martes, abril 21, 2020

Fernando (29: Sevilla y Zaragoza)

Aquí están todos los capítulos presentes y futuros de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.

Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido

Sevilla es, en efecto, un punto muy importante dentro del conjunto de rebeliones que se produjeron en España, porque la Junta que allí se formó, en torno al ex ministro de Hacienda Francisco Saavedra, se intituló “Suprema de España e Indias”, lo que provocaría muchos problemas cuando el proceso llegase al punto en el que las distintas juntas espontáneamente creadas comenzasen a coordinarse y aceptar un mando único.
La pretensión sevillana, sin embargo, tiene su razón; razón que va más allá de que Sevilla tenga un color especial. Los sevillanos, además de orgullosos, fueron los que se colocaron a sí mismos en mejor posición a la hora de presentar lucha al francés pues, mientras otras juntas apenas apelaban a la voluntad del pueblo y la bronca y tal, ésta dio el paso de allegar tropas en su defensa, haciendo sendos llamamientos al general Castaños en San Roque y a Solano en Cádiz. Ambas tropas se unieron a la causa antifrancesa, si bien en Cádiz las cosas no fueron fáciles y a Solano le costaron la vida.

Solano, a pesar de atender los llamados revolucionarios, consideraba que sería un error táctico hostilizar a la guarnición francesa, dado que consideraba que, por la situación de los barcos españoles en el puerto (los barcos franceses estaban entre éstos y la costa) podrían sufrir grandes daños. La Junta de Generales y Jefes de Marina aprobó esta política prudencial, pero cuando fuera publicada en bando, los gaditanos se mosquearon. De Sevilla, además, habían llegado alborotadores, según nos cuenta el padre Coloma; y entre ellos, por cierto, estaba el célebre Tío Pedro que había soliviantado tantas almas en Aranjue; el conde de Montijo, pues.

Finalmente, ante las manifestaciones, tres representantes votados en la calle subieron a parlamentar con el general, al que poco menos que le dijeron que resignase en ellos el mando. Solano se negó, y los tres mensajeros salieron a un balcón del edificio a dar la noticia y motejarlo de traidor. Los manifestantes, entonces, intentaron tomar el edificio, si bien fueron repelidos por la Guardia, que disparó tiros al aire. Los tres parlamentarios, entonces, persiguieron a Solano por el edificio. El general se deshizo de dos de ellos, pero como quiera que el tercero lo alcanzó, pelearon y Solano terminó arrojándolo por un patio. Se trataba de Pedro Olano, a quien todos conocían en Cádiz como El Fraile. Quedó El Fraile muy malherido por la hostia, aunque pudo indicar a otros compañeros dónde estaba el general. Solano fue encontrado escondido en la leñera del salón de la casa de un irlandés millonario residente en la ciudad. Las turbas lo maniataron y lo llevaron a la plaza de San Juan de Dios, donde, precisamente por orden de Solano, se había emplazado una horca para dar cumplido castigo a los bandoleros de la zona que fuesen apresados. Solano estaba muy débil por los golpes y heridas recibidos, y se cayó al subir la escalera. Entonces un joven embozado se acercó, al parecer le susurró unas palabras, Solano asintió, y el joven le disparó en el pecho. El generoso asesino era Carlos Pignatelli y Gonzaga, hijo menor de los condes de Fuentes, ayudante de Solano.

Ya sustituido por Tomás de Morla, la implicación del ejército gaditano con la revolución ya no ofreció duda alguna.

El primer éxito de los españoles fue la rendición del almirante François-Etiénne de Rosily-Mesros, el designado por Napoleón como sustituto del ciclotímico Villeneuve. La decisión de Rosily, quien no olvidemos mandaba sobre la flota combinada franco-española, puso esa flota a disposición de los españoles, si bien sus posibilidades hubieran sido pocas, estando como estaban los barcos bloqueados por el almirante británico Culberth Collingwood.

En Granada, por su parte, la fecha de echarse a la calle la gente fue, como en otros muchos lugares, el 29 de mayo. Ventura Escalante, que era el capitán general de la plaza, se mostró, como otros que hemos visto renuente a tomar partido por los alzados, lógicamente influido por sus principios del Antiguo Régimen (y es que a toro pasado las cosas se ven muy fáciles, pero rara vez lo son como las imaginamos). Escalante intentó que la gente se tranquilizara procesionando un retrato del rey por la ciudad, pero la medida tuvo poco efecto. Así las cosas, tuvo que permitir la formación de una junta, que fue fundamentalmente inspirada por un fraile jerónimo, el padre Puebla, bajo la presidencia del propio Escalante.

