miércoles, febrero 28, 2024

Cruzadas (23): Turismundo, toca las campanas, que comenzó el sermón del Patriarca

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Turismundo, toca las campanas, que comenzó el sermón del Patriarca
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La caída de Jerusalén
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Game over
El repugnante episodio constantinopolitano 




El año que murió Balduino II, es decir el 1118, un caballero procedente de Champaña, llamado Hugo de Payens. tomó la iniciativa de fundar en Jerusalén, en compañía de otros ocho compañeros, una hermandad a la vez militar y religiosa. El objetivo de la orden era procurar asistencia a los peregrinos pobres que viajaban a los santos lugares. La organización creció muy pronto, entre otras cosas porque fue apoyada sin ambages tanto por el patriarca como por el rey, que les cedió una casa al lado del palacio real, el antiguo templo de Salomón. Por esta razón, a la hermandad se la conoció como La Milicia del Templo.

Con el mismo objetivo existía otra hermandad en Jerusalén desde el año 1070. Había sido fundada por mercaderes de Amalfi en las cercanías de la iglesia de San Juan el Limosnero. Esta hermandad, que era tanto de laicos como de religiosos, mantenía un hostal y un hospital. Con la consolidación del reino latino de Jerusalén, Gerardo, el cabesa de esta hermandad, la organizó como una auténtica orden religiosa. Una orden que, a pesar de regirse por la regla benedictina, era completamente autónoma y propia. Se la conoció pronto como la orden del Hospital de San Juan de Jerusalén o, más comúnmente, la Orden Hospitalaria u Orden de los Hospitalarios. A partir de 1119, los Hospitalarios aceptaron entre sus miembros a soldados, pues comenzaron a asumir funciones de protección de los peregrinos. Hugo de Payens y su gente, sin embargo, se dedicaron de momento exclusivamente a servir a los peregrinos.

Había algo social detrás de la pujanza de estas dos hermandades, que pronto las convirtió, como digo, en órdenes religiosas con todas las de la ley. Su pujanza, en parte, era parte de todo un fenómeno de opinión pública muy crítico con la aristocracia de los barones y los caballeros que, entendían muchos de los residentes y visitantes de Jerusalén, iba a lo suyo y no a lo que tenían que ir. Ciertamente, como ya os he intentado bosquejar en estas notas, desde un primer momento los cruzados se caracterizaron por ser combatientes pragmáticos que ora luchaban contra los musulmanes, ora se aliaban con ellos; esto es algo que, obviamente, un cristiano devoto tenía dificultad para entender. Pronto se extendió la idea de que una cosa eran los intereses de los cristianos píos que querían viajar o vivir en el sitio por donde había caminado Jesús, y otra muy distinta los intereses de los políticos, por decirlo en términos actuales.

La presión de estas órdenes fue muy fuerte y, consecuentemente, también es cierto que estas dos órdenes comenzaron a acumular pasta. Y cuando alguien acumula pasta hay alguien que siempre se presenta para la fiesta: el PasPas de Roma. Efectivamente, el cura Ariel se apresuró a reconocer a las dos órdenes: los hospitalarios en el 1120, y los templarios ocho años después.

El rey, que había escogido la llamada Torre de David para sus aposentos, le cedió el resto del templo de Salomón a los templarios. En cuanto a los hospitalarios, pronto ampliaron su sede en un edificio cercano al santo sepulcro. A la altura del año 1130, ambas órdenes tenían un prestigio enorme en Europa, y los caballeros se daban de hostias por entrar en ellas.

Las órdenes del Temple y Hospitalarios respondieron, pues, a dos tendencias diferentes, pero simultáneas. En primer lugar, fueron el resultado de una especie de reacción puritana, muy en el sentido que lo fueron los puritanos literales siglos después en el ámbito del protestantismo, en el sentido de que la aventura cruzada había perdido su esencia. Los cruzados habían llegado a Oriente Medio para abrir y dominar una vía segura de peregrinación hacia Jerusalén, y hacer de la propia Jerusalén un reino cristiano, porque era el obvio deseo de Dios que la ciudad que había recibido a su Hijo fuese una ciudad cristiana. El resto de los temas que trajo anejo ese deseo: el enfrentamiento con los cristianos griegos y armenios, el levantamiento de feudos personales que para mantenerse no dudaban con aliarse con musulmanes contra cristianos, etc., eran adornos, en algunas ocasiones, poco virtuosos. Las órdenes militares y religiosas, por lo tanto, eran un poco el viaje back to basics que, en un momento u otro, tenía que producirse. Porque la cristiandad, contrariamente a lo que dicen los Francisquitos, es algo gobernado por sus miembros y no por su cura Ariel que, la verdad, estaba más que encantado con el montajito que se habían hecho Balduino, Godofredo y Bohemondo en el solar asiático. Por otra parte, el nacimiento de las órdenes, sobre todo cuando tomaron para sí la labor de proteger a los peregrinos de los frecuentes ataques que sufrían, cumplió otra función importantísima, que fue garantizar cierta renovación de caballeros. Arribando la tercera década del siglo XII, entre muertos en batalla y en la cama, apenas quedaban en el teatro cruzado veteranos de los que habían llegado en la primera oleada; y, en cuanto a la segunda, ya hemos podido leer que como fue un puto desastre de ambiciones y chorradas, la mayoría de los protagonistas estaba ya bajo tierra. El sueño cruzado necesitaba nuevos acólitos; pero el sueño cruzado, en sí, ya no tenía el atractivo original, pues todo el mundo en Europa que quería saber, sabía bien que la movida en Jerusalén, en Trípoli, en Edesa o en Antioquía era muy distinta de lo que cantaban los trovadores, esos mentirosos. La existencia de las órdenes le aportó a muchos caballeros europeos suficientemente píos y creyentes el motivo que necesitaban para coger el barco. Las riquezas de la Tierra eran difíciles de conseguir; pero todavía quedaba la recompensa de Dios.

La novedad de inventar ese estatus mixto entre caballero y monje, sometido a las reglas de vida dictadas por Bernardo de Claraval, fue, además, un gran descubrimiento. Hasta ese momento, el caballero que sentía el ardor de la piedad en su pecho no tenía otra que abandonar las armas y sus posesiones y abrazar la vida eremítica. Exactamente igual que, en tiempos modernos, el Opus Dei y otras organizaciones parecidas ofrecen la novedad crucial de permitir al católico rico poder seguir siendo ambas cosas haciéndolas compatibles y hasta lógicas, las órdenes hierosolimitanas le ofrecieron a los caballeros de espadón y caballo con armadura la posibilidad de hacer compatibles esas posesiones y el ideal de la vida cenobítica. En otras culturas del mundo ese problema nunca había existido: para el tiempo en que las órdenes monástico-militares estaban naciendo, por ejemplo, los grandes monasterios japoneses llevaban mucho tiempo sosteniendo ejércitos regulares de monjes que lo mismo eran rimpochés que samurais, y sin problema. El cristianismo latino, sin embargo, había desarrollado una cierta incompatibilidad entre la violencia y la caridad, entre la guerra y la religión; pero aquí la resolvió con elegancia, en un proceso cuyo primer escalón es la cruzada misma, y el segundo, las órdenes.

Una de las novedades de las órdenes militares sobre las puramente religiosas fue que aquéllas conservaron la división estamentaria. En su entorno encontramos los caballeros, que habían ser todos de sangre noble, los sargentos de origen burgués, y los clérigos, cuya única función era decir misa. El monje soldado no podía ser un monje, pues llevaba una recortada en el cinto, pero debía ser casto, pobre y obediente como un tonsurado. La orden tenía un Gran Maestro que era su jefe total y para todo, asistido por un condestable, un tesorero y un marshal. Sólo los caballeros podían asistir a los capítulos de la orden y, desde 1130, se desarrolló un uniforme, lo que fue algo absolutamente nuevo y provino del contacto del soldado con el mundo clerical. Los templarios adoptaron su famosa túnica blanca con una cruz roja, mientras que los hospitalarios adoptaron una túnica negra con una cruz blanca. Bernardo de Claraval dijo de los templarios que eran enemigos del ajedrez, de los espectáculos, los magos, las canciones ligeras y los bailongos. Parece ser que nunca se vio en Oriente Medio a un templario perreando.

