viernes, abril 03, 2020

Fernando (17: el día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda)

Ya hemos pasado por esto:

Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada

Aparentemente, ni siquiera la noticia de que Napoleón no estaba en Burgos esperándolos como inicialmente había prometido hizo sospechar a la panda de inútiles que acompañaban a Fernando (y es que la cabra tira al monte y, allí, se rodea de cabritos como ella) de que el pérfido francés les estaba preparando una celada que hasta Albert Rivera sería capaz de ver. Cevallos nos dice (a toro pasado, ojo) que hubo muchos debates en el seno del Consejo, pero que “el artificio y la perfidia luchaban contra el honor”. Una frase que, en sí misma, trae prendidas muchas de las desgracias de España en aquel momento: un rey que había sido elevado a tal condición por el pueblo, que se podría haber dicho con razón el primer rey constitucional de la Historia de España, no sentía que en la eventual respuesta a la presión de los franceses se estuviese jugando la soberanía de esa nación y ese pueblo, sino su honor. Y continúa: “las mismas benéficas intenciones que habían sacado al Rey de su Corte le arrastraron hasta Vitoria”. En otras palabras, viene a decirnos que el partido, en el que tal vez militaba el propio Fernando, tendente a defender que Napoleón era sincero en sus buenas intenciones hacia los Borbones, ganó la partida, y convenció a los demás que lo de no estar en Burgos sería algún problemilla con el GPS. Así pues, el día 13, a las cuatro de la tarde, llegaba el Borbón a Vitoria. Media hora después lo hacía Savary.
El infante Carlos, mientras tanto, estaba, como sabemos, en Tolosa. Allí recibió en ese día noticias de que Napoleón llegaría a Bayona al día siguiente, por lo que se apresuró a cruzar la frontera para estar allí cuando llegase. Sin embargo, llegó el 14 a la ciudad francesa ya enfermo y, debiendo guardar cama, no hubo audiencia con el emperador.

Por su parte, Fernando, cuando llegó a Vitoria, se la encontró desnapoleonada. El emperador, en efecto, tampoco estaba allí. Aquí, por fin, nos encontramos en el rey de España un mínimo gesto de gallardía, aunque disfrazado de religiosidad: se negó a viajar al día siguiente, ni a Bayona ni a ningún sitio, porque era Jueves Santo. Ante la cerril actitud de los españoles, Savary se ofreció a llevarle a Napoleón una carta del rey y comunicarle a la vuelta la respuesta.

En la carta Fernando, sin subterfugios, le reprochaba a Napoleón que ningún francés le hubiese reconocido como rey, después de haber sido proclamado como tal “por abdicación libre y espontánea de mi augusto padre”. Protestaba porque, decía, creía haberle dado al emperador “testimonios claros y nada equívocos de mi lealtad y mi afecto a su persona”; y le recordaba que había hecho regresar a Portugal las tropas españolas llamadas inicialmente a Madrid y, además, había procurado alojamiento y pertrechos a los soldados franceses.

Afirma Fernando, pues, que su intención es unir a franceses y españoles “con un lazo indisoluble a gusto de mis vasallos”·(curioso, el tío; a la hora de sugerirle al emperador que, tal vez, no le va a dar todo lo que le pida, bien que se escuda detrás de ese pueblo español al que, el resto de las horas del día, desprecia). Continúa que lo único que le preguntó Savary cuando se entrevistaron en Madrid era si su llegada al trono iba a cambiar las relaciones francoespañolas, y que le contestó que ni de coña. Otrosí, había aceptado salir de la ciudad para encontrarse con el emperador. Termina el rey de España solicitando al emperador de Francia que “se sirva poner término a la situación congojosa en que me ha puesto su silencio”. En otras palabras, el jefe del Estado de España le pide al de Francia que, por lo menos, le dirija la palabra.

Si Fernando hubiese sido una persona medio inteligente, que no lo era; o si en su Consejo Real hubiese alguna persona medianamente brillante, que no la había; o si toda la acción de gobierno no estuviera, como estaba, directamente influida y dictada por un curita maniobrero a quien todo lo que le importaba era forrarse el riñón, tal vez hubiera habido alguien, en el entorno del rey, que se habría dado cuenta de que escribir esa carta pastosa, chupapollas, absolutamente carente de condiciones o de exigencias, en los ojos de Napoleón no podía significar más que una cosa: que España ya no tenía rey, porque el intitulado rey era un lila que se arrancaría un dedo gordo de una mano con los dientes si él se lo pidiera.

¿Cómo evolucionó el pensamiento de Napoleón sobre España? Bueno, eso habría que preguntárselo a Napoleón, pero mi reconstrucción del crimen es más o menos así. Cuando Napoleón forzó la firma del tratado de Fontainebleau, yo creo que no estaba pensando en dominar España. Por aquel entonces, reputaba al país un aliado razonablemente estable, pues estaba convencido de que podía jugar con Carlos IV y con Godoy como le diese la gana. Además, en ese momento lo que realmente le importaba era controlar Portugal, y ése fue, de hecho, el beneficio que le habría de traer el mencionado tratado.

Lo que cambia las cosas a los ojos del francés fue el problema de El Escorial. Cuando fue informado de estos hechos, y no cabe duda de que fue puntualmente informado pues, para entonces, la Corte española no tenía ya secretos para Beauharnais, Napoleón vio una grieta en la familia Borbón en la que había espacio para meter una cuña de buena madera francesa que, convenientemente golpeada, haría saltar toda la pieza. Es desde El Escorial, por lo tanto, cuando Napoleón decide que va a echar a los Borbones de la corona española. De hecho, es en ese tiempo cuando la organización y logística del ejército francés en España cambia radicalmente; sobre todo, sus comunicaciones internas mejoran exponencialmente, lo cual revela que Napoleón, de repente, quiere estar informado de lo que pasa en España con inmediatez. En palabras de un historiador contemporáneo de los hechos, muy precisas (amén que confirmadas por Napoleón en Santa Elena), “el primero que dio nacimiento a las desgracias de España fue Escoiquiz, con sus tratos y consejos secretos a un hijo, sucesor del trono, contra la libre autoridad de un padre que lo poseía”. Y el segundo, añado yo, fue el propio Carlos (y Godoy), tratando de tapar aquella auténtica rebelión constitucional permitiendo que Fernando saliese del juicio de rositas.

Pues mal destino le cabe a un país que no lanza a todo quien la debe entender la señal, inequívoca, de que, dentro de sus fronteras, quien la hace, la paga.

Por diversos indicios, entre los cuales yo creo que el principal fueron las conversaciones de sus terminales en París con Izquierdo, hombre templado e inteligente y que supo transmitir a los franceses algunas ideas sobre la verdadera capacidad de resistencia de los españoles, Napoleón decidió que no le cabía invadir el país sin más. Además, el rey Carlos exhibía ante él una actitud pastueña y entreguista; era mejor cocer la rana poco a poco. Sin embargo, el 16 de noviembre de 1807, cuando parte hacia Milán, ya ha decidido sus famosas condiciones para un acuerdo entre España y Francia que Izquierdo terminará por transmitir. Por aquel entonces, reforzó la estructura de espionaje de altos vuelos en España con el envío del conde de Tournon-Simiane,

Sabemos por Emil Ludwig, entre otros, que durante su visita a Italia, en el castillo de Mantua, Napoleón mantiene una larga entrevista con su hermano Luciano. Esta entrevista es importante para nosotros, los españoles, porque da toda la impresión de que en ese momento procesal (y hablamos de diciembre de 1807), el emperador da toda la impresión de tener claro el qué, pero no el cómo. Y lo sabemos porque, en el marco de la misma conversación, maneja dos ideas que, si bien no son totalmente opuestas, sí que son distintas, y distantes: por un lado, casar a una hija de Luciano con Fernando de Borbón; por otra, hacer al propio Luciano rey de España.

En efecto, en ese momento Napoleón duda entre casar al Borbón con una princesa francesa (aunque no sabe si casarlos sin más o mediando el intercambio territorial que luego transmitió Izquierdo, esto es: Portugal a cambio de las tierras allende el Ebro); o echar a los Borbones sin más; y no deja de ser interesante plantear la ucronía de que, de haber tenido Napoleón más escrúpulos respecto de España (o de haber sido los Borbones más respetables a sus ojos), tal vez Cataluña habría dejado de ser parte de España.

De hecho, no es hasta medidos de marzo, cuando reciba en París los informes de Tournon, cuando el emperador se decida por la destitución. Tournon, por cierto, fue bastante clarividente en su reporte, mucho más clarividente de lo que suele ser un francés, pues a los franceses siempre les ha costado entender el alma española (lo cual, por cierto, incluye a los catalanes; y a los barceloneses. Por eso les va como les va cuando se les ocurre pedirles que les voten). Si Tournon convenció a Napoleón fue porque le transmitió una imagen bastante precisa y cierta de Fernando y de su camarilla: cobardones, egoístas, ultraprudentes, fríamente separados de su gente. Pero también le decía que los españoles eran de armas tomar, y que imponerles la trágala gabacha no sería fácil (“los españoles tienen un carácter noble y generoso, pero tienden a la ferocidad y no soportarían ser tratados como nación conquistada; reducidos por la desesperación, serán capaces de las más grandes y valientes revoluciones y de los más violentos excesos”). Esta parte, sin embargo, Napo se la saltó sin subrayarla con el rotuladorcito fosforescente.

Cuando, a finales de febrero, Napoleón le dice a Izquierdo que se vaya a Madrid con sus propuestas, es plenamente consciente de que éstas no son aceptables por parte de Carlos IV y Godoy. Es, de hecho, lo que está buscando. En ese momento, su gran prioridad es impedir el viaje de Carlos a Andalucía. La experiencia portuguesa, en la que Francia ha dejado huir a los reyes a Brasil bajo protección inglesa, le ha supuesto a los franceses perder el control de las colonias lusas; y no quiere que le pase lo mismo con las españolas. Hay que entender, además, que el hecho de que los Estados acosados por el emperador fuesen monarquías absolutas tuvo un efecto inesperadamente negativo para el francés: lo que se marchó por el puerto de Lisboa no fue el rey, sino todo el Estado portugués. En efecto, precisamente porque los Estados absolutistas no podían haber adquirido la complicación de los Estados liberales, cuya tendencia al crecimiento sólo es superado por los comunistas, a menudo olvidamos el dato de que Joao no se marchó a Brasil solo: lo acompañaron cientos de personas, el Tesoro casi al completo, y otras muchas cosas. Se marchó el gobierno, el Consejo de Estado, diversas instituciones al completo. Lo que se produjo en Brasil, pues, no fue el establecimiento de un par de reyes, sino el puro y simple traslado del Estado portugués. Y eso era algo que España podía hacer exactamente igual, con lo que la monarquía legítima se establecería, probablemente en México, protegida por la Marina inglesa.

En realidad, Napoleón quería que Carlos huyera, porque eso le daría la excusa perfecta para invadir España; pero necesitaba que no consiguiera realizar dicha huida, para conservar el control sobre los terrenos americanos y asiáticos en poder de España. Y hubiera necesitado, como he sugerido en el párrafo anterior, que se fuese básicamente solo.

El día 29 de marzo, Tournon está en París y esta vez, de viva voz, renueva sus ideas sobre las dificultades que se va a encontrar Napoleón a la hora de imponerle una solución dinástica nueva a los españoles. Esto hace dudar a Napoleón quien, además, en ese momento lleva dos o tres días sin noticias de Murat. El 30, sin embargo, le llega una carta de su lugarteniente en la que éste le describe el excelente recibimiento que han tenido los franceses en Madrid, los movimientos profranceses del rey padre, etc. Esto hace que el emperador regrese a sus ideas primigenias.

