Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
El
día 18 regresa Savary a Vitoria con la respuesta de Napoleón,
destinada pues a resolver el “estado congojoso” de nuestro
monarca. Apelándolo de “hermano mío”, Napoleón no tarda mucho
en su misiva en empezar a atacar: “Yo esperaba, en llegando a
Madrid, inclinar a mi augusto amigo a que hiciese en sus dominios
algunas reformas necesarias, y que diese alguna satisfacción a la
opinión pública”. Eso sí, se muestra partidario de la separación
de Godoy del poder por ser “cosa precisa para su felicidad y la de
sus vasallos”.
Sin
embargo, continúa Napoleón, sucesos en el norte de Europa y la
revolución de Aranjuez han retrasado su avenida a Madrid. Sin
pretender, dice, enjuiciar los sucesos, no le ahorra la admonición a
Fernando sobre los mismos, afirmando que “es muy peligroso para los
reyes acostumbrar a sus pueblos a derramar la sangre haciéndose
justicia por sí mismos”; afirmación que no deja de tener coña en
un jefe Estado salido, al fin y al cabo, de la Revolución Francesa.
Le espeta el emperador al rey de España, sin ambages, que “ya no tiene amigos” y que menos los tendrá si algún día resulta desgraciado por el destino, puesto que “los pueblos se vengan gustosos de los respetos que nos tributan”. En otras palabras, Napoleón acusa al rey español, de forma taimada, de estar alimentando una grave división en España pues, continúa, “¿cómo se podría formar causa al príncipe de la paz sin hacerla también al Rey y a la Reina, vuestros padres? Esta causa fomentaría el odio y las pasiones sediciosas”. Y continúa: “VAR no tiene a ella [la corona de España] otros derechos sino los que su madre le ha transmitido; si la causa mancha su honor, VA destruye sus derechos”. En consecuencia, continúa el emperador, “no tiene VA derecho para juzgar al príncipe de la paz”. Y, por si hay alguna duda sobre la posible solución al tema Godoy, en la carta Napoleón le ofrece asilo en Francia.
En
torno a la abdicación de Carlos IV, Napoleón comienza recordando
que se produjo “en el momento en que mis ejércitos ocupaban la
España”, por lo que, razona, a los ojos de Europa podría pensarse
que tal destitución era la misión de dichas tropas. A este problema
reputacional, Napoleón añade una reivindicación sin subterfugios:
“como soberano vecino, debo enterarme de lo ocurrido antes de
reconocer esta abdicación (…) Si la abdicación del Rey Carlos es
espontánea, y no ha sido forzado a ella por la insubordinación y
motín sucedido en Aranjuez, yo no tengo dificultad en admitirla y en
reconocer a VAR como Rey de España”.
Apretando
un poco más la tuerca, la carta de Napoleón viaja por la geografía
de la Comunidad de Madrid, desde Aranjuez hasta El Escorial.
Jactándose de haber tenido un papel moderador en las jornadas de la
rebelión de la ciudad monástica, le mete un buen rejón a Fernando
al escribir: “VA no está exento de faltas; basta para la prueba la
carta que me escribió, y que siempre he querido olvidar” (léase:
… y que, como me toques un poco los cojones, voy a publicar en
Instagram).
Dando
la puntilla con la frase “cualquier paso de un príncipe
hereditario cerca de un soberano extranjero es criminal”, Napoleón,
consciente de que está lidiando a un toro manso, muy, muy manso,
totalmente falto de encaste y nobleza, le da la salida a tablas que
sabe que el otro estará ya, a esas alturas de la lectura,
implorando. Así pues, pasa a insinuar que el matrimonio de Fernando
con una princesa francesa sería del agrado de españoles y franceses
(de nuevo, olvidando la máxima histórica de que no puede existir
una propuesta francesa que se pueda hacer en beneficio de ambas
naciones). Añade Napoleón que debe tener claro Fernando que él se
conducirá con él como lo hizo con su padre Carlos; pero, fiel a su
estilo, salpimenta esa promesa con amenazas veladas por lo que ya
sabe que está pasando, esto es, que la resistencia en España a las
tropas francesas es cada día más densa: “VAR debe recelarse de
las consecuencias de las emociones populares; se podrá cometer algún
asesinato sobre mis soldados esparcidos, pero no conducirán sino a
la ruina de España”.
Escoiquiz,
en sus memorias, glosa esta misiva con estas palabras: “ a todas
las razones para hacer el viaje, se agregaban las expresiones de
seguridad de la carta dirigida a SM por el emperador y recibida en
Vitoria”. ¿"Expresiones de seguridad" en una carta en la que Napoleón dejaba bien claro que esta dispuesto a hacer juego revuelto con todo lo que había pasado en España, y en la familia real, desde El Escorial? Queda bastante claro, que Fernando no era sino un puto
mono rodeado de simios retarded.
