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Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
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Todo por una entrepierna
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La precipitación
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La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
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La entrevista de Plombières
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Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
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Quién puede fiarse de un francés
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La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
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Sadowa
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La cumbre de la desorganización francesa
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El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica
Una de las consecuencias de las elecciones de 1863 fue el surgimiento en el gobierno del Imperio de una nueva figura, como inspector general de Instrucción Pública: Jean Victor Duruy, normalmente conocido como Victor Duruy. En ese momento, Duruy era uno de los autores más respetados en materia de Historia de Roma; Luis Napoleón había hecho uso de su pluma varias veces para discursos y artículos.
Este nombramiento es valiente y hábil, en el sentido en que viene a consistir en colocar a un hombre claramente nacido y crecido en la Universidad al frente de la administración de esa propia Universidad. Duruy, efectivamente, era un buen conocedor de los defectos de la institución de enseñanza superior francesa, y por eso, cuando llegó al cargo, decidió abordar una ambiciosísima reforma de la institución, algunos de cuyos beneficios son incluso perceptibles hoy en día. Creó estudios secundarios especiales para mujeres, y otros totalmente focalizados en disciplinas comerciales; estaba, pues, imbuido de un espíritu liberal que buscaba que la enseñanza, además de cumbre del saber, fuese también un lugar donde aprender a ser un productor. Sin embargo, no olvidó las humanidades. De hecho, revivió las clases de Filosofía, que habían sido abandonadas (la Filosofía siempre ha estado en peligro, y siempre lo estará), además de crear multiplicidad de cátedras de ciencias, de derecho, etc. Impulsó decididamente el estudio de las lenguas modernas. Era, además, partidario de la enseñanza obligatoria y gratuita, algo que le granjeó la enemiga de los sectores más conservadores e ultramontanos. Sin embargo, muchas partes de su reforma quedaron sin abordarse, pues nunca contó con un apoyo decidido dentro del Consejo de Ministros, y el emperador pronto decidió que no le merecía la pena esponsorizarlo.
Así expuesto y sin defensa, Victor Duruy se convirtió en algo así como lo que es hoy el Banco de España para los sindicatos y partidos de izquierda, sólo que, en este caso, sus oponentes eran las fuerzas católicas y, muy, particularmente, los obispos, que se jugaban una gran oportunidad de ingeniería social y, sobre todo, pasta, mucha pasta, en que la enseñanza siguiese siendo voluntaria y cada uno pagándose lo que pudiera conseguir. No pudieron evitar, sin embargo, que Victor Duruy se convirtiese en el gran democratizador, por así decirlo, de la enseñanza en Francia; aparte del salvador de una Universidad que iba camino de ser tan sólo un establo de especulaciones estúpidas e inútiles.
Las actuaciones de Duruy, por lo demás, no hicieron otra cosa que echar gasolina sobre la hoguera de la complejísima, y cada vez más deteriorada, relación entre el emperador y los franceses católicos. Las cosas se habrían de poner peor a partir del año 1864. Una vez producidas las elecciones y recuperada cierta estabilidad, Luis Napoleón hubo de reconocerse que la principal fuente de inestabilidad para su gobierno estaba en la cuestión romana; así pues, de nuevo intentó trabajar para sacudirse aquel picor. Pío IX había enfermado de una grave erisipela y, verdaderamente, parecía que la Paloma Muda había, finalmente, tomado la decisión de llamarlo a su vera. La idea de que aquel Francisquito la pudiera roscar tenía a todos en el Vaticano más nerviosos que Santiago Abascal en la sauna de Kim Jon Un. Todo el mundo temía que dicha muerte fuera el pistoletazo de salida para una rebelión popular en Roma. El gobierno italiano se mostraba algo conciliador. Trasladó la capital italiana de Turín a Florencia, en lo que algunos interpretaron como una renuncia implícita a anexionar algún día Roma.
Tras largas negociaciones, Drouyn de Lhuys alcanzó un acuerdo con los italianos que, cosas de la vida, se asentaba básicamente sobre las ideas que había defendido Thouvenel cuando fue cesado como ministro porque resulta que sus ideas eran una mierda. En realidad, fue una jugada de Rouher. El ladino ministro se llevaba muy mal con Drouyn y quería verlo salir del ministerio de Asuntos Exteriores; por eso, maquinó la idea de apoyar un acuerdo contrario a sus ideas. Sin embargo, no le salió bien pues Drouyn, como harán y siguen haciendo muchos políticos después de él, demostró que eso de las convicciones le importaba una mierda y, con tal de mantenerse en el machito, se tragó el sapo.
El acuerdo contemplaba la aceptación por parte del Reino de Italia de la especificidad romana; lo que podríamos denominar la hongkongnización del Papado. La capital de Italia sería Florencia, y los franceses se retirarían de Roma, por tranches, en dos años., un plazo diseñado para que el PasPas pudiera crear su propio ejército. El acuerdo se alcanzó el 15 de septiembre de 1864.
La convención de 1864 era un prodigio de la política francesa. Un pacto entre tres que sólo le gustaba a uno: Francia. En Italia, el gobierno Minghetti cayó en medio de un escándalo de opinión pública en el que a los ministros que negociaron el acuerdo les ponían de puta para arriba. En lo que respecta al Papa, se limitó a declarar: “me han tratado como si fuera un menor de edad, un delincuente”; y, acto seguido, se sumió en un profundo silencio, consciente de que, en el caso de los pontífices, siempre tiene mucho más valor lo que no dicen que lo que dicen.
El cabreo Vaticano estaba en todo caso en modo experto. Y esto se hizo claro con un gesto de la Curia que era un bofetón en toda regla: la remisión directa y sin consultas a los obispos franceses de la encíclica Quanta cura y el Syllabus. Los dos son documentos que ameritan una lectura reposada; pero el más famoso es el segundo; el primero sólo lo citan los que verdaderamente saben y no sólo dicen que saben. El Syllabus es un meconio destinado a denunciar y reparar los “errores de nuestro tiempo”, decía el Ariel, y, por lo tanto, anatematizaba cosas como la libertad de conciencia (por eso los enemigos de la Iglesia, en ese siglo, se llamarán librepensadores), la libertad de prensa, la legitimidad de la voluntad popular, la supremacía de la ley civil, el matrimonio no eclesiástico o la enseñanza laica. O sea, que el Espíritu Santo, inspirador último de los actos del sumo pontífice, se quedó a gusto con los avances del siglo.
Este acto de la Curia, que como digo no consultó con absolutamente nadie (y es lo que lo hace especialmente perverso) cayó sobre la sociedad francesa como un misil de cartón relleno de estiércol de paloma, y la dividió todavía más de lo que la estaba. Los galicanistas, que así se llamaban en Francia aunque en España preferimos llamarlos regalistas (es decir, quienes creen que la autoridad del rey o del Estado está por encima del PasPas), conocedores de que los documentos emitidos por Pio los anatematizaban, contestaron exigiéndole al emperador la denuncia del Concordato. Y no iban mal tirados, porque en todo Concordato hay siempre mucha pasta y, verdaderamente, si se quiere hacer daño al Vaticano, lo mejor que se puede hacer es tirar el documento a la basura. Los católicos más liberales, por su parte, también propugnaron la total ruptura con Roma. El ministro Pierre Baroche le prohibió expresamente a los obispos la publicación de los documentos en Francia, aunque muchos de ellos desobedecieron la orden.
Mientras ocurría esto, el país cambiaba. Al II Imperio comenzaba a pasarle eso que le ocurre, tarde o temprano, a todo régimen basado en mentir a todo el mundo todo el rato: se le empezaba a compactar una oposición variada. A los obreros se habían sumado los industriales que se sentían amenazados por el nuevo arancel. Y a los industriales se les habían sumado los católicos, cada vez más malquistos con Luis Napoleón. En los liceos y en las universidades, cada vez era más claro y opresivo el ambiente woke del momento: el joven francés medio, crecientemente, era republicano y anticatólico.
El régimen cometió el grave error de impulsar el llamado Proceso de los Trece, en el que fueron encausados diversos republicanos que habían hecho campaña en 1863. Este proceso puso al frente de la manifestación a una nueva generación de dirigentes como Jules Ferry o Gambetta. Por lo demás, el percorrer de la vida normativa en el Cuerpo Legislativo ya no era tan tranquilo. Durante las sesiones dedicadas a debatir la aprobación del presupuesto, se produjeron intervenciones muy críticas por parte de Thiers, Berryer o Favre. Por lo demás, se había creado una especie de grupo de afinidad, distinto de los republicanos, que aglutinaba a católicos y conservadores descontentos; un grupo que pronto adoptó el nombre de Tiers Parti, tercer partido. Su jefe será Emile Ollivier. Este grupo se formó en marzo de 1866, con ocasión de un escrito en contestación a un proyecto de ley que firmaron 44 diputados, entre ellos Jean-Pierre Napoleon Eugène Chevaldrier de Valdrome, Auguste de Talhouët-Roy, Charles-Louis-Henri Kolb-Bernard, Maurice Richard o Charles de Wendel. Es difícil que vosotros lo sepáis; pero para cualquier francés del II Imperio mínimamente informado que leyere esta lista quedaría claro que, por así decirlo, la CEOE le ponía la proa al régimen.