Con las décadas del siglo XII, estas órdenes fueron evolucionando y convirtiéndose en especie de legiones extranjeras. Antes, sin embargo, hubo años de modestia. Hugo de Payens y su sucesor, Raimondo de Le Puy, se limitaron a patrullar las carreteras y asistir a los peregrinos. Ambas órdenes, pero sobre todo los templarios, estarían formadas, en esos años, por unas pocas decenas de cruzados de primera hora que, ya talludos, habían comenzado a pensar, probablemente, en su vida eterna, y por eso se habían acercado a la religión. Sin embargo, pronto los responsables del reino de Jerusalén, y el primero de ellos el rey Balduino, se dieron cuenta de que aquellos pocos hombres, curtidos en mil batallas, no le hacían ascos a nada y, sobre todo, tenían un conocimiento extraordinario de los diferentes enemigos de la zona. Así las cosas, en el año 1128 llegó el momento del cambio cualitativo de la orden, pues fue el año en que el rey decidió usar a aquellos hombres como vanguardia experta, y decidió enviar a Hugo de Payens a Europa para reclutar gente nueva. Hugo logró que en Europa el interés por el Temple se incrementase exponencialmente. Consiguió el waiver del PasPas, que ya había olido la pasta, y convenció a muchos combatientes para que le siguiesen. El papelito del Francisquito era especialmente importante: venía a significar que la orden dejaba de estar en dependencia respecto del patriarca de Jerusalén. Templarios y hospitalarios eran poderes propios, sometidos al mando de un tipo que estaba a tomar por culo y que no les molestaría en tanto en cuanto la pasta no dejase de fluir hacia su cuenta corriente.

La jugada estaba clara, y es muy difícil de imaginar que el PasPas Honorio II no fuese quien la lanzase en realidad. Las órdenes recibían la orden de proteger tal o cual castillo. Procedían a tomarlo y a proteger a los paisanos de los alrededores. Una vez consolidada dicha presencia, pasaban a reclamar el feudo de las tierras colindantes, lo cual quiere decir que dejaban de pagar los diezmos al obispado correspondiente, quedándose directamente con la pasta una vez deducida la comisión del cura Ariel. Su poder se hizo tan omnímodo que llegaron, en ocasiones, a deshacer la excomunión dictada por el obispo o el patriarca contra alguien que viviese en su feudo, a quien recibían en sus iglesias sin problema (porque pagaba). Da la impresión de que al patriarca de Jerusalén todo eso no le gustó; pero eso no hizo sino envalentonarlos. Guillermo de Tiro, por ejemplo, nos cuenta que los hospitalarios petaron el área de la iglesia de Santo Sepulcro con edificios nuevos, la mayoría iglesias; y que tenían la costumbre de tañir todas las campanas cada vez que el patriarca estaba dando un sermón en la iglesia sepulcral, “obligándolo a gritar para poder hacer oír la palabra de Nuestro Señor”.

Ambas órdenes se pasaron un tiempo compitiendo con el común enemigo que representaba el patriarca. Pero era sólo cuestión de tiempo que acabasen por darse cuenta de que en aquella ciudad sólo cabía uno de ellos. Esto marcaría una rivalidad permanente.

Los miembros de las órdenes eran personalmente pobres; pero sus órdenes eran extremadamente ricas. Odo de Saint-Amand, él mismo un alto mando templario muerto en cautividad, solía decir que “un templario que es apresado por los musulmanes no puede ofrecer más rescate que su cinturón y su daga”. Era una forma de decir que los miembros de la orden venían obligados a asumir que toda la pasta que estaban acumulando las órdenes no era para salvarles a ellos la vida; y, como digo, el destino del propio Odo lo confirma. Como resultado de esta política, las muertes en batalla de hospitalarios y templarios eran mucho más frecuentes que de otros caballeros cruzados, pues los musulmanes sabían bien que no había pasta alguna en apresarlos.

