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Nunca te fíes de un francés
Nguyen Ai Doc
Tambores de guerra
El tsunami japonés
Grandeza y miseria de la Kempeitai
El Viet Minh
Los franceses hacen lo que mejor saben hacer (no definirse)
Dang vi qui, o sea, naniyori mo hitobito
El palo y la zanahoria comunistas
Puchimones contra podemitas
Aliados a pelo puta
Franceses y comunistas chapotean para no ahogarse
Vietnamitas listos + británicos estúpidos + periodistas gilipollas = muertos a decenas
Si tu ne voulais pas de bouillon, voici deux tasses
Francés busca indochino razonable
Los problemas del comunismo que se muestra demasiado comunista
Echa el freno, Madaleno
El factor chino
El factor USA
El problema de las tres mareas
Orchestal manoeuvres in the dark
O pacto, o guerra
Buen rollito por cojones
El acuerdo de 6 de marzo
El Plan Cédiletxe
No nos queremos entender
Dalat
Las inquietudes y las prisas del almirante D’Argenlieu
Calma tensa
La amenaza nacionalista
Fontainebleau bien vale unos chinos
Francia está a otras cosas
Memorial de desencuentros
Maniobras orquestales en la oscuridad (sí, otra vez)
El punto más bajo de la carrera de Ho Chi Minh
Marchemos todos, yo el primero, por la senda dictatorial
El doctor Trinh, ese pringao
Allez les bleus des boules!
D’Argenlieu recibe una patada en el culo de De Gaulle
París no se entera
Si los Charlies quieren pelea, la tendrán
Give the people what they want
Todas las manos todas, amigo vietnamita
No hay mus
El comunista le come la tostada al emperador
El momento del general Xuan
Conditio sine qua non con un francés: cobra siempre por adelantado
La ocasión perdida
El elefante chino entró en la cacharrería
Aunque durante el mes de septiembre la presencia de tropas aliadas en Indochina se hizo más patente y la bandera francesa tornó a ondear en el edificio del Gobierno General, la hostilidad antifrancesa en Viet Nam cada vez era más intensa; por otra parte, la bandera fue arriada inmediatamente a “petición” de los británicos, que temían disturbios. Esto generó un movimiento pendular entre los franceses, que ya de por sí vienen de serie bastante proclives al desprecio. El coronel Jean Cédile, en este sentido, se vio fuertemente influido por una pequeña pero activa camarilla, en la que estaba un terrateniente euroasiático llamado Bazé y un abogado llamado Béziat. La receta de este grupo era sencilla: rearmar a los soldados y hacer como que el Viet Minh y los nacionalistas no existían.
En lo profundo de su ser, sin embargo, Cédile seguía siendo un negociador. Seguía ambicionando una situación en la que se pudiera restablecer el orden mediante algún tipo de acuerdo con los grupos locales. Sin embargo, él mismo reconocía que, desde el punto de vista francés, en contra de esta opinión estaban los hechos. Los hechos de una situación de constantes pillajes y ataques sobre intereses franceses. Si el Viet Minh no demostraba que era capaz de controlar el orden público, ¿qué especie de negociador era? Ésta, verdaderamente, es una verdad universal. Una vez, un veterano sindicalista español me dijo: “el poder sindical no se demuestra cuando convocas una huelga general; se demuestra cuando la paras”.
El ambiente inmediatamente después de la capitulación era potencialmente explosivo: los vietnamitas estaban nerviosos y soliviantados; los franceses no podían negar su debilidad; y la actitud japonesa era equívoca y pasota. En medio de esa situación estaba Jean Cédile, un hombre que, en ese momento, no tenía teléfono ni despacho, y que con el detalle del arriado de la bandera había aparecido ante todos como un probo funcionario al servicio de los británicos; que es de las peores cosas que un francés puede permitir que se piensen de él.
El activismo vietnamita, por su parte, estaba centrando sus acciones de sabotaje sobre el puerto de Saigón y el aeródromo de Tan Son Nhut, consciente de que si lograba gripar esos dos puntos, las comunicaciones del Annam con el exterior quedarían seriamente discapacitadas. En paralelo, allí donde los vietnamitas eran la autoridad, los arrestos y el maltrato de los franceses residentes, así como de los vietnamitas francófilos, recomenzaron; y ninguna apelación a sus autoridades sirvió para nada.
Cédile asumió que necesitaba hablar con el general Sir Douglas David Gracey, el hombre que había avanzado con las tropas británicas sobre Saigón, para intimarle una intervención en defensa de los intereses de los franceses locales. Los británicos, sin embargo, estaban en ese punto, bastante común en su Historia, en el que, habiendo conseguido sus objetivos, eran más bien partidarios de que nada se moviese y, por lo tanto, no querían líos. El 18 de septiembre, el jefe de Gracey, el general Sir William Joseph Slim, vizconde de Slim, lo visitó en Saigón y le transmitió las órdenes inequívocas de Mountbatten: había que desarmar a los japoneses, y nada más.
Gracey, sin embargo, pronto se dio cuenta de que todavía le quedaba una posibilidad, también bastante común en la Historia de Reino Unido: hacer que otro se coma el marrón. En ese momento, la labor era desarmar a los japoneses, pero no meterlos en unos campos de prisioneros de los que los aliados carecían. Los japoneses, razonó Gracey, más que estar prisioneros de los británicos para sentarse al pie de un barracón a ver pasar la vida, están prisioneros para ejercer el control del orden público bajo las órdenes británicas. Consiguientemente, el general británico le exigió a los mandos japoneses vencidos que garantizasen ellos la integridad de los intereses franceses en Indochina. Como probablemente buscaba el propio Gracey, la orden dada a los japoneses tuvo un efecto balsámico inmediato: el Viet Minh, enfrentado ante la posibilidad de tener que enfrentarse en las calles con unas fuerzas mucho más importantes que las tropas de chichinabo que los franceses habían conseguido allegar a la zona, se apresuró a decir aquello de que ellos siempre habían estado comprometidos con el orden público y que bla. Que, vaya, no convencieron a nadie, salvo a los que ya venían convencidos de casa, es decir: los periodistas.
El 20 de septiembre, una vez que comprobó que los vietnamitas tenían el culito bien apretado, Gracey publicó la Proclamación nº 1 de la Comisión de Control Aliada, en la que llamaba al mantenimiento del orden. Ese mismo día, sin despeinarse, el general prohibió la prensa vietnamita, reguló el uso de armas y le envió un comunicado a la policía vietnamita recordándole que no eran sino efectivos auxiliares de los británicos, y que, por lo tanto, estaban a lo que ellos les quisieran mandar. Al día siguiente, como considerase que se había quedado corto, decretó la ley marcial. El 22, los británicos tomaron el control de la prisión central de Saigón, donde “unos incontrolados” (guiño a los historiadores de la Guerra Civil Española) habían encarcelado a varias decenas de paracaidistas franceses, y los liberaron. Cédile había conseguido de Gracey la autorización para rearmar a 1.400 prisioneros de guerra franceses.
El problema para los británicos, claro, era que todas aquellas medidas estaban favoreciendo a franceses. Gentes, por lo tanto, esencialmente preparadas para hacer en cada momento lo que les saliese de los cojones y que, además se sentían profundamente humillados por el trato que les habían dado los monos amarillos. Efectivos del denominado XI RIC, una vez que se vieron libres y con armas, bajaron a Saigón como hienas en celo, buscando pelea. Fueron, claro, a por los vietnamitas, a los que por lo general recetaron unas cuantas hostias. Incluso, algunas comisarías que estaban ocupadas por personal de seguridad vietnamita fueron ocupadas por los franceses. Los vietnamitas no reaccionaron precisamente rezando novenas. En ese punto, Cédile podía ceder, o tirar para delante. Pero ya os he dicho que estaba enormemente mediatizado por una camarilla de colonizadores ambiciosos; así que se decidió por retomar para Francia todos los puestos y servicios administrativos.
