lunes, marzo 11, 2024

Cruzadas (31): El rey leproso

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Hattin
La caída de Jerusalén
De Federico Barbarroja a Conrado de Montferrat
Game over
El repugnante episodio constantinopolitano 




Amalrico había dejado claro que no iba a aprovechar situaciones moralmente criticables para hacerse con un territorio. Pero eso no quiere decir que hubiese abandonado el proyecto de hacerse con Egipto. Ahora que ejercía un protectorado de facto sobre el territorio, había llegado el momento de llevar a cabo su gran idea, que era crear una alianza cristiana que le diese la vuelta a la tortilla en la nación. Para eso, llegó a una alianza con Manuel Commeno.

En 1167, el mismo año de su aventura egipcia, Amalrico decidió actuar como su hermano y ligarse a la familia imperial de Constantinopla. Concretamente, se casó con María Commena, sobrina-nieta del emperador, pues era hija del sobrino de Manuel, Juan Commeno. La persona que llevó las negociaciones de la alianza que habría de seguir al casamiento fue el entonces archidiácono de Nazaret y Tiro, futuro arzobispo de Tiro, Guillermo, que es una de las principales fuentes contemporáneas que tenemos de todos aquellos sucesos. Se acordó que en el año 1169, los griegos enviarían a sus tropas por mar para unirse en Egipto a los francos.

Las cosas comenzaron a torcerse pronto. Amalrico había dejado a una serie de caballeros en Egipto con la misión de auditar la recaudación de las 100.000 piezas de oro que eran el impuesto que Shawar había de pagar. Estos protectores, por así decirlo, se comportaron como ávidos recaudadores, actuando en ocasiones incluso con violencia. Como quiera que a la gente normal no le gusta pagar impuestos que considera injustos y que hace mil años todavía no se habían inventado los medios de comunicación socialdemócratas, todo eso provocó que el personal se soliviantase, rebelándose contra su gobernador musulmán y sus extraños amigos cristianos. Por otra parte el visir Shawar, que tenía algunas noticias de la que estaba montando Amalrico, comenzó a negociar bajo cuerda con Nuredín, buscando no tanto que se bajase hasta Egipto como que le hiciese alguna splendid little war a los franj y, con eso, los tuviese entretenidos. Los barones francos, por otra parte, querían que Amalrico comenzase la campaña en solitario, en 1168, sin esperar a los bizantinos, porque estaban convencidos de que, si el emperador formaba parte de la batalla, gran parte de lo que se ganase sería para él. Amalrico no estaba nada convencido, pero finalmente tuvo que dar su brazo a torcer ante la fuerza con que le presionaban los caballeros, muy particularmente los hospitalarios.

La campaña de 1168 se produjo finalmente y, tal y como había imaginado Amalrico, fue un perfecto fracaso. Los francos no tenían tropas suficientes como para enfrentar aquella campaña y, además, teniendo en cuenta el ambiente previo, que ya os he descrito, aquel ataque inopinado y que careció la capacidad de ser letal en poco tiempo no hizo sino animar la nostalgia de Nuredín en los corazones de muchos egipcios.

Los cruzados, por lo demás, parecen no haber entendido que nunca hay dos batallas iguales. En pasadas campañas habían entrado en Egipto como por su casa. Pero aquella vez, la resistencia fue feroz; tan feroz que, en algunos casos, les movió a ellos a desempeñarse con una crueldad extrema, lo cual no hizo sino empeorar las cosas. Finalmente, los francos llegaron a las afueras de El Cairo, realizaron una amenazadora demanda, totalmente formal, de un tributo de un millón de dinares, y se tuvieron que marchar. Shawar hizo una llamada formal a Nuredín, quien le mandó a Shirkuh. Viendo llegar al kurdo, Amalrico no esperó por el milloncito que, de todas formas, nadie iba a pagarle, y tiró para Palestina. En enero del 1169, Shirkuh entró en El Cairo en loor de multitud y se convirtió en el visir de facto de Egipto. Unos días después, Saladino y un grupo de parciales mataron a Shawar. Dos meses después, murió Shirkuh.

Para los francos, que Shirkuh primero y su sobrino Saladino después se estableciesen en Egipto, por mucho que lo hiciesen como visires de un califa fatimí, era la peor noticia. Suponía el fin del hiato musulmán entre suníes y shiíes; suponía que todos estaban juntos ahora en la labor de echar a los cristianos al mar. Abú Mohamed Abdalá ibn Yusuf, que reinó con el nombre al-Adid li-Din Allah, califa fatimí, moriría en 1170, poco tiempo después de la llegada de Shirkuh. El sunismo tenía abiertas las puertas de reino.

Con la unificación sunita, el sultán Nuredín pasaba a tener un poder musulmán total en Oriente Medio; poder que se hizo todavía más claro en 1170 cuando, a la muerte de su hermano Qutb Aladín Mawdud, recibió la gobernación de Mosul.

Ante estos movimientos, lógicamente la preocupación en los reinos francos subió enormemente de tono. Amalrico envió mensajes y heraldos a cascoporro a Europa suplicando ayuda, pero los resultados de estas gestiones fueron modestos. Por otra parte, recordad que estaba pactado en el 1169 las tropas bizantinas aparecerían en el teatro egipcio. Lo hicieron, pero fue una expedición poco fructífera. En primer lugar, el emperador Commeno todavía estaba encabronado por la expedición que los cruzados habían hecho el año anterior sin esperarle; y, en lo tocante a los barones latinos, siempre estuvieron más pendientes de que los griegos no llegasen demasiado lejos en sus victorias que de vencer a los musulmanes. Así las cosas, sumando una galerna que destruyó buena parte de la flota bizantina, aquella campaña prácticamente se consumió en un largo asedio, sin resultados, de la ciudad de Damietta.

El problema era más de fondo. El reino de Jerusalén ya no era esa potencia que podía pensar en expandirse hacia el sur. Ahora era una nación atrapada que era atacada por el sur por Saladino y por el norte por Nuredín. En esas circunstancias, la única salida parecía ser superar todos los prutitos que siempre habían tenido los cruzados respecto de Constantinopla, y aceptar la vinculación (léase vasallaje) de los territorios cristianos respecto de Bizancio. Así pues, en el 1171 los ciudadanos de Constantinopla pudieron ver por sus calles a Amalrico de Jerusalén cabalgando orgulloso rodeado de su escolta. El rey de Jerusalén visitó al emperador, y concluyó con él un tratado que venía a reconocer, de forma muy alambicada, la soberanía constantinopolitana sobre la capital de la cristiandad.

Los dos gobernantes cristianos tenían en la cabeza el mismo tema: Egipto. No todo lo consideraban perdido allí. Ciertamente, los acontecimientos habían supuesto el derrumbe de la monarquía fatimí y, consecuentemente, el barrido del shiismo del poder en la nación; pero eso era algo que las capas de la sociedad egipcia que eran fieles a la figura de Alí no aceptaban tan fácilmente. Sin embargo, ambos tuvieron la mala suerte de que la Historia había colocado al frente de Egipto a un hombre muy capaz, Saladino, que pronto se mostró muy eficaz a la hora de descubrir y reprimir conspiraciones contra su persona. En realidad, la única baza que le quedaba a los cristianos era que Saladino adquiriese tanto poder que acabase, de alguna manera, enfrentado a Nuredín.

Como puede verse, la situación era muy difícil para los latinos. Y todavía se puso peor. Balduino, el hijo primogénito de Amalrico, enfermó siendo un niño de una dolencia que los físicos no supieron siquiera identificar inicialmente. Cuando alcanzó los diez años, el diagnóstico se hizo firme: el heredero del reino de Jerusalén padecía lepra.

El rey Amalrico murió el 11 de julio del 1174, a los 39 años, a causa de una disentería que adquirió durante un asedio. En los últimos años, el rey había resistido todas las presiones para desheredar a su hijo leproso, más que nada porque carecía de banquillo. Sibila, la hermana de Balduino, todavía no tenía edad de casarse; y de su segundo matrimonio con María Commena, Amalrico sólo había tenido una niña, que obviamente era todavía más joven.

El derecho dinástico hierosolimitano era bastante claro sobre los leprosos: no podían ser reyes. Balduino tampoco podría casarse, razón por la cual los esfuerzos de Amalrico, en los que fueron, sin que él lo pudiese imaginar, los últimos años de su vida, fueron buscar un buen marido para su hija Sibila. Sin embargo, pronto se encontró con el problema de que los nobles europeos habían perdido el interés por la aventura cruzada; mucha gente en los fríos castillos del Loira y del Gaona consideraba que el reino de Jerusalén era un proyecto acabado y, de hecho, apenas se sentían solidarios con una nobleza local que, si bien del mismo origen que ellos, había ido distinguiéndose mucho. En efecto, muchas décadas de existencia en Siria, matrimonios con locales, todo eso, había hecho de los cruzados de antaño una raza nueva, mitad sirios, mitad europeos, que ya no se parecía a los hombres y mujeres de piel lechosa que caminaban por las calles de Estrasburgo o de Toulouse. Hubo una esperanza cuando Esteban de Blois, hijo de conde de Champaña, se dejó caer, peregrinando, por Jerusalén, en 1171. Se le ofreció casar a Sibila y ser, por lo tanto, cuñado de un altamente irregular rey leproso, con categoría de condestable; y dijo que ni de coña. Los meses que siguieron hasta la muerte de Amalrico no hicieron sino empeorar las cosas, puesto que la lepra siguió avanzando en el cuerpo de Balduino hasta el punto de hacerla visible para cualquiera, cosa que hasta entonces, mal que bien, se había podido disimular.

Cuando Amalrico murió, pues, su sueño egipcio había sido ya olvidado por la presión del alfanje de Saladino; la Corte de Jerusalén estaba formada por nobles que eran mayoritariamente contrarios al movimiento hecho por su rey en el sentido de aceptar la soberanía bizantina sobre la nación cristiana; y, para colmo, todos tenían que aceptar un hecho: la entronización de un rey leproso, repelida en todos los sistemas de Derecho de la época. La popularidad de Bizancio, por otra parte, se había visto muy mellada después de que los musulmanes venciesen a los griegos en Myriocephalum.

Al menos, una cosa sí que había pasado: Saladino, hombre muy ambicioso, se había colocado en rebelión prácticamente abierta contra Nuredín, con lo que el hiato musulmán cogía momento, con los ismailíes esperando el suyo propio, alimentados en buena parte por el reino de Jerusalén. Nuredín, por lo demás, murió algunas semanas antes que Amalrico, el 15 de mayo de 1174, dejando sus reinos a su hijo As-Saleh Ismail al-Malik, que tenía once años. Tratando de aprovechar la relativa debilidad inherente a un rey niño, Amalrico trató de atraer al nuevo atabeg de Damasco, Mosul y Alepo ofreciendo la amistad de su reino contra Saladino. De hecho, Damasco y Jerusalén acabaron por pactar una tregua, que fue criticada con la palabras muy duras por Saladino, a quien su radical islamismo no permitía entender que musulmanes y cristianos se pusieran de acuerdo (aunque eso es la superficie, el discurso para los votantes y amigos de Twitter; en realidad, lo que le jodió fue que se pusieran de acuerdo contra él).

Hasta la llegada a nuestras vidas occidentales del imán Jomeini y el terrorista Osama Bin Laden, Saladino es, sin ningún lugar a dudas, el musulmán más famoso en el mundo occidental que no lo pisó o pasó gran parte de su vida fuera de nuestro entorno. Mira que el Islam ha tenido califas, y no digamos el Imperio turco sultanes de gran poder e inteligencia; pero ninguno de ellos puede competir con la imagen que logró consolidar entre nosotros, los del mundo cristiano, este hombre que quintaesencia para muchos la crueldad anticristiana. Lo cierto es que Saladino tuvo en su tiempo valoraciones distintas de las que el mito ha hecho de él. La principal prueba de su enorme popularidad y conocimiento en los tiempos pretéritos es que Saladino aparece en esa obra que viene a ser como una especie de compendio de todas las personas singulares en la vida de la Humanidad cristiana hasta el momento en que fue escrita. Me refiero a la Divina Comedia; y no se olvide el detalle, poco compatible con el mito popular, de que Dante, pudiendo enviar a Saladino, como buen infiel, a arder en el Infierno, lo sitúa en una especie de sección creada en el Paraíso para los que, no siendo cristianos, pueden considerarse justos.

Saladino era un hombre poderoso, un auténtico hombre de guerra que, además, en el momento en que Nuredín y Amalrico se quitaron de en medio en la Tierra, dejando uno a un niño de once años al frente del machito y, el otro, a un heredero al que se le caía la carne a cachos, tenía 36 años; si la Parca lo respetaba, pues, todavía tenía carrete, y lo sabía.

Saladino se había ganado fama de pío y religioso, lo cual siempre es bueno en un entorno como el musulmán, con diferentes interpretaciones del Islam, siempre dispuestas a enfrentarse y guerrear entre ellas. Además, tenía una desventaja que terminó siendo ventaja: era kurdo. No ser turco ni árabe, en teoría, le suponía un hándicap en un teatro como el Oriente Medio, donde todos los musulmanes estaban acostumbrados a que el poder llegase de esos dos orígenes raciales. Sin embargo, precisamente porque los emires selyúcidas miraban con desconfianza a los visires y reyezuelos árabes que todavía conservaban buena parte del poder inicial que habían tenido, cuando todo el Islam era árabe; precisamente por eso, digo, Saladino supo venderse como alguien capacitado para entenderse con todos.

Este Rubalcaba islamita, pues, era hijo de un emir kurdo que no podía decir que tuviese grandes credenciales nobles, pero había sido un gran guerrero. El sultán de Persia había confiado en él para que fuese gobernador de una pequeña ciudad de la provincia de Bagdad, Tikrit. Al Malik al-Afdal Najm Aladín Ayyub ibn Shadhi ibn Marwan se ganó la total confianza del sultán en 1132 cuando, derrotado éste por el califa, en muy mala situación y de hecho abandonado por alguno de sus generales, él prefirió permanecer a su lado.

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