jueves, julio 07, 2022

La implosión de la URSS (28: el reto de ser distinto)

 No es oro todo lo que reluce

Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin

El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro

Una cosa que es de gran importancia comprender es que, para los rusos, el nacimiento de la Federación Rusa no fue nada fácil. Para empezar, y éste es un tema que quedaría enquistado desde el segundo uno, el origen de la nación rusa: Kiev, había decidido no formar parte de la misma. Tampoco lo estaban las costas bálticas, ni las del Mar Negro. En su tradicional y nunca del todo bien admitido trauma de amor-odio respecto del Imperio zarista, por una parte los rusos se consideraban hijos de la liberación del mismo pero, por otra, de alguna manera también demandaban que las fronteras de su país fuesen las mismas que cuando había sido una autocracia, y un imperio.

Sobre todas las cosas, sin embargo, el principal reto para los rusos, reto que a día de hoy no han conseguido completar del todo, es construir un sistema de finales del siglo XX o, mejor, del siglo XXI: elites políticas presentables, separación de poderes, imperio de la ley, régimen de libertades civiles, existencia de una fuerte sociedad civil autónoma y creativa por sí misma. Todo el mundo tenía muy claro que una de las cosas que había demostrado el golpe de Estado de agosto de 1991 era que la Constitución vigente no era válida; había que cambiarla. Sin embargo, Rusia se encontraba en una situación parecida a la de la España de la Ley de Reforma Política: ese proceso tenía que realizarlo un cuerpo electoral: el elegido en 1990, que era un cuerpo electoral 100% soviético. Para poder llevar a cabo la construcción de un sistema de separación de poderes y poder desmontar la economía centralizada, hacía falta crear una nueva elite política.

Evidentemente, para llevar a cabo esa reforma Rusia necesitaba, de alguna manera, ser distinta. El 28 de octubre de 1991, la fecha en la que la URSS dejó de existir, Boris Yeltsin se dirigió al V Congreso de los Diputados del Pueblo de Rusia, que había retomado el trabajo constitucional y legislativo que había tenido que parar el 17 de julio. Ante una institución que había sido creada, votada y elegida para otra cosa, Yeltsin afirmó, durante su discurso, que los rusos tenían por delante la transformación más importante de su Historia.

La nueva etapa liderada por Yeltsin buscaba cuatro grandes objetivos: acabar con los precios intervenidos, el sometimiento de una masa monetaria en crecimiento tumoral constante, la introducción de la disciplina y consiguiente eliminación de la corrupción en el proceso privatizador, y la liberalización de las relaciones de cambio con las monedas exteriores. En otras palabras: se trataba de conducir una evolución a la economía de mercado de enorme rapidez, sobre todo después de setenta años de economía centralizada. Casi todas las medidas, de hecho, iban a entrar en vigor aquel 1 de noviembre, es decir, en 72 horas; con la excepción, eso sí, de la liberalización de los precios, que quedaba aplazada hasta el 16 de diciembre.

El 6 de noviembre, bajo la lógica presidencia de Yeltsin, se formó el gobierno ruso que llevaría a cabo aquellas reformas. Sin embargo, el primer ministro era Guennadi Eduardovitch Burbulis. Burbulis era el hombre de confianza de Yeltsin, y recibió el cargo, un tanto tautológico, de primer viceprimer ministro. Por debajo de él, como viceprimer ministro a secas, Egor Timurovitch Gaidar. El resto estaba formado por una elite de jóvenes políticos rusos, la mayoría excelentes o brillantes en lo suyo; un fenómeno que también se observó en la Transición española, cuyos primeros gobiernos, bajo el mandato de Adolfo Suárez, estaban petados de premios extraordinarios de fin de carrera. Alexander Chokin, Anatoli Borisovitch Chubais, o Piotr Olegovitch Aven. La pieza más importante, sin duda, era Chubais, colocado al frente del difícil proceso privatizador.

El gobierno Yeltsin, que fue exactamente eso: el equipo que el nuevo hombre fuerte quería a su lado, levantó muchas ronchas. Dejó, por ejemplo, fuera de los grandes dosieres del país al general Alexander Vladimirovitch Rutskoi, quien a pesar de ser viceprimer ministro se tuvo que encargar de temas menores como la agricultura; o Ruslan Imramovitch Jasbulatov. Jasbulatov era un extraño caso de checheno que había hecho carrera en Moscú; se trataba de un hombre brillante, excelente economista, pero también muy ambicioso. Según muchos indicios, en 1991 Jasbulatov estaba convencido de que Yeltsin le confiaría a él el proyecto de formar un gobierno; pero, como ya os he dicho, quedó totalmente eclipsado por el ticket Burbulis-Gaidar. Para compensar, Yeltsin lo hizo presidente del Soviet Supremo, donde esperaba tenerlo controlado pero, sin embargo, Jasbulatov se las arregló para construir un entorno alternativo al poder de Yeltsin. Surfeando la reforma política necesaria en la URSS, Jasbulatov se las arregló, en gran medida, para convencer a muchos rusos de que la figura constitucional del presidente, es decir Yeltsin, era una figura política notablemente premiada en la Constitución (que, recordad, era todavía una Constitución soviética); y que, en consecuencia, para avanzar en la democratización, lo que había que hacer era incrementar el poder del Parlamento para así crear equilibrios de poder.

En este entorno de cosas, desde los primeros pasos de la nueva Rusia, el poder ejecutivo y el legislativo estuvieron a la greña. A favor de los críticos, Jasbulatov y Rutskoi, comenzó a jugar inmediatamente la situación en la calle. Yeltsin y su equipo habían diseñado una descompresión inmediata del comunismo soviético que, por lógica, no pudo traer sino desajustes sociales muy importantes. Muy particularmente, el crecimiento desbocado de los precios atacó directamente el bienestar de los funcionarios públicos y de los pensionistas, creando, por así decirlo, una rápida clase de chalecos amarillos, muy radicalizados. Mientras tanto, Rutskoi, no falto de razón en ello por otra parte, intensificaba una retórica voraz que hablaba de una minoría que se lo estaba llevando crudo.

El VI Congreso de los Diputados del Pueblo, que se reunió del 6 al 22 de abril de 1992, supuso el enfrentamiento claro entre ambos poderes. Entre críticas constantes a la política de Gaidar, se pusieron en discusión tres borradores distintos de la nueva Constitución, cosa que nunca es buena idea. Uno lo había elaborado la ponencia constitucional, y estaba controlado por Yeltsin; diseñaba un régimen abiertamente presidencialista en el que el Parlamento tendría un papel meramente consultivo. Un segundo borrador, elaborado por el jurista Serguei Chakhrai, proponía un régimen presidencialista más de corte estadounidense; terminó por ser el borrador preferido del propio Yeltsin. Finalmente, Anatoli Alexandrovitch Sobtchak presentó un proyecto de Constitución de corte parlamentario.

La discusión de estos tres proyectos se enfangó muy rápidamente. El Parlamento bloqueó cualquier avance, temeroso de la fuerza con que se presentaban los proyectos presidencialistas. Así las cosas, Yeltsin comenzó a pensar en un referendo como la solución final al impasse.

En el VII Congreso de los Diputados del Pueblo, reunido en diciembre, la cuestión seguía completamente abierta. Visto lo visto, Yeltsin le propuso a los diputados la imposición de un “periodo de estabilidad”, es decir, un tiempo durante el cual no se presentarían ni discutirían proyectos legislativos susceptibles de cambiar el status quo. Jasbulatov le contestó con un discurso muy encendido en el que le dijo que el problema estaba en las reformas económicas, que estaban empobreciendo al pueblo ruso. De seguido, le exigió al presidente que respetase la Constitución vigente y, consecuentemente, permitiese al parlamento auditar o censurar al gobierno.

Jasbulatov hacía esas propuestas por un interés propio. Quería la caída del gobierno porque quería ser jefe de gobierno. En todo caso, supo aunar muchas y diversas motivaciones y, finalmente, colocó a la mayoría del Parlamento detrás de él. El enfrentamiento se hizo tan agudo que el actual presidente del Tribunal Constitucional ruso, Valery Dimitrievitch Zorkin, tuvo que proponer un acuerdo de última hora, normalmente conocido como “el compromiso de diciembre”.

Merced a este compromiso, Boris Yeltsin aceptaba aplazar sine die la celebración de lo que llamaba “el referendo de la confianza”, es decir, la consulta al pueblo ruso sobre la Constitución con que quería regirse. Al mismo tiempo, el propio debate sobre la nueva Constitución quedaba aplazado, y ambas fuerzas: Presidencia y Parlamento, deberían pactar el nombramiento del primer ministro.

El compromiso de diciembre favorecía más a Jasbulatov que a Yeltsin. Ciertamente (por eso era un compromiso) alejaba al candidato de la condición de primer ministro; pero al mismo tiempo hacía prácticamente imposible, si no totalmente imposible, llevar a cabo el deseo de Yeltsin: que Yegor Gaidar, quien en realidad era ya primer ministro en el día a día, lo fuese formalmente. Cuando los candidatos de ambas partes fueron sometidos a votación, en efecto, la fuerza de los votos de los parlamentarios relegó a Gaidar a un tercer lugar detrás de Yuri Vladimirovitch Skokov, un candidato muy querido en los estados mayores rusos y que, precisamente por eso, Yeltsin no podía aceptar; y también después de Viktor Stepanovitch Chernomirdin, un candidato mucho más bizcochable para ambas partes y que, precisamente por eso, fue investido primer ministro el 14 de diciembre.

Gaidar, pues, había sido sustituido por un hombre procedente de eso que podemos llamar, igual que hablamos del complejo militar-industrial soviético o ruso, del complejo energético. Chernomirdin había sido el dirigente de la poderosísima Gazprom y en 1992 había sido nombrado ministro de Energía. Inteligentemente situado en un punto medio de la situación, se supo colocar ante los rusos como un reformista que, sin embargo, repugnaba de las consecuencias indeseables de esas mismas reformas.

El nombramiento de Chernomirdin fue visto por el Parlamento como una victoria sobre Yeltsin. No tanto por la personalidad del nombrado como por el hecho de haber dejado a Gaidar en la cuneta. Envalentonado, el 13 de febrero de 1993, el Parlamento aprueba la re-legalización del Partido Comunista y, de hecho, formó parte de los homenajes que se le hicieron a los golpistas de 1991 cuando salieron de sus prisiones.

El 20 de marzo de 1993, un Boris Yeltsin profundamente insultado y retado por estas decisiones del VII Congreso de los Diputados del Pueblo aparece en la televisión para anunciar que coloca al país bajo la administración presidencial hasta nueva orden. Anuncia, asimismo, que el 25 de abril se va a celebrar un referendo en el que se someterá a los rusos tres cuestiones básicas.


1: Si cuenta todavía con su confianza.

2: Si quieren una nueva Constitución.

3: Si quieren unas elecciones legislativas.

La reacción del Parlamento no se hace esperar. El Congreso de Diputados del Pueblo, apoyado en esto por el Tribunal Constitucional, declara ilegales las decisiones del presidente, y convoca una nueva reunión del Congreso para destituir a Yeltsin. Yeltsin, que vio que no las tenía todas consigo a raíz de la reacción de la calle y del decisivo apoyo del Tribunal Constitucional, ofreció retirar el referendo (o tal vez sólo lo propuso para así tener algo con lo que negociar) y ofreció, asimismo, unas elecciones legislativas y presidenciales adelantadas.

Aquella oferta, aunque en realidad era un poco mercancía averiada (¿acaso las elecciones presidenciales, sobre todo si las ganaba Yeltsin, no eran un referendo por la puerta de atrás?), funcionó, y cambió la posición del Parlamento. Debilitado, el Congreso se reunió para destituir al presidente de la Federación; pero se quedó 72 votos corto. Habiendo estallado su mejor petardo, el Congreso no tuvo otra que aceptar el referendo del 25 de abril.

Dicho día fue un gran día para Boris Yeltsin. El 59% de los votantes le dieron su confianza. El 53% votaron que sí en la segunda pregunta que finalmente se planteó, que era si se apoyaba la política económica y social del gobierno; y más rusos votaron a favor de unas legislativas anticipadas que los que votaron a favor de unas presidenciales.

El Parlamento estaba noqueado, pero no vencido. El 23 de julio de 1993, el gobierno ruso dio un paso absolutamente necesario para sus reformas: la creación de un rublo ruso que sustituyese al soviético. La eclosión de una nueva moneda, con respaldo diferente, causó un pánico social muy intenso, que fue oro molido para el Parlamento. Los diputados, además, tenían toda la fuerza moral para poner pies en pared, puesto que ni el gobierno ni el presidente les habían consultado la medida. El 17 de septiembre, los enfrentamientos escalan un gradiente más cuando el presidente, necesitado de materia gris en unas reformas que se están revelando más complejas que lo inicialmente imaginado, llama a Gaidar, y le nombra viceprimer ministro económico. Rutskoi y Jasbulatov estallan y acusan a Yeltsin, directamente, de crear y proteger a una Mafia política rusa.

Cuatro días más tarde del regreso de Gaidar, en un clima de violencia política retórica extrema, Boris Yeltsin decide que enough is enough, y firma el decreto que disuelve el Parlamento. Anuncia esta medida en un nuevo discurso televisado, en el que anuncia a los rusos que, en consonancia con la voluntad expresada en abril, se comenzará una discusión en torno a la reforma constitucional, y que el 11 de diciembre se van a celebrar elecciones legislativas.

La respuesta del Parlamento teóricamente disuelto es cesar a Yeltsin y nombrar a Rutskoi presidente de la Federación.

En ese momento, Rusia está, como mínimo, al borde de la guerra civil, si no plenamente instalada en la misma. Jasbulatov hace traer armas al edificio del Parlamento y las distribuye entre los diputados y todos aquellos civiles que se han acercado por el edificio a “defender la democracia rusa”; asimismo, hace una llamada a las Fuerzas Armadas para que se le unan. Donde las dan, las toman, debió pensar. Yeltsin, que entró en la Historia por la puerta grande a escasos metros de la fachada de la Casa Blanca de Moscú (la sede del Parlamento), ahora verá cómo ese mismo edificio pasa a ser la sede de la resistencia contra su persona.

3 comentarios:

  1. Es un lugar común comparar la transición española con cualquier otra transición a la democracia, pero yo creo que las peculiaridades de la transición española son muy poco comunes. Quizá la más parecida sea la chilena y en menor medida la argentina, pero más allá de esos casos las diferencias con nuestro caso son tan fundamentales que hace que no pueda utilizarse como modelo en ningún sitio.

    Concretamente, y hablando ya de Rusia, nuestra situación era muy diferente. Creo que lo único en lo que se asemejan es lo que comentas que el Parlamento elegido como soviético tenía que hacer su propia “Ley de Reforma Política”. Por lo demás, a bote pronto, se me ocurren varias diferencias cruciales. Para empezar no estábamos en un proceso de desintegración territorial comparable (la pérdida del Sahara no fue nada traumática y los nacionalismos vasco y catalán no eran tan críticos y precisamente la transición se veía como la forma de solucionarlos y por tanto ayudaban al proceso de transición). La situación económica, sin estar para tirar cohetes y sin el optimismo de de diez años antes, era razonablemente encauzable. Las fuerzas de la dictadura fueron las impulsoras del cambio y lo hicieron con bastante convencimiento mientras la oposición a la dictadura, una vez quedó claro que la gente no quería ruptura, colaboró también de forma bastante potable. Por contra, la clase dirigente de la URSS fue a arrastras al cambio y simplemente no había una oposición digna de ese nombre fuera de las estructuras del poder. Se puede decir, que la clase dirigente generó el movimiento de reforma y su propia oposición, siendo la oposición, para más inri, en gran medida contraria a la transición y lo que no venía del régimen un caos. Al menos inicialmente.

    Por último, pero no menos importante, las estructuras institucionales, jurídicas, económicas y sociales españolas eran muy similares a las democráticas. Obviamente no eran democráticas, pero con sólo unos pocos cambios se podían gestionar desde un sistema democrático sin mayor dificultad y así se hizo. ¡Si hasta los sindicatos verticales fueron “heredados” por los “democráticos”! De hecho, en mi opinión, uno de los problemas que tenemos actualmente es que nos quedamos sólo en esos cambios mínimos y por eso cuando uno consigue el gobierno puede controlar hasta los consejos de administración de empresas grandes 100% privadas.

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    1. Me temo que discrepo. En 1976, el principal problema de España era el territorial. No por casualidad, en torno al 70% del tiempo de la reunión llamada Pacto de San Sebastián se invirtió en discutir el tema territorial. Catalanes y vascos no apoyaron la república hasta que "lo suyo" no estuvo apañado, y en la Transición pasó exactamente lo mismo.

      La situación económica era desastrosa. La diferencia entre España y la URSS son los Pactos de la Moncloa.

      Las fuerzas de la dictadura no trajeron la democracia. Fueron solo algunas personas de esas fuerzas, básicamente acorraladas. El resto, si votaron la reforma política, era porque confiaban en la elección de Franco en favor de Juan Carlos. Creían estar cumpliendo con sus deseos, en mayor medida que rigiendo un cambio sobre los mismos.

      En la URSS no existía una oposición digna de tal nombre. En España, tampoco. De hecho, por muy impresionantes fue fuesen las movidas sindicales en España, ni se comparan con las polacas en Gdansk.

      En lo de las estructuras institucionales sí te doy la razón. Ésa fue la labor de los tecnócratas. No lo hicieron porque fuesen demócratas, sino para engañar a los Von der Mierden de su tiempo y entrar en la CEE. Pero sí es verdad que eso nos vino bien.

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    2. Lo que sí es evidente es que la tensión nacionalista en la URSS era y es mucho más intensa. Porque son muchos más pueblos, lenguas y culturas. Y por el temita de los exilios masivos de Stalin, que mucho no ayuda.

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