viernes, septiembre 17, 2021

La Guerra de las Rosas (18): La paz efímera

 Un rey con dos coronas, y su pastelera señora

La puerta que abrió Jack Cade para Ricardo de York
El yorkismo se quita poco a poco la careta
Los Percy y los Neville
Ricardo llega a la cima, pero se da una hostia
St. Albans brawl
El nuevo orden
Si vis pacem, para bellum
Zasca lancastriano
La Larga Marcha de los York/Neville
Northhampton
Auge y caída del duque de York
El momento de Eduardo de las Marcas
El desastre de Towton y los reyes PNV
El sudoku septentrional
El eterno problema del Norte
El fin de la causa lancastriana
La paz efímera
A walk on the wild side
El campo de la cota abandonada
Los viejos enemigos se mandan emoticonos con besitos
El regreso del Emérito, y el del neo-Emérito
Rey versus Rey
The Bloody Meadow y la Larga Marcha Kentish
El rey que vació Inglaterra
Iznogud logró ser califa en lugar del califa
La suerte está echada. O no.
Las últimas boqueadas  


Tras la guerra, como siempre, estalló la paz. Pero una paz que, realmente, duró poco. Apenas cinco años.

Todo comenzó como comienzan siempre las paces: con la consolidación del poder del ganador. Eduardo y su gente fueron acabando, pacientemente, con todos los focos de resistencia lancastriana que pudieran quedar. El principal activo de dicha resistencia: el rey, logró escaparse y esconderse durante un rato; pero en julio de 1465 fue capturado y llevado a la Torre. El último gran bastión, el castillo de Harlech, tardó en caer hasta el 14 de agosto de 1468.

Para entonces, en todo caso, el punto de vista de Eduardo había cambiado. Ya no se sentía amenazado en el país y, precisamente por eso, comenzó a pensar en invadir Francia. Esta información os puede sonar a vaya cabrón; al fin y al cabo, los franceses le habían dado su apoyo, y ahora él lo pagaba como lo pagaba. Pero yo, sinceramente, creo que os equivocaréis. En primer lugar, ya sé que la palabra de un inglés no vale gran cosa; pero no deja de valer el doble que la de un francés. Con todo su pitiminí y sus leches en vinagre, haréis mal en creer a Macron; mientras que de Boris Johnson, si os aseguráis que detrás de su we have a deal haya un interés británico convenientemente forrado, algo podéis confiar. Por otra parte, debo recordaros que todo lo que pactaron ingleses y franceses fue una tregua de un año, que ninguno de los dos quiso siquiera extender a las aguas del Canal. En tercer lugar, es lógico que un rey inglés, en 1465, todavía concibiese partes de Francia como legítimos territorios de su corona; no os dejéis llevar por el excesivo presentismo.

1468 fue un año muy intenso para la diplomacia inglesa. Se acordaron pactos con Castilla, Aragón, Dinamarca, Escocia, el Sacro Imperio, Nápoles, Bretaña y Borgoña. Si lo miráis en un mapa, comprobaréis que todo estaba previsto para aislar a París.

Aliviado por la sonora reducción de necesidades de la guerra interior, ahora los millones que Eduardo le pedía al Parlamento podían ser para financiar su intención de poner las cosas en su sitio de una vez (según su visión) y hacer valer los derechos consuetudinarios de la corona inglesa sobre el territorio francés, o buena parte de él cuando menos. El 3 de agosto, el rey aprobó el envío de 3.000 arqueros al continente para ayudar al duque de Bretaña, al mando de Lord Mountjoy.

Eduardo, por lo tanto, estaba en medio de una gran operación de propaganda, que se puede resumir en el concepto: yo terminaré lo que Enrique V empezó. Los ingleses, siempre proclives a estos discursos ultranacionalistas (porque si alguien piensa que el nacionalismo español es exacerbado, debería meterse en cualquier pub rural inglés cuando se canta Rule Britannia), lo compraron encantados como un solo hombre. Bueno, excepto un solo hombre: el conde de Warwick.

