Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica
Como he dicho al final del post anterior, las posiciones políticas en las elecciones estaban muy enfrentadas. El conde de Chambord, líder de los legitimistas (o, por lo menos, de algunos de ellos), ordenó la abstención. Berryer y Falloux decidieron no presentarse. Los orleanistas parecían el movimiento palestino de liberación de Brian's Life. Entre los demócratas, Garnier-Pagès, Marie o Carnot, viejas guardias, apreciaban la competencia inmediata y directa de nuevos valores, como Charles Thomas Floquet, Jules Ferry o Leon Michel Gambetta.
En París se consiguió finalmente, tras muchos trabajos, la confección de una lista única con nueve candidatos: Thiers, Jules Favre, Emile Ollivier, Louis Picard, Alfred Louis Darimon, Léonor-Joseph Havin, Adolphe Guéroult, Jules Simon y Pierre Clément Eugéne Pelletan. Fue una coalición muy curiosa. En la lisa que acabáis de leer hay varios periodistas e incluso editores de periódicos progresistas. Es, por lo tanto, como si en una lista de las elecciones se presentasen personas como Ignacio Escolar pero, ojo, compartiendo papeletas con monárquicos orleanistas y personas de decidida identidad religiosa. De hecho, la prensa progresista hizo una campaña furibunda, pero no fue la única; muchísimos párrocos, desde sus púlpitos, hicieron exactamente lo mismo, apoyando a los “independientes”.
Persigny, el último responsable de conseguir que las elecciones fuesen ganadas por quien las convocaba, dio orden a todos sus prefectos de apoyar sin ambages a los candidatos oficiales. Así las cosas, en toda Francia se produjo una curiosa mezcla de palo y zanahoria. Allí donde eran efectivas las recompensas, se prometieron gabelas, medallas, pensiones. Allí donde eso no funcionaba, se pasaba a la amenaza. El gobierno hacía arrancar los carteles de la oposición, arrestaba a sus impresores y destruía sus panfletos.
El resultado ya depende de a quién le preguntes. En su globalidad, yo creo que no cabe duda de que el Imperio logró una victoria sin paliativos. Francia es muy grande y, en esos tiempos, aquél que controlaba la estructura de policías, de gobiernos civiles por así decirlo, controlaba la elección en una buena parte. Sin embargo, esa victoria sin paliativos del Imperio se convirtió en todo lo contrario en muchas de las ciudades más grandes del país. En el distrito del Sena, o sea París propiamente, la lista de Los Nueve resultó elegida con 153.000 votos contra 22.000 que recibieron los candidatos oficialistas.
Las listas independientes ganaron en Lyon, en Marsella, en Burdeos, Lille, Nancy, Nantes, Toulouse, Havre, Saint-Etienne, Mulhouse, Toulon y Limoges. En total, ganaron, sobre las elecciones de 1857, 1,3 millones de votos.
Los más conspicuos e inteligentes dentro del gobierno imperial, y sobre todo Morny, trataron de hacer una lectura racional de aquellos resultados. La parte optimista, para ellos, estaba en que el pueblo francés no había rechazado al Imperio. Pero también había que tener en cuenta que existía un clamor bastante claro en favor de que perdiese buena parte de sus matices dictatoriales. Los franceses querían una monarquía constitucional. Esto, sin embargo, era demasiado para el emperador. Luis Napoleón fue, tal es mi teoría, el primer político moderno de la Historia moderna. Compartía con los políticos de hoy en día el concepto de base de que todo se ha de supeditar a la conservación del poder; que la admisión de la idea del turnismo o incluso del fracaso personal, aunque se pueda formular de una forma indiciaria o puramente estética, no está presente en el esquema de actuación del político. Yo creo que el emperador era clarividente a la hora de valorar que todo su caudal político se basaba en la admiración hacia una figura que era la heredera de otra que resultaba la verdaderamente admirada; y que era ese aura de misterio, de inviolabilidad, lo que lo mantenía en pie. Si eso desaparecía, desaparecía todo. Napoleón III era uno más de los monarcas del siglo XIX que pensaba que, en el momento en que un rey aceptase que una Constitución podía o incluso debía estar por encima de él, estaría acabado.
El 13 de octubre de 1863, además, Luis Napoleón perdió a uno de los puntales de su gobierno y su régimen con la muerte de Adolphe Billaut, portavoz gubernamental ante las cámaras legislativas. Fue reemplazado por Rouher pero, la verdad, el emperador siempre lo echó de menos.
La sesión legislativa se abrió el 3 de noviembre de aquel 1863 con un discurso de Morny. El Imperio había cambiado totalmente de registro. De las admoniciones al orden y el correcto gobierno de las cosas públicas, ahora se pasaba a la apelación constante al buen rollo y a la concordia nacional. Probablemente, el ministro sabía ya, en el momento en que pronunció esas palabras, que muy pronto el parlamento francés debería enfrentarse, cara a cara, al hecho de que la situación del Imperio no era ninguna maravilla.
La situación financiera del país, efectivamente, es muy comprometida. El Imperio ha tenido que adquirir un préstamo de 300 millones, y reclama reembolsos bastante poco probables en concepto de gastos por la expedición mexicana (a la que ya llegaremos, weis). La impresión de que la gestión económica no ha sido la mejor de las mejores se extiende. El 11 de enero de 1864, ante la expectación nacional y por razón de este asunto, Thiers sube a la tribuna de oradores, tras doce años de silencio. Pronuncia un discurso vibrante que se conoce como el de “las libertades necesarias”; creo que la tesis no hay que esforzarse mucho en explicarla.
El viejo parlamentario francés, una especie de Castelar gabacho a su manera aunque con otra ideología, explica en sus palabras que un Estado moderno necesita cinco libertades para poder existir con solidez: libertad individual, libertad de prensa, libertad del votante, libertad del candidato, y libertad parlamentaria. Por lo tanto, demanda la ilegalización de la ley de seguridad general que pesa sobre el Imperio, el regreso a un régimen verdadero de libertad de prensa, la supresión de las candidaturas oficiales, el derecho de interpelación para los miembros de las dos cámaras y, finalmente, el establecimiento regulado de la responsabilidad ministerial frente a las mismas.
En paralelo, en el país comienza a producirse una tendencia que, de alguna manera, estaba vista desde la revolución de 1848. El propio emperador había tenido ya que recibir a una delegación de tipógrafos para discutir las condiciones de trabajo de los obreros franceses que, de hecho, habían sido denunciadas en un manifiesto. Aquel año de 1862, con ocasión de la celebración de una Exposición Universal en Londres, una delegación de obreros franceses se desplazó a la capital inglesa para mantener una reunión con una delegación local. Los franceses quedaron impresionados por los salarios percibidos por los ingleses, las condiciones laborales en sus industrias y la formación de sindicatos para la defensa de sus intereses (inciso: estamos hablando de 1862; más o menos, en todo lo gordo de esa aleve revolución industrial que mantenía a los obreros con salarios de hambre en barrios en los que supuestamente no entrarían ni los intocables de Bombay).
La comparación hizo a los obreros franceses más reivindicativos. Se reclama la creación de cámaras sindicales obreras, de jurados mixtos para arbitrar los conflictos, la reglamentación del aprendizaje, hasta entonces una forma apenas disimulada de explotación. Estos primeros movimientos obreros, de hecho, llegaron, en las elecciones de 1863, a presentar en París a un candidato propio, Blanc, que compitió con Havin, aunque con escaso éxito.
Por impulso de Morny y ante la oposición cerrada de Rouher, el emperador decidió presentar ante el Cuerpo Legislativo un proyecto de ley de huelga. Sin embargo, en el parlamento imperial había muchos grandes industriales que, lógicamente, presentarían una batalla cerrada al proyecto, por lo que éste hubo de ser matizado por Ollivier, nombrado ponente. Finalmente, se optó por no prohibir las asociaciones de patronos o de obreros; sin embargo, se reguló que se consideraría delito toda aquella acción encaminada a atentar contra la libertad de trabajo “por medio de maniobras fraudulentas o de la violencia”. La tramitación de este proyecto, la verdad, fue manejada con mucha inteligencia por el gobierno imperial. La decisión de Morny de que Ollivier fuese el ponente fue muy acertada; colocaba a un republicano moderado al frente de las gestiones, consciente de que las presiones serían muchas y que se vería movido a un cierto pragmatismo. Como consecuencia, este proyecto de ley consiguió la ruptura de Los Cinco, puesto que Ollivier y Darimon pasaron a ser considerados demasiado contemporizadores.
Tras la tramitación de esta ley, se celebraron en París elecciones complementarias; una votación que habría de colocar en el Cuerpo Legislativo a dos viejas glorias republicanas: Carnot y Garnier-Pagès, ya en marzo de 1864. Le ganaron a los candidatos obreros los cuales, sin embargo, para entonces ya muestran un programa reivindicativo estructurado. Apareció publicado en L'Opinion Nationale, el periódico del príncipe Napoleón, firmado por sesenta trabajadores. Este manifiesto ya no sólo es una plataforma laboral; es, también, un programa político. Hoy en día, mucha gente tiende a pensar que todo el obrerismo del XIX fueron Marx y Engels y su Manifiesto Comunista y tal y tumba. Pero, la verdad, en Francia, y también fuera de ella, este Manifiesto de los Sesenta fue de grandísima importancia.
La primera reivindicación de Los Sesenta es lo que llamaron la emancipación social. Dice el manifiesto: “La igualdad formulada por la ley no está todavía en las costumbres y mucho menos ha sido confirmada por los hechos”. El capital, se dice, oprime al trabajador y, por ello, la principal reivindicación del obrero es “conquistar la misma libertad de acción que tienen las clases medias”. “No habrá ya más”, dicen, “ni burgueses, ni obreros, ni trabajadores; todos los ciudadanos serán iguales ante la ley”.
En el campo más práctico, Los Sesenta exigen la creación de una Cámara del Trabajo, puesto que no se consideran adecuadamente representados en el Cuerpo Legislativo. Afirman en el manifiesto que, en realidad, no hay gran cosa que los separe de “los burgueses democráticos”; un principio que el marxismo rechazará, desviando, en mi opinión, a la izquierda obrerista de un ámbito de evolución muy interesante que ya sólo recuperará de cuando en cuando (como en la convergencia republicano-socialista de principios del siglo XX en España). Lejos de enfrentarse con esa burguesía democrática, listan las cosas que les unen: el sufragio universal, la libertad de prensa, la libertad de reunión, la libertad de trabajo, la enseñanza secundaria gratuita y obligatoria, la separación completa entre la Iglesia y el Estado, y el equilibrio presupuestario. Cómo ha cambiado el cuento, ¿eh?
El manifiesto de Los Sesenta se publicó el 17 de febrero de 1864. Ésta es, pues, en buena medida, la fecha en la que las ideologías de clase perdieron su última oportunidad de no ser marxistas, es decir, de no basarse en el concepto fundamental de enfrentamiento con la burguesía. Los Sesenta planteaban reivindicaciones razonables y, además, lo hacían con un ánimo exento de confrontación. Era el suyo el deseo de llegar a un acuerdo, incluso con un régimen con bajísimas credenciales democráticas como el II Imperio. El marxismo y la Comuna acabaron con todo eso. A partir de ahí, aparte de algunos destellos, como algunos detalles (algunos, y detalles) en Pablo Iglesias (Posse) o la praxis de Salvador Seguí, El Noi del Sucre, las ideologías obreras ya no apostarán por pactar con sus empleadores, sino acabar con ellos.
De alguna manera, pues, el socialismo francés, de raíz posibilista como consecuencia de las estrecheces y fracasos de la revolución de 1848, acabará pereciendo a manos del socialismo alemán, que prefiere mirarse en la llamada revolución francesa (aunque, en realidad, el 48 fue mucho más importante para la consecución de las libertades públicas), dado que fue una revolución basada en el enfrentamiento y la violencia.
Seis meses después del manifiesto, septiembre de 1864, se crea en Londres el grupo obrerista cuyo objetivo mayor es destruir el capitalismo: La Asociación Internacional de Trabajadores. Casi todos los presentes son ingleses; pero allí está un refugiado alemán llamado Karl Marx y un obrero francés, Henri Louis Tolain, que había sido candidato en las recientes elecciones. Subordinación de toda acción política a la conquista económica de los medios de producción, movimiento de clase que por eso mismo se plantea que el tipo de régimen es un dato accesorio. Esto último irritará mucho a los republicanos. Pero los obreros, la verdad, han decidido ir a su bola. Y allí siguen.
En el mes de julio de 1865 se abrirá en la rue des Gravilliers de Paris la primera sucursal de la Internacional en Francia. Los socios de ese local destartalado pagan dos sous semanales. Es un club abierto a los burgueses pues, de hecho, fueron admitidos en el mismo personas como Jules François Simon Suisse, normalmente conocido como Jules Simon; o Henri Martin. La Internacional no tendrá grandes éxitos hasta las reuniones de Ginebra en 1866 y Lausana en 1867, cuando decida ser libertaria. Y ahí sí que se montará la mundial, aunque ésa es otra historia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario