Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido
A las
reclusiones de Macanaz, San Carlos y Escoiquiz había que sumar, para
tener un retrato fiel de las difíciles relaciones entre los ex reyes
de España y el dueño del país, el tema financiero. El 4 de
septiembre, los mantenidos de Valençay cobraron la pensión vencida
el 11 de agosto; pero en el pago ya no se incluía el estipendio
personal de Fernando, que jamás volvió a pagarse. Los franceses
adujeron que el flujo de rentas de España se había detenido, así
pues no había posibilidad de pagar lo comprometido. El marqués de
Ayerbe, entonces, hubo de diseñar las economías de la familia. Se
recortaron los gastos y, sobre todo, se vendieron varios caballos de
la considerable cabaña que habían acumulado los Borbones a base de
compras. A los franceses no les gustó nada el gesto por lo que
suponía de publicidad de las dificultades de la familia real
española e, incluso, pudieron estar a punto de encarcelar al
responsable de las medidas, es decir Ayerbe (pero esto de la cárcel
lo cuenta el propio Ayerbe, así que...)
Aunque
el deseo de los franceses, y el intento de Talleyrand, había sido
probablemente que las reales personas se encoñasen con alguna de las
ninfas que los rodeaban, finalmente no fue eso lo que pasó. Fue el
marqués de Guadalcázar, Rafael Antonio de Souza, quien se encoñó
de la jovencita Ernestina Godeau d'Entraigues. Souza más que la
triplicaba en edad, pero aun así se hicieron novios y, poco tiempo
después, fueron a los esponsales.
El 4
de noviembre de 1808, Napoleón atravesó la raya de España y se
dejó caer por Tolosa. Al día siguiente, le informaba a su mujer de que
partía hacia Vitoria, donde estaría poco tiempo y donde j'espère
que tout cela sera bientôt fini; pensaba Napo, pues, llevarse
por delante el problema español en un pis pas.
El 10,
el emperador abandonó Vitoria, hizo noche en Cubo de Bureba y llega
después a Burgos, donde estará hasta el día 23. El 29 está en su
cuartel general de Boceguillas, preparando la subida a Somosierra; un
paso de montaña que franqueará con pocas dificultades, gracias al
empuje de su caballería, muy superior a las tropas españolas del
general San Juan, encomendadas de la defensa del paso. El 2 de
diciembre, Napoleón está en Chamartín, entonces un pueblo distinto
de Madrid. Allí se aloja en la quinta del duque del Infantado; y en
ese palacete se firmará, definitivamente, la capitulación de la
capital, el día 4. A los amantes de los detalles les diré que, el
mismo día 3, Napoleón dirigió el ataque sobre la ciudad, según
nos relata Galdós, desde una finca posteriormente denominada Los
Pajaritos (Los Pajaritos parece haber sido una denominación antigua
de la actual calle Velázquez), que estaría limitada, más o menos,
por las actuales calles Velázquez, Ayala, Lagasca y Don Ramón de la
Cruz. Y la firma de la capitulación se hizo sobre una mesa propiedad
del colegio de Nuestra Señora del Recuerdo, regentado por los
jesuitas de Chamartín.
A
mediados de mes, nos relata Mesonero, los dos Bonaparte Bros entraron
en Madrid por la puerta de Recoletos. En el palacio real, colocando
su mano sobre uno de los leones esculpidos, y refiriéndose a España,
habría musitado el emperador: je la tiens, en fin.
Inmediatamente
tras lograr la reinstauración de su hermano (a quien, por cierto, le
dirá, tras entrar ambos en el Palacio Real: “tú estás mucho
mejor alojado que yo”), Napoleón salió de Madrid para perseguir a
las tropas de sir John Moore, cuya peripecia española ya hemos
contado con pelos y señales. Como también hemos contado en ese
relato, estando en Astorga, Napoleón recibe despachos que le
informan de que en Centroeuropa se prepara una nueva coalición
contra él, así pues resuelve que debe regresar para ponerse al
frente de sus ejércitos. Deja, pues, a Soult en España, encargado
de terminar la labor que él mismo ha empezado.
