viernes, julio 15, 2022

La implosión de la URSS (32: Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata)

No es oro todo lo que reluce

Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin

El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
El trauma de 1993
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro  

------------------------------------ NOTA IMPORTANTE -----------------------------------------------------------

No sé si es buena o mala noticia. Pero, dado que la semana que viene es la última que curra este blog hasta septiembre, habrá sesión doble. Quedan cuatro tomas de esta serie y las agotaremos todas. Habrá post, pues, lunes, martes, miércoles y jueves.

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Llegado el año 1996, Boris Yeltsin era uno de esos raros especímenes de líder político que se encuentra básicamente aislado; que, durante los años, se ha visto aislado por el cabreo generalizado frente a su acción de gobierno; pero que, de alguna manera, se ha convertido en esa típica figura que resulta inconcebible ver caer. Él, para entonces, acorralado también por los problemas de salud, (a finales de 1995 tuvo un tercer episodio cardíaco) piensa en la retirada. Hubiera querido, quizás, ser el Sila ruso, marchándose cuando todavía el pueblo, en general, lo valora. Pero la derrota de Chernomidin en las elecciones de 1995, que fue también una derrota frente a la Historia, le convenció de que no podía marcharse. Para Yeltsin, que el broche de su carrera política fuese el regreso de los comunistas resultaba una idea insoportable.

En la clase política, en todo caso, todo el mundo, de una forma u otra y por razones diferentes, estaba convencido de que el presidente debía no presentarse a la reelección. Incluso los suyos. De hecho, uno de los principales convencidos de que Yeltsin debería retirarse era Yegor Gaidar, quien consideraba que una nueva presidencia de Yeltsin sería precisamente lo que necesitaban los comunistas para regresar al poder total en el país. Gaidar, como protesta ante lo que consideraba una excesiva indiferencia de su jefe respecto de sus ideas, abandonó el Consejo Presidencial.

Los políticos liberales, que hasta entonces habían sido el sustento político del presidente, se aprestaron a buscar una figura que lo pudiera sustituir contra su propio criterio. Gaidar se fijó en una figura emergente, el gobernador de Nijni-Novgorod Boris Yefimovitch Nemtsov (que sería asesinado en el 2015). Nemtsov, sin embargo, no pareció interesado en la oferta. Por ello, los liberales pensaron después en Yablinksi; éste, sin embargo, temeroso de ser seriamente derrotado en la iniciativa, puso muchos palos en las ruedas, primero exigiendo ser el único candidato liberal que se presentase y, después, retrucándole a Gaidar que, si tan interesado estaba en generar un candidato alternativo a Yeltsin, por qué no se presentaba él mismo. Esto era más una excusa que un argumento porque, verdaderamente, una de las cosas que habían dejado claras las elecciones de 1995 era que había tantos rusos que consideraban a Gaidar responsable de tantas cosas que el otrora hombre fuerte del gobierno se había convertido en un candidato tóxico para cualquier formación que lo apoyase. Yegor Gaidar es una víctima más del problema del gestor político que señaló una vez Jean Claude Juncker el luxemburgués: normalmente, sabes lo que hay que hacer; pero lo que no sabes es volver a ganar después.

Los demócratas liberales, reunidos en San Petesburgo, resucitaron la idea de presentar a Yablinksi; pero, en realidad, su situación era tan comprometida que estaban incluso abiertos a buscar algún candidato que fuese, por así decirlo, un comunista de baja intensidad o liberal más templado, como Yuri Milhailovitch Luzhkov, el carismático alcalde de Moscú; el industrial Volski; o Vadim Viktorovitch Bakatin, el último jefe del KGB. Algunos políticos incluso propusieron la resurrección del retirado Milhail Gorvachev. Al viejo secretario general del PCUS la idea, aparentemente, le hacía pandán; y se especulaba con que pudiese formar un ticket a la americana con Yablinski que fuese capaz de aglutinar el voto no comunista.

Yeltsin, por otra parte, tenía un sorprendente avalista en Anatoli Chubais. Sorprendente porque, meses antes de comenzar a defender la idea de que el sucesor de Yeltsin debería ser Yeltsin, Chubais había sido retirado de los centros del poder por el propio presidente, quien lo consideraba demasiado blando.

Todos estos movimientos se producían en medio de un ambiente abiertamente hostil a Yeltsin en la prensa. Los periódicos no se cortaban de considerar que el presidente tenía propuestas antidemocráticas. Lo acusaban, veladamente y en ocasiones de forma muy gruesa, de estar preparando un golpe de Estado desde arriba con el que pretendía eternizarse en la presidencia de la Federación. Yeltsin apenas contestó a estas críticas y admoniciones. A sus personas más cercanas les dijo que se había dado un plazo hasta el 15 de febrero para tomar una decisión. En ese momento, los sondeos le atribuían un 3% de votos, frente a más del 25% para Ziuganov.