Fue una operación relámpago. Ocurrió en la noche entre el 22 y el 23 de septiembre y, sucintamente, apenas entre las cuatro y las cinco de la mañana. En ese periodo tan corto, de forma magníficamente coordinada, las instalaciones policiales y el Tesoro fueron reocupados por los franceses. Todo ocurrió prácticamente sin disparar un tiro. A primera hora de la mañana, el Comité del Nam Bo apenas tuvo tiempo de salir por patas del Hôtel de Ville antes de que llegasen los gabachos a desayunar.
Hay que decir que, en términos generales, los franceses de estatus y con estudios, a pesar de que habían sido en no pocos casos objeto de tratos humillantes por parte de los vietnamitas, optaron, tras aquella pequeña revolución, por quedarse en casa y celebrarlo con esa botella de merlot que habían conseguido hurtar a las requisas Viet Minh. Sin embargo, en todo grupo social siempre está esa capa freática inferior, formada por personas de menor formación y, no pocas veces, relativos fundamentos éticos; el tipo de gente que formó las primeras patotas de revolucionarios democráticos de nuestra Guerra Civil, que tantos actos de piedad, comprensión y respeto a los derechos humanos cometieron. El tipo de gente que revienta las conferencias de las gentes que no les gustan en los paraninfos. Ese tipo de gente, que también había recibido los porrazos de lo que los franceses conocían normalmente como les Nhac, se fue directamente a por ellos, a devolvérselos con intereses.
Así las cosas, Cédile y el comandante Georges Buis, que había tomado más directamente las responsabilidades en materia de seguridad, se encontraron en la situación de tener que poner en vereda a sus propios compatriotas. Evidentemente, esto les hizo acreedores de amargas críticas por su parte.
Con todo, el principal problema para los franceses fueron los británicos. La mayoría de los mandos importantes en el teatro indochino ya no estaba en Saigón. Para los británicos, de aquella zona era mucho más importante Singapur que Viet Nam, y eso se notaba. Esto hace que, en buena parte, la fuente de información del mando británico en Asia fuese su propia Prensa, que tenía varios corresponsales destacados en la zona.
El periodista es un ser extraño, y el corresponsal de guerra es extraño hasta para el resto de los periodistas. En un mundo en el que el 99% de las personas prefieren la tortilla sin cebolla, el periodista se pirra por la tortilla con cebolla pero, no sólo eso, sino que, lejos de plantearse de si su afición no estará afectando a su objetividad, actúa convencido de que quien tiene un problema de objetividad no es él, sino el 99% restante del mundo.
Los periodistas anglosajones destinados en Saigón al final de la guerra eran decididamente pro vietnamitas; por no decir que eran decididamente Viet Minh. Yo, desde luego, no les culpo; cuando la otra parte es un poder francés, con todo lo que eso significa, resulta difícil ser equilibrado. Dicho esto, sin embargo, lo que hizo la Prensa angloparlante con los sucesos de finales de septiembre de 1945 en Viet Nam no creo que se estudie en muchas facultades de periodismo, a menos que haya profesores que traten de enseñar lo que no hay que hacer. Lo que claramente se trató de un movimiento de acción-reacción se convirtió, en las portadas de la Prensa americana y británica, en un golpe de fuerza francés unilateral y poco menos que absolutamente falto de toda motivación. Este enfoque, claramente, llevó a Gracey a pensar que había prestado el apoyo británico a una aleve operación de golpe de Estado más o menos encubierta. Y, claro, se cabreó. Inmediatamente, ordenó el acuartelamiento de las tropas francesas, así como la restitución del armamento que se les había autorizado a usar.
Como la reacción estuvo basada en un principio: hay uno (el francés) que está agrediendo a otro que no hace nada (el vietnamita), estuvo obviamente basada en un principio falso. Es una cosa parecida al análisis de dos de pipas que se suele hacer de la Guerra Civil Española: hay uno que agredió al otro. En ambos casos, el análisis es incierto. No hay uno que agrede a otro sino dos que se estaban agrediendo mutuamente. La reacción británica, basada en desarmar a aquél que supuestamente era el único que estaba agrediendo, tuvo como consecuencia que en la jornada del 24 de septiembre, en el área del puerto de Saigón, hubiese franceses vilmente asesinados a decenas. Los Viet Minh se hicieron un Red Eléctrica, atacaron la central eléctrica y dejaron a la ciudad sin luz; después, se presentaron en el centro de la ciudad y le prendieron fuego. Los “incontrolados” de costumbre, ya se sabe. Al caer la tarde, y mientras los policías japoneses, que habían sustituido a los okupas franceses, miraban la vida pasar con estoicismo, las patotas Viet Minh entraron en el vecindario de Tan Dinh y asediaron el pequeño barrio europeo conocido como La Cité Hérault. El 25, en las dos horas en las que franceses y británicos todavía no pudieron intervenir, 300 franceses y vietnamitas fueron secuestrados, de los cuales sólo la mitad regresaron. Los 150 que fueron asesinados, lo fueron en condiciones horribles, salvajemente torturados.
La Prensa libre. Libre de hacer el imbécil. Pero, vaya, como siempre es posible que pueda existir un periodista con conciencia y capacidad de reflexión (es una rara mutación, lo sé; pero puede pasar), es posible que alguno de aquellos cráneos previlegiados que, con sus crónicas, generaron aquella matanza de franceses, acabase en Arlington, años después, enterrando a un hijo, o a un sobrino, llegado de Viet Nam en caja de pino. Y, como digo, a lo mejor la dio la neurona para darse cuenta de que el largo hilo en cuyo final estaba el cadáver de su amado pariente lo comenzó a tejer él mismo escribiendo gilipolleces.
Cédile y Buis consiguieron que el XI RIC fuese rearmado. Pero para entonces ya era tarde. La combinación explosiva formada por un Viet Minh perito en manipulación comunista, un mando británico formado por gentes que de cómo servir el té de las putas cinco sabrían mucho, pero de orden público estaban más bien peces, y una Prensa formada por corresponsales de guerra del tono habitual de estupidez y maniqueísmo que practican; esa combinación, digo, había cebado la bomba, había lanzado la fisión, y ya no podía pararla.
Giap había decretado la huelga general. Bueno, más: su orden fue que todos los vietnamitas abandonasen Saigón y que la ciudad quedase sitiada por hambre. Para entonces, de todas formas, Saigón ya no tenía, ni suministro de agua, ni luz.
El día 27, el coronel estadounidense Peter Dewey, que era sobrino del gobernador de Nueva York y era, también, el representante de la OSS para Indochina, fue asesinado por snipers vietnamitas, por supuesto incontrolados, cuando iba camino del aeródromo. El punto más grave de este asesinato fue que se produjo en una zona de control japonés. Aquello confirmó las sospechas, que eran ya muchas, en el sentido de que los japos estaban ayudando a los nacionalistas vietnamitas.
Gracey pareció despertar. Hizo detener al general Terauchi y le advirtió al jefe de Estado Mayor, general Numata (me apostaría una mesa de comedor a que era Takazo Numata), de que todo militar japonés que no hiciese lo necesario para mantener el orden sería considerado como criminal de guerra. Amenaza que a Terauchi, que en ese momento quizás ya sabía de la preparación de los juicios de Tokio, le debió sonar como al viejo ése de Life of Brian al que tratan de convencer de que no diga el nombre de Jehová cuando ya le van a lapidar. Los japoneses, en un ejercicio de cinismo asiático en modo experto, se ofrecieron a mediar entre aliados y vietnamitas. ¡Mediar! Para eso, ya, que nombrasen mediador al corresponsal del New York Times...
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