jueves, abril 09, 2020

Fernando (21: La carta del rey padre)

Aquí están todos los capítulos presentes y futuros de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.

Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido´

Aquel mismo día, el mariscal Duroc se presentó en la residencia del rey padre, y le entregó el borrador de respuesta del mismo a su hijo Fernando, redactada por el mismo Napoleón. No existe ni un solo testimonio de que Carlos de Borbón le cambiase a aquel borrador ni una coma. Así pues, la carta puede considerarse tan suya como del emperador. Es un poco larga, pero creo que tiene sentido que os la copie entera:

Hijo mío: los pérfidos consejos de los hombres que os rodean han conducido a España a una situación crítica; sólo el Emperador puede salvarla.

Desde la paz de Basilea he conocido que el primer interés de mis pueblos era inseparable de una buena inteligencia con la Francia. Ningún sacrificio he omitido para obtener esta importante mira; aun cuando la Francia se halló dirigida por gobiernos efímeros, ahogué mis inclinaciones particulares para no escuchar sino la política y el bien de mis vasallos.

Cuando el Emperador hubo establecido el orden se disiparon grandes sobresaltos, y tuve nuevos motivos para mantenerme fiel a mi sistema de alianza. Cuando la Inglaterra declaró la guerra a Francia, logré felizmente ser neutro y conservar a mis pueblos los beneficios de la paz. Se apoderó después de cuatro fragatas mías y me hizo la guerra aun antes de habérmela declarado; y entonces me vi precisado a oponer la fuerza a la fuerza y las calamidades de una guerra asaltaron a mis vasallos.

La España rodeada de costas, y que debe una gran parte de su prosperidad a sus posesiones ultramarinas, sufrió con la guerra más que cualquier otro estado: la interrupción del comercio y los estragos que acarrea afligieron a mis vasallos, y cierto número de ellos tuvo la injusticia de atribuirlos a mis ministros.

Tuve al menos la felicidad de verme tranquilo por tierra, y libre de la inquietud en cuanto a la integridad de mis provincias, siendo el único de los reyes de Europa que se sostenía en medio de las borrascas de estos últimos tiempos. Aun gozaría de esta tranquilidad sin los consejos que os han desviado del camino recto. Os habéis dejado seducir con demasiada facilidad por el odio que vuestra primera mujer tenía a la Francia, y habéis participado irreparablemente de sus injustos resentimientos contra mis ministros, contra vuestra madre y contra mí mismo.

Me creí obligado a recordar mis derechos de Padre y de Rey; os hice arrestar, y hallé en vuestros papeles la prueba de vuestro delito; pero el acabar mi carrera reducido al dolor de ver perecer a mi hijo en un cadalso, me dejé llevar de mi sensibilidad al ver las lágrimas de vuestra madre [reproduzco el texto literal; entiendo que aquí hubo un error de redacción, o de traducción, pues Napo tuvo que escribir en francés]. No obstante, mis vasallos estaban agitados por las prevenciones engañosas de la facción de que os habéis declarado caudillo. Desde este instante perdí la tranquilidad de mi vida, y me vi precisado a unir las penas que me causaban los males de mis vasallos a los pesares que debí a disensiones dentro de mi misma familia.

Se calumniaba a mis ministros cerca del Emperador de los franceses, el cual, creyendo que los españoles se separaban de su alianza, y viendo los espíritus agitados (aun en el seno de mi familia), cubrió bajo varios pretextos mis Estados con sus tropas [recuerde el lector que esta frase, originalmente, fue escrita precisamente por el invasor]. En cuanto éstas ocuparon la ribera derecha del Ebro y mostraban tener por objeto mantener la comunicación con Portugal, tuve la esperanza de que no abandonaría los sentimientos de aprecio y amistad que siempre me había dispensado; pero, al ver que sus tropas se encaminaban hacia mi capital, conocí la urgencia de reunir mi ejército cerca de mi persona, para presentarme a mi augusto aliado como conviene al Rey de las Españas. Hubiera yo aclarado sus dudas y arreglado mis intereses: di orden a mis tropas de salir de Portugal y de Madrid, y de reunirse sobre varios puntos de mi Monarquía, no para abandonar a mis vasallos, sino para sostener dignamente la gloria del Trono. Además, mi larga experiencia me daba a conocer que el Emperador de los franceses podía muy bien tener algún deseo conforme a sus intereses y a la política del vasto sistema de continente, pero que estuviese en contradicción con los intereses de mi casa. ¿Cuál ha sido en esas circunstancias vuestra conducta? El haber introducido el desorden en mi palacio, y amotinado al cuerpo de Guardias de Corps contra mi persona. Vuestro padre ha sido vuestro prisionero; mi primer Ministro, que había yo criado y adoptado en mi familia, cubierto de sangre fue conducido de un calabozo a otro.