Cevallos nos da más datos: nos dice (siempre, ojo, a toro pasado)
que los lectores de la misiva se mosquearon un poco por su tono, que
consideraban impropio para alguien que le está escribiendo a un rey;
y debieron de expresar algunas dudas (lógicas, teniendo en cuenta el
claro escepticismo sobre la abdicación) pues, siempre según su
testimonio, Savary les dijo que se dejaría cortar la cabeza si, al
cuarto de hora de estar Fernando en Bayona, el emperador no lo había
reconocido como rey de España. Como veremos y es fácil colegir de la marcha de los acontecimientos, tamaña afirmación categórica tuvo, a la postre, el valor que suele tener la palabra de un francés.
Cevallos,
como digo en relato que yo cuando menos reputo de hondamente
interesado, dice que el rey dudó, pero que resolvió continuar el
viaje “por sacar a sus amados vasallos de la cruel inquietud en que
se hallaban” (los amados vasallos estaban expresando esa inquietud por las calles de Vitoria intimándole para que hiciese exactamente lo contrario, o sea, no marcharse), por lo que “cerró su corazón a todo temor y sus
oídos a mis consejos y a los de algunos otros sujetos de su
comitiva, no menos que a los clamores de aquel leal pueblo”. Yo,
como ya he dicho, no creo esta especie. Creo, más bien, que Cevallos, en ese párrafo, miente como una perra. Creo que la decisión de
Fernando de ir a Bayona fue una mezcla de conciencia sobre su
condición de preso, pues en Vitoria estaba ya impresionantemente
rodeado de tropas francesas; y de convicción sobre la bondad del
emperador, siempre y cuando el rey de España se convirtiese en una
especie de virrey francés en España; en otras palabras, convencido ya de que lo de España, su soberanía, su independencia y soberanía, no había quien lo solucionase, todavía creía que lo suyo se podía arreglar, y eso era lo que, en verdad, le importaba. Tanto Fernando como
sus consejeros estaban plenamente dispuestos a disponer del futuro del rey con tal de
conservar sus privilegios y su modo de vida. España, en esta
ecuación, no estaba presente.
En
la noche del 18 de abril se decidió emprender el viaje a Bayona; y
fue decisión, según nos cuenta Toreno, de Savary; de hecho, el
escritor, en este punto, se muestra convencido de que, de haberse
negado Fernando, el general francés se lo habría llevado arrestado.
El día 20, cuando O'Farril le comunicó a Murat el inicio del viaje
de Fernando, el general francés exigió, en forma de ultimátum, la
entrega de Godoy. Aquella misma noche, el príncipe de la paz estaba
ya con los franceses. El día 21, Murat le escribe a Napoleón que
tiene las manos totalmente libres para hacer en España lo que
quiera. Según el francés, pero ya sabemos que el señor duque no era Metroscopia precisamente, el gesto de partir de Vitoria ha
deprimido seriamente la popularidad del rey Fernando en Madrid. Por
su parte, los reyes Carlos y María Luisa están decididos a partir
hacia Francia, con el convencimiento de abdicar allí la corona de
España en quien les diga el francés. Otros que tal.
La
salida de Fernando de Vitoria no fue fácil, sin embargo. Conocida la
noticia de que el rey se abría, las gentes comenzaron a rodear su
residencia para intimarle que se quedase. Fue tal la manifestación
que se montó que el rey hubo de publicar un decreto, escrito por
Escoiquiz, en el que afirma que no iniciaría ese viaje si no
estuviese convencido de las excelentes intenciones del emperador para
con él.
Aquella
noche del día 19 se produjo todavía el intento crepuscular por
evitar el viaje de Fernando. El duque de Mahon y de Crillon,
comandante general de Guipúzcoa, propuso que, al llegar la comitiva
a Vergara, doblase por Durango hacia Bilbao, donde el rey embarcaría
a toda prisa. “Pero Escoiquiz”, nos cuenta Toreno, “dijo que no
era necesario, habiendo recibido SM grandes pruebas de amistad por
parte del emperador”.
La
noche de aquel 19, el rey y su banda del Mirlitón llegan a Irún. Al día
siguiente, el rey de España, por su propia voluntad y sin
resistencia, cruzaba el Bidasoa. Y lo hacía como un viajero
cualquiera, pues hasta llegar a San Juan de Luz no lo cumplimentó
nadie; la recepción en dicha ciudad fue hecha tan sólo
por el alcalde y la corporación. Fue allí donde Fernando se
encontró con la diputación de grandes de España que había enviado
para contactar con Napoleón. Al parecer, las noticias que le dieron
estos nobles sobre las intenciones de Napoleón fueron bastante
exactas; le dijeron que Napoleón quería destronar a los Borbones.
Sin embargo, cuenta Cevallos, estaban ya tan cerca de Bayona que
hasta ellos, que eran tontos del culo, se daban cuenta de que ahora
no podían dar la vuelta.
En
las afueras de Bayona, el príncipe de Neufchatel y el mariscal Duroc
formaban la más bien magra delegación de bienvenida al rey español.
