martes, marzo 05, 2024

Cruzadas (27): Antioquía (casi) perdida

Decidiendo una corona
La difícil labor de Godofredo de Bouillon
Jerusalén será para quien la tenga más larga

La cruzada 2.0
Hat trick del sultán selyúcida y el rey danisménida
Bohemondo pilla la condicional
Las últimas jornadas del gran cruzado
La muerte de Raimondo y el regreso del otro Balduino
Relevo generacional
La muerte de Balduino I de Jerusalén
Peligro y consolidación
Bohemondo II, el chavalote sanguíneo que se hizo un James Dean
El rey ha muerto, viva el rey
Turismundo, toca las campanas, que comenzó el sermón del Patriarca
The bitch is back
Las ambiciones incumplidas de Juan Commeno
La pérdida de Edesa
Antioquía (casi) perdida
Reinaldo el cachoburro
Bailando con griegos
Amalrico en Egipto
El rey leproso
La desgraciada muerte de Guillermo Espada Larga
Un senescal y un condestable enfrentados, dos mujeres que se odian y un patriarca de la Iglesia que no para de follar y robar
La reina coronada a pelo puta por un vividor follador
Hattin
La caída de Jerusalén
De Federico Barbarroja a Conrado de Montferrat
Game over
El repugnante episodio constantinopolitano 


 



A pesar de todos sus problemas, Luis VII estaba en condiciones de tomar Alepo y dejar notablemente limitado el poder de Nuredín. Sin embargo, no hubo tal. El rey francés acampó muy cerca de Antioquía, la primera etapa del viaje a Jerusalén, pero ni mostró prisa ni intención de hacer la guerra. Raimondo de Poitiers, sin embargo, pensaba que aquella gente había llegado hasta las puertas de su casa para protegerle a él; además, como ya os he dicho, eran parientes, y él tenía de su lado a su sobrina, Eleanora, por quien el rey bebía los vientos.

Se ha dicho en estos últimos mil años muchas veces que si Raimondo y su sobrina se pulieron mutuamente. Aunque el primero de ellos ya era provecto, cincuenta años, era un hombre atractivo según todos los testimonios; y de Eleanora se deja bien claro que era un crush en toda regla, mientras que el rey Luis VII era más bien panzón y poco agraciado. Hay que decir que también han sido muchos los exégetas de aquellos hechos que han dudado, y mucho, de la posibilidad de esas peligrosas relaciones. Yo, personalmente, me inclino más por los segundos, pues Eleanora, para mí, no tenía nada de pendón desorejado; lejos de ello, era una mujer fría y calculadora, que si abría las piernas era siempre a cambio de la oportuna rentabilidad; y, con seguridad, juzgó que amigarse con su tío sería una operación demasiado peligrosa y de la que poco podía sacar. Pero lo que sí está claro es que se acercó mucho al hombre, al comandante; el gobernador antioquiano quería avanzar sobre Alepo. Y eso despertó los recelos del rey.

A Luis VII, además, le pasaba otra cosa. Él era hombre de extrema piedad y, por lo tanto, creía a pies juntillas en la formulación teórica inicial de la cruzada, es decir, la justa guerra que buscaba recuperar para la cristiandad, más que nada, la ciudad de Jerusalén. Al llegar a Antioquía, se encontró una ciudad de lujo asiático, nunca mejor dicho, hasta unos puntos que, en Europa, ni el más poderoso de los reyes, o sea, él, podía soñar con exhibir. Así pues, con los días, Luis y sus barones se fueron dando cuenta del mojo: la cruzada no se había hecho por la grandeza de Dios, sino por la grandeza de los coroneles que la dirigían. No se buscaba abrir los lugares sagrados al mundo cristiano, sino construir suntuosos palacios donde vivir como intelectuales de izquierda. Aquello, por supuesto, no le podía gustar a un hombre que, pudiendo tener casi cualquier placer de la vida, prefería invertir las horas mortificándose en un reclinatorio.

