lunes, julio 11, 2022

La implosión de la URSS (30: los problemas centrífugos)

No es oro todo lo que reluce

Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin

El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
El trauma de 1993
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro 



En el terreno práctico, Yeltsin se presentó ante las cámaras con la oferta de una especie de pactos de la Moncloa; un “memorando de paz civil”, dijo, un acuerdo social que se firmaría pomposamente en el Kremlin el 28 de abril por los presidentes de las dos cámaras. En dicho pacto, el gobierno se comprometería a mantener su política económica y social dentro de unos límites razonables durante los dos años que quedaban hasta las elecciones legislativas y presidenciales; mientras que los parlamentos se comprometían a mantener una paz legislativa durante dicho periodo.

Una vez alcanzado este acuerdo, Yeltsin se sintió en posición de poder descansar un poco, y se fue a Sochi. Pero, la verdad, no debió de irse.

En el momento en que el presidente estaba fuera de Moscú, por la capital comenzó a circular un texto clandestino conocido como Versión 1, que se vio prontamente seguido por otro que, no os sorprenderá supongo, se llamaba Versión 2. Ambos textos fueron publicados por la Obchtchaia Gazeta y repetidamente leídos en varios de sus puntos por una emisora moscovita, Radio Eco. Según este texto, un grupo de altos representantes estatales se estaba preparando para neutralizar a Yeltsin. Contaban, decía el texto, con la ayuda de aquellos ministros del gobierno que controlaban estructuras militares o paramilitares: Gratchev, ministro de Defensa; o Serguei Vadimovitch Sepashin, viceministro del Interior. Yeltsin se apresuró a desmentirlo todo como puras invenciones; pero eso no impidió que surgiese todo un debate social en el que eran muchos los que consideraban que la debilidad física y política del presidente había quedado expuesta.

Como la política viene a consistir habitualmente en gestionar la Ley de Murphy, es decir, asumir que las cosas siempre pueden ir a peor, cuando no se habían disuelto las réplicas de aquella movida, a Yeltsin le estalló en las manos el conocido como Escándalo de Berlín. El telón de fondo de esta movida es la grave crisis financiera producida aquel año de 1994. Un nota de cojones, Serguei Panteleyevitch Mavrodi, había creado un chiringuito financiero, MMM, negro como la noche, que, como le suele ocurrir a estos esquemas más o menos piramidales cuando pintan bastos en los mercados de capitales, se fue a la mierda en unas horas.

La quiebra de MMM fue un Fórum Filatélico versión eslava y a lo puto bestia. Miles y miles de personas habían confiado en las rentabilidades de escándalo que había prometido Mavrodi, y se encontraron seriamente pillados en medio de aquella quiebra. Inmediatamente, como siempre ocurre, todos esos estafados se volvieron contra quien consideraban responsable, como poco, in vigilando: el gobierno. Muy pronto, además, comenzaron a surgir voces que insinuaban que no se había producido un error de control; que, en realidad, las gentes del gobierno, los reformistas, estaban conchabados en la movida.

En ese mismo momento, Yeltsin estaba de viaje, entrevistándose con el presidente Clinton, el del puro. Pero lo peor no fue eso. Lo peor fue que a la vuelta hizo una escala en la que estaba previsto que se entrevistase con el primer ministro irlandés; pero esa entrevista no pudo celebrarse porque Yeltsin no fue capaz ni de salir del avión. La disculpa oficial es que estaba un poco enfermo; pero todo el mundo comenzó a decir que, en realidad, lo que estaba era mamado. A partir de ese momento, los actos, o más bien, los no-actos, de Yeltsin, comenzaron a mirarse con lupa en Rusia. Todo el mundo estaba al cabo de la calle de que su presidente era algo así como el general Franco del año 1974, cada vez menos presente en las televisiones y en los actos oficiales, cada vez menos ejecutivo, cada vez menos presidente.

El 11 de octubre de 1994 se produjo lo que los rusos conocen como el martes negro. En apenas minutos, el rublo de desplomó un 21%. Fue el pánico financiero y, luego, el pánico político.

Yeltsin habló de circunstancias extraordinarias y trató de convencer a los rusos de que habían sido víctimas de un golpe de Estado financiero. En realidad, no hay tal. El martes negro llevaba tiempo enseñando los dientes. El martes 26 de enero de 1993 y el 18 de enero de 1994 ya se habían producido, por así decirlo, dos ensayos generales frente a los cuales, como la gente no se enteró, la reacción gubernamental fue, básicamente, la procrastinación. Tras el martes negro, los sindicatos hablaban de huelga general, y un voto de censura al gobierno tan sólo se quedó en la Duma corto por 32 votos. En la práctica, esto suponía que el acuerdo de paz política del 28 de abril había saltado por los aires. El Parlamento quería unas elecciones presidenciales anticipadas. Pero eso lo quería, claro, porque los opositores a Yeltsin creían que el viejo oso había dicho su última palabra.

El momento, la verdad, no era el mejor de los posibles. En 1994, había una cosa a la que Yeltsin se estaba enfrentando; una cosa que debéis tener en cuenta a la hora de juzgar la Rusia actual y la voluntad permanente de su primer gobernante en el sentido de buscar elementos de unidad en la misma: las tendencias centrífugas.

Lo he escrito cienes de veces en mis notas sobre la URSS y lo escribiré una vez más, porque si no entendéis esto, perdonadme la fatuidad, pero no entenderéis Rusia: la Federación Rusa es un dédalo de nacionalidades, de etnias, de lenguas y de culturas; muchas o algunas de ellas pueden esgrimir argumentos históricos, raciales o culturales de un calado tal que, a su lado, las teorías del PNV o de Esquerra Republicana son balbuceos de memo. Rusia alberga importantísimas tendencias centrífugas; por eso alimenta constantemente el panrrusismo centrípeto, en una tendencia que es irrelevante de que el inquilino del Kremlin se llame Romanov, Lenin, Stalin, Putin o Luis Aguilé.

En el momento en que Yeltsin impulsó la nueva Constitución de la Federación Rusa, esas tendencias se hicieron bien patentes. Varias repúblicas de la Federación: Tatarstán, Bachkortostán, Daguestán o Chechenia, se habían declarado en contra de la Carta Magna. En términos genéricos, puede decirse que toda la región caucásica septentrional y gran parte de las riberas del Volga se sentían no rusos, con un no-rusismo que en modo alguno estaba adecuadamente garantizado, ni en la Constitución saliente, ni en la entrante. Por ello, exigían una transferencia de competencias, dicho sea esto en términos españoles, que lógicamente se debía de hacer en detrimento del poder central ruso.

El tratamiento de este problema no fue homogéneo; casi nunca lo puede ser, pues depende mucho de los niveles de conciencia y desarrollo. Tartarstán, por ejemplo, disponía de un sistema que prácticamente se puede describir como de co-soberanía (inciso: esas afirmaciones que se leen a veces en la prensa, en en sentido de que catalanes y, sobre todo, vascos y navarros disponen de niveles de autonomía “inusitados en cualquier otro país que no sea confederal”, son fruto de la simple e infatuada ignorancia del mediocre con lecturas mediocres). Tartarstán y Rusia, de hecho, no quedaron unidos por una sola Constitución, rusa, estableciendo los derechos de aquélla; sino que quedaban unidas a través del pacto entre dos Constituciones soberanas, lo cual, obviamente, no es lo mismo, como sabe cualquier constitucionalista, excepción hecha del catedrático de Derecho Constitucional ése de Sevilla que sale siempre en la tele y que parece no tener ni idea de en qué nalga hay que hacerse el tatuaje izquierdo. Este pacto, sin embargo, era tan complejo, y tenía tantos puntos dolorosos para la identidad rusa, que, en realidad, nunca había sido suscrito por el Consejo de la Federación. El tratado reconocía la capacidad de Tartarstán de tener su propia política exterior y sus relaciones económicas propias con terceros, así como decidir sobre la regulación en su territorio de la propiedad, el uso y distribución de la tierra y de sus propios recursos naturales, que se declaraban como suyos, no de la Federación. A Rusia, este acuerdo siempre le pareció que iba demasiado lejos. Sin embargo, poco tiempo después firmó uno muy parecido con Bachkorkostán.

El problema del soberanismo de los territorios situados en la Federación Rusa, en todo caso, no se limita a aquéllos en los que sus habitantes, o cuando menos la mayoría de ellos, no son rusos sino de otras etnias. También alcanza a algunos territorios mayoritariamente poblados por población étnica, lingüística, histórica y culturalmente rusa; territorios en los que, además, ojo, ojo, están emplazados algunos de los recursos naturales que sostienen la economía rusa.

En el año 1991, en medio del colapso de la URSS, en los territorios soviéticos (y rusos) de Extremo Oriente, se revivió un movimiento que, en todo caso, ya había aparecido durante la guerra civil rusa en la que el régimen soviético consiguió imponerse. Un movimiento que en su día había defendido la idea de que la Siberia oriental debía de ser un Estado independiente. En 1992, el Soviet Supremo de la región de Sverdlovsk organizó un referendo sobre la creación de una llamada República de los Urales. Eduard Edgartovitch Rossel se convirtió en el líder de este movimiento. Rossel es un político bastante conocido y carismático, de origen alemán, hijo de un matrimonio declarado por el PCUS enemigo del pueblo y que acabó en las profundidades de sendos gulag; pero que se había construido una sólida carrera como político post soviético.

En el marco de esta carrera política, Rossel fue elegido gobernador de Sverdlovsk. Desde este puesto organizó el referendo y fue el principal elemento que explica su victoria, lo que le permitió, al día siguiente de la votación, proclamar la República de los Urales, además de su intención de impulsar procesos muy parecidos en los territorios colindantes con el suyo que quisieran adquirir la soberanía sobre sus recursos naturales.

Todo este episodio estuvo a un cortacabeza de destruir la unidad rusa por el lado que, probablemente, menos esperaban los analistas occidentales. Yeltsin se vio obligado a desplegar todo su predicamento ante la clase política siberiana, amén de hacer promesas que, la verdad, no podía cumplir, para poder revertir aquella situación.

En todo caso, como es bien sabido la crisis centrífuga más grave que vivió Rusia en aquellos años fue la crisis chechena. El problema checheno comenzó en agosto de 1991, es decir, desde el golpe de Estado contra Gorvachev. La clase política chechena, aunada ya entonces alrededor de la figura de Dzhozar Musayevitch Dudayev, apreció el golpe de Estado como una directa amenazada sobre sus intereses nacionales y, consecuentemente, en el momento que el movimiento fracasó adquirió la constancia de que debía hacer algo para defenderse, por así decirlo.

Para Moscú, la actitud de Grozny era un problema por el efecto llamada que podía generar sobre otros territorios prestos a mantener posiciones similares en el área, como Abjazia, Osetia del Sur, el Karabaj o Transnistria. Por esta razón, el presidente Yeltsin decidió negociar con los chechenos. De esta manera, en noviembre de 1992, el gobierno ruso elaboró un proyecto de tratado con Chechenia que establecía importantes elementos de soberanía para las instituciones chechenas. Dudayev, sin embargo, rechazó el borrador.

El teatro checheno ya estaba bastante complicadito cuando vino a ponerlo en peor situación todavía un factor inesperado: Jasbulatov. Al político checheno llegado a Moscú lo habían metido en la cárcel tras los sucesos de 1993, pero apenas unos meses después hubieron de soltarlo, y él, prudentemente, optó por irse a sus cuarteles de invierno; concretamente, a Tolstoi-Yurt, una ciudad al norte de Grozny. Allí estaba protegido por su enorme popularidad. Multiplicó los encuentros y las gestiones y, tres meses después, pudo regresar a Moscú con una declaración en la mano sobre la cuestión chechena. Esta declaración abogaba por una solución política al conflicto y anunciaba los peores males para Rusia si optaba por la salida militar. Jasbulatov, sin embargo, se encontró en Moscú con la frialdad del gobierno. Su animadversión personal con Yeltsin hizo que, de hecho, éste no le hiciese ni caso.

Yeltsin, por otra parte, tenía otras razones para pasar de Jasbulatov. La principal, que en su entourage la idea de que habría que ir a la solución militar contra Chechenia estaba ganando poder a marchas forzadas. Algunas versiones bizcochables con el presidente tienden a decir que el presidente se vio arrastrado por el partido de los halcones, que si lo engañaron, que si le dijeron que esto o lo otro; yo, personalmente, creo que esto está lejos de la verdad. A Yeltsin le iba la marcha. De hecho, fue él quien consultó con su principal asesor en temas de seguridad, Baburin, acerca del tema checheno; y, cuando éste le dijera que era imposible resolver el problema por vías militares, la reacción del presidente fue crear un Consejo de Seguridad para Chechenia, y dejar a Baburín fuera del mismo.

Este Consejo de Seguridad contaba, obviamente, con la presidencia de Yeltsin, y en el mismo se integraron Chernomirdin; Oleg Ivanovitch Lobov (secretario del Consejo de Seguridad ruso); Vladimir Chumeiko (presidente del Consejo de la Federación); Ivan Petrovitch Rybkin (presidente de la Duma); Pavel Gratchev, ministro de Defensa; Viktor Erin; ministro del Interior, Serguei Vladimovitch Stepashin; presidente del FSB; Vladimir Georgievitch Panskov, ministro de Finanzas; Andrei Ivanovitch Nikolayev, jefe de la guardia fronteriza; Serguei Kuzhuguetovitch Shoigu, ministro para las situaciones de urgencia; Serguei Chakrai, primer ministro adjunto; Yuri Kalmykov, ministro de Justicia; y Yevgueni Maximovitch Primakov, director de los servicios exteriores.

El 29 de noviembre, los miembros de este Consejo fueron consultados sobre la actitud a mantener respecto de Chechenia. Considerando que todos eran el resultado de un cuidadoso ejercicio de cherry picking por parte de Yeltsin, el resultado sólo podía ser uno: todos los miembros, salvo el ministro de Justicia, se pronunciaron a favor de la intervención militar. Kalmykov era caucasiano y, de hecho, el voto le costó el puesto.

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