Lo metieron en una casa que Cevallos juzgó inhábil para su rey y,
una hora después, apareció por allí Napoleón. El rey lo recibió
en la puerta de la calle, se abrazaron, se dijeron diversas cucamonas
(nada de política) y el francés fuese, y no hubo nada.
A
primera hora de la tarde, fue Fernando quien le devolvió la visita
al emperador de Francia. Iba con su hermano Carlos, los duques del
Infantado y San Carlos, Cevallos y Escoiquiz; el equipo médico
habitual de tontospollas, pues. Ya en el castillo de Marras, Napoleón
recibió a Fernando en el estribo de su carroza, le dedicó diversas
muestras de afecto, y todos juntos pasaron al interior, donde al
parecer también se habló, básicamente, del tiempo y del futuro de Neymar junior en el fútbol francés. Sin embargo,
al terminar la entrevista, Napoleón se acercó a Escoiquiz y le
sugirió una entrevista particular entre ambos. El emperador sabía, al tiempo, cuál era el eslabón más débil de aquella cadena y, al tiempo, el eslabón más respetado y escuchado. Sabía, además, que al curita, la perspectiva de convertirse en una especie de oficial de enlace entre los que consideraba los dos hombres más importantes del mundo le producía orgasmos absolutistas espontáneos. Escoiquiz, pues, no tardó en contestarle que haría todo lo posible por darle placer. Una vez que el
canónigo obtuvo el permiso de su rey en este sentido, se quedó
mientras los demás se iban.
Fue
en esa entrevista en la que se jugó de verdad el póker de España.
Napoleón le dijo al curita que no tenía intención de admitir la
abdicación de Carlos IV, hasta que el rey no la ratificase
formalmente y sin la presión de las turbas; a lo que añadió que el
rey de España estaba dispuesto a resignar la corona en su persona
“por conocer bien el carácter de su hijo y por prevenir los males
de España”. Desde esta posición de fuerza, Napoleón (siempre el
concepto: cuando veas que el morlaco que toreas es un manso, dale
siempre salidas) pasó a extenderse sobre las enormes pruebas de
confianza dadas por Fernando con aquel viaje a Bayona; por lo que le
ofrecía, en plan chollo, que salvase la cara resignando el trono
español a cambio del de Etruria, con el adelanto de un año de las
rentas de ese reino (la pasta siempre por delante). Asegurado
esto, continuó el emperador, “le ofreceré como esposa a una de
mis sobrinas”. De negarse Fernando, continuó, “jamás ni él ni
sus hermanos podrán contar conmigo para nada cuando alcance la
corona que, estoy seguro, abdicará en mi favor Carlos IV”.
Asimismo, respecto a España, Napoleón salió garante de su
integridad territorial, de su religión, de sus leyes y de sus
costumbres. Ja.
Como
puede imaginarse, incluso leída esta escena en las memorias de
Escoiquiz, quien seguro barre para casa más de una vez, se aprecia
que Napoleón sabía muy bien lo que hacía al separar a la hiena
matriarca del resto de la manada. Escoiquiz, quien al fin y al cabo
no era sino un curita de lengua hábil que había tenido la habilidad
de apoyar a Fernando cuando no era nadie en la lucha por el poder en
España, no fue rival frente a uno de los estadistas más finos que
conoce la Historia. Trató el canónigo de desplegar frente a
Napoleón diversas razones que, en su opinión, justificaban que lo
que tenía que hacer el francés era aliarse con el rey de España en
lugar de echarlo; pero Napoleón las fue respondiendo todas a
papirotazos.
Napoleón,
además, juega en casa. Sabe que la única posibilidad de que
Fernando vuelva a España, físicamente, es que él le deje volver;
cosa que no piensa hacer. Por eso, en medio de una larga discusión
con Escoiquiz sobre si la abdicación de Carlos fue o no fue un acto
formal (y, la verdad, yo en esto estoy con Napoleón: tanto Carlos I
como Felipe V resignaron su corona ante las instituciones
de España, no firmando un
decretillo mientras las turbas gritan Sí Se Puede bajo tu balcón),
llega un momento en que el emperador acaba hasta los cojones de los
razonamientos enrevesados de su interlocutor y espeta: “Dejando la
renuncia [de Carlos IV] a un lado, ¿puedo yo olvidar que los
intereses de mi Casa y de mi Imperio exigen que los Borbones no
reinen más en España?” Escoiquiz, atrapado, tira por la comarcal
y saca el tema del matrimonio de Fernando que, según él, lo puede
resolver todo. Napoleón, más realista, le contesta: “no hace
usted más que forjar cuentos, pues bien sabe que una mujer es lazo
demasiado endeble para fijar la conducta de un príncipe”. Yo creo
que fue entonces cuando Escoiquiz, vio la causa perdida.
Para
cuando tal cosa hizo, la mayoría de los españoles hacía semanas
que tenían la misma impresión.
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