Un rey con dos coronas, y su pastelera señora
La puerta que abrió Jack Cade para Ricardo de York
El yorkismo se quita poco a poco la careta
Los Percy y los Neville
Ricardo llega a la cima, pero se da una hostia
St. Albans brawl
El nuevo orden
Si vis pacem, para bellum
Zasca lancastriano
La Larga Marcha de los York/Neville
Northhampton
Auge y caída del duque de York
El momento de Eduardo de las Marcas
El desastre de Towton y los reyes PNV
El sudoku septentrional
El eterno problema del Norte
El fin de la causa lancastriana
La paz efímera
A walk on the wild side
El campo de la cota abandonada
Los viejos enemigos se mandan emoticonos con besitos
El regreso del Emérito, y el del neo-Emérito
Rey versus Rey
The Bloody Meadow y la Larga Marcha Kentish
El rey que vació Inglaterra
Iznogud logró ser califa en lugar del califa
La suerte está echada. O no.
Las últimas boqueadas
La salida de Warwick fue sólo el principio. Por mar se enviaron pertrechos que fueron desembarcados en Newcastle y, a principios de noviembre, era ya el propio rey Eduardo el que estaba de camino. Margarita, enfrentada al hecho de que venía de camino un ejército muy superior al suyo, se subió a un barco y se marchó al santuario escocés. En el mar, sin embargo, una galerna atrapó a la flotilla. Los reyes y De Brézé fueron capaces de ganar Berwick en un bote, pero la mayoría de sus tropas quedaron naufragadas en Holy Island, donde sus posibilidades de defenderse de los yorkistas eran nulas.
El rey Eddie había llegado el 16 de noviembre a Durham; sin
embargo, al poco de llegar a la población enfermó de paperas. En estas
circunstancias, fue Warwick quien tomó el mando a la hora de ir a por los tres
castillos lancastrianos, que a estas alturas ya deberíais saberos de memoria:
Alnwick, Bamburgh y Dunstanburgh. El primero fue atacado por Lord Fauconberg,
recientemente nombrado conde de Exeter, y por Lord Scales, Anthony Woodville,
un lancastriano que en Towton había luchado del otro lado, y que se había
reciclado. Bamburg fue sitiado por Lord Montagu y Lord Ogle. Finalmente,
Dunstanburgh fue cosa de conde de Worcester y Sir Ralph Grey.
Los castillos no fueron frontalmente atacados, sin embargo, a causa de la fortaleza de sus
defensas. Los yorkistas prefirieron dejarles que se cociesen en su propia
salsa. De hecho, los yorkistas, que querían conservar las fortalezas intactas
para usarlas a la hora de defender su propio poder cuando las controlasen, ni
siquiera usaron el fuego artillero contra sus contrafuertes. Esta estrategia,
sin embargo, tenía sus peligros. A pesar de los guiños del rey inglés hacia el
escocés, en Escocia los old Lords seguían
formando un sólido partido antiyorkista. Sus intenciones, conocidas por todos,
eran liberar de su presión cuando menos al castillo de Alnwick. Entre estos
lores antiguos se encontraba el conde de Angus, quien estaba especialmente
promocionado para la ayuda, puesto que el rey Enrique le prometió, en aquel noviembre
de 1462, otorgarle un ducado inglés si le ayudaba.
Así las cosas, poco antes de terminar el año, los yorkistas
tuvieron noticias ciertas de que un ejército armado por los escoceses se
encontraba de camino. Así que aceleraron las cosas y, el 27 de diciembre, y
tras una rendición largamente negociada, entraban en Bambugh y Dunstanburgh.
