viernes, julio 08, 2022

La implosión de la URSS (29: el trauma de 1993)

 No es oro todo lo que reluce

Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin

El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
El trauma de 1993
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro

Los diputados rusos, por lo tanto, han tomado la sede del Parlamento, mientras que el Tribunal Constitucional ha declarado ilegal el decreto de Yeltsin disolviendo dicho Parlamento. Pero Yeltsin tiene lo que siempre es más importante, y muy particularmente en Rusia: el poder efectivo. Pavel Sergueyevitch Gratchev, general del Ejército ruso y ministro de Defensa, estaba, a las pocas horas y tras la consiguiente ronda de llamadas, en condiciones de asegurarle al presidente que el Ejército no se podría del lado del Parlamento. Así las cosas, el presidente envía a la tropa a rodear la Casa Blanca. Dos batallones de intervención Dniestr y Delta, y algunos policías, por su parte, habían acudido al llamado de Rutskoi para defender el edificio.

Así se queda el tema varios días. Unos vigilando, los otros en el edificio, sin movimientos. El gobierno había dejado al edificio incomunicado y también sin electricidad. Sin embargo, es octubre y es Moscú; pronto se dieron cuenta de que podían acabar dando el espectáculo de un gobierno que mató a sus diputados de frío, así que les restablecen la energía. Alexis II, el patriarca ortodoxo, intenta, sin éxito, una mediación.

Finalmente, el 4 de octubre las tropas presidenciales se deciden a atacar. Horas antes, Rutskoi y el general Albert Milhailovitch Makachov habían intentado ocupar el Ayuntamiento de Moscú y los locales de la televisión de Ostankino, pero sin éxito. En la mañana del 4, los carros de combate abrieron fuego contra el edificio. La lucha duró poco; en el crepúsculo del día, los encastillados se habían rendido. Rutskoi, Jasbulatov, los generales Viktor Pavlovitch Barannikov, Makachov o Vladislav Alexeyevitch Atchalov, fueron detenidos y llevados a Lefortovo. Sofocar el enfrentamiento, sin embargo, había costado 150 muertos. En el golpe de 1991 había habido sólo tres, y debidos más a accidentes que a acciones armadas. Este resultado era un trauma gravísimo para la conciencia rusa.

Una vez cerrado el Parlamento relapso a tiro limpio, el 12 de diciembre de 1993 se convocaron unas elecciones con el objetivo de normalizar la situación; objetivo que se cumplió básicamente. En los mismos colegios electorales, los votantes habían de encontrar la urna del referendo para la aprobación de una nueva Constitución propuesta por Yeltsin, aprobación que otorgaron con un peladillo 57,4% de los votos.

La principal consecuencia de esta victoria de Yeltsin fue la continuación de los planes y la política de Gaidar. Como siempre cuando hablamos de planes de estabilización y liberalización económica, esta política tuvo la consecuencia de ser extremadamente popular fuera de Rusia, donde la Federación era tratada entre algodones; mientras que, internamente, los agentes económicos y, sobre todo, las familias, vivían situaciones muy comprometidas. Pero en abril Rusia fue admitida en el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial y, además, el G7 prometió una ayuda de 24 millones de dólares para la transición económica.

El peor de los puntos de la reforma económica fueron las privatizaciones. La verdad, es opinión del amanuense que os está escribiendo estas notas que todo proceso de privatización masivo es imposible de llevar a cabo en buenas condiciones y, a la larga, genera desigualdad. Es lo que pasó con los procesos desamortizaciones de la tierra en la España del siglo XIX, por ejemplo; es lo que pasó, aunque en menor escala, con el desmantelamiento del Instituto Nacional de Industria franquista; y es lo que pasó en Rusia. Un proceso privatizador no deja de ser un momento en el que quien vende tiene prisa por vender y, consiguientemente, todo aquél que tiene músculo financiero para comprar, aunque sea a un precio en el fondo irrisorio, tiene ventaja. Aquellos ciudadanos rusos que, porque hubiesen hecho negocios, porque tuviesen conexiones con quien manejaba mucha pasta, o por cualquier otra razón, tenían la capacidad comprobada de entrar en el despacho de Yegor Gaidar con bolsas de dinero, se llevaron las empresas. Y no fueron pocas, puesto que en la URSS toda la economía era estatal. Ciertamente, cuando ese proceso tiene una Theuhandamstalt detrás, como ocurrió con el desmantelamiento de la RDA económica, el tema se hace de forma más presentable. Pero no fue el caso de Rusia. En Rusia, las privatizaciones crearon una nueva clase social de rusos millonarios que eran, y son, muy, pero que muy, millonarios.

La desigualdad, por lo demás, se da la mano con la recesión. En 1993, el PIB ruso se pegó una hostia del 9%, con el consumo privado descendiendo el 5,5% y la formación de capital el 11,6%. El Estado ruso, a pesar de los resultados extraordinarios derivados de las privatizaciones, estaba en un déficit del 7,4%, una burrada para la época (aunque ahora, paradójicamente, nos parezca hasta normal). En la calle, en Moscú, buscando bien, te daban más de 1.100 rublos por un dólar.

