viernes, mayo 13, 2022

La implosión de la URSS (5: Los estonios se ponen Puchimones)

No es oro todo lo que reluce

Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin
El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro 


 



Antes incluso de la ley constitucional de diciembre de 1988, Gorvachev había comenzado la limpieza dentro de las estructuras del Partido. El 30 de septiembre, en efecto, había convocado un pleno del Comité Central al que sometió diversos cambios de nombres.

El primer cambio estaba diseñado para lanzar un mensaje inequívoco: Gromiko. Obviamente, las cosas se hicieron a la soviética. El viejo político de la no menos vieja guardia (lo que en el franquismo se solía denominar, con sorna, el Frente de Juventudes) recibió la insinuación de que, si pedía la baja, todo serían abrazos y placémenes; pero que si se atornillaba a la silla lo iban a sacar a hostias. Al fin y al cabo, ése es un lenguaje estratégico que alguien criado a los pechos de Stalin entendía bien; el ministro de Asuntos Exteriores estaba, sin ir más lejos, en condiciones de recordar cómo sacó Khruschev de la nomenklatura soviética, y de la Historia, al todopoderoso Lavrentii Beria: colocándolo contra la pared y ordenando fuego. Así pues, Gromiko se presentó en el plenario diciendo que estaba viejo, fané y descangallao, y que había decidido pedir pista. Los pontoneros de la reforma le construyeron un hermoso puente de plata.

Al día siguiente, primero de octubre, el Presidium del Soviet Supremo celebró una sesión extraordinaria para elegir un nuevo presidente, dotado de especiales poderes. La elección recayó en Milhail Gorvachev; como veis, pues, toda la reforma partía de la base de producirse, y desarrollarse, dentro del perímetro del comunismo triunfante. Gorvachev era mucho más lampedusiano de lo que en Occidente queríamos creer, y nos contaban sus turiferarios entre estreno subvencionado y bolo veraniego subvencionado.

Como venía ocurriendo en el Partido Bolchevique desde el día mismo de su concepción, las cosas, que hacia fuera evolucionaban plácidamente o incluso parecían no evolucionar, por dentro experimentaban unas hostias como panes. Conforme Gorvachev avanzaba en su línea reformista, se iba extrañando cada vez más de la persona de Ligachov. Este aparachnik, que tan útil le había sido a la reforma en los primeros tiempos, comenzaba a arrepentirse de haber mojado y alimentado a los reformistas después de la medianoche. Lo que estaba pasando no era lo que él había querido. Él quería una renovación generacional; pero consideraba que las demandas hacia la URSS como gran contrapoder mundial de los Estados Unidos la obligaban a no mover determinadas piezas del tablero.

Lo que más le dolía a Ligachov era haber sido apartado de la sala de máquinas. Él quería ser el nuevo Suslov, el padre ideológico del régimen. Sin embargo, este puesto le había sido hurtado. Gorvachev quería en la dirección ideológica del Comité Central a Yakolev; éste, sin embargo, despertaba enormes resistencias en el búnker comunista; por eso decidió colocar a Vladimir Medvedev, al que consideraba más templado y más negociador.

Otro nombramiento fundamental era el del jefe del Comité de Control del Partido, esto es, la persona dedicada, en el día a día, a los asuntos organizativos, nombres, candidatos, propuestas, etc. Gorvachev, un movimiento muy significativo por lo sorprendente, decidió confiar para este puesto crucial en Boris Karlovitch Pougo, el jefe del Partido en Letonia; un nombramiento del que el primer secretario general habría de arrepentirse pronto. Otro nombramiento fundamental fue el del nuevo Marlaska soviético: Vladimir Alexandrovitch Kriuchkov, quien sustituyó a Viktor Milhailovitch Chevrikov al frente del KGB cuando éste último fue nombrado jefe de un departamento del Comité Central de nueva creación, dedicado al Estado de Derecho. También de este nombramiento habría de arrepentirse.

A más a más, como dicen los catalanes, la victoria, siquiera aparente, de Gorvachev y sus tesis en el elemento interior del régimen soviético, se venía combinada con una auténtica cascada de buena imagen en el exterior. El mundo no estaba acostumbrado a ver a un premier soviético que, en lugar de poner problemas, daba toda la impresión de querer resolverlos. La apertura de Gorvachev (gran parte de ella, cierto es, puritita tramoya) encandiló a la apretada falange de progresistas que existe en todo país; que pasó, como ya os he comentado, en apenas unos diitas, de ser comunista prosoviética, literalmente o avant la lettre, a declararse cerrada admiradora de este señor calvo con sonrisa de Papa fumado, a quien estos constantes intérpretes de la realidad imaginaria querían ver dispuesto a llenar de prímulas y buganvillas sus silos nucleares (que ni de coña, por cierto). Los fallos interpretativos respecto de Gorvachev y la Unión Soviética fueron muchos, muchísimos, durante esos meses y años; sobre todo entre los dizque intelectuales y los periodistas dizque expertos en la materia, que parecían tener muy clara cuál iba a ser la senda del bloque comunista (pero en casi ningún caso, por no decir en ninguno, fueron capaces de avizorar la caída del Muro, por ejemplo).

De entre los muchos y gordos errores de bulto cometidos en la segunda mitad de los ochenta a la hora de juzgar a Gorvachev, su fuerza, su capacidad y sus resultados, el más gordo de todos fue asumir que el pueblo soviético estaba aceptando la perestroika como si fuese la primera dosis de la vacuna de Pfizer (la que no duele); y que, en consecuencia, la reforma soviética lo tenía chupado para tirar adelante.

Lejos de esta valoración, la reforma soviética se enfrentaba a gravísimos problemas. El mayor de ellos se había hecho presente en la XIX Conferencia; pero, claro, a los intérpretes de la realidad Matrix, los hechos verdaderos les importan poco, y por eso no se suelen fijar en ellos. Así pues, esa vertiente de la Conferencia, por lo general, los atravesó sin romperlos ni mancharlos.

La URSS siempre había tenido un gran problema. Siempre. Desde los días en que Lenin dejó de mear sentado, es decir, desde los días en los que apenas era una formulación teórica. Porque Vladimiro cometió muchísimos errores analíticos en su prolífica literatura; pero ninguno fue tan gordo como el juicio que realizó de la función del nacionalismo en las sociedades, y la interacción del mismo con el comunismo.

El bolchevismo siempre consideró, y en esto, por cierto, se parecía mucho al franquismo, que el nacionalismo es un monstruito de pequeño tamaño al que es posible tener tranquilo tirándole dos o tres huesecillos de vez en cuando, en forma de folklorismo. Exactamente igual que Franco pensaba que los vascos se quedarían quietos si se fundaban un par de cátedras por aquí y por allá para estudiar el euskera como quien estudia los fósiles de velociraptor y se les dejaba cortar troncos en las plazas de toros; y que los catalanes le darían las gracias por poder salir en las pelis del régimen cantando la canción de la font del gat (allí salen, en La familia y uno más), Lenin pensó que al dédalo de razas, etnias e idiomas que era la URSS le bastaría con dejarles hacer obritas de teatro en sus idiomas, publicar libros y tal. Stalin, la verdad, tenía otro concepto. Con la fe del converso (pues era georgiano), se aplicó a rusificar la URSS a cascoporro, e incluso hizo que culturas que siempre se habían expresado con este alfabeto que lees ahora mismo se escribiesen en el cirílico. O sea, Lenin pensó que al perro le podía tirar un par de huesos, y Stalin decidió molerlo a palos para que obedeciese.

Formalmente, la URSS siempre quiso aparecer como un régimen que el tema del nacionalismo lo había resuelto para siempre. El comunismo de los años setenta del siglo pasado llevaba muy a gala, por ejemplo, que los alemanes del Este fuesen comunistas antes que alemanes. Por eso, su Constitución (alguna de sus versiones) es la única que recoge el derecho de autodeterminación que ahora exigen los Puchimones. Pero siempre tuvo claro que había cosas por encima; y por encima de todas esas cosas que estaban por encima, estaba el comunismo. Por eso, practicó sistemáticamente el nombramiento de jefes políticos en las diferentes regiones, repúblicas y distritos, procedentes de otros territorios. Stalin quedó muy escocido de la guerra civil con todas las letras que finalmente tuvo que librar en Ucrania a causa de que todo el PCUS en esa república estuviese formado por ucranianos. Ese error no se volvió a cometer y, por eso, el nacionalismo, en el último tercio del siglo XX y en la URSS, era como el dragón ése de los relatos de Tolkien, sesteando durante años en el interior de una montaña hasta hacer sospechar a algunos, tal vez, que se había muerto. Pero, ay de ti el día que despertase.

El 1 de julio de 1988, en el marco de la XIX Conferencia, se adoptó una resolución sobre “relaciones entre naciones”. Se anunciaba la reforma del sistema formalmente federal de la Unión, que como os he insinuado tenía de federal lo que yo de lagarterana, por un sistema en el que los poderes de las diferentes naciones estuviesen más equilibrados. Como digo, los reformadores de la URSS consideraban que podían hacer esto porque, oye, al fin y al cabo el dragón llevaba sesenta y pico de años sin salir de la montaña, sin hacer el más mínimo ruido; así pues, fácil era concluir que, o se había muerto y, en verdad, Stalin había conseguido su objetivo de hacer una nación de ciudadanos soviéticos por encima de todo, étnicamente liderados por los rusos; o, en todo caso, había adelgazado tanto que ya no daba miedo. Esto que os digo es tan cierto que la reforma territorial del Estado fue descrita en la Conferencia como la vuelta a los principios dictados en su día por Lenin; como os he dicho, de las muchas subnormalidades que escribió Lenin, la más subnormal de todas, de largo, fue precisamente ésta: su tratamiento de la cuestión nacional.

El comunismo soviético, radicalmente marxista, estaba a punto de tomarse una buena cucharada de marxismo en estado puro; eso de colapsar bajo el peso de sus propias contradicciones.

A la Conferencia llegaban ya delegaciones con su propia manera de ver las cosas. En ese momento procesal, hay que hablar, sobre todo, de las delegaciones bálticas, sobre todo la estonia, que tenían una amplia ambición en pro de una mayor autonomía de gestión.

El tema, en todo caso, iba ya mucho más allá de una mera reestructuración partidaria. Lo que querían los estonios era un cambio constitucional que centrifugase la URSS y, de hecho, otorgase a sus repúblicas, puesto que esto es lo que eran, un mayor papel, por ejemplo teniendo su política internacional propia. Los estonios, por lo tanto, iban mucho más allá de Gorvachev. El camarada primer secretario general del Comité Central quería cambios, cuando menos en parte, cosméticos; lo que los bálticos querían era lo que habían perdido con Stalin, esto es, la capacidad de ser naciones autónomas; unidas, sí, al proyecto soviético, pero por propia voluntad y con capacidad autónoma de decisión. En el fondo del escenario, lo que finalmente consiguieron: los bálticos querían ser miembros de la Unión Europea algún día.

La reivindicación báltica tuvo la consecuencia inmediata de hacerle saltar las costuras a la propuesta oficial. Gorvachev, consciente de que se jugaba mucho en cabrear a la vieja guardia (al fin y a la postre, un golpe de Estado, que se dice pronto), quería declaraciones y conceptos, pero no políticas. Los bálticos, sin embargo, venían a decir que el frufrufrú se la sudaba, que ellos querían ñiquiñiqui. El Partido hizo hilo con esa situación, y recibió las propuestas estonias con una total indiferencia.

El 16 de noviembre de 1988, en un movimiento que, por lo general, la prensa occidental, no digamos ya los perestroikos-de-toda-la-vida, ni olieron, el Soviet Supremo de Estonia aprobó dos textos fundamentales. En primer lugar, una declaración que afirmaba la soberanía de Estonia. El segundo, una ley que matizaba la Constitución de la República de Estonia, con nuevas redacciones y nuevos artículos consagrados a hacer valer jurídicamente esa soberanía. El mensaje lanzado por el Soviet estonio (esto es: por el propio Partido Comunista de la república) era éste: nosotros no nos adaptaremos a los cambios de la Constitución de la URSS; es la Constitución de la URSS la que debe adaptarse a los cambios que nosotros decidamos.

Diez días después, el 26, el Presidium del Soviet Supremo, que ahora, os debo recordar, presidía Milhail Gorvachev, hizo público un texto en el que declaraba la incompatibilidad entre la ley estonia y la reforma constitucional soviética. En otras palabras: a falta de Tribunal Constitucional, porque los soviéticos, como buenos comunistas, nunca se plantearon tener cosa tal, puesto que de toda la vida de Lenin la interpretación adecuada de la Constitución de la URSS era la que tuviese el camarada primer secretario general del Comité Central, establecían la ilegalidad esencial de las pretensiones estonias. Habría reconocimiento de nacionalidades, sí; pero sólo hasta el punto de torsión que pudiese aguantar ese junco llamado marxismo-leninismo.

En esencia, como yo creo que ya os habréis imaginado, sobre todo los que hayáis estudiado Derecho Constitucional, aquí lo que había era el enfrentamiento de los Estados Unidos en 1860: unos señores que creían vivir en un Estado federal enfrentados a otros que lo consideraban un Estado confederal. En este entorno, la reacción del Kremlin (y que las expresiones “reacción del Kremlin” y “reacción del Soviet Supremo” sean sinónimas lo dice todo de la oximorónica esencia de la expresión “centralismo democrático”), diseñada para cerrar la vía de agua, para lo que sirvió fue para abrir otras nuevas: los otros dos países bálticos hicieron bola con los estonios.

Debéis de entender que todo esto ocurría en un marco general de escepticismo y cabreo más o menos soterrado. La cadena federal soviética era lógico que se rompiese por el eslabón báltico, pues los países bálticos, al fin y al cabo, no dejaban de ser repúblicas que habían terminado en la URSS tan sólo por la astenia generalizada en los aliados occidentales de la segunda guerra mundial ante los movimientos imperialistas de Stalin; y, sobre todo, como consecuencia directa de que la combinación Estados Unidos-Gran Bretaña acabase perdiendo, por incomparecencia, la batalla de Polonia. Una vez Polonia soviética, no hay más que mirar un mapa para darse cuenta de que unos países bálticos prooccidentales serían una china en el zapato del PCUS; lo cual selló su destino.

Pero es que había más. Mucho más. Desde que Stalin abrazase la idea de que la URSS tenía que ser un experimento panrruso, todo aquél que no era ruso en la URSS comenzó a tener quejas. En términos generales, en los muchos problemas y retos que registraron las repúblicas periféricas de la URSS durante seis décadas, Moscú estuvo tardano y pasota. El ejemplo más claro es el holodomor, episodio en el que el Kremlin observó cómo millones de ucranianos morían de hambre sin mover una ceja (bueno; en realidad, provocando la propia hambruna). Pero hay muchos más. El líder soviético Breznev se hizo grande en el proyecto agrícola de Kazajstán, un proyecto en el que Moscú invirtió toneladas de recursos con la misma agilidad con que los desinvirtió, dejando el país desconojado. Historias parecidas podían contar, en 1988, los moldavos, los bielorrusos, los georgianos, los crimeos, los kirguises, los nagorno-karabajos y, por supuesto, los ucranianos. La URSS no rusa estaba literalmente hasta los huevos de la URSS. Gorvachev no lo supo, no lo quiso o, tal vez, sólo tal vez, no lo pudo ver.

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