, por lo que hubo de parar en un pueblo balneario a tomar las aguas; de allí, disfrazado de pastor, pasó a España de nuevo.

Napoleón, de hecho, no consiguió reunir en Bayona ni la tercera parte de los 150 constituyentes que pensaba reunir. En los días en los que este pequeño grupo de españoles se juntó en Bayona se estaban produciendo las jornadas de resistencia de los aragoneses y las aragonesas en Zaragoza, que tenían hondamente preocupado al emperador. Por lo tanto, el primer acto que Napoleón sugirió a los constituyentes de Bayona fue que hicieran público un manifiesto en el que conminaban a los zaragozanos a deponer su actitud; gesto con el que Napoleón, la verdad, venía a demostrar que en su puta vida había estado a menos de trescientos metros de un zaragozano. Los bayoneses, inasequibles al desaliento, llegaron a enviar a tres comisionados para aplacar a los zaragozanos. Fueron el príncipe de Castelfranco, Ignacio Martínez de Vilella, consejero de Castilla, y Luis Marcelino Pereira. Ni siquiera les dejaron entrar en la ciudad; y si entran, los hubieran forrado a hostias.

El 7 de junio llegó a Bayona el pobre sufridor en casa al que le había tocado toda aquella movida: José Bonaparte. Su hermano salió de la ciudad para entrar con él y darle instrucciones. El emperador estaba jodido y nervioso con la cuestión española que, en esas fechas, se estaba fastidiando por momentos. Por ello, a pesar de que José llegó a las ocho de la noche, Napoleón le ordenó a los constituyentes que ese mismo día ya lo reconociesen como rey de España, sin más dilación. Aquello debió de terminar a la hora en que los amigos de la movida madrileña se lavaban los dientes para salir. Miguel José de Azanza presentó al nuevo rey y luego, uno por uno, pronunciaron largos discursos los representantes de los consejos de Castilla, Inquisición, Indias y Hacienda, más la Diputación del Ejército. Todos los discursos, ni qué decir tiene, habían sido visados por los franceses.

Tras la parte superferolítica de la reunión, José Bonaparte departió con sus nuevos súbditos. Como buena expresión de lo que es, en lo particular, un miembro de la familia Bonaparte; y en lo general, un francés, el nuevo rey de España tuvo palabras especialmente cálidas hacia Raimundo Ethernard y Salinas, uno de los pelotillas que acababa de ponderarlo en su discurso, puesto que era el alto represente presente del Consejo de la Inquisición. Estrechándole la mano, Bonaparte vino a decirle que en sus viajes por todo lo alto y ancho de este mundo había podido comprobar que eran muchos los cultos que se seguían en cada país, pero que a España le cabía la honra de defender al verdadero entre todos ellos. Con esas palabras, los inquisidores quedaron encantados con un señor que ya tenía más que decidido dejarlos sin curro. Los franceses, como digo, siempre macroneando.

A ver: José Bonaparte, personaje que ya hemos glosado en este blog, no era mal tipo. Tenía mejor encarnadura que su hermano, que, la verdad, era un cabrón con borlas, y se había fogueado en la política en un territorio muy difícil como es el sur de Italia. Tenía buenas ideas (de haber sido por él, hoy Madrid tendría una avenida de los Campos Elíseos que le vendría muy, pero que muy bien) y había educado enormemente el uso de su mano izquierda, lo cual en un francés siempre es de agradecer porque el francés, por lo general, va por la vida como si solo tuviese una mano. Sin embargo, el cierto revisionismo que se ha producido de su figura, movido por intelectuales y otros que creen serlo a los que les viene bien valorarlo para así compararlo con la España pacata, atrasada y facha que acabó por echarlo; ese cierto revisionismo, digo, en general creo que valora en exceso los poderes neuronales de este hombre, que tenía buenas intenciones, pero una inteligencia del montón.

Porque tenía una inteligencia del montón, cometió José Bonaparte, en esa noche del 7 de junio, el error morrocotudo de pensar que el par de docenas de adocenados españolitos que se abigarraban en el salón junto a él, sonriéndole y haciéndole cucamonas retóricas, eran España. Que aquellos tipos, por decirlo de alguna manera, soltaban por sus bocas lo que residía en el cerebro de los españoles. Ciertamente, cuando llegó a España y comenzó a reinarla, se daría cuenta, mucho antes que su hermano, de la gilipollez de base que era ese pensamiento.

En las horas siguientes, Napoleón y sus asesores se enfrascaron en montar el espectáculo de las Cortes de Bayona. Fue el emperador, desde luego, quien decidió que Azanza fuese quien la presidiera, y quien nombró secretarios a Mariano Luis de Urquijo, miembro que era del Consejo de Estado; y a Antonio Ranz Romanillos, procedente del Consejo de Hacienda. En el colmo del cinismo francés, aquella asamblea incluso habría de estudiar un proyecto de Constitución que ya estaba redactado; por quién yo, cuando menos, no lo tengo claro. Ciertamente, creo que alguna mano española tuvo que haber en la redacción de aquel borrador, pues el 28 de mayo, Murat le remite el borrador a Napoleón en una carta en la que dice que dicho borrador incluye ya “el resultado del proceso verbal de observaciones que se me acaba de remitir”. Dado que Murat estaba en Madrid, lo lógico en considerar que hubo un borrador redactado en Bayona o, más en general, en Francia, que fue remitido a Madrid para que Murat lo compartiese con algunos españoles de importancia (más que probablemente, muchos de los cuales acabaron físicamente en Bayona), los cuales habrían hecho llegar sus impresiones.

El día 15 de junio, la fecha señalada, y con las personas que pudo reunir para la ocasión, sin importar demasiado el quorum ni otras apreciaciones que, con seguridad, para el emperador debían de ser menores, comenzó el espectáculo.

1 comentario:

  1. Anónimo5:43 p.m.

    Sobre el general Benito San Juan. No fue Navacerrada el paso que defendió, sino el de Somosierra. No fue asesinado en el convento de agustinos de Talavera, sino en el antiguo de jesuitas, sito en la calle Palenque.

    Eborense

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