Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro
Durante las elecciones,Yeltsin recibió muchas presiones para alcanzar un acuerdo con los comunistas. La razón de este pacto estribaba en el hecho de que, aunque Yeltsin ganase, lo haría por un corto margen. En esas circunstancias, y contando con los precedentes de los comunistas (véase, sin ir más lejos, España en febrero del 36), éstos podían considerarse vencedores morales o reales de las elecciones, aducir quizás un pucherazo, tratar de tomar las calles y colocar al país en una situación de guerra civil. El 27 de abril, buena parte de los oligarcas que habían visitado a Yeltsin un mes antes publicaron un manifiesto en la prensa, Salir del impasse, en el que propugnaban esta solución. El gran capital, como se sabe, es siempre muy temeroso, porque el dinero no tiene color ni ideología. Los grandes empresarios rusos todavía temían la victoria de los comunistas y querían tener puentes tendidos.
Pero Yeltsin no les hizo caso. Y acertó pasando de ellos.
En la noche del 19 al 20 de junio se publicaron los resultados de la primera vuelta. Yeltsin había ganado, con el 35,28% de los votos. Ziuganov tenía el 32,03% de los votos, un resultado impresionante teniendo en cuenta que en los países satélite a los comunistas no les votan ni los minusválidos conceptuales; Lebed se había llevado el 14,52%, Yablinski el 7,34% y Jirinovski el 5,7%. Ah, y Milhail Gorvachev asombró al mundo con su brutal 0,5%.
En realidad, los resultados no eran tan buenos para Yeltsin. Sus cálculos eran que, para llegar a la segunda vuelta desempalmado, hubiera necesitado pasar del 40%. Así las cosas, comenzó a cortejar a los votantes que consideraba suyos: los de Lebed, Yablinski y Fiodorov (Svyatoslav Nikolayevitch Fiodorov, un oftalmólogo que había sacado un 1%). Pero pasó de Jirinovski. Lebed consiguió la oferta de ser nombrado secretario del Consejo de Seguridad de la Federación a cambio de su apoyo, lo que suponía ser una especie de ministro de Defensa en la sombra.
El 19 de junio, en medio del periodo entre vueltas, se produjo un suceso jodido cuyo objetivo era evitar esa segunda vuelta. Dos colaboradores de los servicios de seguridad del presidente Yeltsin fueron arrestados en posesión de paquetes de billetes extranjeros equivalentes a medio millón de dólares. Korjakov, inmediatamente, se dirigió al presidente diciéndole que aquel suceso venía a despertar serias dudas sobre si su propia campaña no estaba siendo financiada con fondos extranjeros; y que, por lo tanto, las elecciones debían ser aplazadas, mientras los resortes del poder serían puestos en manos de un grupo de patriotas sin tacha (al frente del cual, nos ha jodido, se situaría el propio Korjakov).
La conspiración, porque es lo que era, la evitó en la cadena de televisión NTV un periodista; Yevgeni Kiselyov. Esta especie de Vicente Vallés a la rusa aprovechó su informativo nocturno para intervenir y decir delante de las cámaras que Rusia estaba al borde una catástrofe. Yeltsin, galvanizado por este apoyo de la NTV, que fue seguido por otros medios, decretó el 20 de junio el apartamiento del mando de Korjakov y de Barsukov, como autores intelectuales de la conspiración. Yeltsin salió de aquello reforzado, pero extenuado: seis días después, tuvo una nueva crisis coronaria. Al borde de la extenuación, sin embargo, todavía encontró fuerzas para aparecer en público en un acto con Lebed, para convencer a sus votantes de la sintonía entre ambos candidatos; y realizó dos apariciones televisivas más.
Así las cosas, en la segunda vuelta Yeltsin sacó el 53,82% de los votos, con un 40,2% para Ziuganov.
Yeltsin había ganado. Pero tenía dos problemas: uno, claramente Ziuganov se había erigido en el claro jefe de la oposición rusa. Y, dos, tenía encima de su mesa un informe de su equipo médico que le decía que, o se sometía a una operación a corazón abierto en breve, o no sobreviviría a su triunfo. Contra el criterio de estos mismos médicos, que prudentemente le aconsejaban operarse en Alemania dada la baja cualificación de los cirujanos rusos en estas materias, Yeltsin decidió operarse en casa. También decidió, algo bastante inusitado en un ruso, ser transparente con sus ciudadanos acerca de sus problemas de salud (serlo ahora, quiero decir).
El 9 de agosto, día de su toma de posesión, la primera cosa que le dijo el presidente a los rusos es que estaba mal, que se tenía que operar, y que las probabilidades de que aquello saliese mal existían. ¿Por qué no lo había dicho antes? Pues porque había llegado a la conclusión de que su silencio antes de las elecciones era la mejor forma de barrer a los comunistas (y no se equivocaba).
La operación se realizó el 5 de noviembre. Todo fue bien. 48 horas después, a pelo puta, Yeltsin firmaba el decreto recuperando los poderes que le había cedido provisionalmente al primer ministro.
El 16 de agosto, casi la primera decisión de Yeltsin como presidente había sido encomendarle al general Lebed la solución definitiva de la cuestión chechena. El primer reto para Lebed en esta labor era identificar un interlocutor válido. Éste era, sin duda, Aslan Masjadov, quien estaba cerca ya de ser elegido presidente de la república. El resultado de los contactos entre Lebed y Masjadov fue la denominada paz de Khassaviurt, firmada por ambos el 31 de agosto. Rusia se avenía a aceptar los resultados de las elecciones presidenciales y a otorgarle a Chechenia un estatus especial, con la perspectiva de un referendo, quizás en cinco años, sobre la independencia. Se trató, en todo caso, de un acuerdo precipitado y malamente redactado, en el que se orillaba la cuestión fundamental de la distribución de poderes entre la Federación Rusa y Chechenia, así como el calendario de retirada de las tropas rusas del país. Lo verdaderamente importante es la sensación generalizada que dejó entre los rusos en el sentido de que, después de todo aquel tiempo de luchas y muertos, se habían bajado los pantalones.
Una consecuencia inmediata de la firma de la paz fue el engallamiento de Lebed. El general, en realidad, estaba ya muy echado para delante desde la campaña electoral, cuando Yeltsin, en la práctica, había sacrificado a su ministro de Defensa para poder darle poder al general candidato. Ahora, en realidad, el presidente se dio cuenta de que estaba alimentando una hidra, y por eso, en paralelo al Consejo de Seguridad que controlaba Lebed, creó un Consejo de Defensa bajo el mando de Yuri Baturin para contraprogramarle. A pesar de esto, Lebed se consideraba ganador con el activo de la paz chechena y, por eso, aspiraba a poder manipular a su gusto los nombramientos en los altos escalones del ejército ruso. De hecho, una vez controlado el ejército, Lebed puso sus ojos en el ministerio del Interior., al frente del cual se encontraba el general Anatoli Sergueyevitch Kulikov.
Siendo problemática la actuación interna de Lebed, lo peor de lo peor era la externa. El general Lebed fue el primer político ruso que hizo de la amenaza a la OTAN su seña de identidad. Comenzó a realizar discursos y declaraciones diciendo que la OTAN no debía avanzar más hacia el Este, declaraciones en las que venía a citar siempre, de una manera o de otra, el arsenal balístico nuclear ruso. Asimismo, se convirtió en una voz que reivindicaba constantemente la necesidad de que Rusia recuperase Sebastopol.
El hombre que había quedado tercero en las elecciones presidenciales rusas se consideraba el primer hombre de poder detrás de Yeltsin. Una de las cosas que más le gustaba hacer era presentarse inopinadamente en la residencia del presidente en Gorki, sin haber sido avisado y previsto, exigiendo ser recibido inmediatamente. El fondo de la cuestión es que Lebed, buen conocedor del pasado y presente de la salud de Yeltsin, consideraba que el viejo oso ruso estaba acabado. Sin embargo, con los políticos de raza, eso sólo es así cuando alguien exhala su último suspiro. El 3 de octubre, todavía convaleciente, Yeltsin firmó un decreto que modificaba el proceso de fijación de ascensos en el Ejército de la Federación y se los confiaba al Consejo de Defensa, es decir, a ése que controlaba Baturin. Finalmente, el 17 de octubre, después de que Kulikov diese alas a informaciones que hablaban de que Lebed preparaba un golpe de Estado, lo cesó y lo sustituyó por Iván Rybkin.
En enero de 1997, sin embargo, el presidente pilló una neumonía. No sería la única. Se sucedieron varias con poco tiempo y, de hecho, esto incrementó entre los rusos la convicción de que moriría pronto. Entre los que vieron una oportunidad clara en esa situación estaba, claro, Lebed. La Duma tampoco perdió el tiempo y, de hecho, trató de aprobar un decreto que le hubiera impuesto al presidente el haber estado bajo, por así decirlo, control médico parlamentario.
Yeltsin, sin embargo, resucitó una vez más. El poder era suyo, y quería ejercerlo. Así, puesto que Chernomirdin siempre le había sido fiel, Yeltsin se convenció de que tenía que hacer un cambio de gobierno para poder enfrentar los nuevos retos que presentaba, sobre todo, la débil situación económica de la Federación. Rusia estaba mal, muy mal. El país tenía una presión de deuda tan sangrante que, incluso, los salarios públicos y las pensiones registraban retrasos en los pagos.
El 6 de marzo de 1997, Yeltsin realizó su primera comparecencia programática ante la Duma. Fijó siete grandes prioridades para su administración: normalizar el pago de salarios y pensiones; reformar el gasto social de raíz soviética y universal, para convertirlo en una auténtica red de seguridad para quien la precisa; reanimación de la Rusia rural; localizar el pago de los impuestos de las empresas, de forma que beneficiaren a aquellos lugares donde se asentaban; reducción del gasto público; lucha contra la corrupción; mejoras en la transparencia gubernamental.
Para estos grandes objetivos, Yeltsin quería un nuevo gobierno, aunque no estaba dispuesto a (en realidad debería escribir: no estaba en disposición de) renunciar a Chernomirdin. Tampoco renunció a Vladimir Potanin, el primer oligarca que había aceptado colaborar con el poder. Además, el gobierno se dotaba de la ayuda de Chubais y de Nemtsov. El primero fue una opción necesaria a pesar de que todo el mundo, Chubais incluido, era consciente de que no resultaba una opción nada popular. Al segundo, Yeltsin prácticamente le tuvo que mandar a la Guardia Civil para convencerlo de decir que sí. Nemtsov no estaba nada convencido (y yo estoy de acuerdo con él) de ser mero ministro (además, encargado de las polémicas reformas económicas) fuese mejor posición que ser gobernador de Nijni-Novgorod. La suya venía a ser, más o menos, la misma duda que se plantearía a Isabel Díaz Ayuso si, en un hipotético gobierno del PP, le ofreciesen ser ministra de Cultura, o de Flora y Fauna. A pesar de todos los desencuentros, Yeltsin quería a Yablinski en el gobierno; pero el economista se le resistió.
En todo caso, el nuevo gobierno Yeltsin quería dar la imagen de una nueva generación política. Una imagen que buscó, por ejemplo, con la figura de Serguei Vladinévovitch Kiriyenko, un hombre joven (apenas me lleva a mí dos meses y medio) que se encargó del siempre importante (y corrupto) sector energético ruso. En la administración del gabinete presidencial, territorio habitual de Chubais, se nombró a otro político joven entonces, Valentin Borisovitch Yumashev (apellido que es la razón de que la hija de Yeltsin se apellide Yumasheva ya que, en efecto, Tinín es el yerno del presi).
Yeltsin, por lo tanto, vendió algo que en gran parte era verdad, y es que su gobierno era el gobierno de los mlado reformatory: los jóvenes reformadores. La idea es que estos tipos, excelentemente bien formados, echados para delante, unos Kennedy rusos en pequeño, podrían con todo. Pero, la verdad, pronto se encontraron frente a frente con la Ley de Murphy. Normalmente conocida como guerra bancaria, en su caso.
El fulminante de esta guerra fue la venta de una compañía de telecomunicaciones rusa, la Sviazinvest. El escándalo estalló en el verano de 1997, un momento en el que la vida económica rusa estaba dominada por una serie de grandes compañías que, como en una Cosa Nostra, se cartelizaban y llegaban a acuerdos en su beneficio. La guerra consistió en algo tan simple como que la Cosa Nostra no pudo llegar a un acuerdo positivo para todos y, consecuentemente, se formaron dos bandos opuestos: por un lado, el Logovaz (Berezovski) y el Media Most de Gussinski; uno totalmente situado en la industria petrolera y automovilística, y el otro un Jesús Polanco a lo puto bestia. En el otro lado, el grupo financiero Onexium y el industrial Interros (Potanin), Alpha Bank (Fridman), Lukoil (Vaguit Yusuf Alekperov) y, fuera de Rusia, el financiero Georges Soros. Berezovski jugaba en casa, dada su cercanía al presidente Yeltsin. Pero Potanin era miembro del gobierno. En corto, el problema se reducía a que Gussinski y Potanin ambicionaban la misma pieza de caza: la Sziazinvest. Chubais, ante dicha competición, declaró que se resolvería con las reglas del mercado, es decir, que la empresa sería para quien ofreciese más.
Esto, sin embargo, no fue así para Berezovski y Gussinski, quienes llegaron a la conclusión de que el objetivo de Chubais era favorecer claramente a los bancos. Así las cosas, los medios del grupo Gussinski se lanzaron a una cruzada contra Chubais y Nemtsov. Rápidamente, estas acusaciones se convirtieron en un escándalo financiero de grandes proporciones. Las sospechas de que había habido untaje del gobierno eran tan fuertes que el 3 de septiembre la Duma sacó adelante sin problemas la propuesta de crear una comisión de investigación sobre la venta de Sviazinvest. Yeltsin, seriamente tocado, provocó una reunión el 15 de septiembre en el Kremlin con los principales financieros y oligarcas del país, a fin de acordar con ellos las reglas que se seguirían en este tipo de operaciones societarias. Su orden fue clara: podéis daros las dentelladas que queráis por debajo de la mesa; pero en el mundo oficial tenéis que vivir en paz. Ahí fue donde comenzaron las serias dudas del periodismo independiente ruso que, con razón, encontró que aquello se parecía bastante a los arreglitos de Charly Lucky Luciano en los docks de Nueva York.
Recuerdo que esas elecciones tuvieron abundantes sospechas de fraude (Igual que todas las celebradas en Rusia desde 1993)
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