Una vez que la guerra estuvo declarada, lo principal por parte de los alzados, quienes como ya he dicho desde el principio tenían su centro de gravedad en Andalucía, era entrar en comunicación con los británicos de Gibraltar. Era gobernador de Gibraltar Hugh Darlymple, un tipo al que ya os habéis encontrado aquéllos de vosotros que hayáis leído mi ensayo sobre la peripecia de sir John Moore en España y su muerte en La Coruña. Para conectar con Darlymple fue comisionado quien entonces era un joven catedrático: Francisco Martínez de la Rosa.

La sensación que recibió Londres (y que volveremos a encontrar en las cartas de Moore, por ejemplo) fue de que España no presentaba un frente unido. Y es que no lo presentaba. Darlymple recibió, de hecho, dos peticiones distintas: la de Martínez de la Rosa, procedente de la Junta Suprema; y las que le habían llegado de la Junta de Sevilla, que, como ya he dicho, jugaba un poco a ser ella misma la junta suprema; y aun habría de llegarle una tercera de Valencia, como veremos. Pero es que, como también hemos visto, diversas juntas provinciales ya habían tomado la decisión de comisionar por su cuenta personajes para que fuesen a Londres a solicitar ayuda; lo hemos leído en el caso de los Carballeiras, sin ir más lejos. La consecuencia fue que para el gobierno inglés no estuviese nada claro quién gobernaba en España;impresión de la que tal vez todavía no se ha repuesto, y  de la que no podemos hacer reproche pues ésta, y no otra, era la situación de nuestra Guerra de la Independencia.

El 23 de mayo se había revuelto el pueblo de Valencia. El conde de la Corzana, capitán general, intentó tranquilizar al personal, pero la verdad es que no lo consiguió (sobre el conde de la Corzana: es la referencia que leo en mis libros; no obstante, conde, más bien condesa de La Corzana, era entonces Mercedes de Zayas; así pues, supongo, aunque no puedo prometerlo, que la bibliografía se refiere como conde de la Corzana a Manuel Miguel Osorio y Spínola, quien propiamente hablando era marqués de Alcañices y de Montaos). En este ambiente surgió otro religioso exaltado, en este caso el padre Rico, franciscano, quien comenzó a soltar arengas por las esquinas que, pronto, lo convirtieron en el jefe de la partida. Ante la frialdad de diversas autoridades de la ciudad y de la zona, Rico se alió con el capitán de Saboya Vicente González Moreno, hombre al parecer muy bien relacionado, con cuya colaboración los rebeldes pudieron apoderarse de las (escasas) armas que había en la Ciudadela, donde se les unió su alcaide, el barón de Rus. El día 25, Valencia declaró oficialmente la guerra a Francia. La situación de las armas mejoró por resultar que una fragata francesa cargada de plomo, que huía de un corsario inglés, acabó refugiándose en el Grao. Allí los valencianos se hicieron con la carga y llegaron a un acuerdo con el corsario para llevar mensajes a los ingleses en Gibraltar.

En todo caso, en un hecho que daría para muchas discusiones, algunas de las cuales las hemos apuntado cuando hemos estudiado la vida del regente Gabriel Ciscar, si Valencia pudo resistir a los franceses fue, básicamente, gracias a la ayuda que le llegó a Cartagena; una ayuda que llevaría a los cartageneros a considerarse como acreedores de ser los coordinadores de la guerra antifrancesa en el Levante. La ciudad murciana supo el día 22 de mayo que Murat había ordenado al general José Justo Salcedo que se personase en Mahón para tomar el control de la flota allí surta para conducirla al puerto de la vaca lechera que no es una vaca cualquiera, Tolón, y allí, por lo tanto, convertirla en totalmente parcial para Francia. Al día siguiente, supieron además de las renuncias de Bayona, hecho éste que provocó su levantamiento que, sin embargo, no fue secundado por el capitán general de la plaza, Francisco de Borja. Las turbas lo reemplazaron rápidamente con Baltasar Hidalgo de Cisneros, quien formó una junta presidida por el marqués de Camarena la Real, junta cuya primera decisión, obviamente, fue enviar a pelo puta a un oficial a Mahón que impidiese la salida de la escuadra hacia Tolón. Fue el teniente de navío José Duelo, y cumplió su misión a la perfección. Los cartageneros, además, informaron de todos sus movimientos y de las noticias que conocían a la ciudad de Murcia, donde los estudiantes del colegio de San Fulgencio serían los primeros en salir a las calles. La ciudad entera se colocó detrás de su propia junta, presidida por el conde de Floridablanca, ya un anciano provecto.