En fin, regresemos a Vitoria, donde la Corte de los Chiripitifláuticos está, ocupando las horas en ver videos con partidos del Alavés y haciéndose pajas sobre cuáles van a ser los términos de la contestación de Napoleón que traerá Savary. La verdad es que los gobernantes de España están en un sinvivir, porque de las postas les llegan correos que les dicen que la Junta de Gobierno que se ha quedado en Madrid a cargo del machito está siendo objeto de constantes presiones por parte de Murat, que quiere que reconozcan a Carlos como el auténtico rey y quiere, sobre todo, la libertad de Godoy (no se trata tanto de que los franceses amen a Godoy, pues jamás han amado a español alguno, incluso a aquéllos que les han lamido las botas; ni tampoco que lo valoren, pues ídem más; se trata de que saben que la libertad del príncipe de la paz es la mejor forma de atar corto a su pígnico jefe y, además, jodería). Muchas horas de Fernando en Vitoria se consumen en besamanos interminables en los que decenas de ciudadanos se presentan a hincar la rodilla ante su rey y pedirle que no les abandone: qué calado tenían a su monarca, la verdad.

Hay gente, a estas alturas, que, entre lo que sabe y lo que sospecha, tiene claro que Fernando no está seguro. Es el caso, por ejemplo, del capitán general de Castilla La Mancha, Gregorio de la Cuesta. Goyo, convencido de que los franceses quieren apresar a Fernando, le escribe al alcalde de Santander apremiándole para que junte tropas y las mande a toda leche a Vitoria para proteger a la real persona. Dice Escoiquiz en sus memorias que el rey “no fue conforme a ésta y a otras tentativas más arriesgadas que se hicieron”. Qué iba a ser, si era un cobarde de libro.

Mariano Luis de Urquijo, un viejo ministro de los gobiernos de Carlos IV que vivía en Bilbao, marchó a Vitoria para intentar convencer a Fernando de que no pasase a Francia. Fue recibido por el rey y sus consejeros y les dijo que, de hecho, ya eran prisioneros en Savary en Vitoria, así pues en Bayona, si iban, la cosa iba a ser todavía peor. El balance de las entrevistas que hizo Urquijo no ofrece lugar a dudas: “están ciegos”.

Inasequible al desaliento, propuso Urquijo disfrazar al rey y sacarlo en la noche hacia Aragón. Todos, sin embargo, se opusieron. Es más: le propusieron ir a Bayona. La respuesta de Urquijo: “¡A Bayona, jamás! Cuantos vayan, mancharán su honra y perderán su reputación. Lloro por España y me vuelvo a llorar a mi país”.

Palabras de un vasco del mismo Bilbao, a quien no le dolían prendas de considerarse vasco, pues era a su país adonde se retiraba a llorar, y también dolerse por España. Y que, vasco y todo, en el momento de la verdad, le daba cien mil vueltas a los jodidos putomierdas patriotas que tenía delante.

Del rey abajo.

3 comentarios:

  1. Anónimo11:19 p.m.

    Querido JUan. Pregunta, desde la ignorancia: ¿POr qué el partido antifernandino no explotó, frente al pueblo, todas estas conductas del deseado hacia los franceses? La entrega de la espada, las cartas c ofreciéndose a cumplir las órdenes de Napoleón... ¿era factible o creíble usar estos hechos para poner ante la gente contra el príncipe?

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    1. Es que no había partido antifernandino, o yo no lo creo, entendido como organización con capacidad para movilizar a la opinión pública. Carlos IV dilapidó su capital político (so to speak) cuando apoyó a Godoy como lo apoyó. Hay que entender que la popularidad de Fernando, antes y después del 2 de mayo, era total. Era el Rafa Nadal de su época :-D

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  2. Anónimo5:26 p.m.

    Don Gregorio García de la Cuesta no era capitán general de Castilla La Mancha, que por entonces ni existía. Era capitán general de Castilla la Vieja, con sede en Valladolid.

    Eborense

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