martes, marzo 12, 2024

Cruzadas (32): La desgraciada muerte de Guillermo Espada Larga

Decidiendo una corona
La difícil labor de Godofredo de Bouillon
Jerusalén será para quien la tenga más larga

La cruzada 2.0
Hat trick del sultán selyúcida y el rey danisménida
Bohemondo pilla la condicional
Las últimas jornadas del gran cruzado
La muerte de Raimondo y el regreso del otro Balduino
Relevo generacional
La muerte de Balduino I de Jerusalén
Peligro y consolidación
Bohemondo II, el chavalote sanguíneo que se hizo un James Dean
El rey ha muerto, viva el rey
Turismundo, toca las campanas, que comenzó el sermón del Patriarca
The bitch is back
Las ambiciones incumplidas de Juan Commeno
La pérdida de Edesa
Antioquía (casi) perdida
Reinaldo el cachoburro
Bailando con griegos
Amalrico en Egipto
El rey leproso
La desgraciada muerte de Guillermo Espada Larga
Un senescal y un condestable enfrentados, dos mujeres que se odian y un patriarca de la Iglesia que no para de follar y robar
La reina coronada a pelo puta por un vividor follador
Hattin
La caída de Jerusalén
De Federico Barbarroja a Conrado de Montferrat
Game over
El repugnante episodio constantinopolitano 



Saladino había recibido una educación muy noble. De niño y joven, había pasado varios años en un monasterio, a cargo de hombres muy religiosos que hicieron de él la persona profundamente islámica que luego fue, y que sentaron las bases de su convencimiento sobre la necesidad y utilidad de la guerra santa. En el año 1168, ya convertido en un hombre, acompañó a su tío en la expedición que fue a Cairo para defender Egipto de los cristianos.

Aquella expedición fue una respuesta solidaria musulmana a la petición de ayuda del califa fatimí. Pero, sin embargo, como ya he tenido ocasión de comentaros, en realidad los shííes temían tanto la dominación suní como la cristiana. Por eso mismo, le prometieron a Nuredín territorios equivalentes aproximadamente a un cuarto de su reino a cambio de que se marchasen, una vez ahuyentados los cristianos, por donde habían venido. El califa al-Adid, sin embargo, concibió la idea de traicionar a Shawar, que era quien detentaba el poder real, y conspiró para ello con Saladino quien, aprovechando una peregrinación conjunta, se llevó por delante al hombre de poder en Egipto, siempre aduciendo su condición de sirviente del califa bagdadí.

Al-Adid le dio a Shirkuh el título de Rey Victorioso y lo nombró su visir. Lo hizo inmensamente rico y lo puso al frente de lo que hoy llamaríamos una dictadura militar. Sin embargo, Adid murió inesperadamente y, a su muerte, fue Saladino quien lo sustituyó. Poco tiempo después, Saladino incluso se quitó de en medio la presencia de un visir, puesto que su tío también murió. A partir de ahí, inició una política continuada de des-shiización de Egipto.

Las cosas, sin embargo, no fueron fáciles. Una parte de los mamelucos egipcios estaba totalmente en contra de esta política de un monarca que consideraban extranjero (no olvidemos, en este sentido, que Saladino y su tío eran kurdos) y conspiraban con los cristianos de Jerusalén para dar un golpe de Estado. En agosto de 1169, considerando que su califa, todavía vivo, estaba prisionero de los suníes, los conocidos como Los Negros, esto es, los miembros de la guardia califal, casi todos hombres de Sudán y Nubia y, por lo tanto, de raza negra, se lanzaron contra la capital. Saladino, que se dio cuenta de que no contaba con ninguna tropa tan fanática como aquélla, diseñó un plan para prender fuego del campamento donde Los Negros tenían a sus familias. Cuando los combatientes supieron de la noticia, perdieron la moral y se disolvieron y fueron salvajemente perseguidos por las tropas suníes. La otra guardia califal, formada por armenios, tampoco pudo intervenir porque Saladino hizo condenar las puertas de su cuartel, que fue quemado con ellos dentro.