La enmienda que hizo nacer el Tercer Partido no era nada revolucionaria. Venía a decir que la estabilidad y la prevalencia de la familia Bonaparte no se ponían en cuestión, no era incompatible con la búsqueda de un régimen de libertades que Francia necesitaba. Rouher contestó a la iniciativa de forma ciega, algo que el ministro más clarividente del emperador, Morny, habría de lamentar. En realidad, allí comenzaba a producirse una pelea política. Tanto Morny como el líder de los opuestos, Ollivier, olían la necesidad de una liberalización del régimen, y soñaban, personalmente, con ser situados al frente del proceso. Durante el año 1864, Luis Napoleón se lo pensó mucho; al llegar el nuevo año, estaba básicamente convencido de actuar como le aconsejaba su ministro. Sin embargo, Morny no habría de ser capaz de perfeccionar el proceso que él mismo creía indispensable. De forma un tanto inesperada, enfermó y murió muy rápidamente, el 10 de marzo de 1865.
La muerte de Morny, sorprendente para todos, lo fue sobre todo para el emperador, que no se sintió con fuerzas para abordar la necesaria liberalización, y decidió regresar al absolutismo. Aquel año de 1865, falto del contrapeso del ministro más sincero y a la vez más clarividente, hizo alguna cosa de las que no se deben hacer. Entre ellas, por ejemplo, su mujer, Eugenia, comenzó a tener un papel en el día a día del consejo de ministros que, hasta entonces, y salvando su breve regencia, había sido mucho menor.
Eugenia de Montijo, hay que tenerlo claro, no era un florero. Sus conversaciones y contactos con diplomáticos y políticos eran constantes en un II Imperio cuyo epicentro, en buena medida, eran las kermesses que se organizaban en las Tullerías y el Louvre. Por lo demás, a mediados de la década, conforme su marido el emperador comenzó a tener problemas de salud relativamente recientes, la Euge se convenció de que, para salvar y conservar el trono de su hijo, debía de tener bien controladas las riendas del poder imperial. Vaillant, Walewski, Drouyn de Lhuys o Rouher le eran muy afectos, aunque, en realidad, el último de ellos lo que hacía, más bien, era jugar sus cartas en cada momento. Eugenia de Montijo fue la gran fautora de la caída en desgracia de Thouvenel, cuya política, sobre todo respecto de Italia y el Papado, consideraba un desastre. Con su perfil abierta y profundamente católico, la de Montijo era claramente un elemento proaustriaco en el gabinete, siempre deseando una entente con Viena; y, por supuesto, presionando para que Francia garantizase la estabilidad del Papa en una Roma bajo su dominio. Su gran bestia negra era Prusia.
Fue Eugenia de Montijo la que metió a Francia en uno de los peores charcos en los que decidió chapotear durante aquel siglo XIX, y mira que los escogió profundos y repugnantes: la aventura mexicana.
México se había separado de España en 1821, primero con un régimen imperial bajo Tinín de Iturbide, luego como república. Pero era una nación en buena parte fallida, con constantes dosis de violencia en sus relaciones. Estados Unidos había estado listo aprovechando aquel caos casi constante y se le había apiolado tres quintos de su territorio en lo que hoy conocemos como Texas, Nuevo México y California. A finales de la sexta década del siglo, el país estaba enfrascado en una lucha fratricida entre los conservadores, liderados por el general Miguel Miramón, y los denominados demócratas federalistas, cuya principal figura era Benito Juárez. Los primeros eran fundamentalmente terratenientes que querían una España 2.0, esto es, una monarquía que protegiese a la Iglesia y a la propiedad. Los segundos se miraban en el cercano modelo de los Estados Unidos y propugnaban una especie de amortización aunque algo más bestia, nacionalizando los bienes del clero. A finales de 1860, Juárez le encendió el pelo a Miramón, quien acabó huyendo a La Habana. La situación económica del país, muy comprometida, llevó al nuevo hombre de poder en México a suspender pagos con los acreedores extranjeros. Franceses, ingleses y españoles se volvieron a sus gobiernos en demanda de protección. Madrid, Londres y París comenzaron a negociar entre ellos, con una propuesta francesa sobre la mesa de enviar una expedición para obligar a México a honrar sus compromisos. Inglaterra apoyó esta propuesta siempre y cuando el objetivo de la expedición se limitase a lo pactado. Esto es lo que llamamos la convención de Londres, de fecha 31 de octubre de 1861.
Las cosas, sin embargo, no iban a ir exactamente así.
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