Habéis desdorado mis canas, las habéis despojado de una Corona poseída con gloria por mis padres y que había conservado sin mancha. Os habéis sentado sobre mi Trono, y os pusisteis a la disposición del pueblo de Madrid y de tropas extranjeras que en aquel punto entraban.

Ya la conspiración del Escorial había obtenido sus miras: los actos de mi administración eran objeto del desprecio público. Anciano y agotado de enfermedades, no he podido sobrellevar esta nueva desgracia. He recurrido al Emperador de los franceses, no como un Rey al frente de sus tropas y en medio de la pompa del Trono, sino como un Rey infeliz y abandonado. He hallado protección y refugio en sus reales, le debo la vida, la de la reina y la de mi primer Ministro. He venido, en fin, hasta Bayona, y habéis conducido este negocio de manera que todo depende de la mediación de este gran Príncipe.

El pensar en recurrir a agitaciones populares es arruinar la España, y conducir a las catástrofes más horrorosas a vos, a mi Reino, a mis vasallos y a mi familia. El corazón se ha manifestado abiertamente al Emperador; conoce todos los ultrajes que he recibido y las violencias que se me han hecho; me ha declarado que no os reconocerá jamás como Rey, y que el enemigo de su padre no podrá inspirar confianza a los extraños. Me ha mostrado, además, cartas de vuestra mano que hacen ver claramente vuestro odio a la Francia [estas cartas, repito, yo las reputo falsificadas por lo que podríamos llamar los Servicios Secretos Franceses].

En esta situación, mis derechos son claros y mucho más mis deberes. No derramar la sangre de mis vasallos, no hacer nada al fin de mi carrera que pueda acarrear asolamiento e incendios a la España reduciéndola a la más horrible miseria. Ciertamente que si, fiel a vuestras primeras obligaciones y a los sentimientos de la naturaleza, hubierais desechado los consejos pérfidos, y que, constantemente sentado a mi lado para mi defensa, hubierais esperado el curso regular de la naturaleza que debía señalar vuestro puesto dentro de pocos años, hubiera yo podido conciliar la política y el interés de España con el de todos. Sin duda, hace seis meses que las circunstancias han sido críticas; pero, por más que lo hayan sido, aun hubiera obtenido de las disposiciones de mis vasallos, de los medios que aun tenía, y de la fuerza moral que hubiera adquirido, presentándome dignamente al encuentro de mi aliado a quien nunca diera motivo de queja, un arreglo que hubiera conciliado los intereses de mis vasallos con los de mi familia. Empero, arrancándome la Corona, habéis desecho la vuestra, quitándole cuanto tenía de augusta y la hacía sagrada a todo el mundo.

Vuestra conducta conmigo, vuestras cartas interceptadas, han puesto una barrera de bronce entre vos y el Trono de España; y no es de vuestro interés ni de la patria el que pretendáis reinar. Guardaos de encender un fuego que causaría inevitablemente vuestra ruina completa y la desgracia de España. [Esta última frase, sin duda alguna, es de Napoleón; el pígnico y cobardón Carlos de Borbón jamás la habría escrito de su pluma. Es más: yo creo que Napoleón, cuando la escribió, quería que Fernando se diera cuenta de que era su fautor.]

Yo soy Rey por el derecho de mis padres; mi abdicación es el resultado de la fuerza y de la violencia; no tengo pues nada que recibir de vos, ni menos puedo consentir a ninguna reunión en junta, nueva necia sugestión de los hombres sin experiencia que os acompañan.

He reinado para la felicidad de mis vasallos y no quiero dejarles la guerra civil, los motines, las juntas populares y la revolución. Todo debe hacerse para el pueblo, y nada por él: olvidar esta máxima es hacerse cómplice de todos los delitos que le son consiguientes. Me he sacrificado toda mi vida por mis pueblos, y en la edad a la que he llegado, no haré nada que esté en oposición con su religión, su tranquilidad y su dicha. He reinado para ellos; constantemente me ocupé de ellos; olvidaré todos mis sacrificios, y cuando, en fin, esté seguro que la religión de España, la integridad de mis provincias, su independencia y sus privilegios serán conservados, bajaré al sepulcro perdonandoos la amargura de mis últimos años.

Dado en Bayona, en el Palacio Imperial, llamado del Gobierno, a 2 de mayo de 1808.

Insisto en que, aunque os pueda ser difícil, debéis leer esta carta siendo conscientes que, cuando menos en lo fundamental, no fue redactada por quien la firma, sino por un amanuense de lujo, que no es otro que Napoleón. Lleva, desde luego, su impronta, o cuando menos yo se la veo. Observad algunos elementos que creo importantes.

  • Pasa de puntillas por los hechos de Aranjuez. Desde luego dice, porque es necesario para Carlos, que su abdicación fue el resultado de una traición y fruto de la presión; pero es deliberadamente etérea al referirse a los porqués de los disturbios. Una indefinición muy calculada por parte de alguien que, ya lo he dicho, cuando menos en mi opinión fue el instigador de los sucesos de Aranjuez en mucha mayor medida que Fernando de Borbón.
  • Sustenta las críticas en los hechos de El Escorial, haciendo decir a Carlos nada menos que lo lógico es que le hubiesen reservado el cadalso a su hijo. Está claro que Napoleón le enseñó al Borbón todas las cartas y pruebas de que disponía.
  • Finalmente, pero es lo más importante, observad lo poco claro que es el presunto rey obrante de España sobre sus intenciones respecto de la corona. Dice varias veces que el emperador es su amigo fiel y que a su arbitrio está entregado España; pero no repite en la carta ninguna de las cosas que sabemos le dijo a su hijo verbalmente, esto es: que él, personalmente, no estaba dispuesto a regresar a España ni a volver a reinar.

Con este texto, por lo tanto, Napoleón consumaba su plan de hacerse con la confianza total del Carlos de Borbón y, por lo tanto, hacía suyo el proyecto de ser el árbitro de los destinos de España. Todos los indicios son de que el rey padre compró esta teórica al completo, y que le estuvo enormemente agradecido al emperador por el esfuerzo de hacer patentes todos los resquemores que Carlos tenía contra su hijo.

Godoy, en sus memorias, confirma la autoría napoleónica de la totalidad de la carta (es él quien aporta el dato de que Carlos no cambió ni una coma); aunque nos recuerda, con la ventaja de escribir cuando el toro hace mil años que ha pasado, que todo lo hacía el pérfido francés para montarle una engañifa de la hostia a la corona de España.

¿Qué buscaba, exactamente, Napoleón con esa carta? Bueno, yo, personalmente, considero que todo lo que buscaba era un rompimiento formal y material dentro de la familia Borbón. Él tenía que saber que la respuesta de Fernando no podía ser ya plegarse a la voluntad de su padre, entre otras cosas porque la voluntad de su padre no está claramente expresada en la carta. No escribió esa carta, pues, para intimar la sumisión de Fernando de Borbón; lo hizo para que las cosas entre padre e hijo alcanzasen un punto de no retorno en el que la intervención de Francia pudiera verse como algo lógico por parte de todos. Y hay que decir que eso es, exactamente, lo que consiguió.

Una carta escrita en los términos que hemos visto tenía que tener respuesta. Y la tuvo. La misiva no sentó nada bien en el cuartel general de Fernando de Aragón, que lleva fecha de dos días después, más larga todavía que la del padre, y que reproduciré en la siguiente toma. Ya sé que es un poco coñazo, pero creo que estas dos misivas son fundamentales para la Historia de España, y por ello creo que, lejos o además de las interpretaciones de cada uno, lo suyo es que las podáis leer como se escribieron.

2 comentarios:

  1. En su día, allá por 1986-91, estudié el s. XIX español a través del sr Carr y su España, 1808-1936. A día de hoy, ¿qué biografía del rey Carlos IV recomendaría usted?.
    A ser posible, ;-D, que sea fácil de localizar (o no muy cara).
    Gracias

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    1. Personalmente, creo que las obras de Juan Pérez de Guzmán (o, más concretamente, su libro sobre Carlos IV y María Luisa) siguen siendo de gran interés. No son fáciles de encontrar, aunque en todocoleccion a veces hay alguno.

      Mucho más accesible y barata, la bio de Teófanes Egido, que también mola.

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