Warwick estaba cabreado. Le gustaba que todo el mundo le llamase the kingmaker porque consideraba que tenía méritos sobrados para ello. Eduardo, en su idea, era una creación suya; nunca habría llegado a nada sin su ayuda. No podemos saber con exactitud si la decisión del conde de convertirse en paladín de la idea de que Inglaterra, lejos de atacar Francia, lo que tenía que hacer era construir una alianza con ella, fue fruto de una reposada reflexión estratégica, o de la simple pulsión de opinar lo contrario que un rey al que, en el fondo, consideraba incapaz de dominar las sutilezas del poder. En todo caso, los hechos históricos, creo yo, vienen a demostrar que Warwick tenía razón. Su tesis principal era que el rey inglés, entre los dos grandes jugadores del tablero francés: Francia y Borgoña, haría bien en elegir al primero porque era el que tenía más proyección de futuro. Y no se equivocaba, como bien demuestra el número de escaños que ocupa hoy Borgoña en el Parlamento Europeo.

En todo caso, había otra razón para que la Mano del Rey, dicho sea en términos juegotronistas, estuviese malquisto. A primera hora de la mañana del 1 de mayo de 1464, un Eduardo que hemos de suponer estaba más empalmado que un mandril se escabulló de sus aposentos oficiales y se casó con Isabel Woodville. Chabelita era ya, de aquella, viuda, pues había estado casada con Sir Juan Grey, uno de los nobles fallecidos en el bando Lancaster en St Albans.

Aquel matrimonio era una cosa bastante estúpida para lo que se estilaba en aquellos momentos y, como digo, sólo se explica pensando que hubiera un encoñe de por medio. Elisabeth era hija de una mujer de la alta nobleza europea, Jacquetta de Luxemburgo, que incluso decía ser descendiente de Carlomagno; sin embargo, su padre, Ricardo Woodville, era un piernas. Jacquetta era viuda del duque de Bedford cuando se casó con él, cosa que no era del todo extraña, pues las condesas y duquesas viudas inglesas de la época solían hacer eso: una vez que tenían el título y la posición, se casaban con un crush aunque fuese un gentry.

Para un rey, sin embargo, casarse con una buena entrepierna era una gilipollez. A un rey rijoso nunca le ha de faltar el suministro de aquellos apliques de carne donde desee residenciar su pene; los matrimonios son, bueno, eran, para otra cosa. Tan clara es la cosa que el propio Eduardo, como siglos después haría la regente española María Cristina cuando se encoñó con su guardaespaldas, trató de ocultar la movida.

Warwick tenía el (lógico) plan de casar a Eduardo con una princesa francesa. En puridad, la discusión sería si la esposa sería francesa, castellana o borgoñona; pero nadie dudaba de que el casamiento sería on the top. Cuando se enteró de que su rey había tirado a la basura el principal activo de política exterior de un monarca (el origen de la vagina que penetrará en Derecho ), se cogió un cabreo de mil demonios. A ello hay que añadir que Elisabeth no era una esposa; era un clan afgano. Con ella llegaron a palacio dos hijos de su anterior matrimonio, cinco hermanos y siete hermanas solteras; todos ellos comenzaron a exigir su parte de atención por parte del poder; especialmente las hermanas, quienes ahora exigían que el rey les buscase lores y sires con los que medrar. En 1464, cuando se casó, el rey había repartido casi todos los Estados de los lancastrianos entre los Neville, Guillermo Hastings, Guillermo Herbert, Humphrey Stafford y todos los demás comandantes que habían luchado a su lado; no le quedaban fincas que regalar a aquella patota de cuñados e hijastros que daban por culo como aguiluchos hambrientos, o cual pariente parásito de estrella del fútbol.

No hay que especular mucho para imaginar que lo que más le jodió a Warwick es que Eduardo apañase el matrimonio de la propia tía del kingmaker, Catalina Neville, duquesa de Norfolk, con Juan Woodville. Pero hay más: entre septiembre de 1464, cuando la Casa Real dio la nota de prensa informando del matrimonio, y 1470, prácticamente todos los pares de Inglaterra que tuvieron un hijo o hija en edad de casorio fueron compelidos desde Londres a escoger un o una Woodville. Esto era un problema para Warwick, que no tenía hijos varones, sólo dos hijas, y que se quedó literalmente sin candidatos para colocarlas. La salida natural, en esa situación de escasez genérica de penes, hubiera sido que las dos Warwick casaran con los dos hermanos menores del rey, Jorge de Clarence y Ricardo de Gloucester; pero el rey, no sabemos si influido por los Woodville o no, dijo que jroña tajroña, ni de coña.

