Un rey con dos coronas, y su pastelera señora
La puerta que abrió Jack Cade para Ricardo de York
El yorkismo se quita poco a poco la careta
Los Percy y los Neville
Ricardo llega a la cima, pero se da una hostia
St. Albans brawl
El nuevo orden
Si vis pacem, para bellum
Zasca lancastriano
La Larga Marcha de los York/Neville
Northhampton
Auge y caída del duque de York
El momento de Eduardo de las Marcas
El desastre de Towton y los reyes PNV
El sudoku septentrional
El eterno problema del Norte
El fin de la causa lancastriana
La paz efímera
A walk on the wild side
El campo de la cota abandonada
Los viejos enemigos se mandan emoticonos con besitos
El regreso del Emérito, y el del neo-Emérito
Rey versus Rey
The Bloody Meadow y la Larga Marcha Kentish
El rey que vació Inglaterra
Iznogud logró ser califa en lugar del califa
La suerte está echada. O no.
Las últimas boqueadas
El nuevo rey Eduardo, sin embargo, no podía relajarse tras el resultado de estas escaramuzas. El senescal de Normandía, Pierre de Brézé, buen amigo de Margarita de Anjou, acopió una flota con la intención de aprovechar la relativa debilidad del Estado inglés para hacerse con el control de las islas del Canal. En mayo, una fuerza de franchutes desembarcó en Jersey. El 22 de julio de 1461 murió el rey francés, Carlos VII, y lo hizo de una forma relativamente inesperada (lo mataron las complicaciones de una extracción dentaria); esto debilitó la capacidad ofensiva francesa durante un tiempo.
Además, Luis XI, el heredero del trono camembert, era una
persona que siempre se había mostrado relativamente favorable a los
posicionamientos yorkistas; de hecho, reinar él y ser depuesto Brézé, y con él
toda su expedición insular, fue todo uno. Luis, sin embargo, más que un rey
proinglés era un rey antifrancés; quiero con ello decir que su decisión de
paralizar la ofensiva en el Canal estuvo básicamente movida por los enfrentamientos
que había tenido en vida con su padre, y con la necesidad que tenía de limpiar
los rangos de poder franceses de amiguetes del mismo. Pocos meses después de
acceder al trono, cuando se pudo sentir adecuadamente consolidado y exento de
competencia, el propio rey regresó a los planes de hacer el Canal de la Mancha
un lugar básicamente controlado por Francia; o sea, por él.
El rey inglés, por lo tanto, tenía que lidiar con un país
que, en buena parte, seguía viviendo una guerra civil larvada; y dos vecinos,
uno terrestre y el otro marino, Escocia y Francia, que claramente estaban
jugando sus cartas en medio de todo aquel proceso. No se podía quedar quieto.
En julio de 1461, el mismo mes del fallecimiento del rey francés, lanzó una
expedición contra las posiciones fuertes de los Lancaster en Gales; expedición
militar que también fue un poco viaje político, esto es, ir visitando pueblo
tras pueblo para dejarse ver por el personal y ganar popularidad.
Abandonó Eduardo, pues, la ciudad de Londres, acompañado por
dos de los miembros de su entourage
más estrecho: el conde de Essex y Lord Hastings. Como un Boris Johnson
cualquiera, visitó Kent, Sussex, Hampshire, Wiltshire y Gloucestershire. En
Bristol presidió el juicio contra un lancastriano, Sir Balduino Fulford, quien,
sin demasiadas sorpresas en las apuestas, fue condenado a la decapitación; su
cabeza, de hecho, estuvo expuesta en la ciudad casi tres años. Luego se paseó
más que realizó movimientos bélicos por las Marcas Galesas y las Midlands
occidentales, hasta que decidió volver a Londres porque sus asesores le decían
que ya era hora de que celebrase su primer parlamento.
Esto quiere decir, claro, que el rey había abandonado la
idea de entrar el Gales a repartir hostias. El problema galés, sin embargo,
seguía ahí. Jasper El Pilas, conde de Pembroke, y Enrique Holland, duque de
Exeter, mandaban en el lugar, puesto que tenían el control de diversos
castillos de alto valor estratégico, amén de usualmente impronunciables. El 12
de julio, el rey le había ordenado a Felipe Harveys, quien recientemente había
sido promocionado como magistral de la King’s Ordonance, para que se quedase
por allí con su artillería machaca-castillos. Asimismo, se autorizó a dos
nobles de la cuerda, Lord Herbert y Lord Ferrers (quien portaba el que en su
día sería muy principal apellido Devereaux) a realizar levas en los terrenos
fronterizos con el reino.
