lunes, febrero 19, 2024

Cruzadas (16): Las últimas jornadas del gran cruzado

Deus vult
Unos comienzos difíciles
Peregrinos en patota
Nicea y Dorylaeum
Raimondo, Godofredo y Bohemondo
El milagro de la lanza
Balduino y Tancredo
Una expedición con freno y marcha atrás
Jerusalén es nuestra
Decidiendo una corona
La difícil labor de Godofredo de Bouillon
Jerusalén será para quien la tenga más larga

La cruzada 2.0
Hat trick del sultán selyúcida y el rey danisménida
Bohemondo pilla la condicional
Las últimas jornadas del gran cruzado
La muerte de Raimondo y el regreso del otro Balduino
Relevo generacional
La muerte de Balduino I de Jerusalén
Peligro y consolidación
Bohemondo II, el chavalote sanguíneo que se hizo un James Dean
El rey ha muerto, viva el rey
Turismundo, toca las campanas, que comenzó el sermón del Patriarca
The bitch is back
Las ambiciones incumplidas de Juan Commeno
La pérdida de Edesa
Antioquía (casi) perdida
Reinaldo el cachoburro
Bailando con griegos
Amalrico en Egipto
El rey leproso
La desgraciada muerte de Guillermo Espada Larga
Un senescal y un condestable enfrentados, dos mujeres que se odian y un patriarca de la Iglesia que no para de follar y robar
La reina coronada a pelo puta por un vividor follador
Hattin
La caída de Jerusalén
De Federico Barbarroja a Conrado de Montferrat
Game over
El repugnante episodio constantinopolitano 


La aparición de los francos en la ribera izquierda del río Balikh puso inmediatamente de los nervios a los emires ortoqid o artúquidas, que eran los vecinos inmediatos del principado de Edesa. Además, el momento había sido especialmente elegido por los cruzados, puesto que la ciudad de Harran acababa de experimentar poco tiempo antes unos serios conflictos internos que, si bien habían terminado ya, no le habían dado tiempo a los gobernadores al mando para tomar el control efectivo de la ciudad.

No todo eran facilidades, sin embargo. El ser humano siempre se las arregla para fastidiar lo que de por sí no está estropeado, y eso hicieron Bohemondo y Balduino de Le Bourg embarcándose en una discusión interminable sobre el reparto de los espolios de una ciudad que, en puridad, todavía no era suya. De hecho, todavía estaban discutiendo sobre qué bandera ondearía en la ciudadela de Harran cuando se encontraron con que un poderoso ejército turco se acercaba a la ciudad. En efecto, el atabeg de Mosul, conocido como Jekermish, y el emir artúquida Soqman, quienes por cierto estaban guerreando entre ellos, decidieron tomarse un respiro en sus movidas y unirse contra los latinos.

En la primera batalla entre ambas fuerzas, los turcos utilizaron una celada, pretendiendo huir cuando lo que hacían era prepararse para cortar a las fuerzas cruzadas en dos; esto les permitió infligir a los latinos una gran derrota. La mayor parte del ejército propio de Edesa pereció en aquella acción, y tanto Balduino de Le Bourg como su mano derecha, Joscelin de Courtenay, fueron hechos prisioneros. Sin embargo, eso que os he dicho sobre la capacidad humana de estropearlo todo también vale para los musulmanes. Balduino había sido apresado por Soqman, pero Jekermish, considerándose con mayores derechos sobre los espolios de la batalla, se lo llevó a su tienda. Este gesto acabó con la frágil alianza de los dos caudillos islamitas.

Todo lo que pudieron hacer los normandos ante aquella desgracia fue salir por patas. Bohemondo regresó a Antioquía mientras que su sobrino Tancredo lo hacía a Edesa, en ese momento una ciudad sin gobernadores. Puesto que estaba más cerca, y también había quedado debilitada, Edesa fue la primera en ser atacada por Jekermish. Sin embargo, en dicho ataque o asedio no fueron los francos los que se batieron contra los musulmanes, sino que fueron los armenios. Este fiero pueblo no tenía nada que ganar en que regresasen los musulmanes, que nunca se habían avenido a concluir con ellos alianzas como sí habían hecho los señores latinos de Edesa; y, consiguientemente, pusieron toda la carne en el asador de la defensa de la plaza. Y tan bien lo hicieron que incluso el regente Tancredo pudo plantearse una salida contra los turcos, en la que les infligió graves daños.

Esta fue, sin embargo, la primera reacción. Da la impresión de que los armenios y, en general, los cristianos de la zona, acabaron por preguntarse muy seriamente si, en realidad, el yugo turco no era preferible a ser comandados por unos príncipes latinos que se habían mostrado dispuestos a ponerlo todo patas arriba a cambio de avanzar hacia Mosul y Bagdad. Así pues los armenios, si bien defendieron Edesa con uñas y dientes, en el caso del principado de Antioquía rindieron a los turcos ciudades como Artah o Albistán.

Los francos, en todo caso, tenían en su ventaja las serias divisiones entre los turcos, que les impedían ser verdaderamente fuertes a la hora de combatir contra ellos. Sin embargo, había más piezas en aquel tablero. La situación de las cosas le pareció al basileus Alejo Commeno el momento ideal para tratar de prevalecer en la zona como poder cristiano. Así pues, con sus propias tropas, y contando con la complicidad de las numerosas colonias griegas de Cilicia, tomó ciudades como Tarso, Adana y Mamistra; y, después, reconquistó Lattakieh, plaza conquistada dos años antes por Tancredo.

Tancredo, por cierto, había cantado línea en aquella salida que había hecho de Edesa en la que le había encendido el pelo a los ramadanes. No sólo los había acojonado, sino que había podido apresar a una gran dama turca. Una mujer tan importante que Jekermish había ofrecido a Balduino de Le Bourg a cambio, o una gran suma de dinero. Cuando Balduino de Jerusalén se enteró de la movida, intimó a los normandos para que aceptasen los términos del mosulino, para que así su primo quedase liberado. Tancredo, sin embargo, se dio obvia cuenta de que, si liberaba al legítimo príncipe de Edesa, su regentado se iría a la mierda; por ello, maniobró con eficiencia para que aquel acuerdo nunca llegase a nada. Balduino de Le Bourg habría de permanecer cuatro años en prisión, lo que supuso el cautiverio prescindible de uno de los mejores generales latinos en Oriente Medio. O sea, que ni Deus vult, ni hostias. Ese tipo de chorradas, cuando habléis de las cruzadas, mejor os las vais quitando de la cabeza. Más verdad que Deus vult es la famosa frase del conde de Romanones: “cuerpo a tierra, que vienen los nuestros”.

Bohemondo, mientras tanto, regresaba a su principado de Antioquía, para verlo reducido a la mitad de lo que era y presionado por ambos lados: al este, los ramadanes; al oeste, los griegos. Con bastante probabilidad, el viejo combatiente normando, que acababa de pasar por una experiencia en el maco que siempre deja huella, se sintió eso: viejo. Consideró que, tal vez, el tiempo de colocarse al frente de sus tropas había pasado para él. En otras palabras: no se sintió con fuerzas como para reconstruir su finca (aunque pronto, como veremos, mostró ambición por una finca aún mayor). Así pues, designó regente de su reino a Tancredo, que por ello bien podría ser recordado por la Historia como el coleccionista de regencias, y dijo que iba a coger el Falcon hacia Europa, supuestamente para pedir ayuda.

La marcha de Bohemondo fue una mezcla de situación típica de general pitopáusico y de conciencia general sobre la debilidad de las cruzadas. Años de guerras, de conquistas, de derrotas y de victorias, por no mencionar la cárcel que siempre le hace a uno pensar mucho, habían convencido al bravo general normando de algo que, paradójicamente, casi nadie se había planteado antes que él: que las cruzadas, en sí mismas, eran una chorrada. Chorrada por lo imposible del planteamiento. Las llanuras de Persia llevaban entonces mil años siendo un problema. Un problema para los griegos, que casi se vieron invadidos por los persas; un problema para los romanos; y un problema para sus herederos. Eso era por algo. La cruzada no había servido para otra cosa que para comprobar hasta qué punto el mundo musulmán de Oriente Medio era un mundo organizado, poderoso y, aunque indisciplinado, capaz de suficientes niveles de unión. Frente a ello los europeos, aún en los mejores momentos de su volátil entusiasmo, apenas eran capaces de levantar ejércitos modestamente capaces de competir, en el largo plazo, contra aquéllos a los que debían derrotar. Por otra parte, la solidaridad cristiana con el Imperio bizantino era, por decirlo de forma optimista, intermitente, teniendo en cuenta que, la verdad de las verdades, latinos y griegos no se habían entendido, como de hecho no se han entendido jamás. Oriente Medio era demasiado chorizo para tan poco pan.

Bohemondo de Taranto llegó a Europa como Mick Jagger. Se paseó por las grandes cortes italianas y francesas en loor de multitud, siendo aclarado allí donde ponía un pie. Eso sí, se guardó mucho de predicar la tercera cruzada para consolidar el poder sobre Jerusalén, pues era bien consciente de que si esa idea prendía, el primer candidato para ponerse al frente de las tropas era él; y él, en ese momento, prefería graparse la ceja derecha al talón izquierdo antes que volver a aquella tierra de mierda. Lo que hizo fue consolidar en las cortes europeas una versión muy clara del fracaso relativo de las cruzadas. Se calló todo lo que hubo en las derrotas de los latinos de improvisación, liderazgos mal entendidos y diferencias entre quienes se supone que eran compañeros y aliados y, básicamente, le echó la culpa de todo a Bizancio. Y eso era porque Bohemondo de Taranto había cambiado de ambición. Ya no quería ser el señor de Antioquía. Quería ser el emperador de Oriente.

Felipe I, rey de Francia y él mismo un normando italiano de origen, recibió a Bohemondo con todo el cariño. Hizo algo más. Le concedió a Bohemondo la mano de la princesa Constanza, con la que se casó en Chartres; mientas que la hija pequeña de rey, Cecilia, fruto bastardo de los frotamientos entre Felipe y Bertrada de Monfort, fue enviada a Antioquía a casar con Tancredo. Ambas infantas llevaron dos sustanciosas dotes, pero ahí llegó todo; el rey de Francia no le prometió a Bohemondo ni un soldado.

Después de París, Bohemondo tiró para Roma, donde estuvo una temporada larga con el Francisquito Pascual II, cuya confianza se ganó a base de cucamonas y chorradas. Al PasPas, todo eso que decía Bohemondo de que, en el fondo, el problema no eran los turcos sino sus amigos griegos, que movían los hilos por detrás labrando la desgracia de la obra de Dios, le encantó; pues una más de las mentiras que siempre han contado los sumos pontífices de Roma, casi al mismo nivel que eso de soy el primer pobre del mundo y toda esa mierda, es que quieren el acuerdo y la concordia con la iglesia ortodoxa y el resto de fes cristianas orientales. El Papa Pascual, entre vaso de leche y vaso de leche, escuchaba embobado el retrato de las mil penurias ocurridas en el terreno de las cruzadas; relatos, todos, salpimentados, o terminados, siempre, con alguna traición bizantina que venía a demostrar, ésa era la idea que Bohemondo quería defender, que la siguiente cruzada que se montase no tendría que ser contra los lascivos ramadanes; sino contra los hermanos bizantinos.

Bohemondo hizo todo lo posible por construir, por así decirlo, una corriente de opinión anti bizantina en Europa, tan fuerte como la que había animado la primera cruzada por la liberación de Jerusalén. Pero, en gran parte, no lo consiguió. El europeo no es que estuviese a favor de Bizancio; es que, por lo general, no sabía ni lo que era. El normando, sin embargo, logró finalmente juntar un ejército formado por sus paisanos y por los inevitables lombardos, que en aquel momento histórico procesal parecen ser capaces de arrearse a hostias con cualquiera. Juntos le plantearon asedio a la  ciudad albana de Durazzo, buscando presionar a Bizancio por el oeste. Sin embargo, aun debilitado Bizancio seguía siendo un imperio; y eso significaba una capacidad de reacción que, la verdad, Bohemondo no había valorado bien y tuvo que sufrir en forma de una derrota sin paliativos. Tras caer en Durazzo, Bohemondo tuvo que prometer total sumisión al basileus, así como el retorno de Antioquía y todas las plazas que había conquistado para sí a las manos del gobernante de Constantinopla.