Esto ocurrió tiempo antes de la muerte del califa formal de Egipto. En Cairo comenzó a llamarse a la oración por Hasán al-Mustadi ibn Yusuf al-Mustanyid, el califa de Bagdad, lo cual era un insulto en un Estado formalmente fatimí; pero nadie osó quejarse.

Nuredín nunca consideró a Saladino algo más que emir de Egipto; esto es, le daba el tratamiento de un generalísimo que había sido puesto al frente de un ejército con el imperium necesario para ganar la nación para su espada; pero en modo alguno debía pensar que tenía la auctoritas como para considerarse él mismo un gobernante como tal. La tensión entre ambos llegó a ser tan grande que, incluso, en 1171 Saladino acabó por renunciar a una expedición contra los cristianos, que comenzaba con muy buena pinta, porque para entonces ya abrigaba el temor de pasarse de frenada y hacer que su jefe fuese demasiado poderoso. A eso siguió un periodo de intercambio de cartas bastante subidas de tono político entre ambos, sobre todo por parte de Nuredín, quien primero amenazó y, finalmente, decidió pasar a la acción e iniciar una expedición sobre Egipto, tierra que ya no consideraba suya y en la que creía que debía derrotar a su otrora fiel general.

Saladino convocó a todo su clan para saber qué hacer. Su propio padre, Ayyub, quien siempre había mostrado una lealtad total a sus jefes, habló para tratar de convencerlo de que no podía rebelarse contra Nuredín; tan claro se lo dejó que llegó a decirle que si el atabeg le ordenaba algún día cortar la cabeza de su hijo, lo haría sin dudar. “Egipto es suyo”, le dijo, “tú sólo eres su lugarteniente”. Sin embargo, parece que el padre no estaba más que fingiendo delante de terceros. En la soledad de dos, le aconsejó a su hijo que pareciese como la persona más fiel del mundo, pero que mirase por sus propios intereses. Funcionó. Cuando Nuredín recibió los mensajes de total pleitesía por parte de su emir, el atabeg, quien probablemente tampoco estaba del todo convencido de que su expedición fuese a ser un paseo precisamente, volvió grupas y decidió no invadir Egipto. Quedó, pues, al frente de la nación Saladino, quien en ese momento era más proclive a encontrar algún tipo de pacto con el reino cristiano de Jerusalén que a seguir alimentando la burbuja nuredínica. 

Nuredín habría de morirse deshojando siempre la margarita de si le convenía o no aplicar el 155 egipcio y hacer una expedición contra dicho reino; pero el caso es que terminó por morirse sin ordenarla. Y, cuando murió, era lógico que Saladino albergase la ambición de que hacerse con las principales perlas de la corona del muerto.

La principal de aquellas joyas era, sin duda, Damasco, ciudad que se había consolidado como la capital del imperio zengid. La ciudad era gobernada por un príncipe niño de once años, lo que le dio a Saladino la disculpa perfecta para exigir que se le otorgase el estatus de protector de aquel débil niño. La muerte de Nuredín, por otra parte, cambió radicalmente el panorama de las posibles alianzas en la zona. Saladino, quien hasta entonces se había relacionado con buenas palabras con los franj, pasó a ser su peor enemigo; esto es así porque quería dominar el reino de Damasco, el cual, como en el pasado, consideraba que la mejor forma de conservar su independencia era llevarse bien con Jerusalén.

La cosa, en todo caso, estaba complicada. Saif ed-Din Ghazi ibn Mawdud, sobrino de Nuredín y atabeg de Mosul en el momento en que la roscó, tomó ventaja inmediata de aquella circunstancia invadiendo una parte muy importante de la Siria septentrional y haciéndola suya. Además, el gobernador de Alepo, un tal Ibn el-Daya, había concebido sus propias aspiraciones de convertirse en regente de Damasco en nombre de as-Salih Ismail al-Malik, el joven hijo de Nuredín que no podía gobernar por sí solo. En este intento, sin embargo, el-Daya tenía frente de sí al gobernador de Damasco, Shams Aladín Mohamed ibn a-Muqaddam. Inicialmente, la pelea para convertirse en los guardianes del joven hijo de Nuredín fueron los de Alepo los que la ganasen, lo que hizo que los damascenos se volviesen hacia Saladino quien, como ya hemos visto, tenía sus propias ambiciones.

