viernes, marzo 15, 2024

Cruzadas (35) : Hattin

Decidiendo una corona
La difícil labor de Godofredo de Bouillon
Jerusalén será para quien la tenga más larga

La cruzada 2.0
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Bohemondo pilla la condicional
Las últimas jornadas del gran cruzado
La muerte de Raimondo y el regreso del otro Balduino
Relevo generacional
La muerte de Balduino I de Jerusalén
Peligro y consolidación
Bohemondo II, el chavalote sanguíneo que se hizo un James Dean
El rey ha muerto, viva el rey
Turismundo, toca las campanas, que comenzó el sermón del Patriarca
The bitch is back
Las ambiciones incumplidas de Juan Commeno
La pérdida de Edesa
Antioquía (casi) perdida
Reinaldo el cachoburro
Bailando con griegos
Amalrico en Egipto
El rey leproso
La desgraciada muerte de Guillermo Espada Larga
Un senescal y un condestable enfrentados, dos mujeres que se odian y un patriarca de la Iglesia que no para de follar y robar
La reina coronada a pelo puta por un vividor follador
Hattin
La caída de Jerusalén
De Federico Barbarroja a Conrado de Montferrat
Game over
El repugnante episodio constantinopolitano 

  



En llegando a los tiempos que relatamos, todo el mundo en los dos bandos teóricos de Oriente Medio sabía que las cosas estaban alcanzando el boiling point. Y esto suponía que todos los gobernadores franj, cada uno en su territorio y con sus posibilidades, empezaron a acopiar cuantas más tropas, mejor. En Trípoli, Raimondo III militarizó, por así decirlo, las órdenes militares, integrándolas completamente en sus fuerzas armadas. El Temple, sin embargo, no pudo reforzar a los tripolitanos todo lo que hubiera querido, ya que acababa de perder aproximadamente a un tercio de sus elementos en Galilea. Gerardo de Ridfort se dejó de mamonadas y comenzó a reclutar mercenarios sin demasiados escrúpulos ni morales; su orden religioso-militar comenzaba a parecerse a una legión extranjera o, en referencias más presentes, un grupo Wagner.

Tanto Raimondo como Guy de Lusignan hicieron una llamada de auxilio al principado de Antioquía. Allí estaba Bohemondo III quien, en contraste con sus compis cristianos, llevaba unas dos décadas viviendo una vida bastante poco problemática, gracias a la protección que le otorgaba ser súbdito de Bizancio. Una gran parte de esa paz era consecuencia de su estrategia de cerrar treguas con los turcos y, sobre todo, no cabrearlos a base de inmiscuirse en los problemas de sus hermanos de fe. Así pues, se limitó a enviar a su hijo mayor Raimondo con cincuenta caballeros.

Aparentemente, se logró juntar unos mil caballeros, 25.000 infantes y una fuerza de 400.000 mercenarios turcopolos, a los que se unían 12.000 caballeros y 7.000 infantes del Temple, leva ésta que pudo hacer la orden gracias a que Enrique II de Inglaterra puso la pasta que seguro que algún Koldo habría por ahí que se lo llevó caliente; probablemente, ensotanado). Sin embargo, aquello dejaba mucho de ser una tropa unida con un mismo objetivo. A pesar de que era evidente que Saladino podía estar preparando una invasión a gran escala, todavía había en aquel ejército generales, como Reinaldo de Châtillon y, sobre todo, Gerardo de Ridfort, que miraban por su solo interés y, de hecho, ambicionaban echar a Raimondo III de su condado.