El líder comunista fue el 1 de febrero a la famosa conferencia de Davos, y eso supuso, en la práctica, el inicio de la campaña electoral; el comunista quería presionar a Yeltsin antes incluso de que hubiese hecho pública ninguna decisión.

Ziuganov fue a Davos a lo que, si no van todos, si, desde luego, van muchos. Davos es uno de los foros más bizcochables que se puede encontrar en el debate socioeconómico mundial. Las personas que impulsan Davos son personas con mucho poder económico, pero escasa visión política. Son conscientes de que aparecer ante el mundo sentado en uno de esos silloncitos participando en un debate de mierda es algo por lo que la mitad de las personas con ambición de poder en el mundo mataría, y consecuentemente se dejan querer; pero, al fin y a la postre, incapaces de valorar cualquier partida de ajedrez más allá de los dos siguientes movimientos, acaban invitando a todo aquél que supone novedad. Porque Davos no vive de la verdad, sino de la novedad.

Ziuganov fue a Davos a lo que van todos los Ziuganov. Un líder con razonable apoyo que necesita más, pero sabe que ese incremento es bastante complicado porque su electorado ya está explotado. Al retrocomunismo ruso lo votaba un ciudadano mayoritariamente rural y de cierta edad, lo suficientemente golpeado por las reformas económicas como para tener nostalgia de los subsidios soviéticos, y muy alejado de los beneficios del cambio, porque en la Rusia vaciada nadie levantaba un McDonald's. A estos ciudadanos, Ziuganov les había vendido un discurso revisionista del estalinismo y esas cosas que, sin embargo, en los grandes centros urbanos sólo funcionaba con los muy subnormales. Así pues, fue a Davos a mostrarse como un tipo conciliador, que escucha, dispuesto a abrir un espacio político. Un Yolando Díaz de la vida, vaya.

Yeltsin, de alguna manera, también lo había presionado. Hizo girar el debate político de campaña, alejándolo de los elementos menores del día a día socioeconómico, y lo convirtió en una especia de campaña cuyo debate fundamental era qué modelo de país se propugnaba para la Federación Rusa. En este terreno, Ziuganov tendía a salir perdedor, porque no dejaba de ser ese típico político de izquierdas que basa su valor electoral en la fuerza con la que critica que los bancos de un parque estén todos rotos, pero que cuando se le pregunta cuál es su política general en materia de parques es incapaz de decir otra cosa que no sean medianías y grandes palabras sin contenido. Ésta fue otra razón para que fuese a Davos: dar la imagen de gran estratega visionario.

Así las cosas, Ziuganov se presentó ante Bill Gates y los padres putativos de Greta Thumberg asegurando que Rusia no volvería al colectivismo y diciendo cosas como “el PCUS no era un partido político sino un sistema de gobierno, pero el nuevo Partido Comunista Ruso es un partido político partidario de una economía diversificada y el pluralismo político”. Las cabezas del Ibex mundial tuvieron orgasmos espontáneos escuchándoles; pero eso no es novedad, porque suelen creerse cualquier mierda propagandística que se les cuente.

Ziuganov le cortó en Davos las dos orejas y el rabo al debate económico mundial, y salió de la sala a hombros del NASDAQ. Convenció a todo el mundo de que su partido se llamaba comunista por un error tonto del primer impresor de sus carteles. Él lo dijo a medias, pero como su auditoría lo quería escuchar al 100%, lo escuchó.

En todos los lugares, por muchos lerdos que juntes, siempre hay alguien con algún adarme de inteligencia. Davos no es una excepción, y es por eso que alguien había previsto que, tras la intervención de Ziuganov, llegase la de Chubais. El político liberal ruso, verdaderamente chupetizado por el estúpido candor con el que todos aquellos hombres del dinero habían recibido las palabras del dirigente comunista ruso, llegó a Davos y convocó una conferencia de prensa. Fue allí donde dijo lo que, la verdad, cualquiera a quien le hubiese aprovechado mínimamente la ESO (y ojo, que hablamos de gentes que, mayoritariamente, han ido a Yale y Harvard) sabría: que Ziuganov les había mentido. Que había ido a Davos no a decir lo que pensaba ni lo que haría, sino lo que Davos quería escuchar. Que, en realidad, las ideas que había expresado Ziuganov eran las suyas. El discurso de Chubais prácticamente no tuvo consecuencia entre los asistentes occidentales a Davos, pues ya se sabe que cuando algo está de moda, está de moda. Pero a quien sí convenció fue a uno de los más prósperos hombres de negocios ruso, Boris Abramovitch Berezovski, quien se ofreció a ser el brazo financiero de la candidatura de Yeltsin.

El 15 de febrero, como había prometido, en su feudo de Ekaterimburgo, la Sverdlovsk comunista, Yeltsin anunció su decisión de presentarse.