Poco a poco, pues, Raimondo se fue dando cuenta de que el rey francés consideraba que su proyecto de tomar Alepo no era un proyecto de cruzada, sino un proyecto de poder personal. Y se fue dando cuenta de que tenía que montar la movida de otra manera.

La idea de Raimondo fue la siguiente: Eleanora era reina de Francia pero, vaya, el que era rey era su marido. Por ahí lo tenía crudo para conseguir que ella movilizase a las tropas camembert. Pero Eleanora era duquesa de Aquitania por propio derecho; ahí había el germen de una división entre los esposos.

Para esto, sin embargo, hacía falta que el matrimonio entre Luis y Eleanora quedase anulado por alguna razón y, consiguientemente, ella adquiriese la posibilidad de vincular Aquitania a otro señorío. Raimondo concluyó que la mejor opción para Eleanora, en ese caso, sería casar con Enrique Plantagenet, el heredero de la corona de Inglaterra. El padre de Enrique, Geoffrey, era hijo de Fulco de Anjou; lo cual convertía a Enrique en sobrino de Balduino III, el joven heredero del reino de Jerusalén.

Eleanora estuvo totalmente de acuerdo con el plan de su tío; así pues, se fue a ver al rey de Francia y le dijo no eres tú, soy yo, siempre podemos ser amigos y el perro me lo quedo yo. La respuesta de Luis VII fue decirle a su mujer que y una polla como una olla, cogerla, salir de Antioquía esa misma noche camino de Jerusalén, y ordenar a todos sus barones y tropas que lo siguiesen.

Los temas estaban sobaco de grillo. Pero se pondrían peor.

Alfonso-Jordan, el conde de Toulouse, era hijo de Raimondo de Saint-Gilles, el arquitecto del pequeño condado tripolitano. Había nacido en Tierra Santa, pero había sido trasladado a Europa para reinar sobre Toulouse. Estaba en la segunda cruzada acompañado de su mujer y dos de sus hijos casi de turista, puesto que quería visitar el sitio donde había nacido y, también la tumba de su recio padre. Este peregrinaje, sin embargo, al conde Raimondo II no le gustaba una mierda. El abuelo de Raimondo, Bertrand de Saint-Gilles, había viajado a Palestina en su día para reclamar el condado de Trípoli, por considerar que tenía derechos sobre él, procedentes de su antepasado Guillermo-Jordan de Cerdeña. Alfonso-Jordan era el último hermano (en realidad, medio hermano) de Bertrand, así pues podía renovar dichos derechos y exigir con sus tropas el condado y quitárselo a su sobrino-nieto.

Alfonso-Jordan murió en Cesarea, camino de Jerusalén. Murió estando en posesión de una salud envidiable, por lo que desde el primer momento se habló de la posibilidad de un envenenamiento. La gente que venía con él, inmediatamente, culpó al conde de Trípoli. Aunque también hubo quien pensó en la maniobrera Melisenda, que podría haberlo hecho para proteger a su hermana Hodierna, casada con Raimondo II. El resultado fue que los provenzales, sintiéndose ofendidos por la idea de que su señor podría haber sido el autor del envenenamiento, rehusaron unirse a la expedición cruzada hacia Jerusalén, debilitándola.

El mayor deseo de Luis VII, que era pisar los umbrales de Jerusalén, se cumplió en medio de un ambiente más bien triste. Ciertamente, al rey de Francia se le unió el emperador Conrado, en una coincidencia realmente histórica para los cristianos de Jerusalén. Sin embargo, el Luis que llegó a la capital de la cristiandad eran un hombre deprimido por la extraña muerte del conde de Toulouse y que, en sus etapas anteriores, había tenido suficiente como para darse cuenta de que lo que él consideraba tenía que ser todos a una, una piña cristiana, era en realidad un juego de tronos permanente en el que cada uno miraba por su propio interés. En Jerusalén, además, había todo un partido de cruzados radicales, por así llamarlos, que era partidario de ir a la guerra total con los musulmanes para tomar Damasco. La regente estaba mesmerizada por su amante Manases y ya estando en Antioquía Luis había recibido la visita del patriarca de Jerusalén, Fulco de Angulema, rogándole en su nombre que fuese a la capital para engrosar las tropas. Esa llamada estaba muy relacionada con el hecho de que no se veía al resto de reinos cristianos como aliados, sino como contendientes.

El rey Fulco, como sabemos, había alcanzado un pacto con Damasco. Sin embargo, el condestable de Jerusalén, Manases, decidió romperlo cuando acudió en ayuda del emir de Hauran, que se había rebelado contra el atabeg damasceno. Esto supuso la guerra entre los dos reinos. Los cruzados, comandados por el jovencísimo Balduino III, fueron a la batalla y fueron claramente derrotados. Muid ed-Din Unur al-Atabeki, había cabalgado con Toghtekin y, personalmente, era más partidario de aliarse con los francos que con Nuredín. Por eso, el gesto de asediar Damasco fue uno de los mayores errores políticos de aquella época. De hecho, fue un error tan claro que ni Raimondo de Poitiers ni el conde de Trípoli quisieron unirse.

El asedio comenzó el 24 de julio de 1148, y duró apenas cuatro días. Es lo que tardaron los cruzados en darse cuenta de que habían sido tan subnormales como para acampar en un área que no tenía agua. A pesar de la construcción de artefactos y de cavar bastantes trincheras, se dieron cuenta de que continuar era tontería.

La decisión fue fundamentalmente tomada por los barones sirios, es decir, por los señores cruzados locales. Los cruzados de visita, es decir los venidos de Europa, consideraron que habían sido engañados por los primeros, que se habían dejado corromper por alguna oferta musulmana por debajo de la mesa. Al parecer, lo que Unur hizo fue mandarles un mensaje diciéndoles que Saif ed-Din, el hijo mayor de Zengi y atabeg de Mosul, se acercaba hacia la ciudad siria; y les dijo que, si conseguía tomarla bajo su poder, entonces la supervivencia de los latinos en Oriente Medio sería imposible a la larga. Unur, en efecto, había pedido ayuda a los dos hijos de Zengi; pero, en realidad, los temía más que a los propios cristianos. En consecuencia, los barones sirios decidieron retomar las buenas relaciones con el reino musulmán de Damasco; pero eso es algo, claro, que ni el rey de Francia ni el emperador entendieron, así que ambos regresaron a Jerusalén más cabreados que dos monas.

El episodio de Damasco terminó por escribir el piedra algo que se venía mascando desde el inicio de la segunda gran cruzada: el hecho, cada vez más incontrovertible, de que los cruzados europeos y los que ya se habían hecho más sirios que europeos, muchos de ellos incluso nacidos allí, no se entendían. De hecho, para los europeos cada vez estuvo más claro que lo suyo era una peregrinación, y que lo mejor que podían hacer era marcharse. De hecho, de todos los barones europeos que fueron en aquel viaje, sólo uno se quedó en Oriente Medio. Se trata de Bertrand, el hijo de Alfonso-Jordan, conde de Toulouse, como sabemos muerto en Cesarea. El joven señor feudal y su hermana no tenían demasiadas ganas de pelear con los turcos, sino que lo que querían era vengar a su padre. Así pues, fueron a la guerra contra su primo, Raimondo II de Trípoli, quien llegó a estar en una situación tan jodida que apeló a la ayuda de Nuredín y del atabeg de Damasco. Los de Toulouse fueron derrotados, y Nuredín se llevó presos a Bertrand y su hermana a Alepo, donde estuvieron doce años.

Todos aquellos dimes y diretes le dejaron bien claro a Nuredín que los cruzados nunca llegarían a presentar un frente cristiano unido; aunque lo cierto es que eso también era perfectamente predicable de los musulmanes. Pero la gran novedad que presentaba el resultado de la segunda gran cruzada era que casi todos los puentes con Europa habían quedado destrozados. La mayoría de los barones que se marcharon de Jerusalén para volver a sus casas en Europa lo hicieron contándole a todo aquél que les escuchaba que el objetivo primero de la cruzada había quedado prostituido, y que la nobleza latina local era un grupo de maniobreros que iba completamente a lo suyo y a los que la misión de la cruz les importaba una mierda. Así pues, ya no llegarían más barcos.

A pesar de que ésta era una situación bien evidente, los que la vivían, o más deberíamos decir los que la habían provocado, no parecieron darse cuenta. Raimondo de Poitiers, desde su balcón antioquiano, decidió lanzar una ofensiva contra Nuredín, a pesar de que ni Joscelín II ni la regente se apuntaron. En ese momento, Antioquía había firmado acuerdos con el turco; así pues, el de Poitiers se podía haber ahorrado el movimiento pero, por alguna razón, entendió que tenía que mover ficha.

La acción de Raimondo fue tan militarmente estúpida que en un principio Nuredín pensó que le estaba preparando una celada, porque no se podía creer que las tropas que se le oponían pudieran ser tan magras. Cuando por fin se dio cuenta de que, efectivamente, era una subnormalidad, atacó. En los alrededores de la Fuente de Murad, los cruzados fueron completamente rodeados. Un aliado musulmán de Raimondo le aconsejó la huida, pero éste decidió quedarse con su tropa. En la batalla, efectivamente, luchó hasta el final. Los musulmanes, que encontraron su cadáver entre una pila de caballeros cruzados muertos, le cortaron la cabeza y se la llevaron a Nuredín. También entregó la vida en aquella batalla Reinaldo de Marash, señor de Kaisun, yerno de Joscelin II. Era el 29 de junio de 1149.

La estúpida ofensiva de Raimondo de Poitiers dejó de nuevo el principado de Antioquía sin príncipe. Constancia, su viuda, asumió la regencia en nombre de su joven hijo, Bohemondo III. Nuredín, por su parte, penetró en el principado a sangre y fuego, y llegó hasta las mismas murallas de la capital, aunque tuvo que marcharse cuando supo que unas tropas del reino de Jerusalén se estaban acercando. Sin embargo, logró controlar todas las tierras ribereñas del Orontes, con lo que el principado de Antioquía quedó reducido a la mitad de lo que había sido y, de esta manera, se convirtió en un territorio fácilmente atacable desde Alepo.

De todos los reyes y reyezuelos de la zona, ninguno recibió con mayor alegría la noticia de la derrota y muerte de Raimondo de Poitiers que Joscelin II, señor de Edesa; éste es el nivel, Maribel, de solidaridad cristiana que se alcanzó en un periodo que, según los licenciados en Historia e indocumentados en general, fue una guerra santa. Joscelin estaba tan ciego en su animadversión hacia su vecino cruzado que ni siquiera parece haberse dado cuenta de que la caída de Antioquía no hacía sino hacer cada vez más difícil su propia posición. Joscelin sólo controlaba ya tierras hacia Turbesel, lo cual quiere decir que su condado se había convertido en un señoría demasiado pequeño como para sobrevivir por sí mismo. Muy pronto se habría de dar cuenta de que así estaba el tema pues, de hecho, tuvo que rendir pleitesía y jurar fidelidad al sultán de Rum para así poder mantener su momio.

Esto, sin embargo, no lo libró de ser un caramelito a los ojos de otros muchos. Fue atacado desde el norte por los turcomanos artúquidas y desde el sudeste por Nuredín. En el norte perdió muchas batallas, pero en el 1149 se las arregló para derrotar al atabeg de Alepo. En mayo de 1150, sin embargo, fue apresado en una emboscada y llevado preso a Alepo. Negándose a abjurar de su religión cristiana, se le arrancaron los ojos y fue metido en prisión, donde murió nueve años después.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario