Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
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La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
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El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro
El 11 de diciembre, en una intervención televisada, Yeltsin declara: “Nosotros buscamos una solución política al problema planteado por un miembro de la Federación, la República de Chechenia. Nosotros debemos proteger a los ciudadanos del extremismo armado. Pero actualmente es imposible conjurar mediante discusiones pacíficas el riesgo de una guerra civil total en Chechenia”.
La guerra propiamente dicha comenzó una semana después. Gratchev declaró que sería corta, y que no cabía dudar de la victoria rusa. Andrei Vladimirovicth Kozyrev, ministro de Asuntos Exteriores de Yeltsin, afirmó que el Consejo de Seguridad les había convencido de que aquélla sería una guerra sin sangre y que no duraría más allá del 20 de diciembre. Las cosas, sin embargo, no fueron así. Hizo falta un mes para tomar el control del Palacio Presidencial de Grozny, y otro mes más para poder sitiar la capital. Lejos de ser la operación quirúrgica prometida, la guerra de Chechenia provocó pronto más de 2.000 muertos, miles de heridos y desaparecidos y, lo que es peor para la imagen exterior de Rusia, un número creciente de atrocidades, que fueron debidamente descritas por los corresponsales de guerra (tal vez será por eso que en Ucrania el ejército ruso no lleva periodistas, claro). Serguei Admovitch Kovalev, el hombre encomendado por Yeltsin para los asuntos relacionados con los derechos humanos, hizo lo que pudo por convencer a su jefe de que estaba yendo por un camino erróneo y culpable. Kovalev presidía un Comité de Expertos sobre Chechenia, bastante menos testosterónico que el Comité de Seguridad, y que estaba en contra de la guerra. Pero no les hizo ni medio caso. Sin embargo, para entonces los partidarios de un cambio de política se habían ganado también a Chernomirdin, puesto que el político del gobierno estaba en primera línea del profundo desprestigio de que estaba siendo objeto Rusia. Así, admitió abrir unas negociaciones propugnadas por la OSCE en Grozny, a pesar de la opinión de los militares rusos; porque los militares rusos, por lo general, siempre están a un par de horas de conseguir la victoria final.
Todo el optimismo bélico ruso se fue a tomar por culo el 14 de junio de 1995, cuando las tropas al mando de Shamil Basayev atacaron Budennovsk. Abdalá Shamil Abu-Idris, como le gustaba ser conocido, había, por fin, llevado a cabo su amenaza de meses atrás: llevar la guerra de Chechenia a la propia Rusia. Basayev era, sin duda, el combatiente checheno con más carisma entre los suyos. En Abjazia había llegado a ser ministro de Defensa. Porque, como acertadamente había dicho Shevardnazde años atrás, la guerra de Chechenia, de alguna manera, había comenzado, muchos años antes, en Abjazia.
Aquel 14 de junio, Basayev entró en Budennnovsk, en el distrito de Stavropol. Tenía motivos para estar cabreado, puesto que, algunas jornadas antes, un obús había impactado en el edificio donde estaban su mujer y sus hijos, que habían muerto todos. Basayev tomó 1.400 rehenes, muchos de ellos enfermos de un hospital, mujeres y niños, una veintena de los cuales serían encontrados muertos cuando el ejército ruso pudo atacar. La acción de Budennnovsk, por otra parte, inició la sangrienta tradición de los ataques chechenos: no atacaban para negociar ni para intercambiar; los rehenes que capturaban podían considerarse muertos.
Chernomirdin, mientras tanto, abría el diálogo con los chechenos, y también con los representantes de Basayev. Yeltsin, por su parte, viajaba a Halifax, a una reunión del G8, en la que estuvo esquivo y polisémico, por una parte asumiendo la responsabilidad de las acciones que se habían llevado a cabo pero, por otra, insinuando que los militares tal vez habían actuado por su cuenta y se habían pasado.
En la práctica, Yeltsin había claudicado en lo principal: Chernomirdin podía sentarse en la mesa de negociación sin líneas rojas. La primera demanda de Basayev fue que se detuviesen las operaciones militares. Los rehenes que todavía tenía el guerrillero fueron liberados en la frontera ruso-chechena a cambio de un salvoconducto que le permitió a los chechenos huir a las montañas. El 30 de julio, ambas partes firmaron un acuerdo. Sin embargo, fue un acuerdo básicamente teórico, puesto que los ataques por parte chechena se mantuvieron, como se mantuvo la actitud bélica del ejército ruso, para el cual todo aquello sólo podía terminar de una manera.
El 29 de junio, a su regreso a Moscú, Yeltsin había reunido a su Consejo de Seguridad. Sabía que tenía que hacer algo y, como suele ocurrir en estos casos, comenzó a sacrificar peones. Se cargó al responsable de la administración de Stavropol, un tal Kuznetsov, así como a Erin, Stepashin y Nikolai Dimitrievitch Yegorov, entonces gobernador de Krasnodar; pero conservó a los principales halcones, como Gratchev o Lobov. Lobov, de hecho, fue nombrado representante de la Federación Rusa en Chechenia, lo cual fue como ponerle una diana en la frente: el 25 de agosto fue víctima de un atentado en su coche.
En diciembre de 1995 llegó el momento de elecciones, en Rusia y también en Chechenia. La segunda de estas votaciones adoleció de todas las irregularidades típicas de unas elecciones que se celebran en medio de un enfrentamiento armado. Formalmente, en todo caso, los chechenos votaron para la presidencia de la república a un candidato adecuado a los ojos de Moscú: Doku Gapurovitch Zavgayev. Se trataba de un viejo político comunista, que había sido segundo secretario del comité central del Partido en Chechenia y había sido elegido para el Congreso de Diputados del Pueblo; era, sin lugar a dudas, un hombre de Yeltsin. Sin embargo, la intención del presidente, en el sentido de conseguir que Chechenia firmase un acuerdo parecido al que finalmente le había impuesto al Tartaristán, no se llevó a cabo, por lo que la guerra continuó.
Al contrario de lo que probablemente habían imaginado los halcones que habían llevado a Yeltsin a la guerra de Chechenia, la mayoría de ellos uniformados, este enfrentamiento no sirvió para solucionar las cosas en Rusia y unir a la clase política. En el Parlamento, el presidente siguió enfrentándose a una oposición cerril y bastante representada, por mucho que una moción de censura contra Yeltsin se quedase corta por 121 votos. Lo que sí salió adelante, sin embargo, fue la reprobación de su gobierno. Esta censura fue un paso muy importante, puesto que, según la nueva Constitución, habiéndose producido la censura parlamentaria sobre el gobierno, se abría un periodo de negociación de unos tres meses, tras los cuales el presidente debería optar, o bien por deshacerse del gobierno censurado, o bien disolver el Parlamento en el caso de que permaneciese en sus trece. Dado que la Duma llevaba muy poco tiempo en su oficio y casi nadie quería pasar en ese momento por las urnas, ambas partes negociaron y acordaron. La Duma, de esta manera, comprometió un periodo de paz parlamentaria respecto del gobierno, a cambio de que éste consultase frecuentemente al Parlamento sobre las cuestiones de mayor importancia; notablemente, el tema checheno.
El 10 de julio de 1995, Boris Yeltsin sufrió un infarto que, según todas las trazas, fue mucho más serio de lo que en ese momento se quiso contar. Yeltsin optó por hacer como que, efectivamente, era un episodio sin importancia. Pasó brevemente por el hospital, luego viajó a Francia y a Estados Unidos y, finalmente, aceptó descansar unos días en Sochi. Sin embargo, el 26 de febrero la patata le petó de nuevo, y sus médicos decretaron que debía apartarse del día a día del ejercicio del poder durante un tiempo. Le recetaron un mes de reposo, pero Yeltsin estaba, en ese momento, poco menos que en periodo preelectoral; así pues, no les hizo caso.
En aquellas elecciones de diciembre de 1995 había un gran protagonista: el Partido Comunista. Lentamente, la Federación Rusa se iba llenando, por ley de vida demográfica, de habitantes que o no habían vivido el régimen soviético, o lo habían vivido sólo en sus últimos estertores. En Rusia había cada vez más personas que o no habían vivido el régimen soviético a fondo, o bien se habían olvidado ya de sus mierdas. El comunismo, regresado a la legalidad, ahora se enfrentaba a la experiencia nueva de ser parte del juego electoral; pero lo hacía con mucha fuerza, aupado sobre los hombros de los muchos ciudadanos rusos que, o bien vivían ahora peor que con el comunismo, o bien querían creer que era así.
Para contraprogramar el eventual regreso del comunismo a Rusia a través de las elecciones libres, la elite gobernante pensó en la creación de un bipartidismo canovista, so to speak: crear, pues, dos partidos de centro, uno más de derechas, y otro más de izquierdas, que se repartiesen el poder y, eventualmente, se turnasen en el mismo. El partido de centro-derecha se le adjudicó a Viktor Chernomirdin, y se llamó Nuestra Casa Rusia. El partido de centro-izquierda, combinación de socialdemocracia y de fuertes tintes agrarios, quedó bajo el mando del presidente de la Duma, Ivan Petrovitch Rybkin. Nadie dudaba sobre la naturaleza de este montaje; ni siquiera el propio Yeltsin, que explicó en público que estos dos partidos supondrían que “Rusia avanzaría en dos columnas”.
Frente a los dos partidos más o menos patrocinados por el poder, como os digo, estaba, sobre todo, el Partido Comunista, ya rehabilitado en su legalidad, bajo la dirección de un político nato como Guennadi Andreyevitch Ziuganov, que se percató muy rápidamente de la gran angustia que se vivía en muchos rincones de Rusia con las reformas económicas. Pero, además, estaba el Partido Liberal Demócrata de Jirinovsky. Y, desde luego, el gran componente ideológico de los partidos rusos era, y es, el nacionalismo. Especialmente importante era el llamado Congreso de las Comunidades Rusas, normalmente conocido como KRO de Yuri Vladimirovitch Skokov y Serguei Yurievitch Grazev; una formación que contaba entre sus filas a un elemento especialmente popular: el general Alexander Ivanovitch Lebed, un veterano de Afganistán y asimismo jefe del XIV Ejército desplegado en Transnistria.
Yegor Gaidar tenía su propia formación, de corte liberal, llamada La Decisión de Rusia. El hecho, sin embargo, de que fuese él personalmente responsabilizado de las consecuencias negativas de las reformas económicas había hecho que ya en pasadas elecciones su partido se viese castigado. Para evitar este problema, lo rebautizó como Decisión Democrática de Rusia, y trató de coser una alianza con el resto de fuerzas reformistas. Sin embargo, cuando no consiguió la convergencia con Yabloko, la formación de Yablinski, prácticamente se hizo imposible que consiguiese mayores éxitos con otras formaciones de un amplio dédalo de grupúsculos de corte liberal que, por lo tanto, acudieron a las elecciones divididos.
Rusia, por lo tanto, tenía un panorama electoral extremadamente atomizado; y esto se reflejó en las elecciones que se supone tenían que traer la estabilidad y la claridad al entorno político. El gran vencedor de las elecciones de 1995, beneficiario del desencanto del ruso medio respecto de la transición hacia el capitalismo, fue el Partido Comunista, que consiguió 149 escaños de un total de 450. Más aún: sumando los sitiales de formaciones de izquierdas más o menos aliadas con él, el Partido Comunista alcanzaba los 224 puestos, es decir la mitad de la Duma. Chernomirdin consiguió 55 diputados; un resultado muy malo que, sin embargo, todavía tuvo un pase al lado de los escuálidos tres diputados que sacó Rybkin. Jirinovski, por su parte, había sacado 50 diputados. El Congreso de las Comunidades Rusas sacó cinco; pero, esto es importante, entre esos cinco que habían conseguido acta estaba el general Lebed. Por último, en cuanto a los liberales, Yablinski sacó 45 escaños, y Gaidar nueve. En votos, al comunista le habían votado 15,5 millones de personas, a Jirinovski 7,7 millones, 7 millones más para Nuestra Casa Rusa y 4 millones para el Yabloko. El resto, ya, contaba su resultado electoral en términos extraordinariamente modestos.
Las elecciones de 1995 las “salvó”, desde el punto de vista de Boris Yeltsin, la nueva Constitución presidencialista que había hecho aprobar. Aunque los comunistas podían construir una mayoría en la Duma, en realidad en la Rusia de 1995 este concepto de mayoría no tenía que ver con lo que normalmente estamos acostumbrados a ver: una mayoría para gobernar o aprobar unos presupuestos, sino con una mayoría para poder destituir al presidente. Y, en esto, el PCR se había quedado muy corto. Este hecho, sin embargo, no escondía el hecho, realmente notable, de que el pueblo ruso hubiese decidido, apenas unos pocos años después del colapso del sistema soviético, colocar al frente de la clase política a quienes se consideraban herederos de aquellos tipos.
Las elecciones, en todo caso, se celebraron en un teatro bélico intenso en Chechenia. El 9 de diciembre, tropas de Dudayev lanzaron un ataque sobre Kizliar, una villa situada no en Chechenia sino en la vecina Daguestán. Aquello vino a ser un Budennovsk 2.0, y provocó una reacción violenta por parte de las tropas rusas. Esto suponía dejar claro que lo que Basayev había prometido: la extensión de las acciones bélicas chechenas más allá de Chechenia, era algo que las tropas federales no podían impedir. De hecho, el comandante de las tropas chechenas de Kizliar pudo escapar a las montañas sin ser capturado.
La guerra de Chechenia había arruinado el principal esfuerzo de Boris Yeltsin, que se había basado en tratar de repetir en su persona lo que Gorvachev había conseguido para él mismo unos años antes, es decir: a pesar de tener graves problemas en el interior, mantener una imagen impoluta en el exterior que hiciese que las ayudas, sobre todo económicas, hacia Rusia, no dejasen de fluir. Ahora, sin embargo, Yeltsin no dejaba de ser el presidente de una Federación que sostenía una guerra contra uno de los miembros de la misma, y mostrando una incapacidad de someterlo muy similar a la que ya se había visto en Afganistán. Y tenía que enfrentarse a esa situación con una elite política notablemente dividida, presidida por el viejo Partido Comunista, y en unas condiciones personales que hacían que cada vez le fuese más difícil trabajar.
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