Para el viejo político ruso, el principal problema era la hostilidad del Parlamento que, no lo olvidemos, en las elecciones de 1995 había registrado una importante mayoría de los comunistas. Los comunistas impusieron su poder para colocar en la presidencia de la Duma a Guennady Nikolaievitch Seleznov, en la del Consejo de la Federación de Yegor Semyonovitch Stroev.

El 15 de marzo, la Duma votó un texto denunciando el acuerdo de Beloveje. Un día después, Yeltsin convocó a su equipo y les ordenó que preparasen el texto de un decreto que disolviese la Duma, declarase ilegal el Partido Comunista y aplazase las elecciones. Casi todo el mundo se mostró frontalmente en contra de la idea. El procurador general y el presidente del Tribunal Constitucional trataron de convencerlo de que era una muy mala decisión. El fantasma de octubre de 1993 había vuelto.

El problema, por otra parte, también lo era logístico. Con el ejército ruso enfangado en Chechenia, si se producía un levantamiento, se carecía de medios para sofocarlo. El golpe, sin embargo, tenía sus halcones. Alexander Vasilievitch Korjakov, el general que había ocupado la jefatura de Seguridad de Yeltsin; y Milhail Ivanovitch Barsukov, el jefe del FSB, es decir el heredero del KGB por así decirlo, consideraban que se disponía de los medios suficientes como para abordar la disolución de la Duma con garantías.

Estuvo a punto; y nunca sabremos cuál habría sido la consecuencia de tomar la medida. Pero lo cierto es que Yeltsin, al final, se echó atrás. Sus colaboradores más cercanos (Georgi Alexandrovitch Satarov, Yuri Baturin, Serguei Chakhrai, entre otros) le habían hecho una nota conjunta indicando que iban a la guerra civil si se le seguía; pero, al parecer, fue Tatiana Borishova Yumasheva, normalmente conocida como Tatiana Diatchenko, la hija de Yeltsin, quien lo convenció. Chubais también lo presionó argumentando que la única forma de vencer a los comunistas tenía que ser dentro de la Constitución.

El 19 de marzo, Yeltsin tuvo un encuentro en el Kremlin con el Ibex ruso. Allí estaba Berezovski, y también Milhail Borisovitch Jodorkovski, el fundador, con el tiempo de Rusia Abierta; el magnate de la prensa Vladimir Alexandrovitch Gussinski; Vladimir Olegovitch Potanin, una de las grandes fortunas de Rusia; o Milhal Maratovitch Fridman, conocido en España por su relación con la cadena de hard discount DIA. Los principales oligarcas rusos dispararon sin piedad en la reunión contra Oleg Nikolayevitch Soskovets, el jefe de campaña de Yeltsin, quien, en su opinión, iba a perderla. Le dijeron que, por eso, estaban a punto de intentar entenderse con los comunistas; pero, como última providencia, se ofrecieron a darle ayuda financiera en su campaña. Inmediatamente, impusieron sus condiciones. La campaña la llevarían dos equipos: uno, el de las ideas, dirigido por Chubais; y un consejo de campaña, presidido por el propio Yeltsin pero con Viktor Vasilievitch Ilyushin (que ya era uno de sus asesores más estrechos) como cerebro gris, apoyado por diversos estrategas, entre ellos Chubais y Chernomirdin; con Chubais y Tatiana, la hija de Yeltsin, presentes en ambos consejos y, por lo tanto, garantizando la comunicación entre ellos.

La cosa funcionó. Antes de la reunión, el nivel de apoyo de Yeltsin era del 11%; pero inmediatamente después trepó diez puntos. Puesto que las elecciones tenían segunda vuelta, los diseñadores de la campaña pensaron que sería bueno presentar a un candidato sólido de corte demócrata que perdiese en la primera vuelta pero arrastrase esos votos para Yeltsin en la segunda. La opción de Yeltsin fue Yablinski; sin embargo, por algo el presidente valoraba la inteligencia de este economista. Yablinski mostró pronto tener su propio criterio y no estar dispuesto, fácilmente, a subordinarlo a nadie. Fue por esta razón que quedó descartado y que el candidato, finalmente, fue el general Lebed.

En la campaña, y estas cosas nunca son casualidad, Yeltsin recibió un importante respaldo por parte de la realidad noticiosa. El gran reproche electoral sobre Yeltsin no era la economía; era Chechenia. A finales de abril se supo oficialmente que un obús ruso había matado a Dudayev. Yeltsin había acabado con su Bin Laden y, además, lo había hecho en el momento preciso. Aslan Aliyevitch Masjadov y Zelimjan Abdulmuslimovitch Yardanviyev, los sucesores políticos de Dudayev por así decirlo, eran personas con un perfil distinto, más negociador; con ellos, Rusia se podía sentar a hablar en una mesa sin perder el bigote. El 27 de marzo, rusos y chechenos llegaban en el Kremlin a un acuerdo de paz, firmado por Chernomirdin y Yardanviyev. La guerra terminaría el 1 de junio a medianoche.

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