El gran ejército, en todo caso, se reunió cerca de Sephoria al final de junio del año 1187. Saladino estaba en la frontera de Galilea, pero dio orden a sus tropas de no hostigar a los cristianos. Prefirió esperar a que hubiesen formado su armada para tener una idea clara de a qué se enfrentaba. Saladino tenía informes muy precisos de cómo se había formado su ejército enemigo. Sabía que todos los presidios, todas las ciudadelas, habían sido abandonadas prácticamente sin defensas, puesto que sus guardianes habían sido llamados a la gran batalla. El líder de los musulmanes, por lo tanto, sabía dos cosas: la primera, que a pesar del gran esfuerzo de los francos, él seguía teniendo la superioridad numérica; la segunda, que si ganaba aquella batalla, toda Siria sería suya, pues ningún lugar del país se le podría resistir. En todo caso, el general musulmán podía recordar muchas circunstancias en las que la superioridad numérica no le había dado la victoria; así pues, era extremadamente cauteloso a la hora de planificar sus acciones.

El 2 de julio, los musulmanes cruzaron el Jordán, al sur del lago Tiberias y, siguiendo su orilla, asediaron la ciudad de Tiberias. Esta ciudad era propiedad de la mujer de Raimondo III de Trípoli, Eschiva de Bures. Esto hacía que el asedio de Tiberias tuviese un fuerte valor simbólico por la parte de Saladino. Atacaba una posesión del conde de Trípoli para castigarlo por haber roto el acuerdo entre ambos.

El ejército franco, por su parte, estaba acampado cerca de Acre. Cuando llegaron las noticias, los más halcones de entre los barones de la tropa, es decir Reinaldo de Châtillon y Gerardo de Ridfort, comenzaron a comerle la oreja a Guy de Lusignan con que tenía que mover el culo hacia Tiberias. Sin embargo Raimondo III, que como sabéis era el primer damnificado por el asedio, consideraba que aquello supondría asumir un riesgo excesivo y, cual ejecutivo bancario frente a hipoteca de mileurista, era más bien partidario de rechazar la operación. Sin embargo, los halcones fueron muy eficientes a la hora de acusarle de traidor y de nenaza, y el criterio de atacar prevaleció. Así pues, el ejército partió hacia Tiberias, pasando por Sephoria. Allí estaban cerca de Tiberias, y tenían una posición muy defendible y logísticamente perfecta. Sin embargo, la ciudad había caído, y la condesa Eschiva se había tenido que refugiar en la ciudadela con otras damas de su Corte y algunos soldados. La tropa acampada, imbuida del espíritu caballeresco de la época, estaba instalada en el micromachismo de que querer salvar a aquellas damas. Pero Raimondo, el churri de la principal implicada, no quería.

El tema tiene su miga. Eschiva estaba encerrada en la ciudadela con sus hijos; pero eran sus hijos. Todos ellos, fruto de sus frotamientos con su primer marido, Gualterio de Saint-Omer, fallecido en el 1174. Así pues, había quien podía pensar que a Raimondo la pandilla canina que estaba en la ciudadela le importaba un cojón; aunque Guillermo de Tiro nos dice que quería a sus hijastros como si fuesen suyos. El caso es que, finalmente, Raimondo puso pies en pared y le digo a Guy que era su tierra, su mujer y sus hijos; y que si él decía que no se atacaba, no se atacaba.

Raimondo tenía sus razones para todo ello. Entre Sephoria y Tiberias, le dijo al rey, no hay más agua que la de un manantial, el llamado manantial de Cresson, que es incapaz de apagar la sed de un ejército. Inicialmente, Guy escuchó los racionales argumentos de Raimondo, pero posteriormente se dejó comer la oreja por Gerardo de Ridfort en el sentido de que el conde de Trípoli los estaba traicionando a todos, en connivencia con Saladino. Guy, ya lo hemos dicho, era un tipo de muy poco criterio; uno de esos jefes que, en cada momento, sostiene la opinión de la última persona un tanto inteligente que ha visitado su despacho. Así las cosas, horas después, en medio de la noche, hizo sonar las trompetas, y ordenó al ejército avanzar. Cuando Saladino supo que venían los franj, dio palmadas de alegría. En realidad, todo el asedio de Tiberias tenía que ver con hacer a los cristianos abandonar la posición excelente que tenían en Sephoria.

Éste es el punto en el que el hombre que hasta entonces había aportado la racionalidad y el equilibrio en las tácticas de los cristianos, es decir, Raimondo de Trípoli, se convirtió en un general tóxico. Imbuido de la filosofía de prudencia que había guiado sus pasos y sus consejos hasta ese punto, no se dio cuenta de que, una vez que la marcha había empezado, en realidad la única esperanza de los cristianos era correr a toda leche y atacar la línea musulmana cuanto antes. Literalmente, los franj deberían haber atacado mientras no tenían sed. Sin embargo, como digo, la prudencia de Raimondo le llevó a recomendar que el ejército acampase y esperase, cosa que hizo en la colina de Hattin.

Hattin es un macizo rocoso, por supuesto sin agua, y, como todas las colinas y montañas, es bastante fácil de rodear. Esto es lo que hicieron los musulmanes durante la noche. Saladino, entonces, esperó simplemente a que el viento soplase de frente en el campamento cristiano y, cuando eso pasó, incendió los arbustos de la planicie a los pies de la colina. El resultado: los cruzados se encontraron atrapados en una ratonera de calor, sed, fuego y humo.

En las dos o tres primeras horas de la batalla propiamente dicha, el ejército cristiano había perdido ya la mitad de su infantería; y la otra mitad corrió la misma suerte en las horas siguientes. La caballería, consciente de que el lago, es decir agua, estaba cerca, permaneció firme y cargó con mucha fuerza. Malik al-Afdal, el hijo de Saladino, habría de recordar que en el momento de la carga a caballo a su padre se lo vio realmente contrito y preocupado. Sin embargo, las posibilidades de los franj eran muy pocas. Guy de Lusignan luchó con mucha bravura y fue de los últimos en rendirse. Por su parte Raimondo de Trípoli, junto con los caballeros que luchaban con él: Raimondo el hijo de Bohemondo de Trípoli, Balián de Ibelin, Reinaldo de Sidón, ensayaron una carga a la desesperada, no hacia Tiberias, sino hacia Sephoria, y lograron romper las líneas musulmanas. Esto generaría la idea de una traición al resto de sus compañeros.

La batalla, como muchas de aquella época, generó, en realidad, más heridos y prisioneros que muertos. Entre los prisioneros se encontraron muchos caballeros de alcurnia, y en torno a 300 templarios y hospitalarios. Los musulmanes incluso capturaron la reliquia de la Cruz, que llevaba el obispo de Acre.

Era el 4 de julio de 1187 y, aunque estas cosas luego tienen su desarrollo, puede decirse que, en ese momento, el sueño cruzado había terminado. Los reinos establecidos en Siria nunca tendrían efectivos suficientes como para volver a decir que juntaban un ejército; y, como os he dicho, tras la victoria todas las poblaciones de aquellos reinos y condados estaban a la total merced de los musulmanes.

La lista de prisioneros de Saladino es impresionante: el rey de Jerusalén, Guy de Lusignan; sus hermanos, Amalrico el condestable y Geoffrey; Reinaldo de Châtillon, señor de Kerad de Moab; Gerardo de Ridfort, Gran Maestre del Temple; Humphrey de Toron, marido de la princesa Isabela de Jerusalén; o el marqués Guillermo de Montferrat. A todos estos, Saladino los convocó en el mismo lugar de la batalla, aunque parecer ser que a su tienda sólo convocó a Guy de Lusignan y Reinaldo de Châtillon. Según las crónicas, el primero de ellos, quien como ya os he dicho mucho carácter no tenía, apareció mudo y como zombie, probablemente hundido bajo el peso de haber perdido la reliquia de la Cruz ante los musulmanes. A su lado, Reinaldo, a pesar de saber que el sí que se estaba jugando el gañote en esa entrevista, apareció altivo ante el kurdo. Saladino hizo una exposición de todos sus crímenes y lo acusó de haber violado sus juramentos. Reinaldo, aparentemente, le dijo que ese tipo de cosas eran “la costumbre de los reyes”; en lo cual no mentía, pero también es cierto, y es un matiz importante, que él ni era ni había sido rey de nada ni de nadie. Eso lo convertía en un puto mentiroso y, por eso, tras haber cenado, fue ejecutado. Con el zombie Lusignan, Saladino no tuvo sino palabras de consuelo, y trató de traerlo de nuevo a la vida.

La ciudadela de Tiberias cayó el 5 de julio. Luego fue a por los prisioneros templarios y hospitalarios, con los que practicó la misma actuación que los soviéticos frente a los miembros de la SS: no quedó ni uno. Bueno, uno sí: el eterno Gerardo de Ridfort.

Antes de finalizar el año, Saladino había entrado en más de cincuenta ciudades de Oriente Medio, Jerusalén incluida.

El tema de Gerardo de Ridfort dio para mucho. El Gran Maestre del Temple fue enviado encadenado a Damasco junto con el resto de barones que tenían pasta suficiente como para pagar sus cabezas. En 1307, con ocasión del gran juicio a los Templarios, cuando los miembros de la orden fueron acusados de abjurar de la Cruz y escupir en ella como rito de iniciación, algunos de quienes declararon que eso se hacía lo justificaron diciendo que un mal maestro que había sido prisionero de los musulmanes había salvado su vida porque había prometido introducir esa práctica en la orden. Obviamente, se referían a Gerardo. Estas afirmaciones, sin embargo, no pasan de ser una historia fantasiosa provocada por los sufrimientos de la tortura. Si Saladino salvó la vida de Gerardo y, finalmente, lo liberó, fue porque conocía muy bien a Gerardo y sabía que le daba igual ocho que ochenta. Una de las pocas chinas que le quedaban en el zapato a Saladino eran los fuertes aislados en los que quedaban caballeros templarios en la defensa. Gerardo obtuvo su libertad a cambio de ponerlos a disposición del kurdo.

Saladino, en todo caso, había conseguido que el viejo reino de Jerusalén volviese a ser musulmán. Pero estaba lejos de haber podido echar a los franj de Siria.

El ejército musulmán tenía que remontar la costa Siria y libanesa, haciendo suyas ciudades una a una. Acre estaba gobernada por Joscelin de Courtenay, uno de los supervivientes de Hattin. La ciudad se rindió sin lucha. Sin embargo, no todo fue tan fácil. En Ascalón, un ejército ciudadano resistió con fiereza, a pesar de que Saladino hizo llevar a Guy de Lusignan, quien se presentó frente a las murallas para llamar a la gente a la rendición. Aguantaron hasta el 5 de septiembre.

Finalmente, Saladino se hizo con toda la costa, con la única excepción de Tiro, ciudad bien defendida. Sin embargo, en ese punto Saladino prefirió marchar sobre Jerusalén, que todavía le faltaba en el álbum.

La capital del reino no tenía defensores, pero tenía una amplia población franca que, además, se había multiplicado con los refugiados que huían de Saladino. El gran muñidor de la defensa era Balián de Ibelin, a quien hemos visto saliendo de Hattin con Raimondo de Trípoli, y que posteriormente había conseguido un salvoconducto de Saladino para poder ir a Jerusalén a recoger a su familia. Con el tiempo le contaría a Saladino, sea o no verdad, que una vez en la ciudad, el patriarca Heraclio le había impedido la salida.

Balián, al fin y al cabo casado con la reina viuda, fue aceptado por la población como nuevo soberano. Sibila, por su parte, no era la persona más popular de la ciudad, pues la responsabilizaban de la derrota de Hattin.

Balián y Heraclio montaron una defensa desesperada, en la que la condición de caballero le fue prometida a todo hombre de más de quince años de sangre noble o hijo de persona importante de la ciudad. Por lo demás, saquearon la riqueza del Santo Sepulcro para reclutar mercenarios.

El 20 de septiembre, dos meses y medio después de Hattin, Saladino apareció ante las murallas de la ciudad.

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