Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro
Pero todo esto lo hacía don Milhail con una notable miopía: la que le impedía ver cómo habían cambiado las cosas. Antes del golpe de agosto, tan sólo Lituania y Georgia, sobre todo la segunda de ellas, habían dado el paso de proclamar procesos de independencia con todas sus palabras. Estonia y Letonia habían afirmado sus derechos, pero sin llegar hasta el final. Después del golpe, sin embargo, las cosas cambiaron radicalmente. El 20 de agosto, en medio de toda la movida, Estonia proclamó su independencia. Letonia le siguió el 21, Ucrania el 24, Moldavia el 27, Azerbayán el 30, Uzbekistán el 31. El 9 de septiembre, siguió Tayikistán, Armenia el 23, en este caso amparada por un referendo; y Turmekistán el 27 de octubre. Es decir, sólo Bielorrusia y Kazajstán parecían encontrarse cómodas con una faja como la de Novo-Ogarevo; aunque desde el 24 de agosto, el Partido Comunista estaba ilegalizado de facto en Bielorrusia.
Cuando Gorvachev acabó por ser consciente de lo que estaba
pasando, se convenció de que la Unión ya no era posible. Entonces, cambió sus
planes y trató de virarlos hacia una unión económica; una especie de Mercado
Común, pensando en que, como ya estaba a punto de pasar en Europa, con el
tiempo la unión económica acabase trayendo de nuevo la unión política. A
finales de septiembre, se fue al Consejo de Estado con este plan, que incluía
una unión monetaria.
El 1 de octubre, el Consejo de Estado, reunido el Alma-Ata,
dio su visto bueno al proyecto de una comunidad económica a la que se
adhirieron Rusia, Bielorrusia, Kazajstán, Kirguizia, Turkmenia, Uzbekistán,
Tayikistán y Armenia. El 18 de octubre, todos firmaron el tratado fundacional
de esta unión. Más tarde, Ucrania, Moldavia y Azerbayán se unirían.
Con la unión económica en la buchaca, Gorvachev se aplicó a
negociar un nuevo tratado de la Unión con la persona cuyo apoyo necesitaba para
sacarla adelante: Yeltsin. El líder ruso, sin embargo, ya no quería una unión,
sino todo lo más una confederación. En realidad, Yeltsin no estaba solo, pues
tampoco Ucrania estaba por la labor de ningún sistema federal. Gorvachev hizo
lo que pudo: hasta cuatro borradores de tratado preparó, pero ninguno sirvió
porque, en el fondo, no podían servir. No dejaban de ser proyectos redactados
por un comunista de libro; el tiempo les había pasado por encima como un tren
expreso. Leonid Makarovitch Kravtchuk, presidente de Ucrania, colocó las cosas en el
disparadero al dejar claro que sólo aceptaría la unión económica y anunciando,
además, que después del 1 de diciembre dejaría de participar en cualquier
negociación, puesto que en aquel día se votaría en Ucrania el referendo de
independencia para confirmar la declaración hecha el 24 de agosto. Si no había
acuerdo antes de esa fecha, pues, Ucrania se abriría.
El Soviet Supremo ucraniano declaró, además, la propiedad
efectiva de la república sobre las fuerzas armadas estacionadas en su
territorio y todo lo que fuese propiedad militar. Con ello, los ucranianos se
apoderaron de armas nucleares. En el flanco territorial, declararon como parte
integrante de su país el Donbás, Crimea y Sebastopol; algo que levantó ronchas
en el gobierno Gorvachev y que se quedaría ahí, supurando, durante años, hasta
provocar la guerra entre Rusia y Ucrania.
Ucrania era un problema tanto para Gorvachev como para
Yeltsin, como bien han demostrado los tiempos. En realidad, Yeltsin, aquí está
su error, no fue muy consistente, puesto que no tenía intereses en una Unión
débil y, sin embargo, no hizo otra cosa que promover dicha debilidad. Para cuando se quiso
dar cuenta, ya no podía dar marcha atrás y, por lo tanto, decidió actuar en
consecuencia: el 23 de octubre, en una reunión del Congreso de Diputados del
Pueblo de Rusia, propuso un programa de reforma que acababa por la vía de los
hechos con el proyecto de Mercado Común exsoviético y, de hecho, liquidaba lo
poco que podía quedar de la URSS. Se tragó el Banco Central y redujo a la
mínima expresión la estructura administrativa de la Unión.
El 13 de noviembre, en el Consejo de Estado, Yeltsin impone
su visión (que, como he dicho, en realidad no lo era. Lo que pasa es que, sólo
hubiese querido un Estado federal si hubiera podido controlarlo): un Estado
confederal de repúblicas soberanas, con una estructura superior cuyas funciones
serían únicamente las que dichas repúblicas le concediesen. Gorvachev reaccionó
muy mal, pero no tenía margen. Tuvo que aceptar que, en el mes de diciembre,
los Soviet Supremos aprobasen dicha fórmula.
El acuerdo, sin embargo, llegaba tarde. En primer lugar, el
1 de diciembre, como ya todo el mundo esperaba, la independencia gana el
referendo de Ucrania con el 90% de los votos. Pero no es el único problema. En
Moldavia, por ejemplo, los habitantes de Transnistria, rusófonos, y los
gagauces turcófonos reclamaron sus propios referendos, porque no querían
quedarse en Moldavia. Lo peor, claro, lo de Ucrania, puesto que Kravtchuk, cumpliendo
sus amenazas, anunció que dejaba de participar en las conversaciones sobre cómo
se iba a organizar una unidad política que ya no le concernía.
Como corolario de toda esta situación, el 8 de diciembre de
1991, en una reunión de tres personas celebrada en el bosque de Beloveje,
Bielorrusia, la URSS dejó de existir de una vez.
Los reunidos eran Stanislav Stanislavovitch Shuchkievitch, entonces
presidente del Soviet Supremo de Bielorrusia; Boris Yeltsin; y Kravtchuk. Los
tres Estados representados: Bielorrusia, Rusia y Ucrania, eran firmantes de la
creación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en 1922. Y los tres,
en calidad de tales, firmaron un documento que, decía, “constata que la URSS,
como sujeto de Derecho internacional y realidad geopolítica, ha dejado de
existir”. En consonancia, las tres autoridades crean la Comunidad de Estados
Independientes. La CEI, que declaraban abierta a todos los Estados de la URSS
o, incluso, a cualquier otro al que le molase el plan.
¿Gorvachev? Pues no: no estaba.
Una semana antes, el 1 de diciembre, como ya os he dicho,
Kravtchuk, avalado por el resultado inequívoco del referendo ucraniano, declaró
que no se adheriría a ningún tratado de unión. Esto, como también os he dicho,
le sentó mal a Gorvachev; pero peor aun le sentó a Yeltsin, el jefe de un
Estado, el ruso, que no puede esperar sino malas noticias (llámese competencia)
de un Estado independiente ucraniano, haciendo a su bola, con criterios
propios. Un Estado por cuyo territorio han de pasar los gasoductos que deben
servirle a Rusia para hacer bisnes en Europa, entre otras muchas cosas. Así las
cosas, Yeltsin se da cuenta, demasiado tarde, de que su retórica antiunión, que
es, en realidad, una retórica anti Gorvachev porque, como ya os he dicho, si
hubiera podido controlar la Unión, la habría defendido; Boris Yeltsin, digo, se
da cuenta de que tiene que salvar, cuando menos, cierto nivel de unión, léase
compromiso, entre los tres estados soviéticos eslavos: Rusia, Bielorrusia y
Ucrania. Yeltsin habla de esto con Suchkievitch el día 6 en Minsk, y el máximo
mandatario bielorruso le sugiere un encuentro a tres del que él será el
anfitrión. Así las cosas, quedan en Beloveje, que era un lugar cojonudo para la
afición por antonomasia de la élite soviética, de donde han salido todos ellos:
la caza.
El principal punto de desacuerdo en la reunión es la
existencia o inexistencia de la URSS. Kravtchuk, creo yo que con muy buen
criterio, les dice a sus sorprendidos interlocutores que, viendo lo que ya ha
pasado y lo que va a pasar, la URSS no existe; y es él quien anima a sus
contertulios a entender que ellos, como signatarios originales del tratado de
1922, son quienes deben sacralizar dicha desaparición. En realidad, les dice,
sólo falta un cuarto signatario: la Federación Transcaucásica. Pero es que la
FT fue disuelta en 1925 y se convirtió en tres repúblicas (Georgia, Armenia y
Azerbayán); ninguna de las cuales, propiamente, puede reclamar su estatus de
signataria original.
