La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin
El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro
El 15 de marzo de 1989, un mes después de la manifa de Tibilisi, los abjazos respondieron. Organizaron en Likhmy, su ciudad-talismán porque era allí donde había nacido el movimiento nacional separatista, una manifestación a lo puto bestia. Reivindicaban ya, no sólo separarse de Georgia, sino pasar a tener el estatuto jurídico de república soberana (no de república autónoma; o sea, como pasar de ser una comunidad autónoma a un Estado); esto es, el mismo estatus que tenía Georgia. Anunciaron que esta propuesta la llevarían al Congreso de Diputados del Pueblo, ése cuyas elecciones estaba preparando Gorvachev.
La reivindicación de los abjazos no tenía pase. Ellos mismos no eran más que la quinta parte de los habitantes en solfa; el suyo era un proyecto básicamente impuesto a la mayoría de la población. Debe servirnos para entender la ebullición política en la que vivían las minorías de la URSS desde que Gorvachev, de una manera irresponsable y poco pensada (o sea, como hacía las cosas Gorvachev) les había ofrecido la igualdad de derechos y tal y tumba.
De hecho, a mediados de 1989, Moscú estaba cambiando el discurso. Ahora, sus portavoces y turiferarios se ocupaban de recordar que la obligación del Estado soviético (léase, del Partido) era respetar los derechos de todas las minorías; ¡también las que eran mayoritarias! El argumento, ya lo sé, no supera el análisis de la lógica escolástica (quien es mayoritario podrá necesitar protección, pero lo que no es, es minoritario); pero la política finisecular del PCUS tenía estas cosas. Bueno, la verdad, siempre había tenido estas cosas. La URSS no deja de ser un país en el que había médicos que, por el interés del Partido en el momento, llegaron a defender la idea de que era científicamente posible que una persona tuviese una tensión arterial en el brazo derecho y otra en el izquierdo. Gorvachev, no me cansaré de repetirlo, más que un rompedor de la tradición soviética, era su resultado, su destilado.
Lo importante es entender que, cuantas más cosas decían los jerifaltes comunistas en Moscú para tranquilizar a georgianos y abjazos, más nerviosos se ponían éstos. En estas condiciones llegaron los trágicos hechos de abril de 1989. Porque cuando hablamos de aquel año de 1989 todo el mundo se sabe lo de la caída del Muro; pero, ciertamente, pasó alguna que otra cosita más.
El 25 de febrero, se celebró el aniversario de la anexión de Georgia. Esta manifa estuvo ya trufada de reclamaciones de independencia, y se vio seguida de días de manifestaciones constantes. El 4 de abril, los manifestantes, considerando que debían hacer algo más, deciden montarse un 11-M. Aquel día, efectivamente, grupos de manifestantes se van emplazando de formas más o menos permanentes en lugares del centro de Tibilisi. Entre esas personas que están tomando la calle, bueno, más literalmente, están tomando las plazas, algunas de ellas frente a las grandes sedes del poder soviético en la ciudad, aparece, ojo, ojo, un partido o movimiento político: el Partido Nacional-Demócrata Georgiano. Los sedicentes miembros de mayor importancia de este partido comienzan una huelga de hambre enfrente mismo de la sede del gobierno de Georgia.
En Sujumi, la capital Abjazia (honradamente, no sé dónde colocar el acento tónico), los antiindependentistas georgianos hacen hilo de lo que está pasando en la progenitotria (por no escribir ni patria ni matria) y también empiezan a manifestarse a cascoporro. Las demostraciones se extienden a Kutaisi, la Barcelona de Georgia, por así decirlo.
De forma un tanto espontánea, van definiéndose, y enfrentándose en ocasiones, tres tipos de sentimientos: la escisión de Georgia respecto de la URSS; oposición de los georgianos a lo que consideran exceso de derechos para la minoría abjaza; y oposición del secesionismo abjazo respecto de Tibilisi. Y todos esperan que Moscú les dé la razón a ellos.
Si una cosa tenían claro en Moscú y, la verdad, en esto sí que les doy la razón, es que los tiempos en los que, en el ámbito de la URSS, cuando algo se revolvía aquí o allá desde la capital se enviaban los tanques para acallar al personal, habían pasado. Georgia 1989, desde luego, no se podía resolver como Hungría 1956 o Checoslovaquia 1968. Así las cosas, desde la capital le enviaron un telegrama al pringao de Patiachvili, diciéndole que la bailase como pudiera, pero que la consigna era recuperar el orden social (o eso, al menos, es lo que yo creo que pasó).
El líder comunista local comenzó en plan moderado. La policía se hizo presente en las plazas donde acampaban los manifestantes, y en las propias marchas políticas. Sin embargo, aunque sus capitanes se quedaron sin voz a base de lanzar consignas con los megáfonos, no les hizo caso ni dios.
Así pues, haciendo uso del Catón del buen soviético, hacía falta pasar al siguiente nivel: rotura de huevos.
Fuerzas militares fueron movilizadas. Primero taponaron todas las salidas de la plaza de la sede gubernamental; una vez enjaretada la multitud, comenzaron a arrear hostias a diestro y siniestro hasta que se les abollaron las porras. Causaron, según las cifras oficiales, 20 muertos y 200 heridos; así que cabe calcular que debió de haber como un centenar de muertos, por lo menos. El Frente Popular, el verdadero dueño de la opinión pública georgiana en ese momento, informó de que los hospitales estaban petados de gente, cosa que por 200 heridos no pasaba; y, lo que es peor, acusó al gobierno de haber gaseado a los manifestantes (algunos de los cuales, por cierto, eran niños que estaban allí con sus padres; nunca me cansaré de decir que llevarte niños a las manifas, por pacíficas que sean, es una irresponsabilidad).
Gorvachev contestó a todo esto como lo que era: un marxista de libro (ahora mismo, ya, la verdad, ignoro si lo sigue siendo). La prensa oficial de Moscú se hizo eco de los conflictos de Tibilisi 72 horas después de que se hubieran producido, y con la puntita nada más. Las fronteras de Georgia se cerraron para los periodistas extranjeros. Y las acusaciones del Frente Popular se negaron, claro. La cosa estaba tan bien hecha, y los poderes públicos tenían tanta, tanta razón, que Patiachvili dimitió, y fue sustituido por Guivi Gumbarizde. ¿Sabéis qué merito tenía en su currículum? Pues sí, los más listos de entre vosotros ya lo habéis adivinado: había dirigido el KGB georgiano. Este tipo de cosas son las que el bardemismo de la vida nunca ha sabido, ni ha querido saber. Up with the perestroika!
En un intento por restablecer la calma sin que Gumbarizde sacase la Lubianka a pasear, conscientes de que estaban bajo el escrutinio internacional, los jerifaltes de Moscú enviaron a su peso pesado georgiano, Shevardnazde, a ver si a él le hacían caso. El ministro de Asuntos Exteriores de la URSS tiró del manual que todo Iván Redondo tiene siempre en su mesilla de noche. Tuvo el cuajo que llegar a Tibilisi y declarar que la violencia contra los manifestantes, “decidida no se sabe por quién ni a qué nivel” era una provocación para desacreditar la perestroika. Ivanrredondismo en estado puro, pues: no soy el culpable; es más, soy la víctima. Con un par, el líder del gobierno de un país en el que, de setenta años para atrás, los ciudadanos ni siquiera se ponían la crema antihemorroidal sin la autorización del comisario político de su escalera, por lo visto, se podía tomar la decisión de masacrar a centenares, si no miles de personas; y, lo que es más, mantenerla sin que el mando real detuviese la masacre.
A decir verdad, el carisma de Shevardnazde funcionó. A los georgianos, su presencia los calmó un poco, aunque también es cierto que el ministro llegó a Tibilisi prometiendo medidas concretas, como una investigación a fondo de los hechos ocurridos (oferta muy curiosa pues, como se ve, antes de empezar la investigación, la nomenklatura soviética ya estaba segura de su conclusión; cosas del centralismo dizque democrático). Se crearon dos comisiones. Una fue decidida por el Soviet Supremo georgiano, bajo la dirección de Tamaz Chugulidze, un jurista especializado en el campo de los derechos humanos. Además, en su momento el Congreso de Diputados del Pueblo también le encargaría una investigación a otro jurista y decidido partidario de las reformas que, con los años, sería alcalde de San Petesburgo: Anatoli Alexandrovitch Sobchak. Las investigaciones sobre el terreno contaron también con la auditoría de Andrei Dimitrievitch Sajarov, quien se presentó en Tibilisi.
El Politburó, muy pronto, se apuntó a lo que podemos considerar la “teoría Schevardnazde”: Moscú, shit you little parrot, no había tenido nada que ver con la represión georgiana; todo había sido organizada desde los escalones del Partido en la propia Georgia, con la complicidad silenciosa del responsable de las tropas soviéticas en Transcaucasia, Igor Nikolaievich Rodionov, quien habría dejado hacer a los georgianos.
En suma: ahora resultaba que los partidos comunistas locales de la URSS eran independientes del Comité Central y el Politburó, hasta el punto de poder planificar matanzas por sí solos. Ya. Y un cojón, con perdón.
El problemilla fueron, claro, las comisiones de investigación. Estaban sobre el terreno; interrogaron a los tipos que iban en las tanquetas que atropellaron a la gente. Fueron, de alguna manera, controlados por activistas de los derechos humanos, que no les permitieron ser muy “creativos” en sus análisis. Estas comisiones llegaron a la conclusión de que, en el mejor de los casos para Gorvachev, Moscú había conocido la decisión de los mandatarios georgianos en el sentido de liarse a hostia limpia, y la había permitido. En el peor (y más probable) de los escenarios, la había ordenado.
La comisión ponía en su lupa a tres miembros conspicuos del Perestroika Team: Anatoli Ivanovitch Lukianov (quien sucedería a Gorvachev al frente del Soviet Supremo y se convertiría en crítico con sus reformas); el mariscal Dimitri Timofeyevitch Yazov, quien ya os he contado que llegó a ministro de Defensa tras el escándalo Rust; y Viktor Milhailovitch Chebrikov. Éste último presidió la sesión del Politburó del 8 de abril que debatió la situación en Tibilisi; así pues, era el teórico responsable directo de la instrucción que se suponía en plan “párenme esto como sea”. El famoso “como sea” de Zapatero, y de todos los Zapateros de la vida.
Todo esto está estrechamente relacionado con un hecho que Occidente en general, y el bardemismo y los periodistas en particular, nunca fueron capaces de entender adecuadamente: que el líder político al que veían pisar tan fuerte en la escena internacional, en la escena interna era un mierdecilla. La relación de Gorvachev con la masacre georgiana se puede explicar de dos maneras, y ninguna de ellas es buena. La primera es que Gorvachev dio la orden; algo de lo que el juicio del personaje, demasiado contemporáneo quizá, tiende a declararlo no culpable; con el tiempo, on verra. La segunda es que a Gorvachev se lo merendó la burocracia soviética, que hizo un movimiento claro de supervivencia, procediendo a una represión que reputaba necesaria; sin que su camarada secretario general quisiera, supiera o pudiera, elegid el verbo que más os guste, detenerla. Ciertamente, esta segunda opción es la que tiene más visos de verdad, pues es coherente con los intentos desesperados del Kremlin por convencer al mundo de que el PCUS era una estructura en la que el PC georgiano podía tomar decisiones por sí solo.
Pero, claro, todavía no hemos hablado de los osetios. El pueblo osetio, formado unas 600.000 almas, vivía en dos mitades casi iguales entre dos repúblicas: Osetia del Norte, que formaba parte de Rusia; y Osetia del Sur, que pertenecía a Georgia. Uno más de los apliques infumables a los que era tan aficionado Stalin.
En 1965, de los cerca de 300.000 osetios que vivían en territorio georgiano, no más de 60.000 vivían propiamente hablando en Osetia del Sur; el resto residían en otros puntos de Georgia. Para poner las cosas mejor, había una diferencia religiosa: los osetios septentrionales, además de rusos, eran musulmanes; los del sur, cristianos. Pero que eso no os obnubile: los osetios del sur tampoco querían ser georgianos: soñaban con reunificarse con los osetios del norte en Rusia. Se lo habían pedido a Stalin muchas veces, lo que al camarada primer secretario general no le había servido nada más que como acicate para seguir dividiéndolos. El comunismo, sí, se basa en la libertad de los pueblos; libertad de lamerse el culo y cosas así, claro.
Cuando en abril de 1989 se produjo la masacre de georgianos o, como se dijo internamente, el Tiananmen de Gorvachev, los osetios del sur ni siquiera se plantearon solidarizarse con sus conciudadanos. O sea, no tiraron fuegos artificiales, pero tampoco les enviaron esquelas; indiferencia total. A los georgianos, que estos vecinos pasaran de su desgracia de forma tan ostentosa les sentó a cuerno quemado; sentimiento que fue rápidamente explotado por la prensa local. Después del verano de 1989, los osetios del sur crearon su propio Frente Popular Sudosetio, con el objetivo principal de reclamar la unión con sus hermanos y el paso de Osetia del Sur a formar parte de Rusia; como mal menor, aceptaban que Osetia del Sur fuese declarada república soberana, como Georgia; y, consecuentemente, dejase de formar parte de la misma.
Para los georgianos, aquello fue demasiado. Repasando: el Alto Karabaj quería dejar de formar parte de su territorio para escindirse; Osetia del Sur quería, o bien escindirse para ser soberana, o bien, con mayor preferencia, escindirse para integrarse en Rusia con una sola república autónoma de Osetia. Y, para colmo, su movimiento de toma de las plazas, que había sido totalmente pacífico (así lo decretaron las comisiones de investigación) había sido contestado por el Poder (digámoslo así, en abstracto, por falta de más concreciones) con una severa matanza. La verdad, no les culpo; el tema no era para estar contento ni de coña.
Cierto lo que dices que Gorbachov más que un revolucionario fue un producto de la propia URSS
ResponderBorrar...Empecé a leerte hace como 15 años, creo que con lo de Cagancho, pero ultimamente noto un no sé qué...
ResponderBorrarY para complicar aún más la cosa, Georgia tiene una tercera república autónoma: Adzhari. "Adosada a Turquía en el sudoeste costero, con población de etnia y lengua georgianas, pero de religión musulmana, y con capital en Batumi, en Adzharia las autoridades se las habían arreglado para funcionar a espaldas de Tbilisi sin necesidad de hacer proclamaciones soberanistas y sin renunciar a influir en la política estatal". Fuente:
ResponderBorrarhttps://www.cidob.org/biografias_lideres_politicos/europa/georgia/eduard_shevardnadze
Ésta no me la sabía. Menudo cafarnaún...
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