lunes, mayo 30, 2022

La implosión de la URSS (12: Ucrania y el Telón se ponen de canto)

No es oro todo lo que reluce

Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin
El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez

Putin, el inesperado 



Ucrania. El origen de la monarquía rusa. En origen, en realidad, de todo. Una república que había gobernado con mano de hierro la URSS toda (recuérdese a la conocida como Mafia del Dnieper, que rodeaba a Leónidas Breznev, él mismo un ucraniano putativo; o a Khruschev). Si Rusia era el corazón de la URSS, Ucrania era sus pulmones. Que los pulmones quisieran escindirse era algo muy doloroso. Pero hay pulmones que toman esa decisión.

Ucrania era un país de unos 51 millones de habitantes; bastante más grande que España, por lo tanto. El grupo más mayoritario, los ucranianos, acopiaba unos 37 millones; pero en el país vivían más de 11 millones de rusos, que se dice pronto.

Ucrania siempre quiso ser Ucrania. El Partido Comunista Ucraniano fue la pieza de la armazón soviética a la que más le costó controlar a Stalin, puesto que el PCU admitió en sus filas a fuerzas antizaristas no necesariamente comunistas, pero amantes de la identidad ucraniana. Probablemente por eso, los ucranianos tuvieron siempre tanto poder en la URSS, desde Khruschev a Breznev. Sin embargo, Chernóbil los mosqueó mucho, puesto que facilitó que los ucranianos se viesen a sí mismos como el basurero nuclear de la URSS (eso que ya os he dicho de la capacidad de Moscú de exportar mierdas contaminantes fuera de sus fronteras). A esto hay que añadir que entre Ucrania y la URSS había un serio conflicto lingüístico. Ruso y ucraniano comparten alguna que otra cosa, pero son lenguas netamente distintas. Y si la URSS se aplicó a imponerle el ruso a los alemanes del Este, imaginaos a los ucranianos. Ucrania era la principal china en el zapato del panrrusismo, y ésta es una de las razones de por qué Stalin los castigó tan duramente.

La Ucrania oriental tenía, a decir verdad, muchos más vínculos con Rusia; la Historia de ambas naciones, como suele argumentar el Vladi Putin, se confunde muy a menudo. Pero el caso de la Ucrania occidental ya es otra movida. La Ucrania oriental fue anexionada a Rusia en 1654 por Bogdan Khmeltinski; pero ese no era el caso de la occidental, que había permanecido bajo el poder polono-lituano y después del Imperio Austro-Húngaro. Los territorios occidentales de Ucrania habían formado parte, por lo tanto, del Imperio Austro-Húngaro, no del ruso; y no habían pasado a formar parte de la URSS hasta 1945, tras la victoria aliada en la guerra. Esta Ucrania, además, conservó su lengua, sus tradiciones, sus costumbres y su religión (grecocatólicos de rito oriental, es decir, uniates). Por esta causa religioso-lingüística, estos ucranianos occidentales tendían a ver, desde 1945, su suerte como una separación artificial respecto del resto de Europa; algo que se puede trazar hasta hoy en día con los fuertes sentimientos europeístas que se pueden detectar en dicho país, para el cual participar en Eurovisión es mucho más importante que verle las piernas a Massiel. Este tema, además, estaba en ebullición desde la elección de Karol Wojtyla como Papa, una elección que animó a muchos sacerdotes polacos a ponerse en peligro traspasando las fronteras para traer a los ucranianos unas cuantas raciones de catolicismo de las que habían sido alejados desde Stalin quien, en el marco de su rusificación radical, sólo les permitió ponerse a las órdenes de la Iglesia ortodoxa.

Con todos estos antecedentes, lo cierto es que Ucrania tardó en formar parte del conjunto de movimientos nacionalistas y escisionistas que comenzaron a producirse en la URSS de la perestroika a partir del año 1988. Entre los grandes políticos ucranianos, se valoraba todavía el hecho de que uno de los suyos, Vladimir Vasiliovitch Scherbitski, estuviese en Moscú cumpliendo altas funciones en el Estado y en el Partido. Esto, sin embargo, sólo habría de durar unos meses, y en el otoño de 1989 era ya prácticamente imposible resistir a las tensiones nacionalistas ucranianas. El 9 de septiembre, un llamado Frente Popular por la Perestroika, normalmente conocido como Roukh (el Movimiento), se fundó en Kiev, bajo la presidencia de Ivan Fedorovitch Drach, un famosísimo poeta nacionalista ucraniano (una especie de Albert Boadella, por así decirlo). Semanas antes, durante el verano, en toda la URSS se había producido una importante huelga en el sector minero. Esta huelga, en Ucrania, había tenido la consecuencia de que las organizaciones obreras que la habían coordinado habían terminado por exigir su total independencia respecto de las instituciones sindicales oficiales. Como consecuencia, en Ucrania se planteaban dos movimientos diferentes: el Roukh era el típico movimiento fundamentalmente intelectual, es decir, era un movimiento, por decirlo en términos maoístas, sin el debido apoyo y sustento en las masas obreras; esto hacía que estuviese básicamente implantado la Ucrania más levemente rusa, la occidental. Por su parte, el movimiento minero era un movimiento puramente obrero y básicamente implantado donde estaban las minas, es decir, en la mitad oriental del país.

La necesidad de hacerse atractivo a masas obreras emplazadas en zonas ampliamente pobladas por rusos y con muchos vínculos respecto de Rusia hizo que, de hecho, el Roukh se distinguiese de otros frentes populares, y notablemente de los bálticos, por la tibieza de sus elaboraciones programáticas. Sin embargo, esa moderación formal no escondía la gran pujanza del nacionalismo ucraniano, el cual, además, tenía vínculos muy estrechos con el movimiento Solidaridad en Polonia.

Éstas son las cosas que pasaban dentro. Pero, como ya he tenido ocasión de describir en en otros posts de este blog, en realidad donde las cosas iban de pena era en el exterior de las fronteras soviéticas. La URSS, como montaje geopolítico creado como tal por Stalin, dependía, para dicha existencia, de la posesión de un ancho cinturón de países satélite. Ahora, sin embargo, ese cinturón cada vez mostraba más tendencia a romperse.

Desde mayo de 1988, las huelgas y los conflictos eran más frecuentes en una Polonia que, tal vez, los jerifaltes soviéticos habían llegado a pensar anestesiada. Gorvachev fue a Polonia, en un viaje al que le quiso dar un difuso contenido cultural, y en el que evitó las declaraciones comprometidas en materia política. Quizás como consecuencia de la escasa entidad de las promesas o compromisos que los polacos pensaron que podían obtener de la perestroika, la salida del  secretario del Comité Central del PCUS del territorio polaco prácticamente vino a coincidir con el comienzo de una serie bien planificada de huelgas en el país, centradas en la reivindicación de que el sindicado Solidaridad alcanzase un estatus legal. El gobierno, inicialmente, se negó a negociar, con el pretexto de que primero debían desaparecer las acciones de fuerza; pero, finalmente, tuvo que aceptar la creación de una mesa redonda.

El Partido Comunista de Polonia estaba muy dividido sobre este tema. El primer ministro, Mieczyslaw Rakowski, presidía un ala dura que se negaba a componendas con los huelguistas (a los que, hemos de suponer, no consideraba hermanos proletarios). A pesar de que el deseo del primer ministro habría sido no ver la mesa redonda constituida en ningún caso, lo cierto es que el 6 de febrero de 1989 las sesiones de la misma dieron inicio y tardaron muy poco, apenas dos meses, para llegar a un acuerdo. Solidaridad volvía a tener un sitio en la escena política oficial y, además, se acordaba la celebración de unas elecciones. Una ley aprobada con apresuramiento el 7 de abril, dos días después del acuerdo, modificó la Constitución polaca, así como el sistema electoral pues el vigente, la verdad, no estaba diseñado para la competición electoral. Tanto en el Senado como en la Dieta habría elecciones cuando menos parcialmente libres, aunque se mantenían algunos puestos de naturaleza orgánica.

Los comunistas aceptaron aquel acuerdo porque, claro, en los países comunistas no se hacen encuestas serias porque para qué vas a pulsar la opinión de la gente si la opinión de la gente no toca pito en la constitución de las instituciones. Las cuentas del gobierno polaco eran que, entre los puestos orgánicos y los polacos que todavía les iban a votar, conseguirían mantener una mayoría democrática o semidemocrática que les permitiría sostener su dictadura. Pero no fue así.

Las elecciones del 4 de junio fueron una pasada total de la apisonadora opositora. De los 161 escaños de la Dieta que se abrieron a la elección, ganaron 161; sí, correcto: los comunistas no ganaron ni uno. En el Senado, ciertamente, la oposición pinchó: de 100 puestos electivos, sólo consiguió 99.

Los diputados de Solidaridad eligieron como líder a Bronislaw Gemerek. Los sindicalistas también ganaron la presidencia de la Dieta, aunque la del Senado fue, finalmente, para un representante del Partido Agrícola que había sido una de las principales fuerzas políticas polacas hasta que Stalin decretó la noche de décadas que había vivido el país.

Ante este fracaso electoral, los comunistas se encontraron marxistamente colapsados bajo el peso de sus contradicciones; fundamentalmente, la pequeña contradicción de que los comunistas siempre quieren gobernar, pero cuando gobiernan tienen que hacerlo a base de romper esa democracia que dicen defender. Ahora, había una Dieta y un Senado que, al contrario de las cuentas que habían hecho los comunistas antes de las elecciones, había obtenido una amplia capacidad de bloquear la gobernación del comunismo oficialista. Para colmo, en el mundo finisecular todo se veía, todo se conocía y, por lo tanto, ya no era tan fácil andar tocando las pelotas con los movimientos del KGB como justo después de la segunda guerra mundial. Eso, por no mencionar que en la Casa Blanca ya no había tipos como Roosevelt, Hopkins o Marshall, convencidos de que Stalin era un hombre de paz cuya palabra era sagrada.

Así las cosas, los comunistas tuvieron que hacer justo aquello que habían evitado hacer desde la posguerra: negociar el gobierno.

Tadeusz Mazowiecki fue nombrado primer ministro de un gobierno en el que los comunistas conservaron cuatro puestos que, como hemos visto, ni de coña respondían a la proporción de su poder electoral. De hecho, entre esos cuatro ministerios estaba el de Defensa y el de Interior, pues los comunistas se negaron en redondo a ceder los activos militares y la policía. De hecho, los comunistas se negaron también a negociar con Lech Walesa la permanencia de Polonia en el Pacto de Varsovia; algo que fue aceptado por el líder de Solidaridad, probablemente, desde un punto de vista pragmático, pues todavía era, de alguna manera, posible que una respuesta en otro sentido de Polonia fuese la invasión. El general Woycek Jaruzelski conservó la presidencia de la República así como el puesto de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas; de esta manera, los comunistas retenían la capacidad de declarar el estado de alarma o de guerra si lo veían muy jodido. Para entonces, el principal líder comunista polaco tenía la oreja derecha casi cianótica a base de atender por teléfono a otros líderes comunistas del Telón de Acero, notablemente ese demócrata de acendrada calidad llamado Nicolae Ceaucescu, que le instaban a no ceder a las presiones de la oposición para evitar un efecto dominó.

La forma en que Moscú leyó el partido polaco revela la cortedad de miras de las personas que ocupaban el Kremlin, entre ellas el dueño de las llaves. Todo el mundo allí, Govachev incluido, consideró que habían hecho una jugada maestra; que el acuerdo en Polonia era la demostración de que la perestroika funcionaba. En otras palabras: en la URSS se consideraba que el pacto tras las elecciones de junio finalizaba en sí mismo; algo que, la verdad, ni el que asó la manteca, pues todo el resto del mundo era consciente de que era, sólo, una fase más de un avance hacia un punto en el que la presencia comunista no se esperaba. Tras las elecciones, Gorvachev visitó la República Democrática Alemana (que ni era una república, ni era democrática, ni casi alemana) y allí hizo varias declaraciones afirmando el derecho de los pueblos a decidir por sí mismos. El primer secretario general del PCUS, pues, mantenía su sutil juego polisémico: decir cosas que fuera del bloque comunista sonaban como declaraciones rompedoras que abrían nuevos horizontes; y que dentro dejaban a la gente con la cabeza caliente y los pies fríos, pues los ciudadanos de los países comunistas sabían bien que esa teórica de la libertad de los pueblos siempre había sido sostenida por los líderes comunistas, incluso aquéllos que dictaron deportaciones masivas y se cagaron y mearon en dicha libertad. Pero como el mundo está básicamente lleno de lerdos, el truco coló.

Mientras tanto, en Hungría, la iniciativa del cambio venía no de un sólido movimiento opositor al comunismo, sino del propio comunismo oficial. El secretario general de los comunistas húngaros, Janos Kadar, era un tipo que tenía cinco años cuando estalló la Revolución Rusa, un vieja guardia que, de hecho, fallecería en julio de aquel 1989. Era, pues, un hombre a la antigua, un tipo que tenía cuarenta tacos cuando murió Stalin y era, en consecuencia, un tipo que cuando le hablaban de la apertura del régimen amartillaba su fusil. Kadar, un juguete roto del comunismo finisecular, fue sustituido por Karoly Grosz, que era el primer ministro; aunque quien en realidad cortaba el bacalao del reformismo húngaro era Imre Pozsgay.

Pozsgay sorprendió a propios y extraños (en Occidente, a los que se enteraron, porque la Prensa, la verdad, apenas olió el incendio) en febrero de 1989, cuando arrastró al Partido Comunista de Hungría a dar un paso que era largamente demandado en el país pero que nunca se había dado: dar marcha atrás en la decisión tomada en su día por el mismo Partido, en el sentido de que la llamada revolución de 1956 había sido una tentativa contrarrevolucionaria; el PCH hubo de reconocer que había sido un movimiento nacional.

Entre febrero y junio, finalmente, se darían dos pasos más que diluyeron homeopáticamente el poder comunista húngaro: uno, aceptar el multipartidismo; el otro, el abandono por parte del Partido Comunista del marxismo-leninismo y el principio de la dictadura del proletariado. Se anunciaron elecciones para las primeras semanas de 1990.

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