La crisis rampante provocó la eclosión del fenómeno de las diferencias políticas y la resurrección del político profesional. Si hasta entonces la Federación Rusa había marchado al paso marcado por hombres profesionales dedicados a la política, comenzaron a aparecer en el firmamento personas que sólo habían sido, eran y serían políticos toda su vida. El típico padre de la patria que no ha cotizado en su puta vida, vaya.

Aquí tenemos un paralelismo más con el proceso de transición política española: la fragmentación del entorno político. Aparecieron figuras como la de Nicolai Illitch Travkin, que funda el Partido Democrático Ruso, la típica formación que busca el centro para así poder echar ganchos a derecha e izquierda según se vaya dando la temporada. Con puntos de vista más bien conservadores, Travkin buscó rápidamente conexiones con el Partido Constitucional Democrático de Milhail Georgievitch Astafiev y el Movimiento Cristiano Democrático de Viktor Atsiuchits. Estas tres formaciones pequeñas se unieron en la Alianza Nacional o Narodnoe Soglasie, de corte liberal templado. No fue, sin embargo, la única coalición centrista. También estuvo la Unión Cívica o Grajdanskii Soyuz, dirigida por el eterno Rutskoi y su formación Rusia Libre y la Unión de los Industriales de Arkadi Ivanovitch Volski. Estos dos conglomerados estaban tan cercanos que pronto comenzaron las comunicaciones. Travkin, por ejemplo, abandonó la Alianza Nacional para ingresar en la Unión Cívica. Sin embargo, como le suele ocurrir a estas formaciones en constante disforia ideológica, les costaba tener votantes.

De hecho, estas formaciones tenían un grave hándicap en su planteamiento centrista. El centro político da la victoria electoral en las sociedades sólidamente establecidas y razonablemente prósperas. En las sociedades en crisis, lo que mola son los extremos. En la extrema derecha se encontraba la fortísima personalidad de Vladimir Volfovitch Jirinovski, fundador del Partido Liberal Demócrata de Rusia. Resolutiva y violentamente anticomunista, además de excelente orador, Jirinovski se hizo muy rápidamente con amplios viveros de votos entre todos aquellos rusos que tenían un radar temporal lo suficientemente amplio como para entender que, en buena medida, el culpable de la puta mierda de vida que tenían era Vladimiro Lenin y sus chorradas. En el mismo terreno rabiosamente conservador también cabe citar a Seguei Nicolayevitch Baburin, fundador de La Voluntad del Pueblo, una formación fortísimamente nacionalista que, como le suele ocurrir a los nacionalistas, tenía la consecuencia de ser muy transversal y entenderse con gentes muy diversas, como quedó claro en la formación de llamado Frente de Salud Nacional con los escritores Viktor Petrovitch Astafiev y Vasili Belov (éste último, por ejemplo, largamente condecorado por la URSS), el general Makachov y el líder comunista Gennadi Andreyevitch Ziuganov. El Frente de Salud Nacional, de hecho, englobó a más de cuarenta formaciones políticas de todo el espectro ideológico, desde los zaristas (que haberlos, hainos) hasta los comunistas, todos unidos por el sentimiento de que Rusia fue en su momento la polla de Montoya y ahora era una puta mierda. Para terminar de cuadrar el círculo, en el otoño de 1993 un nota de cojones, Eduard Veniaminovitch Salenko, normalmente conocido como Eduard Limonov, funda el Frente Nacional Bolchevique. Otras iniciativas fueron más serias pero, en el fondo, flor de un día, como la formación Yabloko creada por Grigori Alexeyevitch Yablinski. Por lo demás, Ziuganov, como líder del comunismo ruso, supo recoger buena parte de la tradición organizativa del viejo PCUS, lo que le dio un plus de pegada y llegada social sobre sus contrincantes.

Tantas fuerzas políticas, tan distintas; la presencia al frente de las mismas, con mucha frecuencia, de personalidades extrañas, cuando no peripatéticas; y el tono general ultranacionalista de una clase política que se había dado cuenta de que si a algo era sensible el votante ruso era al mensaje de que el mundo le debe a Rusia una grandeza que ahora le niega, hicieron que la presidencia de Boris Yeltsin, en el último lustro del siglo, se conformase por ser muy inestable y trufada de enfrentamientos.

Ciertamente, el 12 de diciembre de 1993 se había adoptado la nueva Constitución, llamada a ser un factor de estabilidad política de primerísimo nivel. Se trataba de una Carta Magna de corte presidencial, destinada a aprender, sobre todo, de la experiencia del último Gorvachev, de la que Yeltsin había sido protagonista. Se podría decir, por lo tanto, que, de alguna manera, derribando a Gorvachev, Yeltsin había aprendido cómo hacer para que no le derribasen a él.

El presidente de Rusia, según la Constitución, era elegido por sufragio universal cada cuatro años (seis a partir de la reforma del 2008) y sólo por dos mandatos consecutivos. Un elemento muy importante de la norma era la desaparición de la institución de la vicepresidencia. La vicepresidencia había terminado por ser un problema insalvable para Gorvachev y casi insalvable para Yeltsin en la persona de Rutskoi. Asimismo, y éste es un factor que tenía toda su lógica en 1993 pero que ha colaborado desde entonces para hacer el sistema ruso enormemente rígido, la Constitución está diseñada de tal manera que cesar al presidente sea casi todo punto que imposible.

A pesar de un diseño tan presidencial, como dicen en Jurassic Park, la vida siempre se abre camino. El Parlamento, convertido en una institución bicameral en la nueva ley de leyes, acabó por encontrar sus vías de penetración política. En las elecciones de diciembre de 1993, los reformadores del partido de Yeltsin, por así llamarlo, se habían llevado un tercio de los escaños en la Duma, con el partido de Gaidar, La Decisión de Rusia, al frente (66 diputados). Sin embargo, en aquella asamblea de 444 sitios, tan numerosa para poder dar adecuada cabida a todas las realidades federales de una Federación que es un dédalo de nacionalidades y etnias, Jirinovski apenas tenía un par de diputados menos que Gaidar, tras haber hecho una campaña en la que había acusado a los reformistas de abandonar a Rusia a su suerte.

Para poder avanzar, Yeltsin necesitaba a Chernomirdin. El hombre de las finanzas del presidente realizó una propuesta ambiciosa: una unión financiera y monetaria ruso-bielorrusa. Al mismo tiempo, realizó un recorte casi dramático en las subvenciones a los sectores productivos; dado que esas subvenciones estaban dopando los precios, la inflación regresó. Gaidar se colocó frente a Chernomirdin en esto, pero Yeltsin decidió apoyar a éste último, por lo que el gran arquitecto de la reforma económica rusa dimitió; su movimiento arrastró al ministro de Finanzas, Boris Grigorievitch Fedorov; y a la de Asuntos Sociales, la uzbeka Ella Alexandrovna Panfilova.

Habiendo sacrificado a Gaidar, Yeltsin pudo pensar que conseguía la paz con el Parlamento. Éste, sin embargo, le dejó bien claro que no sería así el 26 de febrero, cuando aprobó la amnistía definitiva de los golpistas tanto de 1991 como de 1993; un movimiento que fue notablemente doloroso y dañino para la reputación del presidente.

A la luz de los acontecimientos que se están desarrollando en el momento de redactar estas notas, cabe recordar otro elemento interesante de aquellas primeras semanas de 1994, es decir, primeras semanas de hace treinta años: en la Duma, se produjo una proposición para realizar una reunión conjunta de los diputados rusos con los bielorrusos y ucranianos y revertir el acuerdo de Beloveje, esto es: para dar marcha atrás en el pacto que había volatilizado la URSS. De 444 diputados, cierto es, esta proposición la votaron 123 representantes. Pero, ojo, ojo.

A Yeltsin , la propuesta sobre la amnistía lo dejó bastante sonado. Sin embargo, el viejo oso pardo ruso, que respondía a cualquier provocación con un ataque todavía más fuerte, había desaparecido. Lejos de ir contra el Parlamento, el presidente entendió que lo que tocaba era tratar de pactar con él. El 24 de febrero reunió a la Asamblea Federal, es decir, la reunión de las dos cámaras legislativas; las cuales, efectivamente, y según previsión constitucional, podían ser reunidas para escuchar una declaración presidencial de importancia.

Ante la nación entera, Boris Yeltsin quiso aparecer como un presidente moderado, amigo de la concertación y el diálogo. Un político buen rollito. El elemento nuclear de su discurso fue la necesidad de que Rusia contase con un poder fuerte; no tanto una presidencia fuerte como un poder fuerte en sí, cualquiera que fuese su origen y sede. El poder fuerte era necesario, dijo, para poder llevar a cabo las reformas económicas; pero, ojo, también era necesario, dijo, para “hacer presente a Rusia frente un Occidente que cada vez está más cerca”. Boris Yeltsin, por lo tanto, estaba explotando la sensación general de inseguridad que le había generado a los rusos el proceso, producido en paralelo a aquel discurso, por el cual las potencias capitalistas, y muy particularmente su organización militar la OTAN, estaban rellenando el foso que tradicionalmente había rodeado el castillo ruso, y que normalmente conocemos como países satélite o Telón de Acero. Quiero escribiros esto bien claro para que entendáis que Vladimir Putin ni es un loco que sostiene ideas propias de un loco, ni cayó del cielo: hace treinta años, el pueblo ruso ya le estaba dando vueltas a los miedos e inseguridades que le han llevado a atacar a Ucrania.

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