En suma, lo que tenía por delante Warwick era una perspectiva en la que todos los indicios eran de que, más tarde o más temprano, de una forma más brusca o más sutil, iba a ser apartado del círculo de poder inglés. No sólo era el problema de los Woodville. En Gales, Sir Guillermo Herbert había consolidado un centro de poder personal, especialmente desde que, en 1468, recibiera el condado de Pembroke. Y también estaba Humphrey Stafford, nombrado en 1468 conde de Devon.

Poco a poco, Warwick estaba comenzando a coquetear con la idea de que, en el enfrentamiento entre Lancaster y York, tal vez no había elegido el bando correcto. Él, vale, estaba destinado a ser un yorkista pues, al fin y al cabo, nada había en este mundo que odiase más que un Percy; pero tal vez el remedio había sido peor que la enfermedad. El conde, además, tenía muchas conexiones con la Corte francesa, donde estaba Margarita de Anjou exiliada.

Pero había otras piezas. Por ejemplo Jorge, duque de Clarence. Eduardo e Isabel no tenían descendencia, lo cual, cuando menos de momento, lo convertía en el heredero del trono; tal vez por eso Eduardo no quería que se casara con Isabel Neville. Warwick se le acercó. Clarence sabía bien que el conde tenía muchas capacidades frente a eso que llamamos opinión pública, y por eso comenzó a tomarse en serio sus promesas.

El conde de Warwick, efectivamente, era un tipo que entendía muy bien los fenómenos de la opinión pública. Allí donde iba, los mercaderes hacían negocio y la gente pobre pasaba a comer bien gracias a las distribuciones gratuitas. Había, pues, una melodía general pro-Warwick, y todo lo que había que hacer era esperar una cagada real. Ésta llegó cuando la gente se dio cuenta de que los rimbombantes planes de invasión de Francia, que tanto entusiasmo habían levantado, no se producirían. En el otoño de 1468, Luis XI firmó la paz con Bretaña y, poco tiempo después, con Borgoña. En Inglaterra, el personal que se estaba alistando a la fuerza expedicionaria (formada con los carísimos impuestos garantizados por el Parlamento) se quedó con cara de papahostias. Los Ivanes Redondos de Eduardo tuvieron que inventarse que Margarita de Anjou estaba en Harflour preparando una invasión de Inglaterra para dar la orden de que la flota inglesa tenía que patrullar el Canal.  Al menos así tenían justificación para toda la pastizara que habían pedido (esto es mucho más común de lo que se cree: el político primero recauda la pasta y luego, cuando ve que no se la va a gastar, se busca una mentira para no devolverla). Sin embargo, aquella flota regresó semanas después sin haber localizado ningún barco enemigo. En total, el rey se había gastado unas 18.000 libras en perseguir a un enemigo inexistente.

Así las cosas, en la primavera de 1469, en algunas zonas de Inglaterra comienzan las revueltas sociales basadas en la protesta fiscal, lideradas por dos personajes de los que sabemos poco: Robin de Redesdale y Robin de Holderness. Éste último estuvo a la cabeza de movidas en el East Riding, tradicional feudo de los Percy, por lo que no sería nada extraño que su rebelión tuviese otros tintes. De hecho, para entonces Enrique Percy, el heredero de la familia, estaba ya tratando de exigir el retorno de su condado. Juan Neville, el conde de Northumberland nombrado por el rey Eduardo, era quien estaba llamado a sofocar aquellas revoluciones, pero no parece que se le diese muy bien. Consiguió, eso sí, atrapar a Robin de Holderness, a quien decapitó; pero el otro Robin se le escapó y se desplazó a Lancanshire.

Todo aquello acabó aconsejando al rey, que estaba en East Anglia, tomar el asunto con sus propias manos. Al llegar el verano ordenó una leva, sobre todo en Gales, donde sus condes de Pembroke y Devon tenían posibilidades de acopiar mucha gente. Sin embargo, todo lo hizo con mucha lentitud, y a mediados de julio, más de un mes después de haber despachado las primeras órdenes, todavía estaba con que si la puta o la Ramoneta.

Aquel 10 de julio, sin embargo, la documentación disponible demuestra que Eduardo se había puesto repentinamente nervioso y que, de repente, tenía una prisa del copón por acopiar tropas. ¿Qué había pasado?

Todas las trazas son de que en las horas anteriores le habían informado de que Warwick, Clarence y el arzobispo de York estaban complotando contra él.

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