A la presencia de las órdenes religioso-militares en el teatro cruzado hay que añadir la que ya he comentado en algún momento de los intereses italianos. Cuando los francos asediaron Jerusalén, fueron los hermanos Guillermo I Embriado de Gibeletto y Primo di Castello Embriaco, origen de una familia poderosísima en Génova, los que garantizaron el abastecimiento de los latinos. Según los propios cronistas contemporáneos, aquellos marineros genoveses eran, también excelentes carpinteros, y fueron los fabricantes de los artefactos de guerra que permitieron que el asedio fuese finalmente exitoso. Los genoveses fueron por ello homenajeados en la mismísima iglesia del Santo Sepulcro. Al año siguiente de la toma de Jerusalén, la flota de Pisa apareció en Palestina con el obispo Daimberto, y asedió Lattakieh. Daimberto fue entonces elegido patriarca de Jerusalén, en un movimiento claramente político para asegurarse la solidaridad pisana contra la flota egipcia; una solidaridad que está en el centro de la conservación de Jerusalén en manos cristianas durante aquellos años. En 1123, durante la cautividad de Balduino II, una flota veneciana infligió una severa derrota a los egipcios en El Cairo, debilitándolos hasta tal punto que, meses después, los franj pudieron tomar Tiro.

Los italianos, por otra parte, siempre fueron conscientes de su papel protagonista en la defensa y mantenimiento de Jerusalén en manos cristianas. Por eso, aunque en principio quedaron fascinados cuando su nombre fue colocado en letras de oro en el Santo Sepulcro, pronto comenzaron a pedir más. Querían su propio barrio en la ciudad, con sus privilegios. Los pisanos querían lo mismo, pero en Haifa. Tras la captura de Trípoli, una misión totalmente imposible sin los genoveses, éstos no sólo obtuvieron su propio barrio en la ciudad, sino que se les otorgó la ciudad de Jebail toda. En lo tocante a los venecianos, en realidad su gran beneficio venía de la alianza (en realidad, dependencia) que tenía Bizancio con ellos; alianza que estaba perlada de privilegios comerciales para los italianos. Alejo Commeno, tratando de evitar una excesiva dependencia respecto de Venecia, fomentó los privilegios de genoveses y pisanos en Constantinopla, donde también tuvieron barrios propios, exentos de impuestos. Ésta fue la verdadera jugada maestra para los italianos, para los cuales el principal objetivo era destruir la capacidad comercial propia de los bizantinos en el Mediterráneos. A ellos, todo eso de la tumba de Cristo y la cristianización de Palestina, la verdad, les importaba bastante poco.

En todo caso, los franj, que siempre cultivaron la amistad de los italianos por interés, también tuvieron claro eso tan gallego de amiguiños sí, pero cada vaquiña por lo que vale. Esto quiere decir que, a pesar de la implicación a fondo de los italianos en muchas de las batallas de las cruzadas, los francos nunca pretendieron que los italianos se convirtiesen, ellos mismos, en cruzados. Eran conscientes de que pisanos, genoveses y venecianos eran aliados coyunturales, que mañana mismo se podían pasar al enemigo si les hacía una buena oferta. Y, por eso mismo, practicaban una estudiada distancia con ellos. Los únicos que se pueden considerar cierta excepción son Hugo Embríaco y sus descendientes, que fueron los designados señores de Jebail en Trípoli, es decir, en un reino dominado por la nobleza provenzal que Raimondo de Saint-Gilles había traído de Europa, y que se intitulaban a sí mismos barones francos de ultramar. Hugo tomó posesión de la ciudad, pero sus sucesores tardaron como medio siglo en ser admitidos dentro de la nobleza provenzal local; pero, eso sí, finamente lo fueron. Los francos, que no dejan de ser franceses beta, siempre consideraron a los italianos gentes un poco subnormales y no merecedoras de respeto. Pero, vaya, como digo eso es lo que pasa más o menos cada vez que tienes frontera con un francés.

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