miércoles, febrero 12, 2020

Fernando (2: el ascenso de Godoy)

Ya hemos pasado por esto:

Un niño en el que nadie creyó


El rey Carlos falleció en diciembre de 1788, como por otra parte ya hemos contado aquí. A su muerte, hace aproximadamente tres meses que en la amistad de los príncipes de Asturias ha entrado un personaje que acabará siendo de gran importancia para ello y para la Historia de España: Manuel Godoy. De hecho, el 30 de aquel mismo diciembre, apenas unos días después de llegar a la condición de rey, Carlos ya le concede a Godoy su primer ascenso, concretamente a cadete supernumerario de su brigada, nombramiento que lleva aparejado el de garzón a servicio de Palacio (lo cual no quiere decir, nota para los ignorantes, que lo nombrada ministro de Consumo).

El año 1789 amanece como un año más, salpimentado para los españoles con la novedad de tener un cambio en la corona, pero poco más. Carlos hereda la dialéctica de gobierno que ya tenía su padre y que, también, hemos podido ver al hablar del rey tercero: los condes de Aranda y de Floridablanca son, en efecto, quienes presiden la política española. Godoy, sin embargo, espera su momento. Si hemos de creer a las corrientes históricas que más agua traen, esto lo hace apoyándose en su condición de amante de María Luisa, la reina; una condición que, la verdad, ha sido muchas veces repetida y tiene visos de realidad; pero, ciertamente, probada, probada, lo que se dice probada, no lo ha estado nunca del todo. Lo cierto, sin embargo, es que Godoy está muy cerca de los nuevos reyes, y sabe aprovecharse de la desazón que les provoca el hecho de que, casi recién estrenada la corona, de repente todo cambie con un hecho de ésos que marcan un antes y un después: el 14 de julio de aquél su primer año de reinado, como es bien sabido, los franceses abren las puertas de la Bastilla, y la lían leoparda.

En el fragor de las noticias y contranoticias, Manuel Godoy es promovido al estatus de primer secretario de Estado.

En el momento en que Godoy fue promovido a los altos escalones del Estado, sus relaciones con Aranda eran bastante cordiales y, de hecho, el duque de Alcudia solicitó de Aranda que fuese su padrino en la ceremonia por la cual se le iba a imponer el Toisón de Oro. Sin embargo, las cosas avanzaron muy rápidamente hacia el rompimiento. El primero de los elementos de enfrentamiento fue la voluntad férrea por parte del rey Carlos, y de Godoy, en el sentido de hacer todo lo necesario para salvar la vida del rey francés Luis XVI. El 14 de marzo de 1794, en famosa sesión del Consejo de Estado, ambos bandos, por así decirlo, fueron al rompimiento total.

Sabemos que ambas partes, Aranda y Godoy, se enfrentaron allí en una fuerte pelea dialéctica en torno a la política respecto a Francia. La discusión fue tan bronca y poco productiva que Carlos la cerró con un seco “Basta ya por hoy”, tras el cual se levantó y caminó para salir de la sala. Godoy, en sus memorias, nos refiere que, en ese momento, pasando el rey junto Aranda, éste hizo algún comentario entre dientes que provocó que Carlos de Borbón le dijese, en voz que todos pudieron oír: “con mi padre fuiste terco y atrevido, pero no llegaste hasta insultarle en su Consejo”. De hacer ciertas las palabras de Godoy, y no se olvide que Aranda era persona que tenía fama de ser seca y cortante como pocas y de no callarse delante de nadie, todo parece indicar que el ministro debió apelar al monarca de cobarde, nenaza, tonto'l'bote, borbonaco-los-huevos, o apelativo similar.

Apenas una hora después de aquella escena, el conde de Aranda salía de Madrid camino del destierro hacia Granada, donde permaneció recluido nada menos que en la Alhambra. Godoy, que no se atrevió a tocar sus rentas y posesiones, lo cual también nos da una pista de que sabía que la desgracia del viejo político carlino bien podía ser mudable todavía, lo mantuvo en el limbo judicial, sin que su caso se viese durante un año, hasta que fue indultado tras la paz de Basilea y se le permitió vivir en Aragón. En 1796, un crepuscular Aranda le envió al rey un memorial de desagravios que de poco sirvió ya, pues apenas le quedaban dos años de vida e, ítem más, Carlos IV no era de los que perdonan cristianamente.

España, bajo el gobierno combinado del rey Carlos y de Godoy, hizo lo que pudo por salvar la vida de su rey pariente. A través de los manejos del cónsul general de España en París, José de Ocáriz, se trató de comprar voluntades con gran prodigalidad pues, como mínimo, sabemos que Ocáriz dispuso de tres millones de francos para sus manejos. El cónsul español incluso estuvo maniobrando a favor de la vida del rey en la sesión de la Convención que, en la noche del 17 de enero 1793, votó la ejecución del rey.

El día 21, pues, el rey francés fue ejecutado. La noticia se conoció en Madrid nueve días después. La guerra que siguió entre España y Francia puede tenerse por una de las más populares de la Historia, cosa que sabemos por la cascada de aportaciones dinerarias que disfrutó desde todos los rincones del país. Aquella lucha culminó el 22 de julio de 1795 con la firma, entre Domingo de Iriarte y François Barthélemy, de la Paz de Basilea. El juicio de esta paz es muy variado, a la par que radical. Muchos historiadores liberales del siglo XIX quisieron ver en este documento el principio de los males para España, y lo juzgaron un pacto excesivamente entreguista por parte de España (o sea, de Godoy) que comenzó a labrar nuestra debilidad. Sin embargo, debe de reconocerse que, en su momento, la paz de Basilea fue considerada más bien todo lo contrario. En Francia, Barthélemy, el plenipotenciario que negoció los términos del acuerdo, fue duramente criticado por el hecho de que Francia estaba allegando acuerdos de paz con otros enemigos (España no era el único) en condiciones mucho más ventajosas. Probablemente, todo esto provenga del hecho de que la intención de España, intención vana a la luz de la marcha que luego tendrían los acontecimientos, era cerrar toda polémica o, si se prefiere, convertir Basilea en una paz total. Un síntoma de lo que aquí se dice es la magnanimidad que el tratado muestra hacia los vascos españoles, que en aquella guerra se habían mostrado abiertamente partidarios de los franceses. A pesar de que Iriarte, el negociador, comunicase a Madrid la posibilidad de incluir alguna cláusula punitiva en el acuerdo que los franceses aceptarían, el Palacio Real dio instrucciones de no dar ese paso, demostrando con ello la intención de que el propio tratado de paz no abriese nuevas polémicas. Como se ve, eso de pactar legislaturas con el PNV es deporte valetudinario.

La principal virtud de la paz de Basilea, en todo caso, y tal vez es por eso que la valoraron más sus contemporáneos que algunos o muchos de quienes la han contemplado desde el balcón del futuro, es que paró una guerra que comenzaba a pintar mal para España. En sus inicios, ciertamente, las hostilidades habían sido favorables para las armas españolas; pero pronto el péndulo bélico se había movido para el lado contrario y los franceses, de hecho, habían conseguido penetrar hasta el Ebro. España hubo de entregar su parte de la isla de Santo Domingo a cambio de recuperar todas aquellas plazas que había perdido, gesto que demuestra que su prioridad era parar la sangría.

Fue tras este acuerdo cuando el rey Carlos, hay que decir que en medio de una alegría general de todos los españoles por la llegada de aquel acuerdo y el fin de la guerra, le concedió a Godoy el título de Príncipe de la Paz.

Francia, sin embargo, estaba incómoda con Godoy al mando de la política española. Acostumbrada a los pactos de familia y a la política de Carlos III, siempre proclive a colocar los intereses familiares por encima de cuando menos algunos de los de la nación en la que reinaba, encontraba París en exceso independiente la actitud de Madrid. Tuvo que haber presiones varias que culminaron el 28 de marzo de 1798, cuando el rey Carlos firma un decreto en el que dice atender las peticiones del propio Godoy en el sentido de ser apeado de sus cargos como secretario de Estado y sargento mayor de las reales guardias de Corps. José Nicolás de Azara, quien será nombrado por el nuevo secretario de Estado (Francisco Saavedra) como embajador en París, se apresurará de hecho a tomar posesión de su cargo en una ceremonia en la que pronunciará un discurso dedicado a declamar que los cambios producidos en el gobierno de España no son sino una prueba de que los lazos entre este país y Francia son más estrechos que nunca.

