viernes, septiembre 03, 2021

La Guerra de las Rosas (12) Auge y caída del duque de York

  Un rey con dos coronas, y su pastelera señora

La puerta que abrió Jack Cade para Ricardo de York
El yorkismo se quita poco a poco la careta
Los Percy y los Neville
Ricardo llega a la cima, pero se da una hostia
St. Albans brawl
El nuevo orden
Si vis pacem, para bellum
Zasca lancastriano
La Larga Marcha de los York/Neville
Northhampton
Auge y caída del duque de York
El momento de Eduardo de las Marcas
El desastre de Towton y los reyes PNV
El sudoku septentrional
El eterno problema del Norte
El fin de la causa lancastriana
La paz efímera
A walk on the wild side
El campo de la cota abandonada
Los viejos enemigos se mandan emoticonos con besitos
El regreso del Emérito, y el del neo-Emérito
Rey versus Rey
The Bloody Meadow y la Larga Marcha Kentish
El rey que vació Inglaterra
Iznogud logró ser califa en lugar del califa
La suerte está echada. O no.
Las últimas boqueadas 


A aquellas alturas de la movida, todo el mundo se preguntaba qué haría Ricardo de York. Y para él llegó el momento de saltar de isla. En septiembre, el duque desembarcó en Chester; y no sólo hizo eso sino que destapó claramente sus intenciones: en las arengas a sus parciales ya no se recataba de decir que había llegado a Inglaterra para reclamar el trono.

Siguiendo la misma técnica que había utilizado Warwick desde Sandwich, Ricardo comenzó un lento avance por las Marcas galesas y de las Midlands occidentales, acopiando gente a cada paso. En el momento que consideró apropiado, varió la dirección, hacia Westminster, donde debía de celebrarse la sesión del Parlamento. El 10 de octubre, el noble ya en abierta rebeldía contra su rey llegaba a Londres. Allí fue recibido por las autoridades municipales, pero muy brevemente, porque, lógicamente, adonde quería llegar Ricardo era a Westminster. Lógicamente, no fue sólo; se llevó medio millar de soldados con él.

En Westminster, se dirigió a la cámara donde el rey y los comunes solían realizar sus sesiones parlamentarias. Entonces, se acercó al trono y puso su mano sobre el almohadón de su asiento, en un gesto que quería decir: “esto es mío”. Después de retirar la mano, se volvió hacia el público, probablemente esperando un aplauso cerrado; pero, sin embargo, los comunes permanecieron en un silencio espeso. Finalmente, el obispo de Canterbury se le acercó y le preguntó si quería ver al rey. Fue una manera de dejarle claro que los representantes de las ciudades inglesas no necesariamente estaban con él, algo que, a todas luces, no esperaba.

Los lores, para entonces, ya sabían que Ricardo andaba por ahí reclamando lo que decía ser suyo.

Hay alguna que otra razón para esta frialdad. La primera, muy importante, es que Ricardo y Warwick no estaban para entonces en los mejores términos. A Warwick, el movimiento de ir a Westminster no le parecía el mejor del mundo, y es muy probable que, por carta o en algún encuentro que no registraron las crónicas, se lo dijese. Neville, más pragmático que su compañero de fatigas, prefería administrar la victoria sin paliativos que habían tenido a la hora de, por así decirlo, asaltar los cielos, que jugársela a provocar en el país una guerra civil impredecible en su final. El hacedor de reyes, por otra parte, se sentía con derecho a ser escuchado y aun obedecido por Ricardo, dado que ostentaba el mérito de haber sido quien se había batido el cobre contra el rey, mientras Ricardo permanecía en Irlanda, caliente y tranquilo.

En todo caso, Ricardo de York tenía muchas razones, y de peso, para considerarse merecedor del trono. Por lo tanto, su demanda no podía quedar simplemente sin respuesta. Los Lancaster, ciertamente habían estado sentados en el trono inglés durante sesenta años; sin embargo, el argumento de Ricardo de York era que Enrique IV había sido un usurpador, lo que eliminaba los derechos dinásticos de sus descendientes. El parlamento de octubre de 1460 no negó los cargos presentados por York pero, sin embargo, era renuente a la idea de deponer al rey Enrique. Ciertamente, no era un problema de fidelidad; al fin y al cabo, aquel parlamento había sido convocado en medio de la toma de poder por parte de los yorkistas, así pues no se podía considerar una asamblea lancastriana. El problema era el vértigo que muchos representantes, a pesar de su fidelidad en cierto grado a la casa de York, sentían hacia la posibilidad de romper el país en una guerra civil. Hay que entender, en este punto, que en el siglo XV Inglaterra distaba muchísimo de ser la unidad política que es hoy en día. Los tiempos en los que sus tierras se formaban de reinos diferentes, que habían tenido reyes también diferentes o nobles con elevados poderes, no estaban tan lejanos.

Aquello sólo podía terminar en una guerra civil o en un compromiso. Como los ingleses no son españoles, escogieron lo segundo. El rey Enrique retendría el trono, pero a su muerte sería heredado por York y sus descendientes. O sea, más o menos como las modernas reformas de las pensiones, que todas se hacen a costa de los derechos de quienes son todavía demasiado jóvenes como para reclamarlos. Esto es, sucintamente, el Act of Accord de 24 de octubre de 1460.

El verdadero perdedor de ese acuerdo, el joven Eduardo, no estaba en condiciones de reivindicar demasiadas cosas. Él y su madre, como ya he contado, no estaban en Northhampton y, tras la batalla, se quedaron básicamente solos, tan sólo con una pequeña escolta. Con esa gente trataron de ganar las tierras de Gales, pero en el camino sufrieron una emboscada de varios seguidores de Lord Stanley; las dos reales personas consiguieron escapar, pero tuvieron que dejar tras de sí las joyas y otros objetos de valor que llevaban, y que les eran necesarios para comprar transportes y voluntades. Se refugiaron en Harlech Castle, pero en condiciones tan difíciles que no podían ni soñar con restablecer el contacto con sus parciales. Sin embargo, lo que sí es cierto es que tras la firma del Act of Accord, para la reina Margarita ya no quedaba otra que luchar; y, además, teniendo en cuenta el común apego que se suele producir a las personas de la familia reinante en un país, podía aspirar a encontrar pueblos, provincias y personas dispuestas a luchar con ella.

De manera casi imperceptible, pero eficiente, durante el invierno que abrochó 1460 y 1461, el bando de los Lancaster ahora depuestos por la vía de los hechos fue ganando partisanos. Jasper Tudor, el galés conde de Pembroke, había estado con Margarita desde la primera hora; sin embargo, no sintiéndose segura en este reino, Margarita decidió tomar un barco y desembarcar en Escocia, para buscar apoyos en aquella Corte.

Por otra parte, el duque de Somerset, que había regresado a Inglaterra desde Dieppe para evitar Calais, estaba en el suroeste de Inglaterra, en Corfe Castle, y comenzaba a acopiar tropas y gentes, ayudado por el conde de Devon. En el norte, como he dicho, el control de los York siempre había sido teórico. Allí reinaban, por así decirlo, el conde de Northumberland y los lores Clifford y Roos. La situación era tan pro-lancastriana que, en realidad, en el norte de Inglaterra quienes estaban a la defensiva eran los York, quienes veían, con frecuencia, cómo las posesiones del propio York y de los Neville en la zona eran arrasadas.

Para los yorkistas, por lo tanto, la prioridad era cortar las líneas de pase; hacer que los diferentes focos lancastrianos, en el norte, en el suroeste de Inglaterra y en la propia Gales, no consiguiesen contactar y compactar una tropa amenazadora. Pero, sin embargo, era complicado. En noviembre, Somerset y Devon cabalgaron hacia el norte. Pasaron por Bath, Cirencester, Evesham y Coventry sin que el ejército oficial, por así decirlo, pudiera molestarles; y, finalmente, llegados a York propiamente dicho, se reunieron allí con los Percy. En las vísperas de aquella Navidad, los rumores en Londres aseguraban que los lancastrianos estaban en Hull, montando un Woodstock de puta madre.

Llegaron los nervios. El conde de la Marca, en lo que era su primera misión propia, fue enviado a Gales, mientras el conde de Warwick permanecía en Londres protegiendo al rey. Geoffrey Gate, que era el gobernador de la isla de Wright, logró capturar al hermano de Somerset, Eduardo Beaufort, quien a pesar de ser bello y fuerte, muy hábil no era.

Sin embargo, lo que estaba claro es que por donde iban a plantar pelea los Lancaster era por el norte. Por ello, los yorkistas enviaron a unos 5.000 hombres hacia allí, al mando del duque de York y el conde de Salisbury con sus dos hijos, Edmundo de Rutland y Sir Tomás Neville. El 9 de diciembre, la tropa salió de Londres.

Casi desde el principio, esta tropa se vio hostigada por los lancastrianos y, sobre todo, por Andrew Trollope, que seguía vinculado a Somerset. En Worksop, por ejemplo, los emboscaron y dieron unos cuantos capones. Sin embargo, el 20 de diciembre los York habían alcanzado los alrededores del castillo de Sandal, un lugar dominado por ellos, junto con la ciudad a la que protegía, Wakefield. Allí pasaron las Navidades. En Pontefract, no muy lejos, estaba el ejército de los Lancaster, al mando de Somerset y Northumberland.

Los yorkistas estaban a salvo dentro del castillo; pero, en la medida que los lancastrianos habían llegado a la zona antes, y la tenían básicamente dominada, eso suponía que les costaba un Congo aprovisionarse. De hecho, muy a su pesar, Ricardo tuvo que dispersar a sus tropas y enviarlas en diferentes direcciones para que buscasen aprovisionamientos. Aquello funcionó malamente, por lo que a finales de diciembre no les quedó otra que plantear batalla.

Fue una decisión desesperada y, como casi todas las decisiones desesperadas, una mala decisión. Los yorkistas eran menos, no dominaban el terreno, y no presentaban un frente unificado. Sufrieron una derrota sin paliativos. El enfrentamiento le costó la vida al propio York, como le pasó a Tomás Neville, a Sir Tomás Harrington, Sir Tomás Parr y otros muchos nobles yorkistas (ya sabéis, desde Northumberland, que el objetivo especial de las espadas ganadoras era la gente principal) Edmundo de Rutland habría de morir en el puente de Wakefield, cuando Lord Clifford lo alcanzó en su huida. Salisbury fue capturado; al día siguiente, en Pontefract, fue ejecutado.

Fue, pues, una venganza en toda regla. Al frente de la tropa de los Lancaster estaban Somerset, Northumberland y Clifford; los tres habían perdido a sus padres en St. Albans, y los tres clamaban venganza sobre los perpetradores de aquellas muertes. Este tipo de cosas son las que hicieron de la Guerra de las Rosas un episodio tan épico y lírico a la vez, y acabó por interesar tan vivamente a escritores como William Shakespeare.

Según el cronista Jean de Waurin, es posible que los yorkistas no pensasen que su situación, al salir de Sandal para plantar batalla, fuese tan desesperada. Dice Waurin que Trollope, que era un comandante que se las sabía todas, había tenido al idea de vestir a sus soldados con la enseña de los Warwick, el famoso bastón negro, con lo que consiguió que les fuese franqueado el paso a Wakefield. Aquellas tropas presuntamente yorkistas estarían esperando más refuerzos que llegaron al día siguiente; pero no eran sino más soldados de Trollope disfrazados. Esto habría animado a Ricardo a sacar las tropas a campo abierto, momento en el que el taimado capitán habría mostrado su verdadera filiación. Es, realmente, una historia difícil de creer. Pero lo que sí parece claro es que los yorkistas, a través de sus cronistas y parciales, siempre consideraron que alguien les había traicionado en Sandal. Pudo ser, como se afirma, Trollope; o pudo ser, como apuntan otras crónicas, el hermano del conde de Westmoreland, Lord Neville.

Wakefield, en todo caso, le dejó a los Lancaster completamente valeiro el camino hacia Londres. Los ganadores del enfrentamiento se apresuraron a enviar heraldos a la Corte escocesa para informar a Margarita del resultado de la batalla; y la reina se apresuró aún más para ponerse al frente de la pequeña tropa que había conseguido reunir, y pasó la frontera para reunirse con los suyos en York.

La marcha de los lancastrianos hacia el sur generó una inmediata ola de pánico. La propaganda yorkista convenció a muchos pueblos y monasterios de que bajarían a sangre y fuego, sin dejar una piedra sobre otra.

Inglaterra temblaba.

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