Todos estos planes tuvieron que mantenerse, e incluso
intensificarse, a causa de lo puteones que se estaban poniendo los
lancastrianos. Así, Lord Herbert fue colocado, a final de año, al frente de
toda la tropa yorkista. El 30 de septiembre, Herberto le arrebató a los
Lancaster el castillo de Pembroke. Quince días después, en batalla abierta,
derrotó a las fuerzas del conde de Pembroke y el duque de Exeter en Twt Hill, a
tiro de lapo de Caernavon. La victoria de Twt Hill tuvo una enorme importancia
estratégica: no echó a los Lancaster del resto de sus castillos en Gales, pero
lo que sí hizo fue impedir que pudieran reunirse en un ejército competitivo;
les cortó, por así decirlo, las líneas de pase. Así las cosas, los yorkistas
pudieron empezar a actuar a lo Simeone, partido a partido, con lo que obtuvieron
nuevas victorias sobre algunas de aquellas fortalezas. Denbigh cayó ya en enero
de 1462, y Carreg Cennen cuatro meses más tarde. El principal stronghold lancastriano era el castillo
de Harlech. Se trataba de un puesto inexpugnable porque había sido diseñado
para ser aprovisionado desde el mar; por lo tanto, para tomarlo hubiera sido
necesario disponer no sólo de las tropas que tenía Herbert, sino también de una
flota de la que carecía. El fuerte, además, tenía un jefe inteligente y capaz
en Sir Ricardo Tunstall.
Si las cosas en el Oeste se puede decir que le iban bien a
la monarquía yorkista, en el norte el tema ya no presentaba el mismo panorama.
En julio de 1461, el conde de Warwick había sido nombrado guardián de las
marcas oriental y occidental, lo que normalmente se toma como una prueba de que
la preocupación en Londres por la situación en el área era extrema. Los
yorkistas, sin embargo, no se durmieron. En septiembre de 1461, mientras en
Gales atacaban Pembroke, en el norte atacaban Alnwick, uno de los principales
puestos de resistencia lancastrianos. Cuando esta fortaleza cayó, la cercana de
Dunstanburgh quedó totalmente expuesta y sin capacidad de aprovisionarse, por
lo que Sir Ralph Percy la rindió; si bien, en una decisión bastante extraña,
fue confirmado en su cargo al frente de la fortaleza. Era un movimiento
arriesgado. El padre de Ralphie había muerto en St. Albans y su hermano mayor
en Towton.
El problema en el norte para el bando yorkista se asemeja al
del ejército republicano en la guerra civil española en algunos puntos
geográficos y temporales de dicha guerra. Mostraba pocos problemas a la hora de
conseguir avances; pero, situado como estaba en un terreno que le era hostil,
le costaba horrores conservarlos. Sir Guillermo Talboys, uno de los comandantes
lancastrianos, no tardó mucho en recuperar Alnwick. Apoyándonos en los símiles
hispanos de nuevo, puede decirse que el gran problema en el frente norte era
que, igual que los terroristas de ETA en Francia durante mucho tiempo, los
lancastrianos disponían de un santuario a sus espaldas gracias a la calculada
no beligerancia de los escoceses, que estaba muy lejos de ser neutralidad. Los
York necesitaban revertir eso por una vía que no fuese militar, pues la guerra
contra Escocia estaba totalmente contraindicada.
Los escoceses, sin embargo, eran, como ya he dicho, unos
reyes PNV. A ellos quién reinase en Inglaterra se les daba una higa con tal de
que les otorgase generosos subsidios, una existencia razonablemente tranquila
en Las Marcas, y la ausencia de veleidades de fusión. Jacobo II iba a lo suyo
y, por aquel tiempo, consiguió un gran triunfo empedrando el camino de su
sucesor al trono al deshacerse de quienes suelen ser conocidos como el clan de
los Douglas Negros. Y Eduardo no fue ajeno a dicho triunfo.
El conde de Douglas, desheredado de sus derechos dinásticos,
llevaba exiliado en Inglaterra desde 1455 donde, como todo escocés que se
precie, ocupaba el tiempo en labrar los perfiles de su venganza contra la casa
de los Stewart o Estuardo, como los conocemos nosotros. En febrero de 1462, Jacobo Douglas convenció al conde de Ross,
Lord de las Outer Isles, así como a su pariente Donald Balloch, para que se
reuniesen en una especie de unión confederada, pagada por el rey inglés
Eduardo. El obvio objetivo de esta alianza era colocar en el trono escocés al
clan conocido, como he dicho, como de los Douglas Negros. Los tres conspiradores se repartirían la Escocia septentrional, con
estatus de vasallos del rey inglés.