Si recordáis las últimas escenas de The Godfather III, cuando Michael Corleone, tras haber perdido a su hija Sofía Coppola, AKA tengo la misma cara viva que muerta, regresa a su mansión siciliana para morir de un parraque en la sola compañía de un perrete pizpireto, os podréis hacer una idea del destino que le quedaba a Bohemondo después de haberse visto compelido a permitir que Alejo Commeno le pisase el testículo derecho. Como Michael, Bohemondo regresó a Italia. Como Michael, Bohemondo era un hombre física y, sobre todo, sicológicamente arrasado, consciente de que la vida había terminado para él, de que ya no volverían los días de vino y rosas. Tenía un niño pequeño, llamado como él, producto de sus embroques con su señora Constanza. Pero eso tampoco lo consoló demasiado. Estaba arruinado y, aparte la mucama hondureña que limpiaba su cocina tres días a la semana, no mandaba sobre absolutamente nadie. Él, que había sido dueño de vidas y haciendas. Hay quien dice que sobrevivió un año a su desgracia, hay quien dice que cuatro años; el hecho de que no haya acuerdo sobre cuándo la roscó os demuestra a las claras que nadie se interesó por la noticia cuando se produjo. Bohemondo de Taranto, el hombre que un día aspiró a que la Alta y la Baja Edad Media poco menos que se articulasen a base de medir los años antes y después de él, murió como un mediopensionista más. Si esto le hizo más gracia a Dios o a Alá, es cosa digna de discutir; pero lo seguro es que ambos se descojonaron a gusto.

En una cosa, sin embargo, Bohemondo de Taranto dejó una herencia bastante sólida. Cuando Tancredo, allá en Antioquia, recibió la carta que decía que su tío le había prometido al emperador retornar el principado, esperó pacientemente a que las ciruelas que se acababa de tomar hicieran su trabajo y, una vez ocurrido ello, se limpió el ojete con la carta.

Tancredo no le había prometido nada a nadie. El principado de Antioquía llevaba en manos normandas diez años; lo cual, en ese tiempo y en esa zona, era durar casi más que el general Franco. No sólo no tenía intención Tancredo de entregar nada, sino que su idea era ampliar la finca o, más bien, recuperar los terrenos que un día tuvo. Sus tropas recuperaron Artah y Lattakieh de las sucias manos griegas. Asimismo, conquistó Apamea y, una vez conseguido esto, aprovechando la posición de fuerza que le suponía, arrastró al rey de Alepo y a los emires de Shaizar a una alianza estratégica con él; una alianza con cláusulas leoninas. Tancredo se hizo llamar el gran emir Tankridos y aparecía en público llevando turbante; era una clara operación de imagen pública para demostrar que se había convertido en un príncipe sirio más, aunque fuese cristiano.

El principado de Antioquía, pues, lejos de desaparecer, se consolidó. Pero eso fue un golpe mortal para el proyecto cruzado, pues la existencia de Antioquía bajo el mando de uno de los barones que un día había llegado de Europa para reconquistar Jerusalén hizo que la solidaridad entre los cruzados y Bizancio desapareciese. Y, sin la ayuda logística, bélica y estratégica de Bizancio, en el fondo todo el proyecto de las cruzadas estaba condenado a desaparecer, en un momento u otro. Por esa razón, la historiografía cristiana ha estado tan interesada, durante siglos, en destacar todo lo que hubo de objetivo común entre los cruzados, así como en convertir la cruzada en una guerra santa. Es la mejor forma de esconder el hecho de que si el proyecto no prendió fue, cuando menos en parte, por las disensiones y ambiciones personales presentes en él. Las cruzadas, por encima del nivel de coronel, estuvieron muy lejos de ser un sueño compartido. Y en lo que pasó, la verdad, Dios apenas tuvo algo que ver.

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