Al parecer, Yeltsin estaba pensando en algún tipo de unión
de cuatro repúblicas (los tres reunidos y Kazajstán); pero el hecho de que la
cuarta no estuviese allí le jorobó el meccano. El caso es que él necesitaba
salir de Beloveje con una solución que mantuviese a Ucrania orbitando cerca de
él.
Lo primero que se le propuso a Kravtchuk fue una unión de
las tres repúblicas eslavas. El presidente ucraniano contestó que su problema
no era unirse con no eslavos; su problema era unirse, sin más. Así pues,
tuvieron que buscarse otros vocablos que no fuesen unión hasta que, finalmente,
se llegó al concepto de soobshchestvo; que, como ya sabréis, quiere
decir “comunidad”: un espacio económico, político y militar común.
Una vez que Kravtchuk dio su visto bueno con el concepto,
los mandangas de costumbre, o sea los curritos, se pusieron a currar en un
texto. Pero los problemas siguieron porque, la verdad, el presidente ucraniano
entendía que la comunidad resultante no era nada más que una organización del
divorcio: una serie de reglas pactadas sobre cómo la herencia de la URSS se
repartiría. Obviamente, Yeltsin y su colega bielorruso estaban pensando en otra
cosa; pensaban en la existencia de algún tipo de estructura.
La actitud de Kravtchuk, como vemos disolvente y relapsa,
tenía su razón de ser. El presidente ucraniano había ido a Beloveje porque
sabía que tenía que ir; pero su nivel de confianza hacia uno de sus
interlocutores: Yeltsin, era muy bajo. La razón, la misma que hoy en día:
Crimea.
Crimea fue conquistada por Catalina II y había sido siempre la
niña bonita del imperio zarista. En 1954, pocos meses después de la muerte de
Stalin, y en una de esas decisiones que se tomaban en la URSS, fue arrancada de
la república rusa y adjuntada a Ucrania. Aquello fue una decisión del ucraniano
Nikita Khruschev; se acercaba el CCC centenario de la adhesión de Ucrania a
Rusia, los ucranianos estaban muy jodidos con las violencias cometidas con
ellos por Stalin, y el camarada primer secretario general pensó que el regalito
les gustaría y que, qué coño, en este mundo pueden existir actos sin
consecuencias.
Khruschev, da la sensación, no midió bien el triple salto. Quería
contrarrestar el nacionalismo ucraniano, que él sabía bien no había
desaparecido nunca y hasta cierto punto se había travestido en comunismo
militante para sobrevivir; pero no valoró que los rusos también se sienten
orgullosos de serlo. Ucrania occidental había sido adherida a la Unión por la
fuerza en 1945 y, de alguna manera, ahora Khruschev quería decirle a sus
compatriotas que, bueno, el tema tenía regalito.
En el marco del proceso de desestalinización y de progresivo
reconocimiento de las bestialidades cometidas por Stalin, además, se encontraba
el problema de los tártaros crimeos, un pueblo al que Stalin había considerado
colaborador con los alemanes durante la segunda guerra mundial y al que, por lo
tanto, había exiliado en masa a Asia Central; desde allí, los tártaros
comenzaron a exigir su vuelta a la península.
Al fin y a la postre, Khruschev debió pensar: ¿qué más da?
Al fin y al cabo, todos somos soviéticos… Claro, nunca pudo pensar que, algún
día, la URSS dejaría de existir. Eso sí, Sebastopol, un puerto de gran
importancia estratégica, siguió bajo el control del poder central (o sea, no de
Rusia, sino de Moscú; no sé si me explico).
Esta situación estalló en Beloveje. Aunque Yeltsin trató un
poco de hacer eso de: “¿Crimea? ¿De qué Crimea me hablas?”, Kravtchuk no se
quedó contento y dejó claro que en esa reunión debía quedar, asimismo, bien
claro que Ucrania nunca aceptaría que Crimea dejase de formar parte de su
integridad territorial. Pero, ojo, que el 67% de los habitantes de Crimea eran
rusos y, del 25% de ucranianos, la mitad eran ucranianos rusófonos (hay que
contar que 100.000 tártaros crimeos habían conseguido volver; aunque, en
realidad, volvieron para convertirse en los parias del lugar).
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