Formalmente, parece que los dos reyes, escocés e inglés,
deberían jurarse odio eterno por esta movida. Pero no es así. Eduardo apoyó la
causa de los Douglas pero, la verdad, y esto es algo que Jacobo le agradecería,
nunca creyó en ella. Consecuentemente, la pasta comprometida en la movida fue
poca y tardana. Ausente del combustible necesario, la causa de los Douglas
Negros capotó.
También en el campo diplomático, Eduardo tuvo la exitosa
idea de aproximarse a María de Güeldres, la reina consorte de Escocia, sobre
todo después de que Somerset, parece ser, comenzase a frotársela. María era sobrina del
duque Felipe de Borgoña, decidido yorkista, y por eso se podía ver tentada a
apoyar la causa del rey. Y lo hizo. En marzo de 1462, puso los recursos necesarios
para que Margarita de Anjou pudiera pasar a Francia. Aquello parecía favorecer
claramente que la casa real escocesa se volviese yorkista; sin embargo, lo
conocidos como old lords, es decir,
los consejeros del rey con más experiencia, se negaron en redondo a que el país
se implicase tan claramente a favor de uno de los contendientes en lo que
seguían viendo, cuando menos parcialmente, como
una guerra civil.
Lo que es evidente es que la marcha de Margarita a Francia debilitó
la posición de los Lancaster en el norte de Inglaterra, muy especialmente en
Northumberland, el principal teatro en juego. Londres se apresuró a negociar
una tregua con Escocia, una tregua de tres meses que abarcaría de junio a
agosto; lo hicieron, claro, para aprovechar ese momento adecuadamente. En julio
Lord Dacre cobró la rendición de Naworth; asimismo, Tailboys rindió de nuevo
Alnwick a un ejército comandado por Hastings, Sir Juan Howard y Sir Ralph Grey.
Tunstall capturó Bamburgh.
En el otoño de 1462, sin embargo, Margarita regresó a
Inglaterra. Había aprovechado la estancia en Francia y, de hecho, semanas antes
de bajarse del avión había llegado a acuerdos con Luis XI. De nuevo, la Anjou
se mostraba capaz de cualquier cosa, y por eso le ofreció al rey francés la
perla que le faltaba: Calais, a cambio de financiación y de la liberación de De
Brézé para que se pudiera poner al frente de una tropa gabacha. Sin embargo,
para llegar a Calais los franceses tenían que atravesar tierras borgoñonas y el
duque Felipe, honrando sus compromisos, les negó el pasaporte. Así las cosas,
si Luis no podía tener Calais, los problemas de Margarita en Francia le
importaban menos. Como consecuencia, todo lo que pudieron llevarse consigo
Margarita y De Brézé fue unos 800 efectivos que, además, había pagado el propio
noble francés de su bolsillo.
La expedición navegó hasta Escocia, donde se les unió el
Emérito, y luego tiraron para Bamburgh, adonde llegaron el 25 de octubre. El
castillo les abrió las puertas y quedó bajo el mando de Somerset.
Automáticamente Ralphie Percy, quien debemos recordar había quedado
extrañamente confirmado como capitán del castillo de Dunstanburgh, afirmó su
fidelidad al viejo rey depuesto. Los lancastrianos sitiaron Alnwick, un
castillo que, la verdad, los yorkistas, no sé si por desidia o por sobradismo,
no se habían preocupado ni de mejorar ni de aprovisionar adecuadamente, por lo
que no tardó en rendirse.
Las cosas, sin embargo, habían cambiado mucho en el norte.
Las buenas gentes de Northumberland y otras áreas no sólo estaban un poco
cansadas de la guerra, sino que habían aprendido que el hecho de que un bando
ganase el control de determinado castillo no era garantía de que fuese a conservarlo.
Hartos, pues, de ver cómo aquello era un continuo de idas y venidas, la mayoría
de los habitantes de la Inglaterra septentrional decidió que lo más probable
era que el gobierno de Londres reaccionase, así pues el poder que ahora
exhibían los Percy y los Lancaster en la zona no tenía por qué durar. Así pues,
prefirieron esperar a ver cómo se aclaraba la cosa.
No se equivocaban. Londres no se quedó quieto. Sólo cinco
días después de la llegada del rey y la reina eméritos a Bamburgh, esto es,
probablemente apenas horas después de haber conocido la noticia, el temible
Warwick tomaba el caballo de las diez de la mañana camino del Norte.
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