Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro
En la noche entre el 12 y el 13 de enero, estas tropas de paracaidistas rodearon la sede de la televisión lituana en Riga; asimismo, las denominadas OMON, unidades policiales, asaltaron la Academia de Policía. El día 20, unidades armadas atacaron el Ministerio del Interior de la república. Estas acciones dejaron muertos y heridos en gran cantidad. Los gobiernos de los tres países bálticos tomaron la decisión de refugiarse en sus correspondientes parlamentos, alrededor de los cuales la gente montó barricadas para protegerlos. Tanto el Vilna como en Riga se formaron comités de salud pública, formados por conspicuos comunistas, que declararon haber tomado el poder. El centralismo democrático y el poder popular enseñaban la patita, una vez más.
Gorvachev justificó este movimiento en sus memorias diciendo que era algo así como inevitable. Según él, Landsbergis, frontalmente enfrentado con la primera ministra del gobierno lituano, Kazimira Danute Prunskiene, estaba preparando un golpe de Estado que fue necesario interceptar. Por supuesto, no pierde ocasión de culpar a su némesis, Boris Yeltsin, de lo que pasó, y que, según él, los bálticos se inspiraron en el tono nacionalista que había adoptado el reformismo ruso. La verdad, el argumento no tiene pase. Los bálticos tenían identidad, historia y voluntad soberanista propia; no necesitaban inspiradores. Pero, claro, cuando se es un comunista, se tiene que creer que Letonia, Lituania y Estonia se incorporaron a la URSS dándole las gracias a Stalin con lágrimas en los ojos por el favor. Son las cosas que tiene la ideología.
Por supuesto, los bálticos no se quedaron callados. Ni los soviéticos. Gorvachev hubo de ser testigo de una manifestación en el propio Moscú, donde medio millón de personas desfilaron coreando consignas en favor de las reivindicaciones lituanas y exigiendo la dimisión de Gorvachev. En esas mismas semanas, en Tsjinvali, la capital osetia, se produjeron unos violentísimos enfrentamientos entre osetios y georgianos.
Las acciones militares contra el poder en las repúblicas bálticas eran, de todas maneras, lo último que necesitaban éstas para poner en marcha la maquinaria deseada de la independencia. Así las cosas, lituanos y estonios decidieron poner en marcha sendos referendos en sus territorios para sondear la opinión del personal sobre una eventual independencia total y radical. Moscú declaró que aquellas consultas eran ilegales, pero los bálticos las mantuvieron (supongo que estás pensando lo mismo que yo cuando lees estas líneas. Es probable que ahora entiendas por qué el independentismo catalán encuentra siempre sus apoyos más fáciles y decididos entre políticos bálticos; pero, claro, Cataluña no tiene a un Stalin que la obligase a formar parte de España a hostias durante el siglo XX...)
El referendo lituano se celebró el 9 de febrero, y la independencia recibió el 90% de los sufragios. El 3 de marzo, se celebró el de Estonia (77% de apoyo).
Gorvachev adoptó la estrategia del avestruz. Contrariamente a lo que muchos le aconsejaban y otros le exigían, no viajó ni a Riga ni a Vilna para tratar de apañar una solución. Con ello, dejó el espacio libre para Yeltsin, quien había olido la sangre. El líder ruso se presentó en los países bálticos, les dio un montón de buenas palabras y culminó con la firma de una declaración por la cual Rusia, república a la que él representaba ya casi plenamente, aceptaba explícitamente el derecho de los países bálticos a su independencia. De hecho, Yeltsin mostró el apoyo ruso a la iniciativa de los bálticos en el sentido de promover en Naciones Unidas la celebración de una conferencia para arreglar el problema báltico. El Soviet Supremo, sin embargo, se apresuró a repeler estas decisiones, no ya por el miedo a que los bálticos se fuesen, sino porque entendieron que (una vez más) Yeltsin no había sido muy consciente de las consecuencias de sus actos, y aquella declaración no hacía más que colocar en el disparadero independiente al territorio que verdaderamente le importaba a los rusos: Ucrania.
Yeltsin, sin embargo, había llegado a la conclusión de que, en los temas nacionales, había encontrado la forma de hacer más daño a Gorvachev en cada golpe. Por lo tanto, no sólo mantuvo su retórica soberanista, sino que la avanzó desde el punto de vista normativo, colocando todos los recursos naturales de Rusia bajo su propia administración, y anunciando que reduciría la aportación financiera a la Unión. De hecho, tras regresar del Báltico anunció un acuerdo cuatripartito (Rusia, Ucrania, Bielorrusia y Kazajstán) de respeto a la soberanía propia de cada república.
El 19 de febrero, Yeltsin apareció ante la televisión rusa con un discurso de más de media hora, perlado de improperios hacia el presidente de la Unión. Lo acusó de llevar a acabo políticas antipopulares, de llevar el país al desastre, y de tener las manos manchadas de la sangre derramada en los conflictos vinculados a la desintegración de la URSS. Por supuesto, el corolario del discurso era la exigencia de que Gorvachev fuese destituido.
Gorvachev reaccionó convocando a su Consejo Privado (Yakolev, Bakatin, Medvedev, Grigory Ivanovitch Revenko, Primakov, Alex Channazarov, Vitali Nikititch Ignatenko, Valery Ivanovitch Boldin y Chernayev) y, después, convocó una reunión del Soviet Supremo para, marxistamente hablando, colocar a Yeltsin frente a frente con sus contradicciones, esperando que lo colapsaran. En el Soviet se le acusó de haber actuado mediante impulsos personales, sin haber cumplido las formalidades parlamentarias; lo que buscaba el Soviet Supremo era obligar al Parlamento ruso a melocotonear a su líder. Sin embargo, para entonces Yeltsin era el dueño de las calles rusas; y eso hacía que también lo fuera del Parlamento, donde nadie osó sugerir echarlo. El 23 de febrero, algo así como el Día de las Fuerzas Armadas en la URSS, Gorvachev logró movilizar 100.000 partidarios en una manifa; lo cual tiene su mérito, porque, la verdad, no creo que en Moscú le quedasen 100.000 partidarios sinceros. El 10 de marzo, con la disculpa de mostrar solidaridad con los mineros huelguistas de Kuzbas, Yeltsin reunió cinco veces más gente. El día anterior, en otro acto, Yeltsin había llamado a “entrar en guerra con Gorvachev”.
En este difícil caldo de cultivo era en el que Milhail Gorvachev pretendía llevar a cabo su plan fundamental, que sería fundamentalmente fallido también: conservar la Unión. Los signos de disolución eran evidentes: el 25 de febrero de aquel 1991, en Budapest, los ministros de exteriores de las naciones formantes del Pacto de Varsovia habían decidido la disolución de sus estructuras militares a partir del 31 de marzo; además, ese mismo día se disolvió el mando integrado. En realidad, esto era más imagen que otra cosa. En el fondo, tanto la OTAN durante muchas décadas, como el Pacto de Varsovia durante toda su existencia, no fueron sino un fistro creado para dar la impresión de que había una colaboración multilateral cuando, en realidad, lo que había era el mando de Uno. Si esto es predicable de la relación entre Estados Unidos y la OTAN, es mega-predicable en el caso de la URSS y el Pacto de Varsovia. Lo que se decidió aquel febrero de 1991, por lo tanto, fue que el Pacto, mutatis mutandis, ya no existía. Simplemente: los ejércitos distintos del soviético (ejército que, en sí mismo, tenía enormes tensiones fundentes) ya no se sentían obligados a tener ningún tipo de solidaridad con su nación maternal. Obsérvese, pues, cómo, apenas unas semanas después, una parte importante de las cláusulas pactadas para apañar la reunificación alemana, que era conservar la relación de fuerzas entre OTAN y Pacto, perdían su virtualidad en el terreno de la realidad. ¿Para qué mantener la paridad con algo que, en realidad, ya no existía? Muchas personas en la URSS, lógicamente, pensaron que cuando Gorvachev negociaba el tema alemán, semanas o meses antes, ya tenía que saber que al Pacto de Varsovia le quedaban dos telediarios; y fueron gestos como éstos los que labraron la mala fama de Gorvachev frente a sus ciudadanos.
El 29 de junio de 1991, el turno le llegaría al Comecon, especie de Comunidad Económica Europea del lado soviético. Dos días después, el Pacto de Varsovia dejó de existir como tal.
Yeltsin, en ese momento, quería la soberanía de Rusia, pero no su independencia. El político reformista tenía bastante claro que Rusia tenía un papel que jugar (el que ha jugado) como máximo administrador del resultado de la disgregación de la URSS; así pues, su estrategia era animar retóricamente los deseos de independencia de todos los territorios de la Unión, pero sin dar el paso que daban otros, como los bálticos, de declarar su soberanía y mandar a tomar por saco todo el poder de la Unión Soviética en su territorio. Esto, además, era mucho más difícil para él que para cualquier república periférica, porque Rusia era el mismo centro de la URSS, y resulta muy difícil de escindirse de algo de lo que eres el mismo centro (una cosa parecida decía Agustín de Foxá del independentismo catalán que, según él, definía a la única metrópoli del mundo que desea escindirse de sus colonias).
A pesar de esta estrategia no muy clara, Yeltsin dio pasos concretos. Por ejemplo, durante las jornadas de la conferencia de seguridad y cooperación europeas en París, mientras Govachev se daba baños de masas por el bulevar Haussman para que lo vitoreasen los franceses, el líder ruso firmó un acuerdo de amistad con Ucrania en el que se afirmaba la inviolabilidad de las fronteras entre ambas repúblicas; lo cual, por cierto, viene a demostrar que los ucranianos siempre han tenido muy claro el juego, y siempre han sabido que su problema no lo tenían con la URSS, sino con Rusia y que, en ese sentido, la desaparición de la URSS tampoco era una novedad relevante para ellos.
