Un rey con dos coronas, y su pastelera señora
La puerta que abrió Jack Cade para Ricardo de York
El yorkismo se quita poco a poco la careta
Los Percy y los Neville
Ricardo llega a la cima, pero se da una hostia
St. Albans brawl
El nuevo orden
Si vis pacem, para bellum
Zasca lancastriano
La Larga Marcha de los York/Neville
Northhampton
Auge y caída del duque de York
El momento de Eduardo de las Marcas
El desastre de Towton y los reyes PNV
El sudoku septentrional
El eterno problema del Norte
El fin de la causa lancastriana
La paz efímera
A walk on the wild side
El campo de la cota abandonada
Los viejos enemigos se mandan emoticonos con besitos
El regreso del Emérito, y el del neo-Emérito
Rey versus Rey
The Bloody Meadow y la Larga Marcha Kentish
El rey que vació Inglaterra
Iznogud logró ser califa en lugar del califa
La suerte está echada. O no.
Las últimas boqueadas
Buckingham avanzaba por el valle del Wye, perseguido por los galeses a los que había esperado juntar a su causa. Ninguno de los refuerzos prometidos con la boca más o menos pequeña apareció. Ya muy cerca de Heresford, se dio cuenta de que el tema era una ful; así pues, se disfrazó de campesino y salió a la naja, dejando a sus tropas sin mando ni futuro. Se refugió en la casa de uno de sus parciales, Ralph Bannister, en Lacon Hall; pero fue rápidamente reconocido y entregado al cuartel de la Guardia Civil de Shropshire. Bannister recibiría semanas después del rey una de las mansiones de Buckingham en Kent, así pues las pruebas son abrumadoras en favor de la tesis de que tiró de móvil.
El 24 de octubre, Ricardo salió
de Leicester camino de Coventry. Llevaba una tropa más que maja, levantada por
los Stanley y los Percy en el Norte; y tenía a Juan Howard en Londres,
controlando la ciudad. De camino recibió la noticia de la desgracia de
Buckingham, por lo que supo que se podía centrar en el sureste sin problemas.
Además, los rebeldes, que también conocían el resultado ocurrido en las Marcas
occidentales, estaban desmoralizados, y apenas presentaron batalla. Antes de
llegar noviembre, el rey entró en Salisbury. En la plaza de dicha población, el
2 de noviembre, el duque de Buckingham fue ejecutado. Ricardo llegó a Exeter el
8 de noviembre; allí logró capturar a su cuñado Tomás St. Leger, al que ejecutó
también. Enrique Tudor, mientras tanto, había desembarcado, había escuchado las
noticias y, claro, como podía ser tonto pero no gilipollas, se hizo a la mar de
nuevo. El 25 de noviembre, el rey estaba otra vez en Londres.
La respuesta de Ricardo a la
revuelta no fue muy inteligente. Un político con sensibilidad, aunque es verdad
que de ésos hay muy pocos, acabará por entender que si el excesivo oligopolio
en el poder de tu camarilla ha provocado una revuelta de estas características,
lo suyo es, de un forma gradual, ceder en parte a esas reivindicaciones cuando
recuperas el poder. Pero eso no fue lo que hizo Ricardo. Si su gobierno era ya
el de la camarilla del Norte, dicha situación se elevó a la séptima potencia.
Ricardo limpió el Parlamento de todos aquéllos que consideraba contrarios o
tibios y, en enero de 1484, le otorgó a Sir Marmaduke Constable los señoríos
antes de Buckingham de Tonbridge y Penshurst, en Kent; es decir, colocaba a uno
de los suyos en el puro centro de la rebelión suroriental. Otro hombre de su
cuerda, Sir Roberto Brackenbury, fue nombrado sheriff vitalicio de Kent, y Sir
Roberto Percy, sheriff de Exeter y Hertfordshire. Se formó una especie de
comisión de gobierno para Cornualles y Devon, al frente de la cual se situó a
Lord Scropes of Bolton. Toda aquella cascada de hombres del Norte gobernando
los destinos del Sur (imaginaos a un presidente del gobierno que interviniese la autonomía andaluza y petase el Palacio de San Telmo con vascos del PNV) no hizo sino incrementar el resentimiento de media
Inglaterra contra la otra media, y engrandecer una figura que hasta entonces no
había sido gran cosa en términos de popularidad: la de Enrique El Pilas.
En efecto, en 1483, cuando
Ricardo III sofocó la rebelión del sureste, Enrique Tudor era un Don Nadie.
Hasta el verano de aquel año, su única compañía había sido la de su tío Jasper.
En esa fecha, se le unió Eduardo Woodville, quien aportó dos barcos, el Trinity y el Falcon, que era todo lo que había conservado de su flota.
Enrique Tudor, pues, no tenía
Corte ni camarilla en Bretaña; pero, paradójicamente, fue la victoria de
Ricardo III quien se la proporcionaría. Juan Morton fue el único de los
conspiradores de importancia que no huyó a Bretaña, sino a Flandes. El resto sí
que lo hicieron, por lo que, repentinamente, el marqués de Dorset, Pedro y Eduardo
Courtenay, Sir Juan Cheyne, Sir Guillermo Berkeley y Sir Gilles Daubeney
estaban con él. La inmensa mayoría de ellos eran cortesanos del rey Eduardo IV
y, lógicamente, no hicieron otra cosa que estrechar los lazos de Enrique con la
familia del monarca depuesto. Así las cosas, el 25 de diciembre de 1483, en la
catedral de Rennes, Enrique Tudor hizo el solemne juramento de desposar a
Isabel de York en el momento en que fuese rey de Inglaterra.
Ricardo, sin embargo, no se quedó
quieto. Para él, el principal objetivo era conseguir que el duque de Bretaña
soltase su presa, pues no se olvide que Enrique era algo así como un medio
refugiado, medio prisionero, de sus Estados. Para meterle presión, el rey
inglés organizó en el Canal una guerra naval contra los barcos bretones. El
duque Francisco, por otra parte, también estaba presionado por París. Sólo había conseguido tener una hija, Ana de
Bretaña, lo cual le hacía más que sospechar que, a su muerte, Luis XI trataría
cuando menos de engullir su reino. En ese orden de cosas, el duque consideraba
que Inglaterra podía ser un valioso aliado. El 30 de agosto de 1483, Luis XI
falleció y fue heredado por un niño de trece años, Carlos VIII, algo que había
reducido la presión sobre Bretaña, permitiendo al duque apoyar a Enrique en sus
planes de desembarcar en Inglaterra. Sin embargo, la regencia francesa
rápidamente dejó clara su intención de continuar su política imperialista, por
lo que Francisco buscó de nuevo la amistad de Inglaterra. Ricardo, pues, a
mediados de 1484 dio por terminada la guerra en el mar y le prometió a los
bretones la ayuda de 1.000 arqueros.
En ese entorno, Juan Morton,
quien como he dicho estaba en Flandes, se enteró de una conspiración en marcha
por medio de la cual Pedro Landois, el Tesorero del ducado de Bretaña y primer
ministro in pectore, habría de secuestrar a El Pilas para entregárselo al rey
Richie. Así las cosas, Enrique salió a la naja y pasó a Anjou, y por ahí, a
Francia.
Enrique Tudor se estableció en la
Corte francesa, que lógicamente era poco proclive a entregarlo a Londres
mientras Londres siguiese apostando por los bretones como amiguis
continentales. Estando en París se les unió Juan de Vere, el conde de Oxford,
quien había conseguido escapar de una reclusión de diez años en el castillo de
Hammes. De Vere aportaba su sabiduría militar pero, sobre todo, su indiscutible
pedigree Lancaster, lo cual era
extremadamente valioso en una Corte en el exilio formada, básicamente, por
yorkistas apartados por Ricardo. También se unieron en esos tiempos Jacobo
Blount y Juan Fortescue, ambos de la pata York. Ambos habían sido personal de
confianza de Ricardo. De estas dos defecciones, la más seria para la Ricardo
era la de Fortescue, puesto que éste había ocupado el viejo puesto de Andrés
Trollope, esto es capitán de Calais; su cambio de bando levantaba serias dudas
sobre la capacidad de Londres de controlar esas tropas que, no me cansaré de
repetirlo, eran, de hecho, el único ejército permanente inglés existente en
aquellos momentos. Por lo demás, el hermano de Blount, Lord Mountjoy, era el
capitán de la vecina fortaleza de Guînes; ¿y si también se pasaba de bando?
Todas estas dudas explican bien
el movimiento del rey de refrescar al completo el mando en Calais, adonde envió
a Sir Jacobo Tyrell. Sin embargo, poco a poco el rey, crecientemente
desconfiado de casi todo el mundo, se quedaba sin gente. Incluso tuvo que tirar
de su propio hijo bastardo, Juan de Gloucester, para algún nombramiento
importante, a pesar de que ni siquiera era mayor de edad.
En la sesión del Parlamento
correspondiente a 1484, Ricardo hizo a lores y comunes jurar a su hijo Eduardo
como príncipe de Gales; sin embargo, la jugada le salió rana, porque el niño la
roscó poco después, del susto tal vez; aunque, considerando que era inglés, no hay que descartar, en modo alguno, la dieta. En marzo de 1485, cuando murió la mujer del Richi, éste activó las
negociaciones con Isabel Woodville, que todavía estaba en Westminster, para que
pudiera abandonar su acogida a sagrado, aparentemente a cambio del compromiso
de que su sobrina se casara con él; estas noticias dispararon la rumorología en
el sentido de que el rey había envenenado a su mujer para dejar libre el sitio.
Tengo por mí que estos rumores estuvieron alimentados por los clanes
septentrionales que apoyaban al rey. La reina muerta era una Neville, y el
gesto de iniciar otra alianza familiar con los Woodville ponía en solfa buena
parte de los apoyos sociológicos en los que se asentaba la corona ricardiana
(Ricardo, en este punto, parece haber sido un Sánchez de la vida, como hay
tantos en la Historia, convencido de que puede engañar a todos todo el rato). En
el verano de 1484 Ricardo se desplazó a Nottingham, esperando una invasión
desde Francia que, sin embargo, no se produjo porque Enrique Tudor estaba muy
lejos de poder juntar todos los efectivos que necesitaba.
A pesar de esta inesperada
tranquilidad, el rey estaba de los nervios. La muerte de su heredero había
trastocado los planes, y el movimiento dinástico implicando a los Woodville era
muy arriesgado; y luego estaba Enrique Tudor, absolutamente intocable desde que
estaba en París. El 7 de diciembre de 1484, el rey hizo la primera de sus
proclamas contra Enrique Tudor; una proclama necesaria, pero que no podía
evitar darle relieve a su enemigo. El 18 de diciembre ordenó un censo militar.
Esperaba una invasión en el verano siguiente.
Al llegar la primavera de 1485,
Enrique Tudor fue a Rouen. La regencia parisina, finalmente, se había dado
cuenta de que la mejor forma de que Londres dejase de enviar tropas a Bretaña
era ayudar a aquel tipo a dar por culo. Ahora que tenía pasta, Enrique organizó
una flota en el estuario del Sena. En abril, Ricardo, más que probablemente
informado de lo que estaba pasando, ordenó a su flota ponerse a la mar a las
órdenes de Sir Jorge Neville, y envió al vizconde de Southhampton como algo así
como comandante en jefe de las defensas del Sur. En junio reiteró su proclama
contra Enrique.
El Tudor, por su parte, conducía
desde Francia discretos contactos con diferentes casas nobles inglesas, para
valorar el volumen y calidad de los apoyos con que podría contar una vez que
hubiese desembarcado. El probable que contactase con los Stanley y con el conde
de Northumberland. Parece ser que sólo los Stanley le dieron esperanzas, por lo
que se convenció de que su rebelión debería empezar por Gales: allí, Sir
Guillermo Stanley tenía mucho poder; y no hay que olvidar que también era una
tierra donde su tío, el conde de Pembroke, todavía podía marcar algunos números
de teléfono.
Con el tiempo, en todo caso,
Enrique recibió más promesas de ayuda: Gilberto Talbot, tío del cuarto conde de
Shrewsbury; Sir Juan Savage, sobrino de Lord Stanley que había formado parte de
la Corte eduardiana; o Rhys ap Thomas, un noble importante en Gales.
En el mes de julio, un sacerdote
galés llamado Juan Morgan pasó el mensaje de que las cosas estaban maduras en
Gales para la rebelión. El 1 de agosto de 1485, la flota pagada por Enrique, al
mando del francés Guillermo de Casenove, dejó atrás el puerto de Harfleur.
El día 7 de agosto, Enrique Tudor
desembarcaba en Milford Haven. Llevaba una tropa de normandos al mando de
Filiberto de Chandee, a quien, con el tiempo, haría conde de Bath. Pasó la primera
noche en Dale y al día siguiente avanzó hacia Haverfordwest. Allí se le unió
una pequeña tropa facilitada por su tío Jasper; pero, a cambio, recibió
noticias de que tanto Juan Savage como Rhys ap Thomas se estaban preparando
contra él. A pesar de noticias tan descorazonadoras, Enrique siguió avanzando
hacia Cardigan, tal vez porque tenía frío y se quería comprar un jersey. Para
entonces era obvio que todo aquél que tenía que saber que habían llegado a la
isla, ya lo sabía. En el momento en que pararon en Cardigan, en todo caso, las
noticas sobre las defecciones de primera hora respecto de las promesas hechas
un día comenzaron a hacer su labor disgregadora. Todo parecía indicar que aquel
episodio no era sino una rebelión más de ésas que mueren antes de haber
comenzado propiamente. En la tropa de Enrique comenzaron las deserciones.
La suerte estaba echada. O no.
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