Saladino avanzó sobre Alepo, donde estaba as-Salih. Cuando los hombres de la ciudad vieron aparecer aquel ejército, llamaron en su ayuda a los cruzados. El joven rey supo galvanizar a los habitantes de la ciudad; pero fueron finalmente las noticias del acercamiento del ejército cruzado lo que le aconsejó a Saladino levantar el campo.

De hecho, las gentes de Alepo, reforzadas con tropas de Mosul, donde gobernaba el primo de Salih, fueron a por Saladino, intentando echarlo de Siria. Sin embargo, el kurdo obtuvo una importante victoria estratégica en Qurum Hama el 23 de abril de 1175. Tras dicha victoria, Saladino se proclamó a sí mismo rey de Damasco, lo que lo colocó en abierta hostilidad y rebeldía frente al hijo de Nuredín, es decir, frente a la herencia del que había sido su jefe. En lo que respecta a Alepo, ya toda esperanza que le quedaba de poder mantener su independencia como reino propio residía en que los cruzados francos fuesen capaces de defenderla.

Sin embargo, como bien sabemos ya, la situación en Jerusalén no era como para tirar cohetes precisamente. A la muerte de Amalrico, el poder efectivo en la ciudad había recaído sobre los hombros de quien había sido su senescal, Miles de Plancy. Miles era, probablemente, un hombre bastante consciente del tiempo que le había tocado vivir y en el que le había tocado tener esas responsabilidades. Eran tiempos de no cometer errores, porque la mera existencia del reino cristiano de Jerusalén estaba en peligro. Así las cosas, comenzó a gobernar la ciudad con mano de hierro; pero eso mismo fue un problema para las altas casas nobles que formaban la Corte hierosolimitana, quienes no es que considerasen que Miles fuese un igual, sino que, en realidad, lo consideraban un parvenu sin raíces en la curiosa dinastía de hombres y mujeres mitad sirios, mitad europeos, que había terminado por crearse. Como lo consideraban un extranjero, pues, muchos barones eran muy poco proclives a recibir órdenes de él. Este enfrentamiento, en lo que a los habitantes de Jerusalén se refiere, cayó claramente del lado de los barones. Miles fue un hombre crecientemente impopular; tanto que, una noche, cuando caminaba por la ciudad, una patota de sicarios lo rodeó, le hizo un Julio César y lo pasó al Grupo Mixto.

Muerto Miles, quedó abierto el tema de la regencia del rey leproso. Un candidato que tenía muchos mimbres dinásticos para ello era Raimondo III, el conde de Trípoli. Era primo del rey fallecido, al ser hijo de Hodierna de Jerusalén; y era el primero de los barones de los reinos latinos de Asia Menor pues, no lo olvidemos, para entonces Bohemondo III, príncipe de Antioquía, era súbdito de Constantinopla. Y luego estaba el lenguaje de la realidad: el reino de Jerusalén necesitaba la solidaridad de Trípoli.

En el año 1174, Raimondo III tenía 34 palos, y llevaba dos en libertad desde que había salido de las mazmorras de Alepo. Por lo demás, se había casado con la viuda del heredero de Tiberias y Galilea (Eschiva de Bures), lo cual, de hecho, lo convertía ya en el señor de algunas de las tierras más fértiles y estratégicamente importantes del propio reino de Jerusalén. Así las cosas, pronto fue nombrado regente y, como regente, trató de conducir una política de, como diría Han Solo, vuelo indiferente. Su objetivo era que Saladino no ganase momento en Siria; pero eso trataba de conseguirlo sin tener que implicarse en movidas bélicas.

Fruto de esta política es la tregua firmada por Raimondo y Saladino en mayo del 1175; tregua en la que incluso el regente franco logró arrancar la devolución de todos los prisioneros cristianos. Aquello comenzó una etapa en la que el regente de Jerusalén, y su condestable Humphrey de Toron, trataron de jugar al gato y al ratón con Saladino, combinando emboscadas y otros enfrentamientos con treguas e intercambio de presentes y prisioneros.