España, de hecho, practica una política cerradamente profrancesa tras la salida de Godoy. Ni siquiera cuando Fernando IV, rey de Nápoles y hermano del rey de España, decide formar parte de la segunda coalición antifrancesa (junto con Rusia, Austria, Turquía e Inglaterra), se moverá un ápice la posición de Madrid. El cambio de Francisco Saavedra por Mariano Luis de Urquijo no sólo no supuso un cambio esta tendencia, sino que la acreció, pues Napoleón consideraba a Urquijo uno de los políticos más profranceses que había en España.

Las cosas, sin embargo, le fueron bastante mal a los franceses en los campos de batalla. Esto, como consecuencia, provocó la revolución del 20 de Pradial, o sea el 18 de julio de 1799, si bien las tendencias disgregadoras se frenaron cuando el general Massena ganó la batalla de Zurich, en septiembre de aquel mismo año.

Aquello, sin embargo, fue sólo un intermedio. La solución final todavía no había llegado, y no llegó, de hecho, hasta que Napoleón Bonaparte desembarcó en Fréjus, el 9 de octubre de 1799, y los días 18 y 19 de Brumario (9 de noviembre de 1799) lidera un movimiento revolucionario que acabará dándole el poder, inicialmente compartido con Sièyes y Ducos. Hay que decir que España pudo haber sacado buena tajada de aquel golpe de Estado, pues Azara, un cónsul a quien Napoleón tenía en gran estima personal, seguía siendo el representante español en París apenas unas horas antes de los sucesos de Brumario. Urquijo, sin embargo, se apresuró a cesarlo fulminantemente, tal vez por envidias, en lo que el propio Azara calificó de “coz de borrico vizcaíno”.

A pesar de este gesto, que como digo no se explica sino por el temor a la prevalencia personal de alguien que tenía relación directa con Bonaparte, el gobierno Urquijo practicó una estrategia descaradamente profrancesa en todos sus actos y, muy particularmente, facilitando a los franceses el tránsito por las costas españolas.

Napoleón, al mando de Francia, ofrece la paz. Inglaterra contesta que no es no, pero el Imperio no es tan categórico. El zar de Rusia, bastante mosqueado con la actitud excesivamente contemporizadora de los austríacos, decide abandonar la coalición. Por otra parte Prusia, juzgando que Bonaparte es un gobernante mucho menos revolucionario que aquéllos a los que ha sustituido, acepta el cambio. Carlos IV adopta una actitud parecida. En ese momento, Napoleón da uno de sus excelentes golpes estratégicos: de forma inesperada, mueve con rapidez su ejército hacia Italia y en las batallas de Montebello y, sobre todo, Marengo (14 de junio del 1800) se hace con el control de la península. El hecho de que los franceses se enseñoreen de Italia abre inmediatamente la posibilidad de que puedan invadir el Imperio, que por ello se apresura a firmar con los franceses la paz de Luneville, el 9 de febrero de 1801, lo cual le clava el rejón de muerte a la segunda coalición.

Carlos IV, como he dicho, adoptó la posición fundamentalmente representada por Prusia en el entorno europeo: aceptar a Napoleón Bonaparte como mal menor, valorando que su gobierno habría de tener un perfil mucho menos revolucionario que los que se habían producido antes del golpe de Estado de Brumario; se podría decir, pues, que tenían una visión errejonista del nuevo gobernante francés. En ese entorno de cosas, al rey Urquijo al frente del gobierno le molestaba mucho. Aquel vizcaíno era un personaje de grandes aficiones volterianas que, por lo tanto, presentaba muchos elementos de tensión dentro de los poderes fácticos del país. Legendarios fueron, por ejemplo, sus enfrentamientos con los obispos españoles a causa de sus posiciones antirromanas. Ahora, sin embargo, se hacía necesario disponer de personas en el gobierno con un corte más moderado, más adaptado a la propia personalidad de Napoleón. Bonaparte, además, se apresuró a enviar a España a su hermano Luciano, quien llegó a El Escorial el 6 de diciembre del 1800, para que fuese sus ojos, oídos y boca en España, lo que venía a demostrar la importancia que concedía a unas buenas relaciones con el país.

En estas condiciones, el rey Carlos le pidió a Godoy que regresase al poder. El valido aceptó, si bien, probablemente para poder tener una mayor libertad de acción, solicitó que fuese formalmente nombrado al frente de la secretaría de Estado otra persona. El elegido fue Pedro Cevallos, primo político del propio Godoy, aunque no por ello muy cercano a él; todo parece indicar que fue nombrado en contra de los deseos del valido. Tendremos ocasión de encontrárnoslo otras veces.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario