Unos comienzos difíciles
Peregrinos en patota
Nicea y Dorylaeum
Raimondo, Godofredo y Bohemondo
El milagro de la lanza
Balduino y Tancredo
Una expedición con freno y marcha atrás
Jerusalén es nuestra
Decidiendo una corona
La difícil labor de Godofredo de Bouillon
Jerusalén será para quien la tenga más larga
La cruzada 2.0
Hat trick del sultán selyúcida y el rey danisménida
Bohemondo pilla la condicional
Las últimas jornadas del gran cruzado
La muerte de Raimondo y el regreso del otro Balduino
Relevo generacional
La muerte de Balduino I de Jerusalén
Peligro y consolidación
Bohemondo II, el chavalote sanguíneo que se hizo un James Dean
El rey ha muerto, viva el rey
Turismundo, toca las campanas, que comenzó el sermón del Patriarca
The bitch is back
Las ambiciones incumplidas de Juan Commeno
La pérdida de Edesa
Antioquía (casi) perdida
Reinaldo el cachoburro
Bailando con griegos
Amalrico en Egipto
El rey leproso
La desgraciada muerte de Guillermo Espada Larga
Un senescal y un condestable enfrentados, dos mujeres que se odian y un patriarca de la Iglesia que no para de follar y robar
La reina coronada a pelo puta por un vividor follador
Hattin
La caída de Jerusalén
De Federico Barbarroja a Conrado de Montferrat
Game over
El repugnante episodio constantinopolitano
Lo que los cruzados perpetraron en Jerusalén será calificado por unos de matanza y por otros de genocidio; los matices, sin embargo, en poco cambian el tono general de una actuación que, incluso liberándonos del presentismo, tiene muy poca justificación. Los tiempos medievales, con su pretendida brutalidad, no justifican, en efecto, cosas como las que pasaron en Jerusalén los días 15 y 16 de julio del 1099.
En primer lugar, porque la propia lógica medieval, ésa que según los mostrencos movía a cometer aquellos desafueros, iba en contra de ellos. Una ciudad repleta de musulmanes rendidos significaba, en el año 1099, un puto chollo. Un festival de rescates que serían oportunamente cobrados por la vida de las personas hechas prisioneras. La operación realizada por los cruzados, pues, fue, antes que nada, antieconómica.
En segundo lugar, moralmente fue algo deplorable. Tancredo, por ejemplo, personalmente se comprometió a respetar la vida de centenares de combatientes musulmanes que, sin embargo, una vez depusieron las armas fueron asesinados a sangre fría. Los muy pro-cruzados dirán que es que aquella gente había estado cometiendo sacrilegios con estatuas de Jesucristo horas antes. Pero lo cierto es que la guerra no se nutre de este tipo de cosas. La guerra va de vencer, y de vencer de la mejor forma posible. Y cualquier persona con dos dedos de frente explicará con eficiencia que mentir a tu enemigo, engañarlo, llevarlo a la muerte colectiva casi total, no es la mejor forma de vencer. Máxime teniendo en cuenta que, durante aquellas 48 horas, la espada cruzada segó la vida de combatientes, de mujeres, de niños, de ancianos, de todo el mundo que se les puso por delante.
Los cruzados, de hecho, llevados por su espíritu de misión vencedora siguiendo los deseos de Dios, tampoco respetaron a los judíos. Los hebreos se refugiaron en las sinagogas, tratando de permanecer neutrales de lo que estaba ocurriendo; pero los cruzados las quemaron con ellos dentro, con el resultado de que ningún judío residente en Jerusalén vio el amanecer del 17 de julio. Los cruzados fueron especialmente crueles con los líderes religiosos musulmanes y hebreos, a los que por lo general les recetaron unas muertes horribles; además de destruir libros y objetos sagrados a tutiplén.
En aquellos dos días del oprobio, los 10.000 cruzados que aproximadamente habían llegado a Jerusalén acabaron con 40.000 personas; y, en esa labor, dejaron la ciudad absolutamente vacía de habitantes. En este sentido, la matanza de Jerusalén puede fácilmente considerarse un genocidio, por la voluntad clara que portó de exterminar a la totalidad de la población del lugar, toda vez que, como ya os he dicho, allí ya no quedaban cristianos.
Existen indicios de que la traición de Tancredo pudo no ser suya, pues pronto se sintió enfadado y contrito con el hecho de haber faltado a su palabra y, sobre todo, por haber pasado a cuchillo a unos tipos que le habrían reportado pingües beneficios. Como ya os he dicho, Raimondo de Saint-Gilles, sacando beneficio de que en el sur de la ciudad dominaban sus tropas provenzales, pudo mantener su promesa; pero hubo de escoltar a los islamitas que salvó hasta Ascalón, tan poco seguro estaba de que no fuesen a ser masacrados. Eso sí, el hecho de haber sido el único que había tomado prisioneros (y cobrado de ellos ya que, muy probablemente, ad-Daula le pagó la liberación) hizo que fuese considerado por los demás un traidor a la causa. Aquellos cruzados, ya lo he dicho, eran auténticos socialdemócratas: si uno cobraba, entonces tenían que cobrar todos.
En el crepúsculo del día 15, cuando la masacre estaba en todo lo gordo y aún habría de prolongarse durante un día más, todos los barones cruzados se citaron en la iglesia de Santo Sepulcro. Ellos, personalmente, consideraban que, tras haber tomado Jerusalén, habían hecho lo que tenían que hacer y, consiguientemente, no veía necesidad en realizar más matanzas ni saqueos (aunque tampoco parece que considerasen necesario parar a quienes las estaban perpetrando). Así pues, fueron seleccionando cada uno la casa que más les gustó, y allí se quedaron.
Así pues, cuando ya los Robertos, de Flandes y de Normandía, Tancredo, Godofredo de Bouillon y Raimondo de Saint-Gilles estaban tomando posesión de las que habían sido las mansiones de los musulmanes y hebreos más ricos de la ciudad, y comenzaban a lavarse y a comer decentemente, su gente, en las calles, seguía violando, matando y robando en una acción colectiva que, como todas, habría de tener sus consecuencias. Pues, ciertamente, parece que los cruzados, como los hombres que mandan hoy en día y los que han mandado antes que ellos, tenían problemas a la hora de entender que los hechos siempre tienen consecuencias. La masacre de Jerusalén horrorizó al orbe musulmán, un orbe que, ya os lo he dicho, estaba bastante menos unido de lo que parece, pero que a partir de ese momento sería más proclive a la necesidad de la unión basada en la defensa de la religión.
Urbano II, el hombre que, en el fondo, había comenzado todo eso, que había dado el primer paso para esa matanza, nunca la conoció. Bueno, puede que, si, verdaderamente y como creían los cruzados, al Dios de los cristianos estas hipoputeces le molan, se lo contase él. Porque el caso es que el Papa de la cruzada la roscó el 29 de julio, antes de que el email informando de la victoria cristiana de Jerusalén pudiera llegar a Roma.
A favor de los cruzados estaba el hecho de que los musulmanes, aunque horrorizados por lo que había pasado, podían sentirse colectivamente agraviados por todas aquellas muertes, pero tenían problemas para coordinarse. En Bagdad mandaba el sultán turco selyúcida, Abu al-Mudhaffar Rukn ad-Dunya wad in Barkyaruq ibn Jalal ad-Daula Malik Shah, a quien llamamos Barbiyarok para simplificar. Selyúcidas y fatimíes egipcios se habían acostumbrado a contemplar Palestina como el territorio tampón que se colocaba en medio de sus dos ámbitos de poder. Sabían que cuando menos la mitad de los palestinos eran cristianos, gobernados por príncipes árabes que, por lo general, no se identificaban ni con los egipcios ni con lo bagdadíes, prefiriendo mantener su independencia. En estas circunstancias, lo normal es que Bagdad no tuviese ningunas ganas de fomentar una expedición contra los cruzados. Formalmente, incluso tenía la disculpa ideal, teniendo en cuenta que Jerusalén había sido arrancada de las manos de los egipcios, no de las suyas. Así las cosas, el tema era más un problema de los egipcios.
Los cristianos de la zona, por su parte, diríase que eran macedonios, ya que eran muy variados. Se habían beneficiado, por así decirlo, del hecho de que los musulmanes nunca se habían planteado la conversión forzada de los cristianos viviendo en los territorios que fueron conquistando. Se limitaban a establecer una evidente diferencia civil, puesto que los no musulmanes eran sometidos a un impuesto especial, más gravoso (como la banca y las eléctricas, pero rollo Alá). Asimismo, pese a que en los tiempos de El Profeta las relaciones entre musulmanes y judíos habían sido difíciles, los hebreos, por lo general, se sentían más cómodos gobernados por musulmanes que por cristianos; lo cual es lógico, pues, al fin y al cabo, los primeros no los consideraban los asesinos de su Dios.
Los cristianos de la zona eran, en buena medida, descendientes de lo que, en otro tiempo, habían sido habitantes de segunda en Palestina, sobre todo samaritanos; pero también arameos y judíos en general. Se habían convertido en los primeros siglos del cristianismo, siendo ellos esos gentiles por los que suspiraba Pablo.
Los cristianos de la zona, por lo demás, sabían muy bien lo intolerantes que eran las grandes iglesias cristianas. Durante los tiempos en que habían sido administrados por los bizantinos, habían experimentado en sus carnes los problemas con la religión ortodoxa griega. Los cristianos de Asia Menor, en efecto, eran en su mayoría cristianos siríacos, jacobitas y, como tales, monofisitas. Unos pocos de ellos eran griegos ortodoxos, despectivamente calificados por los cristianos siríacos como melkitas (de malka, rey; eran los hombres, pues, que seguían la religión del rey; melkita viene a significar, pues, más o menos marioneta del poder). Además de todo esto, en Palestina vivían algunos griegos, normalmente monjes y monjas que servían al culto en los templos, además de otros que ejercían algunas profesiones liberales y artísticas. En Jerusalén misma, por último, desde los tiempos de Carlomagno se había establecido una colonia cristiana de rito latino, con su propio convento y su hospital para peregrinos. Desde el año 1054, las iglesias latina y griega habían quedado divididas; sin embargo, esto, en Palestina, no tenía tanto valor, pues por lo general los creyentes de ambas fes se sentían miembros de la misma Iglesia. Los griegos, en general, solían ser lenitivos con los latinos, a los que consideraban equivocados desde luego; pero no tanto como los monofisitas. Jerusalén tenía su propio patriarca ortodoxo que era incluso reconocido como tal por la Iglesia de Roma.
Como ya hemos visto, los cristianos siríacos eran harina de otro costal. Los jacobitas hubiesen preferido graparse la nalga izquierda a la ceja derecha a contemplar el regreso del poder bizantino a la zona. Eran, por lo demás, razonablemente felices en el caso de estar bajo el poder de alguno de los frecuentes reyezuelos árabes que tenían pequeños reinos en Siria, porque les dejaban en paz y no les molestaban en sus ritos. En el caso de los que vivían bajo la administración directa selyúcida, el tema era diferente porque experimentaban más presión; y también porque los selyúcidas, por una cosa o la otra, se las arreglaban para estar siempre en guerra.
Pero volvamos a Jerusalén. Una ciudad en silencio, repleta de cadáveres sobrevolados por espesas nubes de moscas. Una ciudad que huele a muerto, a basura, a destrucción. El Paraíso terrenal que presuntamente se iba a establecer tras la recuperación por las tropas cristianas de las lomas por las que caminó Jesús, pues, no había llegado. Y, además, había que diseñar el futuro. Así las cosas, el Estado Mayor cruzado convocó una reunión, a la que los principales líderes clericales también fueron invitados.
¿Había terminado la campaña? Sólo en parte. Ciertamente, el objetivo de tomar Jerusalén se había completado. Pero ahora había que mantenerla bajo poder cristiano; y todos ellos estaban muy lejos de casa.
La primera pregunta que surgió en la reunión, sin duda, fue si se le devolvería la ciudad a Bizancio. Y no creo, la verdad, que hubiese ni una sola intervención a favor. En realidad, la pregunta era absurda pues, con todas las cosas que el emperador Alejo Commeno le había pedido a los latinos, la ciudad de Jerusalén no era una de ellas. Commeno tenía muy claro que, negro sobre blanco, habría sido incapaz de defender Jerusalén, puesto que quedaba a tomar por culo de sus dominios; así pues, nunca le había sugerido a los cruzados que se la entregasen; y los cruzados, la verdad, no tenían ni puta gana de dársela.
De ahí pasaron al asunto verdaderamente espinoso: ¿quién mandaba allí? En buena teoría, el señor de la ciudad debería haber sido su patriarca, es decir, alguien representante de la iglesia oficial ortodoxa, ergo nombrado por el Imperio. Ésta, de hecho, es, probablemente, otra razón por la cual Commeno no sintió la necesidad de reclamar la ciudad: podía hacerla suya por control remoto, ya que se supone que él debía nombrar a quien la gobernaría.
El sacerdote que había ocupado el lugar de patriarca, Simeón, había muerto, sin embargo, poco tiempo atrás, en Chipre. El puesto, pues, estaba vacante; una perita en dulce para los barones, que ahora podían aspirar a nombrar uno que perteneciese al rito latino; que les perteneciese, a ellos y a Roma.
En realidad, a quien se le ocurrió esta idea no fue a los señores de la guerra, sino a los curas. Los barones, inicialmente, lo consideraron una locura. Pero no tanto porque respetasen a Commeno sino porque, pensándoselo mejor, acabaron por preguntarse por qué coño ellos, que habían conquistado la ciudad por la fuerza de su espada y pagando un alto tributo en soldados muertos, tenían que ver cómo el poder era ostentado por un meapilas. Así que pasaron a defender la idea de que, antes de resolver el problema del jefe espiritual, lo que había que hacer era elegir a un gobernador militar eficiente. Y, la verdad, no les faltaba razón porque, de una manera u otra, por unos o por otros, la ciudad podía ser atacada en cualquier momento.
Así pues, todo iba de nombrar un rey de Jerusalén. Y el elegido fue Godofredo, duque de la Baja Lorena.
A decir verdad, Godofredo sólo se enfrentó a dos candidatos más con posibilidades reales de reclamar el puesto: Godofredo de Bouillon y Raimondo de Saint-Gilles. Los dos Robertos, de Flandes y de Normandía, eran tipos que no tenían ni puñetera gana de echar raíces en Palestina; ambos soñaban con volver a Europa. Ricos, pero volver. Sin embargo, yo creo que si estáis leyendo estas notas con provecho, os estaréis preguntando cómo es posible que Raimondo no se llevase el premio. La verdad, en relación con el conde de Toulouse, las fuentes parecen apuntar a que, por razones difíciles de expliicar, no tenía la capacidad de obtener un voto unánime; algo de lo que él debía de ser muy consciente, puesto que desde el inicio se salió de la almoneda, a pesar de que, por su edad y prestigio, no faltó quien le propuso.
Raimondo era el mejor candidato desde muchos puntos de vista, de los cuales la edad y el prestigio eran, quizá, los más importantes, por no mencionar que era el hombre más admirado y escuchado en Constantinopla, por lo que podría establecer una fructífera relación con el Imperio. Pero muy probablemente esto fue lo que le jugó en contra, puesto que el buen rollo con Commeno habría llevado a nombrar un patriarca griego en la ciudad; y eso era algo que la mayoría de los barones, y todos los clérigos, quería evitar a toda costa.
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