lunes, junio 13, 2022

La implosión de la URSS (18: El hijo pródigo nos salió rana)

 No es oro todo lo que reluce

Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin
El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado 

Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro

Los lituanos no se anduvieron con rositas. Inmediatamente, declararon que el texto de Moscú no era compatible con sus reglas constitucionales y, por lo tanto, no lo dieron por recepcionado. La consecuencia fue que, al día siguiente, se aprobó una ley regulando el estado de excepción; es decir, aquel cambio de estatus social y político que estaba previsto en las leyes soviéticas para los casos en los que alguien pusiera en peligro el propio Estado soviético. Que, para qué nos vamos a engañar, era el caso.

Como de costumbre, Gorvachev demostró ser extremadamente sensible a las críticas que recibió, de tirios y troyanos, por la situación; así pues, trató de hacer siempre lo que hacen los socialdemócratas, sean de izquierdas o de derechas: contentar a todo el mundo. Sin embargo, no pudo evitar que la ley aprobada el 3 de abril, al establecer que la declaración lituana de independencia no era válida, colocase a todo el sistema constitucional lituano, no sólo a su gobierno o a algún partido o movimiento, en la ilegalidad. Gorvachev contraatacaba blandiendo la legislación internacional y, más en concreto, la convención de Viena de 23 de abril de 1978, según la cual un territorio que se quiera escindir de otro tiene que hacerlo respetando las leyes del territorio original. Viendo que ese tema servía de poco, el secretario general del PCUS pasó a amenazar a los letones con sanciones económicas. Incluso, de una forma yo creo que más retórica que otra cosa, jugó el comodín de las modificaciones territoriales. Al fin y al cabo, Vilna había sido letona durante relativamente poco tiempo. Había pertenecido a Polonia y, en todo caso, era susceptible de ser reivindicada por Bielorrusia; república que, en ese momento, Gorvachev confiaba con mantener en la cuna soviética.

Además de este tipo de cosas, que son las cosas que haría un Putin, Gorvachev hacía cosas de Gorvachev; cosas que, en la práctica, venían a demostrarle a sus contrarios que no tenía demasiadas intenciones de hacerse el duro. Igual que, al final del franquismo, la evolución del pensamiento de Franco había que estudiarla a base de seguirle a actos relativamente insulsos (aniversario de la Hermandad de Ex-Combatientes, asamblea del sindicato vertical del boniato verde...) a ver qué decía en su inevitable discurso de apertura o clausura, Gorvachev se fue el 10 de abril al Congreso del Komsomol. Ante dicho auditorio, que teóricamente, sólo teóricamente, estaba formado por recios falangistas dispuestos a escuchar soflamas sobre lo mucho y bien que avanzaba la Revolución, el secretario general del PCUS vino a decir que algo había que hacer para garantizarle a las repúblicas soviéticas que podrían desplegar su identidad. Concretamente, habló de la posibilidad de que pudiesen desarrollar libremente su lengua y su cultura (él, que era el secretario general de un Partido que, entre otras muchas lindezas, había obligado a los moldavos a escribir su idioma en un alfabeto extraño); y la independencia económica.

Gorvachev pensaba, probablemente con total sinceridad, que diciéndole a Smaug que se podría gastar la fortuna de la montaña en lo que quisiera, conseguiría aplacarlo. Pero los dragones son mucho dragón. Sin embargo, en el corto plazo es cierto que esta política del palo y la zanahoria pareció aplacar un poco las cosas en los países bálticos (aplacamiento en el que, probablemente, tuvo bastante que ver que en sus capitales se diesen cuenta de que Europa occidental no estaba dispuesta a batirse el cobre por ellos ni medio minuto; este factor, unido a otros, creo explica por qué los lituanos, estonios y letones son, por lo general, tan proclives a los movimientos europeos disolventes).

Para Gorvachev, sin embargo, la relativa tregua báltica no vino a suponer sino la oportunidad de poder centrarse un poco más en el polvorín que le estaba creciendo, esta vez, en el mismo centro de la sala de máquinas soviética: la mismérrima Rusia.

En Rusia, el problema, lógicamente, no era la escisión propia; era la de los demás. En 1989, el tema les había dejado relativamente tranquilos, cuando vieron que los planes del Kremlin se basaban en convertir las repúblicas autónomas en repúblicas soberanas; un movimiento que venía a significar, al fin y a la postre, que todas serían iguales, por lo que Rusia perdería su prelación sobre los demás; pero seguirían en la Unión, que era lo que en realidad quería aquella república que se sabía llamada a liderar a todas las demás por la vía de los hechos dijesen lo que dijesen las leyes. En paralelo, los legisladores gorvachevistas concibieron un proyecto de ley que venía a organizar el propio territorio ruso en cinco regiones económicas: Rusia Central, Rusia Oriental, Siberia Occidental, Siberia Oriental y Extremo Oriente.

Este segundo proyecto, sin embargo, fue el que puso muy nerviosos a muchos panrrusos (y la verdad, entonces, como hoy, sentirse ruso es algo que es prácticamente sinónimo de sentirse panrruso) y les colocó en contra del gobierno. Así pues, la bandera tricolor comenzó a ondear en un país en el que, durante décadas, el rojo con algo de amarillo habían sido los únicos colores usados por los vexilólogos. De repente, los rusos que hasta entonces habían sido algo así como soviéticos de alta calidad pasaron a ser rusos. Después de celebrado el Congreso de Diputados del Pueblo, en las elecciones municipales que se llevaron a cabo, los miembros más conocidos del movimiento democrático ruso se lo llevaron crudo. Gavril Popov fue elegido para el puesto lógicamente influyente de alcalde de Moscú; Anatoli Sobtchak lo fue de Leningrado. El 29 de mayo, la guinda: en las elecciones para la presidencia del Parlamento Ruso, ganó por goleada Boris Yeltsin. Gorvachev, las cosas como son, hizo todo lo humana, e incluso soviéticamente posible para evitar esta elección. Promovió candidatos alternativos, hizo guarreridas todas las que pudo; pero el sentir del pueblo ruso era tan fuerte que no pudo con él. Yeltsin, por otra parte, no ocultaba que su llegada a la presidencia de la Asamblea rusa, desde luego, tenía que ver con la necesidad de democratizar la Unión que tanto él como sus correligionarios habían repetido en las diferentes sesiones de las instituciones soviéticas; pero que, también, aquello iba de que Rusia era Rusia, y la Unión, la Unión. En el fondo de este sentimiento estaba el temor de las élites rusas de convertirse en los paganos de la destrucción de la URSS. Siendo la elección indirecta, Yeltsin consiguió 508 votos de 1.062 votantes, y eso que Gorvachev había multiplicado las presiones, uno a uno, sobre aquellos diputados.

El 12 de junio de 1990, Yeltsin dio el paso lógico: declarar la soberanía de Rusia. Era, lógicamente, una declaración anticomunista; pero también era un aviso para navegantes, en el sentido de que si alguien pretendía financiar su independencia más o menos profunda a base del Rusia ens roba, que se fuese olvidando. Si os vais, os vais; pero sólo con vuestros calzoncillos. Y si tienen zurraspas, ya le podéis pedir dinero al FMI para Ariel Pods. Del IVA recaudado en Leningrado no va a salir ni un kopek.

Para los planes de Gorvachev, el paso del 12 de junio era una puta jodienda. Las probabilidades eran pocas de que el ejemplo báltico, es decir el ejemplo de unos países incorporados a la URSS mediante las puñaladas de pícaro de Stalin, casi a última hora, y que eran unos tipos más raros que una hostia para la mayoría de los ciudadanos soviéticos, pudieran prender la mecha en lugares como Kazajstán, Georgia o incluso Bielorrusia, que está al lado. Pero que Rusia diese ese paso era ya otra movida. Esto es como si en España la que se quisiera escindir no fuese Cataluña, sino Castilla. A partir de ahí, barra libre y, como decimos en Galicia, festa rachada. Si Rusia, como hizo el 12 de junio, abogaba por una libertad nacional total de decidir sobre la salida de la URSS, ya me diréis con qué cara se podían presentar los funcionarios de Gorvachev en las capitales de las repúblicas periféricas de la Unión a decir que se tenían que aguantar, que se haría lo que decidiese en Soviet Supremo, y todas esas mierdas.

De hecho, el más aventajado alumno de esta teórica fue quien cabía esperar: el 16 de julio, apenas un mes después de la declaración moscovita, llegaba la ucraniana.

La situación era tan clara que Yeltsin acabó por ganarle la mano a Gorvachev incluso en el terreno que le era a éste más teóricamente propicio: el Partido. Como ya os he explicado varias veces en este blog, Rusia era una extraña excepción en el ámbito soviético, pues era el único territorio de la Unión que no tenía Partido Comunista propio en sentido estricto. El Partido Comunista de Rusia se suponía que era el Partido Comunista de la URSS. En 1989, Gorvachev había visto la posibilidad de que se crease un PCR y, lógicamente, no le había gustado, pues desde el primer momento se vio que la vocación de ese Partido sería ser la gran alternativa al poder partidario representado por el secretario general. Así las cosas, había creado una pequeña estructura dentro del PCUS que pretendía que hiciera las veces de comunismo ruso. El Buró Ruso del Comité Central era, en realidad, una iniciativa en la que ya había pensado Khurschev, quien ya había sentido la presión de los rusos contra él pues, hay que recordar, Nikita no sólo era ucraniano, sino que se apoyó, como Breznev (ruso de nacimiento, pero ucraniano de educación política) en una semiclase política propia procedente de Ucrania, la llamada mafia del Dnieper. Khruschev había llegado a formar ese mismo Buró, pero había visto cómo, después de unos años de existencia semifantasmagórica, había terminado por no tener virtualidad alguna.

La gran mayoría de los miembros del movimiento democrático ruso seguía siendo miembro del Partido Comunista; claramente, habían decidido que sería mucho más efectiva una implosión que una explosión o bombardeo. Según Chernaiev, Yeltsin, junto con Yuri Nikolayevitch Afanasiev y Nikolai Illitch Travkin, había pensado en la idea de fundar un partido democrático anticomunista. Sin embargo, este proyecto chocó con el problema evidente de que algunos o muchos de los miembros del movimiento democrático, en realidad, se sentían comunistas, así pues querían hacer aquello desde el comunismo y, por lo tanto, no eran susceptibles de subirse a un tren que llevase la bandera anticomunista. Por eso Yeltsin se volvió un furibundo nacionalista ruso (idea en la que le ha seguido Vladimir Putin): porque era en la identidad rusa donde todos estos grupos se abrochaban mejor.

El 20 de junio de 1990 se celebró la conferencia de los comunistas de Rusia. Fue una reunión creada al calor de la declaración del 12 de junio y, consecuentemente, a espaldas del Kremlin. La reunión terminó como estaba previsto al comenzar: se creó formalmente el Partido Comunista de Rusia, que eligió a sus dirigentes allí mismo. Fue elegido como primer secretario Iván Kuzmitch Polozkov, quien se impuso sobre un candidato que tenía la vitola de apoyado por Gorvachev. De hecho, la humillación para el camarada secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas fue impactante: Polozkov, con 1.396, se impuso sobre los 1.056 votos que consiguió Oleg Ivanovitch Lobov, que no era el candidato apoyado por Gorvachev quien, por lo tanto, quedó tercero; en una posición tan humillante que, por lo que se ve, cuesta encontrar libros que consignen su nombre. El PCR, es decir la formación que aportaba el 62% de los militantes y cuadros del PCUS, acababa de votar decididamente en contra de las ideas y necesidades de su secretario general. En el Kremlin, la momia de Lenin se puso boca abajo y, durante breves segundos, bailó la Macarena. En el horizonte, el XXVIII Congreso del PCUS, y un secretario general que, en ese momento, no tenía ni pajolera idea de lo que podría salir de ahí.

En contraste, aquel mes de junio Gorvachev viajó para una nueva cumbre internacional en Washington. Aquello fue un no parar. Firmó un acuerdo con los Estados Unidos para la erradicación de las armas químicas y otro que sentaba las bases de un nuevo acuerdo START de reducción de las armas nucleares.

Tamaño rosario de triunfos internacionales le sirvió a la mayoría de los opinadores industriales (porque entonces no había tertulianos porque apenas había tertulias; pero el nivel Maribel de los analistas era parecido, si no incluso peor) para concluir que Gorvachev avanzada impasible el alemán en su agenda reformadora, que todo le iba de la pitri mitri, que era el nuevo líder mundial de la paz mundial, climática, empoderada y sostenible. La realidad era bien distinta. El Milhail Gorvachev que viajó a Washington se parecía más bien poco al que había viajado a Rejkiavik; y, la verdad, tampoco era tan difícil averiguarlo, porque para entonces la URSS era un hervidero de perestroika y glasnost, donde las cosas eran muy difíciles de ocultar; pero, claro, para quien quisiera mirar, no para quien quisiera confirmar sus presupuestos ideológicos de partida.

Como en un extraño juego de vasos comunicantes, juego que por cierto explica muchas cosas de por qué Rusia es hoy como es y sigue a los líderes a los que sigue, el prestigio internacional de Gorvachev se alimentaba del desprestigio interno. En el verano de 1990 no habían pasado ni dos años desde que el proceso real de reforma de la URSS había comenzado a andar. No habían pasado, pues, ni mil días, y en la URSS, no digamos ya en Rusia, eran amplia mayoría los ciudadanos que consideraban que Milhail Gorvachev no era la persona adecuada para dirigir, ni ése, ni ningún proceso evolutivo. El pueblo, ese pueblo por el que se supone que un bolchevique lo hace todo, añoraba las alacenas de las tiendas en los tiempos de Breznev, la seguridad y la sensación de poder de los tiempos de Stalin; eso en el caso de los nostálgicos. En el caso de la ciudadanía mayoritaria, que quería la democracia, veía a Gorvachev como alguien que les quería hacer un trile, que les quería vender un cambio teóricamente democrático que sería, sin embargo, un proceso lampedusiano que los dejaría igual o peor de como estaban. Los que estaban dispuestos a creer y a seguir a Gorvachev eran minoría. Pero en Londres, en Washington, en París, en Madrid, los soplapollas de siempre, lectores de titulares que, como brama Walter Mathau en The front page, nunca llegan al segundo párrafo, pontificaban que aquél sería el hombre que acabaría con, o haría evolucionar, la URSS (la elección depende de que el juntaletras fuese de derechas o izquierdas).

Así estaba el tema, y así está. Siempre ha habido una Rugosa Mali para decirnos cómo no son las cosas.

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