A la vuelta a Moscú desde París, Gorvachev presentó su proyecto constitucional que, de alguna manera, venía a suponer simplemente la eliminación de una letra: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas URSS pasaría a ser la Unión de Repúblicas Soberanas: URS. Enseguida, los reformistas se le echaron a la chepa, acusando a esta URS de pretender, en el fondo, seguir siendo el Estado centralista que siempre había sido la URSS.
El 17 de enero, Gorvachev anunció la celebración de un referendo en la URSS. Lo vendió como la oportunidad de que cada ciudadano soviético se definiese sobre si merecía la pena salvar algo de la herencia de Vladimir Lenin; o sea, trató de apelar al corazoncito de aquellos tipos a los que el de la perilla se tiró ochenta años puteando.
Es que, de hecho, aquélla era la primera vez en ochenta y pico años que la vanguardia revolucionaria bolchevique le preguntaba al proletariado qué opinaba sobre algo.
La pregunta: “¿Juzga usted indispensable conservar la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas con la forma de una federación renovada de repúblicas soberanas iguales en derechos, dentro de la cual se garantizarán plenamente los derechos y libertades de cada persona, cualquiera que sea su nacionalidad?” Ya se sabe que los referendos se convocan para que los gane quien los convoca; y una parte fundamental de esta estrategia es la pregunta que, usualmente, se diseña para que el ciudadano prácticamente se vea obligado a votar SI. Éste era el caso.
La batalla, sin embargo, no iba a ser tan fácil. Boris Yeltsin se apresuró a hacer uso de sus poderes constitucionales para introducir una pregunta adicional en las papeletas de los votantes rusos. Quería que los rusos se pronunciasen sobre la posibilidad de crear una presidencia de su república, elegida por sufragio universal. Fue una jugada maestra, y la mejor prueba de que lo fue es la mala hostia con que la recibió Gorvachev. En la práctica, Yeltsin iba a obtener, porque iba a obtenerlo, el placet de sus votantes para crear una presidencia rusa que tendría los mismos poderes, si no más, que la presidencia de la URS en el terreno de la principal república de dicha URS. Pero, vaya, que tampoco Yeltsin se estaba inventando nada, pues en algunas repúblicas, como las bálticas, ya había presidentes que estaban ejerciendo esa función.
Para colmo de males para Gorvachev, quienes le estaban acusando de que su política económica era errabunda e ineficiente, cosa que es lógica pues, al fin y al cabo, no estaba intentando otra cosa que introducir el capitalismo en unos esquemas soviéticos, comenzaron a tener razón. En la URSS comenzó a haber unos problemas de abastecimientos para lo básico realmente acuciantes. Las colas para comprar pan, en Rusia el bien alimentario más básico como en cualquier otro sitio, volvieron a aparecer con la misma longitud de una década antes, cuando el breznevismo agonizaba. Como siempre, además, la mayoría de los reportes y de las valoraciones que se hacían se referían al área de Moscú o a la Rusia europea; pero había muchas esquinas de la URSS, sobre todo las lejanas repúblicas asiáticas, donde la situación era abracadabrante. A ello hay que unir las huelgas de mineros que, lejos de pacificarse, se habían extendido, con el consiguiente enrarecimiento del ambiente social. Si a la gente le haces votar con hambre, lo más probable es que no te de la razón.
Para colmo, seis repúblicas decidieron declarar que el referendo no iba con ellos, y que no lo celebrarían en su ámbito geográfico. Los bálticos consideraban que la pregunta no tenía por qué plantearse en su territorio, puesto que ellos nunca habían formado parte de la URSS; habían sido obligados a formar parte, que no era lo mismo. Detrás de ellos, Georgia, Moldavia y Armenia adoptaron posiciones muy parecidas. Así las cosas, eran nueve repúblicas soberanas las que participarían en el referendo; pero no pocas de ellas estaban muy influidas por la estrategia que se había llevado a cabo en Rusia y, por lo tanto, incluyeron cuestiones adicionales que les interesaban.
Pese a estos malos augurios, Gorvachev pudo decir que la participación en el referendo había sido masiva, del 80%. Del total de personas que votaron, tres de cada cuatro estuvieron de acuerdo con el planteamiento que se les hacía en la pregunta. Por fin Gorvachev podía decir que, de alguna manera, había ganado una elección popular. El optimismo occidental se disparó, claro, porque la mayoría de quienes lo afirmaron ni se preocuparon en conocer mínimamente las circunstancias de aquella consulta.
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