En estos tiempos, además, el reino cristiano habría de llevarse una sorpresa bastante inesperada. Sobreponiéndose de una forma que nos es difícil de imaginar a su condición física, el rey Balduino, a sus catorce años, se reveló como todo un soldado y un comandante muy capaz. En buena medida, ésta era una de las consecuencias de la educación que había recibido el joven rey o, más bien, la principal influencia en su vida.

Ésta había sido la de su madre, Agnes o Inés de Courtenay. Inés había sido repudiada por Amalrico, así pues nunca fue considerada reina madre puesto que, recordad el acojonante arabesco teológico urdido por los sacerdotes hierosolimitanos a cambio de la adecuada cantidad de pasta, el matrimonio entre los reyes había sido declarado nulo, pero eso no había deslegitimado al resultado de dicha unión no-unión. Aquel detalle, que verdaderamente fue una imposición infumable, hizo de Inés, quien por otra parte ya venía de fábrica bastante egoísta, una persona a la que sólo le importaba su propio bien, y que no se sentía en necesidad de ser fiel a nadie. Recordaréis que la casaron con Hugo de Ibelin, quien murió pronto, y se casó una vez más, con Reinaldo de Sidón; pero a este último marido lo abandonó sin problema pues, para entonces, Inés se había convertido en un pendón desorejado y quería hacer uso y abuso de su empoderamiento.

Pero ya os he dicho que la chavala venía de serie bastante dura de carácter. Siendo una niña había sido testigo de la desgracia de su padre, Joscelin II de Edesa. Su primer marido, Balduino de Marash, había sido asesinado en Fons Murez en el año 1149, en la misma acción en la que había sido muerto Reinaldo de Poitiers. Su padre fue cegado y encarcelado, por lo que su madre tuvo que vender el solar familiar. Su hermano, por último, había caído prisionero de los musulmanes el mismo año que en Jerusalén se montó la movida con los curas cuyo resultado más importante, desde el punto de vista de Inés, fue cegarle el acceso a la regencia que le correspondía. Con la muerte de Amalrico, Inés renació de sus cenizas porque ya nadie le pudo negar el acceso a sus hijos; y porque, más que probablemente, estaba hasta el coño de todo, por decirlo de una forma elegante.

Esta situación convertía la Corte hierosolimitana en una pelea de gatas. La única rival de importancia de Inés era la viuda del rey Amalrico, María Commena. María había decidido no tomar parte en la gobernación del reino y se retiró a sus estados de Nablús. Pero tenía una hija, Isabela, todavía una niña. Esta Isabela tenía sus derechos dinásticos siquiera teóricos, ya que María podía reclamarlos argumentando lo que ya os he dicho: que si el matrimonio de Amalrico e Inés era ilegítimo, entonces sus hijos también lo eran.

Inés decidió tratar de resolver este problema convenciendo a Balduino IV, su hijo, de que casase a su hermana Sibila lo antes posible. En el año 1176, Balduino consiguió que visitase Palestina un noble italiano, barón, hijo de Guillermo III, marqués de Montferrat. Este joven Guillermo, normalmente conocido Guillermo Espada Larga, tenía vinculaciones de sangre tanto con la casa real francesa como con la imperial.

Guillermo Espada Larga (ojo con confundirse, que en aquellos siglos a casi todo barón demasiado alto le ponían ese nombre y, para más inri, Guillermo era el nombre más común) era un buen combatiente pero, al parecer, tenía poca paciencia. A finales de 1176, se casó con la joven Sibila; pero aquel matrimonio no arregló nada pues, ocho meses después, se lo llevó la malaria. Eso sí, la espada larga le sirvió de algo, porque dejó a Sibila embarazada. Un contradiós. Si de los bajos de Sibila salía un queco con pene (que, por cierto, fue lo que pasó), sus esperanzas de volver a casar serían mucho menores, pues ese niño sería el heredero del reino, y ya ningún barón tendría, a la hora de desposarla, el acicate de ser él mismo gobernante.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario