miércoles, septiembre 08, 2021

La Guerra de las Rosas (14) El desastre de Towton y los reyes PNV

 Un rey con dos coronas, y su pastelera señora

La puerta que abrió Jack Cade para Ricardo de York
El yorkismo se quita poco a poco la careta
Los Percy y los Neville
Ricardo llega a la cima, pero se da una hostia
St. Albans brawl
El nuevo orden
Si vis pacem, para bellum
Zasca lancastriano
La Larga Marcha de los York/Neville
Northhampton
Auge y caída del duque de York
El momento de Eduardo de las Marcas
El desastre de Towton y los reyes PNV
El sudoku septentrional
El eterno problema del Norte
El fin de la causa lancastriana
La paz efímera
A walk on the wild side
El campo de la cota abandonada
Los viejos enemigos se mandan emoticonos con besitos
El regreso del Emérito, y el del neo-Emérito
Rey versus Rey
The Bloody Meadow y la Larga Marcha Kentish
El rey que vació Inglaterra
Iznogud logró ser califa en lugar del califa
La suerte está echada. O no.
Las últimas boqueadas 


El 6 de marzo, Eduardo de York hizo público un pronunciamiento en el que proclamaba que todo aquél partisano del rey Enrique VI que se le entregase en los diez días subsiguientes sería perdonado, excepción hecha de todo aquél que tuviese unas rentas anuales superiores a 100 marcos; un movimiento que deja bien a las claras que el yorkismo había apostado por el componente popular para su rebelión, que reputaba definitiva. Además, ofreció una generosísima recompensa de 100 libras a todo aquél que matase a determinadas personas, entre las cuales figuraba muy especialmente Andrew Trollope.

Eduardo, por lo demás, permaneció en Londres otra semana. El resto de los nobles de su facción se marchó de la ciudad para recorrer los pueblos, sobre todo de East Anglia y las Midlands, para incrementar la tropa. El día 13 Eduardo se marchó también, acompañado por el duque de Norfolk y por más o menos la mitad de los efectivos de que disponía; la otra mitad se había marchado dos días antes al mando de Lord Fauconberg.

Eduardo marchó lentamente hacia Cambridge, repitiendo su discurso populista allí donde llegaba y aceptando el enlistamiento en sus ejércitos. A finales de marzo estaba en Pontefract, y su ejército había crecido de forma considerable. Margarita, por su parte, disponía de un ejército que probablemente era de parecidas dimensiones. La cosa estaba para una nueva, decisiva batalla.

Esta batalla es la que conocemos como batalla de Towton. Sabemos pocas cosas de esta batalla, pero alguna sí. Sabemos que fue una batalla larga. Sabemos que se desarrolló en un clima helador. Sabemos que se compuso de dos acciones, el 28 y 29 de marcha, sábado y domingo de Ramos de 1461. El primer día, la lucha lo fue por el control del paso hacia río Aire, en la carretera entre Pontefract y York.  Los lancastrianos habían derribado el puente en Ferrybridge, lo que obligaba a los atacantes a pasar por un sitio concreto del río, paso que se tuvieron que ganar centímetro a centímetro; sin embargo, finalmente lo habrían de conseguir, por lo que los lancastrianos se vieron obligados a retroceder. La lucha debió de ser muy encarnizada. Uno de los nobles yorkistas, Lord FitzWalter, murió en la refriega, y el propio Warwick fue herido por una flecha.

Los yorkistas, en todo caso, cruzaron el río, tras lo cual, lejanos ya de sus cuarteles, tuvieron que pasar una noche al raso entre la nieve. Al norte de ellos, en algún lugar que no podían precisar, estaban las tropas de Margarita y el rey. Los lancastrianos, sin embargo, cometieron el error de dejarse llevar por la urgencia. En una situación en la que quedarse quietos y dejar que su enemigo se cociese en su propia salsa era una opción bastante atractiva, sin embargo, decidieron que querían aceptar el enfrentamiento abierto, posiblemente galvanizados por su mayoritario apoyo por parte de los nobles y el deseo de acabar con aquella movida de una vez por todas.

Así las cosas, en el camino entre Ferrybridge y Tadcaster, ambas tropas se encontraron. Aquella batalla, por lo que sabemos, comenzó con el amanecer y no terminó hasta bien entrada la noche, y es considerada por los historiadores como una de las acciones de guerra más sangrientas que nunca han tenido lugar en suelo británico. Los Lancaster tuvieron la mala suerte de que el viento cambió y se les puso de cara; lo cual, automáticamente, reducía el alcance y eficiencia de sus arqueros. Así las cosas, Somerset, Lord Rivers y Trollope cargaron sobre los yorkistas para hacerlos retroceder del campo de batalla; la retirada de los yorkistas fue tan neta que, al parecer, los Lancaster dieron por ganada la batalla. Sin embargo, desde un flanco Northumberland avanzaba muy despacio, lo cual le dio tiempo a Eduardo. Quizá el punto más importante de la batalla fue que Eduardo, cuando llegó el punto del enfrentamiento en el que los montados desmontan y los infantes se encuentran para enfrentarse con espadas, hachas y mazas, decidió bajarse de su caballo y luchar. Claramente, el hijo había decidido ganar o compartir el destino de su padre, pero no huir. Los restos mortales de Eduardo nos dicen que era un hombre que debía medir aproximadamente 1,92 metros; una altura, además, especialmente considerable en su época. Por lo tanto, por así decirlo, todo aquél que lo quiso ver en el campo de Towton, le vio.

Aquella acometividad consiguió romper la línea de los Lancaster. Como suele ocurrir, no fue durante la batalla cuando se produjo la masacre, sino durante la huida, puesto que ésta fue caótica y desordenada, como corresponde a los ejércitos que no son tales. Los propios lancastrianos habían derribado el puente de Tadcaster, por lo que aquéllos que huían hacia la ciudad de York para buscar allí refugio tuvieron que atravesar un río cuyas aguas debían de estar a cuatro o cinco grados como mucho. Quien no murió hipotérmico, ahogado o alcanzado por sus perseguidores, habría de hacerlo ya en la ciudad, durante la búsqueda generalizada que se montó.

Los yorkistas apenas habían perdido oficiales. A la muerte de FitzWalter tenían que unir la de un capitán kentish, Robert Horne. Nada que ver con el balance de los Lancaster, que perdieron en Towton a Northumberland, Clifford, Neville Dacre y Welles, todos ellos pares. A ellos hay que unir el conde de Devon, capturado al día siguiente y rápidamente ejecutado en York. Pero, sobre todas estas nobles pérdidas, el ejército del rey y de la reina recibió su mayor golpe con la muerte más buscada por los York: Andrew Trollope.

La reina Margarita, puesto que no estaba suficientemente empoderada, no se había acercado por la batalla. Ella estaba en York; pero, en cuando recibió las primeras noticias de que Towton había salido como el culo, se fue a la estación de autobuses y compró el primer billete para Escocia; bueno, para ser exactos, compró tres billetes, pues el maula de su marido y su hijo la acompañaron. Pronto, fue alcanzada en su huida por los duques de Somerset y Exeter, Lord Roos y otros de sus parciales que habían conseguido salvarse de la quema. En el otro campo, Eduardo IV entraba en York y descolgaba del muro la cabeza cortada de su padre, que todavía seguía allí para público escarnio.

Era el momento de ser algo inteligente. Eduardo lo fue, o por lo menos trató de serlo. En la batalla de Towton, el norte de Inglaterra se había quedado sin referencias. Aquella había sido, de mucho tiempo atrás, la tierra de los Percy, los Clifford y los Dacre; precisamente las tres familias que habían sido masacradas prácticamente hasta su último miembro masculino. Las gentes, sin embargo, son siempre reacias a aceptar nuevos señores, especialmente si esos señores vienen de lejos. Cargarte al señor de Liébana y sustituirlo por un simpático duque de Écija no es la mejor de las soluciones del mundo. Eduardo sabía que la opción más inteligente era lograr llegar a algún acuerdo con los restos de la nobleza local. Política que extendió a aquellos de los colaboracionistas lancastrianos que consideró aprovechables.

Así las cosas, Laurence Booth, el obispo de Durham, un hombre que había sido muy cercano a la reina Margarita, fue nombrado confesor del rey. Sin embargo, el castigo de sus peores enemigos no se detuvo y, así, el 1 de mayo, en Newcastle, Eduardo fue testigo de la ejecución del conde de Wiltshire.

En ese momento, Eduardo tenía como principal labor marchar hacia Northumberland, donde diversos castillos se le oponían todavía. Sin embargo, decidió marchar hacia el sur. Le dejó los restos de la guerra a Warwick y a su hermano Lord Montagu, que había sido liberado en York, porque él tenía la prioridad de armar el montaje constitucional de su reinado, es decir, proceder a su coronación y a la adecuada reunión del Parlamento que proscribiese a los Lancaster.

La aldea gala lancastriana era ahora Escocia. El país seguía teniendo unas relaciones fronterizas más que problemáticas con Inglaterra. Jacobo II, que había sido su rey, gustaba, por otra parte, de aprovechar los problemas y disensiones de su nación vecina en provecho propio, como por otra parte siempre han hecho los gobernantes escoceses. Ya en 1456, los escoceses habían llevado a cabo una razzia de seis días en Northumberland, y el año siguiente habían atacado Berwick.

Jacobo no se casaba ni con su madre. A ratos apoyaba la causa Lancaster y a ratos la causa de los York; lo único que le importaba era qué podía sacar. De hecho el rey PNV no sólo andaba todo el día tangando a los dos grandes bandos ingleses, sino que también estaba en tratos con Carlos VII para organizar, en el momento que se considerare adecuado, un ataque combinado sobre Calais. En suma, pues, era un gobernante local al que le daba igual Juana que su hermana, siempre y cuando acabase recibiendo transferencias. No sé si suena.

A finales de 1460, en cuanto tuvo noticias de la batalla de Northhampton, y juzgando pues a los ingleses centrados en sus cositas, montó una armada con la que cruzó la frontera y puso sitio a Roxburgh Castle. El 3 de agosto de aquel año, María de Gueldres, su churri, apareció por el campamento, cual María Jiménez en destacamento de tropas españolas, para galvanizar a la soldadesca. Para celebrarlo, Jacobo ordenó que se hiciesen varios cañonazos, con tan mala suerte que una de las armas explotó y un trozo impactó en uno de los muslos del rey. Jacobo la palmó, en bastante mal momento porque su hijo, Jacobo III, apenas tenía ocho años.

Cuando los lancastrianos llegaron de Towton, pues, Escocia era un país bajo una regencia. Dicha regencia estaba dividida en dos. Una facción, llamada de los jóvenes lores y liderada por la reina; la otra, de los viejos lores, por el obispo Kennedy de St. Andrews, de quien debemos suponer que era un hacha jugando al golf.

Margarita, pues, se enfrentaba a un enfrentamiento, por así decirlo; y ella misma estaba en una situación desesperada. Si quería obtener el apoyo de los escoceses, pues, no le quedaba otra que entender que los reyes PNV sólo entienden un lenguaje: el de las nueces que caen del árbol. El 25 de abril de 1461, por lo tanto, ordenó a la fortaleza de Berwick, defendida por tropas de su obediencia, que se rindiese a los escoceses. A los ingleses les había costado un número enorme de vidas, tanto perdidas como vividas tan sólo para defender ese enclave en las Marcas Orientales; y, sin embargo, ahora la plaza había sido rendida en los despachos. Realmente, Margarita estaba dispuesta a ceder Carlisle, lo que habría puesto en manos de los escoceses el control de las Marcas Orientales. Sin embargo, Carlisle no estaba defendida por tropas lancastrianas. Así pues, claro, lo que hizo fue unirse con los escoceses y montar una tropa esco-lancastriana que puso cerco a la población.

Cuando el rey Eduardo supo de la movida, decidió aplazar su coronación para poder mover el culo hacia el Norte cagando leches. Sin embargo, ni siquiera tuvo que probarse la loriga. Cuando todavía estaba en Londres con los preparativos, le llegaron noticias de que Lord Montagu había liberado la plaza del sitio.

En todo caso, los hostigamientos lancastrianos no habían cedido. Ese mismo mes de junio, Lord Ross, Lord Dacre y Lord Richemont Gray habían llegado al sur hasta el castillo de Bancepeth, propiedad del conde de Westmoreland. Hicieron ondear la bandera lancastriana y le mostraron a la gente al rey Enrique, que habían traído consigo. Sin embargo, el personal recibió al Emérito con frialdad.

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