Napoleón
entró en España bastante encabronado. Él creía haber dejado las
cosas claras en Bayona y, además, lo más probable, lo
aplastantemente lógico diría yo, es que hubiera asumido que,
pastueña como estaba la casa real española respecto de sus
intenciones, el pueblo español, que no era otra cosa que un pueblo
súbdito, no haría sino aceptarlo. El gesto de no aceptarlo es lo
que dibuja la grandeza de la Guerra de la Independencia (que, según
algún que otro parlante, no podemos apelar de Española, pues por lo
visto las naciones no existen hasta que no ponen por escrito que
existen); pero hay que reconocer que esa misma grandeza dibuja la
gran dificultad que se presentaba, en esos momentos, a la hora de
entender el percorrer de los hechos. Napoleón había pensado que los
españoles le rendirían la misma pleitesía que los Borbones porque
tenía la loca creencia (pero lógica, en su tiempo) de que un país
puede ser una dinastía de reyes apenas un siglo y pico antes
extranjeros (en este sentido, debo decir que yo nunca he entendido
por qué a los Habsburgo los llamamos los Austrias, pero a los
Borbones no los llamamos los Francias, que es lo que son). El país,
no obstante, era otra cosa, y en esto le salió rana, tanto a
Napoleón como a Carlos y Fernando de Borbón.
Cabreado
como estaba Napoleón cuando tuvo que entrar en España a reinstaurar
a su hermano, su cabreo se dejó sentir también en Valençay: la
situación de los ilustres prisioneros empeoró. En primer lugar, se
los secó de información, de forma que en el castillo ya sólo
entraba la prensa francesa. Asimismo, se decretó que nadie que no
tuviese un cargo en el castillo podía entrar en él, por lo que se
acabaron las visitas de parvenus más o menos
bienintencionados.
A
primeros de 1809, el infante Carlos enferma de la boca, lo que hace
que San Carlos y Escoiquiz le soliciten a Fouché la remisión de un
dentista. Es bastante obvio que los franceses no debieron atender la
petición, puesto que a mediados de febrero los españoles la
reiteraron. Poco a poco, se fueron cansando bastante de las
ocupaciones primigenias, todo eso del baile y tal. Como quiera que
ahora, a causa de las bajas provocadas por los confinamientos
decretados por los franceses, el principal personaje de aquella Corte
fantasma era el cura Blas Ostolaza, confesor del rey, los tres
Borbones se dieron a la religión; obtuvieron del arzobispo local
permiso para tener expuesto en la capilla el Santísimo Sacramento, y
allí pasaban las horas, rezándole.
Tan
religiosos como se habían vuelto, parece lógico que para ellos
adquiriese una gran importancia celebrar la Semana Santa de aquel
1809, que abrochaba los meses de marzo y abril. Hicieron todos los
preparativos necesarios pero, sin embargo, el mismo Jueves Santo, los
franceses le entregan a Fernando un despacho que contiene órdenes
del emperador para que “todos los oficiales y demás individuos de
la servidumbre de los Príncipes” sean reclamados, por lo que
tienen dos días para salir hacia Auch. Sólo se exceptúan de las
órdenes los parientes de Escoiquiz y unos pocos criados.
Quedaron
en Valençay: con Fernando, el contador Antonio Moreno y Pedro
Collado; con Carlos, Manuel Moreno; y con Antonio, su barbero. Del
servicio general, un barrendero, dos cocineros y tres lacayos, además
de Juan Gualberto de Amézaga, gracias a ser sobrino de Escoiquiz; y
el doctor Vulliez, supongo que por razones de cuidado de salud. Una
Corte de 12 personas; no creo que nunca hubiera caído tan bajo la
monarquía española.
Ante
esta situación de guerra, Amézaga (de tal palo, tal astilla)
resolvió hacerse con la voluntad de las reales personas y con la
administración de la ruinosa casa. Antonio Moreno, sin embargo, al
parecer lo frenó en seco, por lo que Amézaga se dedicaría,
crecientemente, a algo que se puede describir de una forma más fina,
pero que queda muy precisamente descrito con la expresión “dar por
culo”. Tanto se dedicó Juan Gualberto a decirle a los tirios que
los troyanos eran gilipollas, y a los troyanos que los tirios eran
imbéciles, que acabó malquistado con ambos bandos. El 27 de junio
de 1809, apenas unas semanas después de la salida masiva hacia Auch,
pues, él mismo es también deportado al mismo sitio, donde quedó
confinado.
Mientras
tanto, los retrasos de los franceses a la hora de abonar las
pensiones comprometidas en Bayona seguían produciéndose, si bien en
noviembre de 1809 se produjo un reequilibrio parcial de los pagos.
