Un rey con dos coronas, y su pastelera señora
La puerta que abrió Jack Cade para Ricardo de York
El yorkismo se quita poco a poco la careta
Los Percy y los Neville
Ricardo llega a la cima, pero se da una hostia
St. Albans brawl
El nuevo orden
Si vis pacem, para bellum
Zasca lancastriano
La Larga Marcha de los York/Neville
Northhampton
Auge y caída del duque de York
El momento de Eduardo de las Marcas
El desastre de Towton y los reyes PNV
El sudoku septentrional
El eterno problema del Norte
El fin de la causa lancastriana
La paz efímera
A walk on the wild side
El campo de la cota abandonada
Los viejos enemigos se mandan emoticonos con besitos
El regreso del Emérito, y el del neo-Emérito
Rey versus Rey
The Bloody Meadow y la Larga Marcha Kentish
El rey que vació Inglaterra
Iznogud logró ser califa en lugar del califa
La suerte está echada. O no.
Las últimas boqueadas
Con los mimbres que estaba adoptando la movida, supongo que no os sorprenderá mucho que os diga que en Lancanshire, Clarence y Warwick no encontraron el entusiasmo anti realista que esperaban. Lord Stanley, el mirlo blanco que se suponía que les iba a dar el aguinaldo, había sido atacado por Sir Ricardo de Gloucester, y no tenía los labios mayores para ruidos. Así las cosas, todo lo que les quedaba a los dos conspiradores era salir de Inglaterra echando leches. El 26 de marzo, Eduardo tuvo noticias ciertas de que estaban cabalgando en dirección sur, buscando a los Courtenay para quedarse con ellos en las tierras occidentales, mientras buscaban un barco que los llevase a Calais. El rey, tratando de acorralarlo, ordenó levas en Cornwall, Devon, Dorset, Somerset, Whiltshire, Gloucestershire, Shropshire y Staffordshire. Finalmente, acabó saliendo él mismo a la caza.
Eduardo llegó a Exeter el 14 de
abril, pero no pudo alcanzarlos. Iban demasiado deprisa. Los conspiradores ya
se habían hecho a la mar, llevándose con ellos a la condesa de Warwick, las
hijas de ambos, incluida la duquesa Isabel de Clarence, que estaba casi de
parto. El rey envió mensajes a Kent ordenando la detención de los conspiradores
si atracaban en la zona y, con las tropas acopiadas, marchó hacia el este.
Llegó a Salisbury el 25 de abril, donde ordenó el embargo de las propiedades de
medio centenar de personas que consideraba rebeldes. En la lista había pocos
nobles de importancia, básicamente aquellos estrechamente ligados a Warwick:
Stanley, su cuñado; Juan Talbot, conde de Shrewsbury; Juan de Vere, conde de
Oxford, también cuñado de Warwick; y, por supuesto, el hermano del conde, el
arzobispo de York.
En el camino hacia Calais,
Warwick trató de atacar por sorpresa el puerto de Southhampton para llevarse
algunos barcos, entre otros su antigua capitana, la Trinity. Sin embargo, allí estaba Anthony Woodville, quien ya era
conde Rivers. Woodville, aparte de miembro del clan de fuerte influencia en la
Corte desde que el rey se había casado, había estado con su padre en Sandwich,
años atrás, cuando Warwick había hecho esa misma jugada. Esa vez, el ataque le
había pillado literalmente en la cama; pero esta vez estaba alerta. La acción
salió tan mal que algunos parciales de Warwick, como Sir Godofredo Gate, fueron
capturados. Varios de ellos, aunque no Gate, serían ejecutados allí mismo días
después, cuando llegaron a la ciudad el rey y el nuevo condestable de
Inglaterra, Juan Tiptoft, conde de Worcester.
Lo de Southampton no iba a ser,
en todo caso, la única decepción de Warwick. El kingmaker había dejado la
ciudad en manos de su mano derecha allí, Lord Wenlock, de cuya lealtad no le
cabía dudar. Pero sí haría bien en hacer sitio, pues lo cierto es que, el 16 de
abril, cuando la flota tuvo a la vista las costas de Calais, se encontró con
que desde la ciudad les bombardeaban. El fuerte de Calais, fuese por la
defección de Wenlock, fuese porque éste no pudiese resistir la presión del jefe
de las tropas, el gascón exiliado Gaillard, Lord Duras, ya no era suyo.
Después de algunas negociaciones
infructuosas y de comprobar que el duque de Borgoña tampoco estaba por la labor
de batirse el cobre por él (apenas le mandó un poco de vino para aligerar las
molestias de la embarazada), Warwick y Clarence tiraron para el Canal. El 20 de
abril, tomaron contacto con una flota flamenca. Aun sabiendo que aquella gente
era súbdita del duque de Borgoña, atacó a los barcos, capturó más de sesenta y
tiró a las tripulaciones originales al mar. Su otrora amigo Carlos el borgoñón,
por lo tanto, se desplazó a Sluys para, desde ahí, dirigir personalmente la
formación de la flota que se haría a la mar para dar caza del pirata; quien,
por otra parte, ya estaba siendo perseguido por una flota inglesa bajo el mando
de Lord Howard.
Finalmente, sería Howard quien lo
encontrara y le planteara una batalla en la que Warwick tuvo que deshacerse de
algunos de los barcos capturados. Con lo que le quedaba, Warwick atracó en
Honfleur y solicitó el asilo del rey de Francia. Las Guerras de las Rosas
estaban a punto de dar un salto cualitativo: de guerra civil meramente inglesa
estaban a punto de convertirse en un conflicto internacional.
El 22 de julio de 1470, en
Angers, se produjo una escena que aquellos que creen que la Historia es una
movida de buenos y malos, que las personas siempre son fieles a sus postulados,
que el que nace podemita muere podemita y todas esas mierdas, nunca entenderán:
Warwick, el hombre que había destrozado a Enrique VI para colocar a Eduardo al
frente de la corona inglesa, hincaba la rodilla, en señal de sumisión, delante
de Margarita de Anjou, la mujer de ese rey depuesto. Margarita debía de estar
más cabreada que Kiko Rivera cuando le cantan Marinero de luces, porque no sólo le hizo estar así un cuarto de
hora sin moverse sino que le hizo prometer, antes de levantarse, que si algún
día ambos regresaban a Inglaterra repetiría el gesto, en público, en
Westminster. Tres días más tarde, también en Angers, Eduardo, el príncipe de
Gales versión Lancaster, fue prometido a Anne Neville.
Los viejos enemigos eran ahora
amigos. O, para ser más exactos: ahora, los Lancaster tenían a su lado al más
capaz de los estrategas yorkistas. Ambos coligados, por supuesto, comenzaron a
pensar en una invasión de Inglaterra. Sin embargo, se fiaban tanto los unos de
los otros que la primera condición que puso Margarita es que ella no iría con
Warwick; ni ella ni su hijo de dieciséis años. Le vinieron a decir a Warwick:
tú recupera Inglaterra y ya, si eso, luego vamos nosotros. Anne Neville
permanecería en Francia como rehén que garantizase las buenas intenciones de
Warwick, mientras que todos los intereses lancastrianos en Inglaterra estarían
en manos de Jasper Tudor, más conocido como El Pilas.
Toda aquella alianza había sido
muñida por el tipo al que se le había presentado un marrón de la hostia cuando
Warwick había desembarcado: Luis XI, rey de Francia. El astuto rey, mucho más
listo que su padre (aunque para llegar a eso tampoco es que hubiera que
estudiar mucho), se dio cuenta, claramente, de que tenía entre manos a dos
patotas de putos perdedores que estaban a punto de irse por el desagüe de la
Historia. Y decidió cambiar los hechos. Como Luis XI todavía no había podido
leer a Marx ni caer bajo la influencia de profesorcillos universitarios de
cuello alto, perilla y en el fondo escasas luces, Luis no creía que la Historia
la hicieran grandes corrientes sociales ante las cuales las personas, su
ambición, su inteligencia o estulticia, su capacidad de leer los tiempos,
tuviesen papel alguno. Margarita de Anjou y el conde de Warwick estaban
llamados a ser un capítulo cerrado en la Historia de Inglaterra y de Europa;
pero Luis lo abrió de nuevo. Lo abrió de nuevo y, con ello, desequilibró una
balanza hasta entonces equilibrada: la del conflicto de poder entre la Francia
y la Borgoña. Dos naciones de parecido poder y capacidad dejarían de serlo
pronto, y eso fue así, en parte, a causa de que Luis XI vio, en los
desharrapados y desahuciados rebeldes ingleses, uno de ellos reciclado a pirata
puro y duro, la posibilidad de poner a Inglaterra a su favor en contra de
Borgoña y, de esta manera, recuperar para Francia las ciudades del Somme, como
Amiens o Sant Quentin.
La decisión del rey francés de
hacer catleyas con los rebeldes, dicho quede en términos proustianos, le dio una lógica dimensión internacional al
conflicto. Entre otras cosas, convirtió el Canal en una zona de guerra. Por
allí seguía Juan Howard patrullando en nombre del rey Eduardo, y por ahí siguió
Warwick apresando barcos holandeses; ahora que ya no estaba amigado con el
ducado de Borgoña, se le hacían una higa las consecuencias políticas de su
gesto. En el verano, la propia flota borgoñona, al mando de Enrique van
Borselen (que no me digáis que no tenía nombre de medio centro del Manchester City), se unió a los barcos ingleses, mejorando notablemente la seguridad en
la zona. De hecho, la flota Howard-Borselen atacó varios puertos normandos y
procedió a bloquear la desembocadura del Sena.
Esta dominación, sin embargo,
sólo duró unas semanas. Los barcos de la época apenas podían llevar pertrechos,
así pues ambas flotas debieron retornar a puerto para repostar. Inmediatamente,
Warwick y Clarence salieron por el Sena y se situaron en Valognes, esperando
noticias de París de una alianza entre el rey francés y la esposa del rey
emérito.
El plan de la invasión era
comenzarla por las tierras occidentales, donde esperaban encontrar el apoyo de
los fieles a Jasper Tudor. Warwick decía tener, además, la promesa de apoyo del
conde de Shrewsbury y de Lord Stanley. Como en 1469, el conde esperaba “calentar”
su llegada con rebeliones en el Norte, que obligasen al rey a salir de Londres
y, de esta manera, dejasen el sur de la isla bajo de defensas.
Eduardo, mientras tanto, había
tomado la decisión de trabajarse a su hermano. La cosa tenía su lógica. Una vez
que Warwick había conseguido casar a su linaje con el del príncipe de Gales
(versión Lancaster), parecía obvio que el proyecto de que la corona fuese para
el hermano del rey actual había sido aparcado. Por eso le envió emisarios (para
ser exactos, una emisaria) que discretamente le transmitiese la oferta de
pasarse de bando. Asimismo, nombró al conde de Worcester como teniente de Irlanda
y reemplazó a Wenlock en Calais, a pesar de haberse pasado al bando real, por
Howard. En todo caso, la gran apuesta del rey era el bloqueo naval que
impidiese el desembarco. Por eso, en cuanto estuvieron pertrechadas, las flotas
inglesa y borgoñona regresaron al Canal.
Aquel mes de julio, tal y como
estaba previsto, Lord FitzHugh de Ravensworth, cuñado de Warwick, dirigió una
rebelión en North Riding, que se vio seguida de otra en Cumberland, al mando de
Ricardo Salkeld; ambas alimentadas por villas y personas con muy claras
conexiones con los Neville. También como se había previsto, Eduardo respondió
inmediatamente convocando una leva y disponiéndose para partir hacia el Norte.
En realidad, sin embargo, no creo
que se deba decir, aunque lo parezca, que el rey hizo lo que Warwick quería que
hiciese. Mi idea personal es que Eduardo tenía tan presente los hechos de 1469
como los tenía el propio conde rebelde; y por eso decidió hacer lo que se esperaba
de él pero, al tiempo, trabajó para que la campaña de reconquista en el Norte
fuese rápida y efectiva; es decir, trabajó para no quedarse empantanado allí.
El 14 de agosto estaba en York y, en dos días más, llegó a Ripon, en la
frontera, por así decirlo, de North Riding. Su presencia fue tan impresionante
que los rebeldes se jiñaron sin luchar; FitzHugh pasó a Escocia. Sin embargo,
ahí pasó algo que cuando menos yo no sé qué es. El mismo rey de Inglaterra que
se había afanado en una campaña supersónica para poder volver a Londres pronto
y estar ahí cuando se produjese el previsible desembarco de Warwick en la isla,
pareció olvidar su objetivo y se quedó en York, no sé muy bien haciendo qué,
hasta que, a mediados de septiembre, lo sorprendió allí la noticia de que el
conde rebelde había desembarcado. Los cronistas borgoñones, que tenían mucho
que perder en los errores de Eduardo, lo pintan, en este punto, como el típico
rey asténico, preocupado tan sólo por la caza y las chatis. Es una imagen que
me cuesta comprar a la luz de los antecedentes del personaje; yo creo, más
bien, que alguien le engañó o, tal vez, le dio un chungo que no se registró en las crónicas.
Aún hay otra tesis, también muy
creíble: Eduardo quería controlar a Montagu. El marqués no dejaba de ser
hermano del conde rebelde y, como he escrito un poco más arriba, estaba
malquisto porque la rehabilitación de los Percy le había dejado sin la Marca
Oriental y otros privilegios. Sabemos
que, cuando se produjo el desembarco, Eduardo, que debía regresar al Sur, le
encargó al propio Montagu las levas en el Norte; esto es un indicio de que,
cualquiera que fuese la negociación que se habría producido durante el mes de
septiembre, habría fructificado.
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