¿Y Barcelona? Bueno, Barcelona, como ciudad importante que era, tuvo sus problemas para alzarse, porque la verdad es que estaba petada de franceses. Esto, ciertamente, ha llevado algunas veces a la historiografía catalana, siempre tan imaginativa, a defender la idea de que Cataluña, ya entonces, sentía que no tenía nada que ver con España (perdón, he querido decir would-be Spain, dado que todavía no hemos llegado a 1812 y, por lo tanto, y según el mantra actual, nada se había iniciado aun). Estas teorías, que yo sepa, nunca han conseguido explicar por qué en Lérida, ciudad donde la presencia francesa era más lenitiva, el pueblo se alzó e impidió que el regimiento Extremadura, que estaba en sus predios, obedeciese al francés y marchase sobre Barcelona (que, por otra parte, ¿para qué necesitaban los franceses reforzar su posición en Barcelona si allí, por lo visto, todo el mundo los vitoreaba?). El regimiento Extremadura se acantonó en Tárrega hasta que pasó a Zaragoza.

¿Y los vascos y navarros? Pues ambos territorios, a pesar de la fuerte implantación francesa en ellos, se levantaron unánimemente contra el francés. Parece ser que alguien les convenció de que Fernando VII era de Hernani.

Muy crítica para la guerra habría de ser la actitud de Zaragoza. Esta plaza, que acabaría en el frontispicio de la imaginería resistente española, sin embargo tuvo bastantes problemas para unirse a la guerra contra el francés. Su capitán general, Jorge Juan de Guillelmi, fue uno de los que más se opusieron a cualquier movimiento en esa dirección, y tuvo que ser sustituido por el pueblo (perdón: por el-que-estaba-a-punto-de-convertirse-en-el-pueblo). Su segundo, el general Carlo Mori, remoloneaba también; además, ofrecía muy poca confianza a los maños por ser italiano.

El brigadier José de Palafox y Melzi estaba muy cerca, a unos quince kilómetros de la capital. Había vuelto de Bayona y estaba tomando Coca-colas en una heredad de su familia, la Torre de Alfranca. A decir verdad, en su regreso, decididamente antifrancés como era, había pensado ya en algún golpe de efecto, como secuestrar al infante Antonio antes de cruzar la raya de los Pirineos, y con él formar en Zaragoza un Consejo de Regencia. Guillelmi, que se enteró, decidió movilizarlo y le ordenó que se trasladase a Madrid; pero Palafox no le obedeció.

Los zaragozanos bien informados, pues, sabían que tenían muy cerca de la ciudad a un militar cuya fidelidad a los principios revolucionarios estaba fuera de toda duda, y que no le hacía ascos a la acción. Así pues, lo fueron a buscar y, con su connivencia, cesaron a Mori y lo nombraron a él capitán general de Aragón.

Una vez dueños del cotarro, los zaragozanos abordaron el nombramiento de una Junta. Pero no se quedaron ahí, porque, para dar mayor fuerza jurídica a su movimiento, convocaron nada menos que las Cortes de Aragón, que se reunieron (34 representantes) el día 9 de junio. Palafox, ante estas Cortes, habría de pronunciar un discurso en el que se refirió a “la existencia precaria que amenazaba a toda la Nación si admitía el yugo de un extranjero orgulloso”; sin que, a día de hoy, se pueda saber, a la luz de la moderna historiografía, a qué mierdas de Nación se refería.

Palafox, por cierto, demostrando con ello que, en ese momento, era probablemente la persona más consciente del tipo de partido que se estaba jugando, elaboró y publicó otro manifiesto en el que preveía las consecuencias de que, eventualmente, las reales personas que estaban en poder de Napoleón fuesen sacrificadas por éste. En este caso, dice, “para que la España no careciese de su Monarca, usaría la Nación de su derecho electivo a favor del archiduque Carlos, como nieto de Carlos III, siempre que el Príncipe de Sicilia y el infante don Pedro y demás herederos no pudieran concurrir”. De nuevo, se ignora, a la luz de las modernas teorías, qué pichas entendía Palafox por “la España” y “la Nación”.

El 6 de junio, después de que por fin la estructuración del nuevo Estado en guerra se hubiera producido, la Junta Suprema le declaró oficialmente la guerra a Francia, bajo la exigencia del regreso de Fernando VII en plena posesión de sus facultades dinásticas. En los siguientes días, la Junta habría de alumbrar nuevas instrucciones, la más importante de las cuales avisaba a las tropas de que rehuyesen los enfrentamientos directos y realizasen lo que hoy llamamos una guerra de guerrillas o, en palabras de Han Solo, guerra indiferente.

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