Las negociaciones fueron largas, como he dicho. Los
inquilinos de los castillos estaban en la quinta pregunta, comiéndose sus
propios caballos; pero supieron especular con las prisas que tenía su
negociador por llegar a un acuerdo. En tal sentido, consiguieron arrancarle al
rey algunas condiciones probablemente excesivas. Entre ellas, todos los títulos
y estados de la casa de Somerset fueron reinstaurados; pocos días después, el
duque estaba en Alnwick, ayudando a quien hasta entonces había sido su gran
enemigo, Warwick. Lo más sorprendente, sin embargo, fue que, a pesar de los
precedentes que ya conocemos, Eduardo aceptase que Sir Ralph Percy fuese
nombrado comandante, no sólo de Dunstanburgh, sino de Bamburgh también. Aquí,
quizás, nos encontramos ante una de esas típicas circunstancias que, por muy
buen historiador que se sea, no se pueden valorar adecuadamente desde el punto
de vista del futuro. A mí, personalmente, me da toda la impresión de que las
feraces, y feroces, tierras del Norte obedecían reglas que estaban muy por
encima de la situación política del momento, y que hacían de los Percy los
verdaderos gobernantes, si no políticos, sí sociales. Da la impresión de que
los York tenían muy claro que si querían conservar el poder conseguido con sus
victorias, era necesario que un Percy avalase ese poder; y, aunque existía siempre
el riesgo de que se diese la vuelta en sus convicciones, era un riesgo que
convenía correrse. A Percy, incluso, se le permitió generar tropas a base de
reclutar a antiguos lancastrianos arrepentidos. Como digo, puede ser que los
yorkistas no tuviesen más remedio que hacer las cosas así, al estilo de lo que
pasa hoy en día en determinadas zonas del mundo con estrictas organizaciones
tribales, en las cuales has de pactar con el señor de la guerra local; o puede
ser, como también han escrito muchos historiadores, que Eduardo, simplemente,
confiase excesivamente en sus fuerzas o se dejase llevar por una urgencia
excesiva a causa de las noticias sobre el ejército escocés que se aproximaba.
En todo caso, ahora los York se podían centrar en el asedio
de Alnwick. Sin embargo, no les dio el tiempo. El 5 de enero de 1463, el conde
de Angus y De Brézé aparecieron por la zona con unos cuantos colegas armados.
Warwick valoró la situación y decidió levantar el asedio. El debilitamiento de
la presión yorkista fue tan evidente que Lord Hungerford, que era el capitán del castillo, se
permitió la chulería de sacar a la mayoría de sus efectivos y hacerlos marchar
por el campo al encuentro del ejército allegado.
Cronistas más o menos contemporáneos a los hechos
escribieron que si aquel día los escoceses hubiesen atacado, habrían acabado
con la nobleza inglesa casi en su totalidad. Pero no lo hicieron. Ninguna de
las dos partes estaba dispuesta a luchar, consciente de que las pérdidas, en
todo caso, serían muy relevantes; y la guerra medieval, a pesar de la mala fama
que tiene, era una guerra que repugnaba en cuanto podía la producción de muchas
bajas, pues los condes, duques y reyes siempre tuvieron muy claro eso que dicen
los argentinos: “soldado que huye, vale para otra guerra”.
Los escoceses, pues, se marcharon a la frontera, mientras
que Alnwick, como si no hubiera pasado nada, le abrió sus puertas a Warwick
unas horas después. Para los resistentes de la fortaleza, dicha resistencia
había perdido su sentido en el momento en que los escoceses no habían querido
aceptar la batalla. Así las cosas, a principios de 1463 Eduardo controlaba
prácticamente toda Inglaterra, salvo, como puesto más importante, un castillo
en el norte de Gales, el de Harlech.
Ya lo he dicho, sin embargo: para los yorkistas, el problema
no era controlar; el problema era seguir controlando. Eduardo y Warwick no
podían permanecer en el Norte para siempre y, de hecho, algunas semanas después
de Alnwick, se marcharon, primero el rey y, después, su jefe de Estado Mayor.
En cuanto sus caballos dejaron de ser puntitos en lo más alto de alguna lejana
colina, el poder de la monarquía en Northumberland comenzó a ser más relativo
que absoluto.
La cosa empezó por donde debía empezar: por Ralphie Percy.
El flamante capitán de Bamburgh y Dunstanburgh sabía bien que, en el fondo, no
se debía más fidelidad que a sí mismo. Estaba emplazado en una tierra que era
más de su familia que de cualquier monarca y, por ello, no encontró problemas
en desmentir los juramentos realizados. En marzo de 1463, autorizó a una
pequeña fuerza formada por soldados franceses y escoceses reocupar los dos
castillos.
Por dos veces, pues, el yorkismo había tomado el poder de
los enclaves; y por tres veces ya los lancastrianos lo habían recuperado. Para
el rey, eso significaba que tenía que rediseñar su estrategia militar, y
diseñar una de carácter más político. En el caso de lo primero, se dio cuenta
de que Warwick era como el Moisés de la Biblia, que cuando tenía los brazos en
alto conseguía que los hebreos venciesen en sus batallas. Aunque la idea no le
gustase, que no creo que le gustase, Warwick no podía vivir en Londres. El
guardián de las Marcas tenía que residir en el Norte. Pero, lo he dicho, no
quería. La verdad sea dicha, en Reino Unido se come de puta angustia; pero,
conforme más al norte te desplaces, la cosa adopta perfiles cada vez más
dramáticos; y es muy posible que lo mismo ocurriese con otros placeres de la
vida. Prueba clara de que Warwick se resistió como gato panza arriba fue que en
el mes de mayo fue su hermano, Lord Montagu, quien hubo de ser nombrado guardián
de la Marca del Este, con una sustancialísima actualización salarial de por
medio. Juan Neville, éste sí, estaba deseando tomar el mando y empezar a
repartir hostias como panes. Sin embargo, tampoco es que le fuera de coña. Poco
tiempo después del nombramiento atacó Newcastle, pero los neocastellanos le
dieron para el pelo.
Así las cosas, arrastrando el escroto, Warwick volvió a
tomar el camino del puto Norte. Se marchó de Londres el 3 de junio acompañado
de Lord Stanley, su cuñado. Al llegar a Northumberland se encontraron las cosas
tan jodidas que se apresuraron a mandarle un email al rey diciéndole que les
mandara más tropas. Se decía que la reina Margarita había convencido al consejo
de Regencia escocés de intentar una nueva invasión del norte inglés; se decía
que les había ofrecido siete condados ingleses a cambio de su ayuda. Dicho y
hecho: a principios de julio de aquel 1463, Jacobo III, el rey niño de Escocia,
se colocó al frente de un ejército que se presentó en la Marca y puso sitio al
castillo de Norham. Con él estaban Enrique VI, Margarita y María de Güeldres.
En ese momento, los lancastrianos controlaban ya el famoso tridente (Alnwick,
Bamburgh y Dunstanburgh), lo que les permitía cortocircuitar los envíos de
pertrechos entre posiciones yorkistas.
Los escoceses, pues, lo tenían todo para triunfar. Pero la
cagaron. De manera casi inexplicable, los hermanos Calatrava, Warwick y
Montagu, marcharon hacia Norham sin ser molestados. Los escoceses que, se ponga
Mel Gibson decúbito prono o decúbito supino, muy valientes a la vista del
ejército inglés no es que hayan sido nunca, en cuanto vieron al kingmaker aparecer
por la colina, salieron a la puta naja. Con el sur de Escocia protegido por
unos nenazas acojonados, Warwick y Montagu resolvieron realizar una serie de razzias, llevándose por delante todo lo
que encontrasen; misión en la que encontraron un poderoso aliado en el conde de
Douglas, exiliado en tierras inglesas.
Aparte del triunfo escocés menor de capturar y ejecutar al hermano
de Douglas, aquel verano los ingleses les arrearon a los escoceses todas las
patadas en los huevos que les apeteció; y si pararon fue sólo porque se
quedaron sin pan para las hamburguesas. A final de aquel verano, una cabe
suponer que enrabietada Margarita salía de Bamburgh, por barco, acompañada de
su fiel De Brézé y su hijo; pero no por su marido, que se quedó en el norte de
Inglaterra. Marido y mujer ya no volverían a encontrarse.
Eduardo IV, por su parte, había conseguido en aquellas
semanas un grandioso éxito político: la garantía parlamentaria de un subsidio
de 37.000 libras para gastos militares. Con la pasta fresca, a principios de
agosto el rey dio orden de que comenzase una importante leva en la zona de
Newcastle. Esta vez, además, los yorkistas habían aprendido tres o cuatro cosas
acerca de la necesidad de disponer de apoyo y capacidad de transporte naval,
razón por la cual crearon una flota al mando de conde de Worcester.
Las cosas, sin embargo, fueron mucho más despacio de lo que
se había pensado. Eduardo estaba en York en septiembre; pero en enero de 1464
todavía no había llevado a cabo ninguna operación militar, lo cual generó en
los burgos y villas inglesas que habían puesto toda aquella pasta la sensación
de que habían pagado los impuestos para que los soldados se fuesen de putas. La
opinión pública debía de estar bastante cabreada, porque lo cierto es que
Eduardo ordenó un reembolso de 6.000 libras para calmar las cosas (curiosos
tiempos aquéllos en los que los gobernantes devolvían los impuestos si no
sabían gastarlos).
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