Una
nueva ocasión para la comida de ciruelo (actividad preferida de
Fernando, como se puede leer en sus cartas) se presentó con el
divorcio de Napoleón respecto de Josefina y el anuncio de su boda
con la hija del emperador de Austria, María Luisa. El 21 de marzo de
1810, Fernando firma una carta, que le hace llegar a Napoleón a
través de su carcelero, el conde D'Arberg, en la que escribe: “¿Me
atreveré a recordar a VMI y R, en ocasión tan solemne, que mi deseo
más ardiente, el que me ocupa sin cesar, es el de obtener el permiso
de pasar a París para ser testigo del matrimonio de VMI y R? Tanta
bondad excitaría mi eterno reconocimiento y serviría para probar a
toda Europa el amor sincero que profeso a vuestra augusta persona, y
que permanezco y permaneceré siempre fielmente adicto a VMI y R”.
Y una más, de recia lectura para un español: “Si logro este
permiso, tan vivamente deseado, podré llevar a mi retiro el recuerdo
venturoso y consolador para mi alma de haber, en ocasión tan
próspera y tan imponente, gozado de las prerrogativas de príncipe
francés; y este favor doblará el precio que le doy a tan precioso
título”.
Poco
tiempo después de la boda, a la que Fernando, vaya hombre, no fue
invitado a pesar de ser un príncipe francés y estar
encantado de serlo, el Borbón le escribe una carta al señor
Barthélemy, su custodio o carcelero, en el que le pide que vaya a
verlo a las habitaciones de Amézaga, a quien, por cierto, define
como “la única persona que goza de nuestra entera confianza”.
“Mi gran deseo”, anuncia Fernando de Borbón, “es ser hijo
adoptivo de SM el Emperador, nuestro Augusto Soberano. Yo me creo
digno de esta adopción, que sería, verdaderamente, la felicidad de
mi vida dado mi amor y mi perfecta adhesión a la sagrada persona de
SMI y R y mi sumisión y entera obediencia a sus pensamientos y a sus
órdenes”.
Ciruelo
tras ciruelo. Y nunca se atragantaba, el tío.
Fernando
es, para entonces, eso que antes, en el lenguaje carcelario, se
denominaba un membrillo. Un preso que está encantado de
serlo, que sólo mira por su bienestar personal, y que está
dispuesto, para acrecerlo, a hacer lo que sea. Lo que sea. Un día,
una persona desconocida consigue entrar en el castillo, contactar con
Fernando y hablarle de un plan de huida. Dicho plan de huida apenas
tardará unas horas en estar encima de la mesa del duque de Otranto,
el jefe de policía. Y, ¿por qué? Pues, sencillo: porque el rey
lo ha delatado.
Muchas
de las cartas que escribió Fernando fueron publicadas por la prensa
francesa, que lo hacía con el propósito de servir de propaganda en
España. Los pliegos franceses, en efecto, fueron profusamente
distribuidos en nuestro país, como muestra de la catadura de quien,
para los españoles, se había convertido en símbolo de su libertad
y de su independencia. Hay que decir, en todo caso, que los españoles
nunca creyeron la autenticidad de aquellas misivas; siendo las
mismas, como los hechos acabarían por demostrar, totalmente ciertas;
siendo, por lo tanto, totalmente cierto que Fernando prefería
arrastrarse delante de los franceses para que Napoleón lo declarase
su hijo adoptivo antes de intentar una huida del castillo de
Valençay, los españoles todo se negaron a creerlo, todo lo
supusieron invenciones de amanuenses franceses. Lo contrario, claro,
habría sido como reconocer que estaban luchando en favor de un hijo
de puta.
En la
sesión del Consejo de España y de Indias celebrada el día 9 de
junio de 1809, el conde de Torremúzquiz informó que Napoleón
quería casar a la hija mayor de su hermano José con Fernando de
Borbón; con lo que éste volvería a ser príncipe de Asturias,
aunque con otra legitimidad. Si fueron ciertos estos planes,
explicarían, sobre todo teniendo en cuenta la naturaleza
acomodaticia, egoísta, cobarde y membrilla del Borbón, su
escasa proclividad hacia la huida y su obsesión por ser adoptado
por el emperador.
Ni
siquiera ante estos datos, no obstante, quisieron los españoles en
lucha creer que su rey, el rey por el que estaban muriendo a
centenares, a miles, estaba mirando única y exclusivamente por sus
intereses personales.
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